Darcy se aflojó la corbata, dejándola un poco menos apretada de lo que su ayuda de cámara había juzgado necesario, y luego se miró al espejo mientras Fletcher daba una última sacudida con el cepillo a los hombros de su chaqueta verde.
—Listo, señor. —Fletcher le hizo dar la vuelta, mirándolo con ojo crítico. Se detuvo en el chaleco y, con un preciso movimiento del pulgar, volvió a presionar el doblez de la solapa, asintiendo con la cabeza en señal de satisfacción.
—Entonces ¿tengo su aprobación? —preguntó Darcy un poco exasperado por la extraordinaria atención que Fletcher le había prodigado al arreglar su atuendo para asistir a los servicios religiosos de una mañana cualquiera en la iglesia de Meryton.
—Estará bien, señor.
—¡Bien! Fletcher, confío en que usted no haya perdido la cabeza conmigo. Cuando contraté sus servicios le advertí que no deseaba pasar por un petimetre.
—¡Claro que no, señor! —exclamó Fletcher con dolida presunción—. Ni yo permitiría semejante desatino si alguien tratara de convencerlo de hacer el intento. No es su estilo, señor.
—En eso, al menos, estamos de acuerdo. —Darcy agarró sus guantes, mientras Fletcher abría la puerta de la habitación, con el sombrero de su patrón en la mano.
—Que tenga una buena mañana en el día del Señor, señor —dijo el ayuda de cámara haciendo una inclinación y entregándole a Darcy su sombrero de copa y su libro de oraciones. El gesto de Darcy al salir fue uno de esos movimientos de cabeza lentos y pensativos destinados a recordarle a Fletcher quién era el patrón. Completamente seguro del significado del gesto, el sirviente bajó los ojos con humildad y rápidamente cerró la puerta con firmeza.
Sacudiendo la cabeza por la gracia que le había causado el inexplicable comportamiento de su ayuda de cámara, Darcy descendió las escaleras hasta el vestíbulo principal. Al no ver todavía a nadie dispuesto a salir, sacó su reloj de bolsillo para ver si se había equivocado de hora. Comprobó con el reloj del vestíbulo que indicaba la hora convenida. Con el ceño fruncido, guardó el reloj y comenzó a caminar hacia el comedor del desayuno, pero enseguida se detuvo al oír voces que venían del corredor del piso superior. Darcy dio media vuelta y, volviendo sobre sus pasos, rodeó la pilastra de la escalera y miró hacia arriba, preparado para exigir mayor premura.
—¡Elizabeth! —El nombre de la muchacha escapó de sus labios como un susurro, pero ella pareció oírlo porque levantó los ojos que tenía fijos en el suelo mientras bajaba la escalera para encontrarse con su mirada de admiración. Iba vestida de una manera encantadora, con un traje color crema adornado con delicado encaje blanco, sobre el cual llevaba una chaquetilla amarillo mostaza con ribetes verdes. Los colores le sentaban admirablemente bien, notó Darcy, y teñían su piel de un resplandor dorado. La señorita Elizabeth parecía vacilante, mientras observaba al caballero con una curiosa expresión de sorpresa. Sin pensarlo, Darcy avanzó unos pasos y, cuando llegó al lado de la muchacha, se detuvo y bajó la vista al ver su confusión.
—Señorita Elizabeth —murmuró Darcy y se inclinó hacia delante, teniendo el cuidado necesario debido a la estrechez de la escalera—. ¿Me permite? —Le ofreció el brazo y le señaló los escalones que aún faltaban.
—Señor Darcy… gracias, señor. —La voz de la muchacha tembló un poco cuando tomó el brazo de Darcy y miró afanosamente alrededor del vestíbulo—. Mi hermana viene detrás de mí… Y los demás vendrán enseguida.
—Espero que así sea o llegaremos muy tarde —logró decir Darcy en voz baja y estable, a pesar del temblor interno que le producía el hecho de sentir la ligera presión de la mano de la muchacha sobre su brazo. Era una imagen tan encantadora…; el suave color crema y el amarillo mostaza parecían combinar bien con la manga de su chaqueta. Casi como si…
No, no, ¡Fletcher no podía haberlo sabido! No pudo evitar sentirse invadido por una ligera sospecha. Levantó la vista de su brazo para contemplar el perfil de la mujer que tenía a su lado y luego miró hacia las escaleras detrás de ellos, casi esperando ver a su ayuda de cámara escondido entre las sombras del corredor del segundo piso. Pero, en lugar de eso, apareció el resto del grupo, que estaba a punto de reunirse con ellos.
Deslumbrante con un traje violeta y una capa púrpura con un sombrero a juego adornado con plumas grises, la señorita Bingley comenzó a bajar.
—¡Señor Darcy! Louisa y Hurst ya vienen, pero Charles y la señorita Bennet ya están aquí, como usted puede… —Dejó la frase sin terminar, a medida que se fue acercando, y una mirada de intriga le hizo fruncir el ceño al observar a Darcy.
—¿Señorita Bingley? —dijo él al notar que ella guardaba silencio. Sin pronunciar palabra, la señorita Bingley dejó que sus ojos oscilaran entre Darcy y Elizabeth, mientras los otros se reunían con ellos en el vestíbulo.
—Señorita Elizabeth. —Bingley se acercó a ellos con una sonrisa—. Permítame decirle que tiene un aspecto estupendo esta mañana. Tanto usted como Darcy, en realidad. No podrían haber hecho mejor pareja si lo hubiesen planeado.
Darcy se ruborizó con incomodidad, aunque no estaba seguro de si se debía a la ingenua observación de Bingley o a las sospechas de la complicidad de su ayuda de cámara.
—Sólo una curiosa coincidencia, Charles —se oyó decir a la señorita Bingley, que había recuperado el habla—. Pero no tan notoria como para que merezca comentario alguno.
—¡Coincidencia! —replicó Bingley mientras acompañaba a la señorita Jane Bennet—. Apostaría a que… —La severa expresión con que Darcy lo miró casi le hizo tragarse la lengua—. Apostaría a que es, tal como tú dices, una mera casualidad. ¿Ya está todo el mundo aquí? ¡Bien! No debemos llegar tarde a la iglesia —terminó de decir apresuradamente, y poniéndose el sombrero, escoltó a las damas hacia la puerta.
Darcy decidió viajar con los Hurst y dejar el entretenimiento de las invitadas en las hábiles manos de Bingley. Ciertamente estaba demasiado malhumorado como para tolerar las especulaciones de la señorita Bingley o su grosería con Elizabeth. La somnolienta atmósfera que Hurst era capaz de proyectar era exactamente lo que necesitaba para contener sus emociones y ponerlas bajo control. Con el fin de desalentar a sus compañeros de viaje de establecer una charla trivial, Darcy abrió su libro de plegarias al azar y obligó a su mente a prepararse para la mañana.
Oh Dios, que por Tu espíritu llevas a
los hombres a desear
Tu perfección, a buscar la verdad y a
regocijarse en la belleza:
Ilumínanos y concédenos la inspiración, te rogamos…