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SERIE FITZWILLIAM DARCY, UN CABALLERO

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Resumen

(Orgullo y Prejuicio en la perspectiva del protagonista masculino) Una mirada de absoluto desagrado cruzó por el rostro de Darcy. —Las crían como conejos en Hertfordshire, ¡al menos cinco por familia! Tienen madres que parecen gatos atigrados, que no hacen otra cosa que dormitar en espera de que aparezca un caballero decente, para caerle encima y casarlo con una de sus hijas, mientras todas ellas retozan a su antojo por el campo, corriendo detrás de cualquier casaca roja. —¿En Hertfordshire? —preguntó Brougham con asombro—. ¡No tenía ni idea de que fuera un lugar tan interesante! —¡Interesante! —Darcy puso la copa sobre la mesa con tanta fuerza que el líquido se derramó y le empapó el volante del puño y la manga—. ¡Maldición! —Se alejó de la mesa enseguida, pero no antes de que un poco de brandy cayera sobre sus pantalones. La reacción de Darcy captó la atención de la criada de la taberna, que se apresuró a ayudarlo con un trapo, pero después de examinar de cerca a los clientes, también sacó un pañuelo limpio que le servía de adorno en el corpiño.

Chapter 1Capítulo 1.- Una fiesta como esta I

Fitzwilliam George Alexander Darcy se levantó de su sitio en el carruaje de los Bingley y descendió con lentitud ante el salón de fiestas que había en el segundo piso de la única posada que poseía la pequeña localidad comercial de Meryton. Por la ventana abierta del salón se podía oír la alegre melodía de una cancioncilla popular, aunque ejecutada con escasa maestría, que invadía la serenidad de la noche. Con una mueca de disgusto, Darcy bajó la vista hacia el sombrero que tenía en las manos y, con un suspiro, se lo puso, ajustándolo en el ángulo preciso. ¿Cómo has podido permitir que Bingley te convenciera para hacer esta absurda incursión en la vida social pueblerina?, se reprochó. Pero antes de que pudiera pasar revista a los acontecimientos que le habían llevado hasta allí, un perro que se había encamado sobre un carruaje próximo soltó un melancólico aullido.

—Precisamente —se lamentó Darcy en voz alta, al tiempo que se volvía hacia el resto de sus acompañantes. Enseguida vio que las hermanas de su amigo tenían las mismas expectativas que él sobre la posibilidad de disfrutar de una noche agradable. La mirada que se cruzaron mientras se arreglaban la falda dejaba entrever una dosis de elegante desdén y resignación al mismo tiempo. Darcy miró entonces a su joven amigo, cuyo rostro, en cambio, estaba lleno de entusiasmo y curiosidad. Una vez más se preguntó cómo era posible que Charles Bingley y sus hermanas fueran de la misma familia. Las mujeres Bingley eran debidamente reservadas, mientras que Charles era, sin lugar a dudas, una persona muy sociable. La señora Hurst y la señorita Bingley eran elegantes en su forma de vestir y su manera de comportarse. Charles era… Bueno, ahora se vestía de manera moderna pero discreta —Darcy había logrado influenciarlo al menos en ese aspecto—, pero seguía teniendo una desafortunada propensión a tratar a cualquier persona que acabaran de presentarle como si fuera un amigo íntimo. Las hermanas Bingley no se impresionaban con facilidad e irradiaban un estudiado aburrimiento ante todo lo que no se incluyera entre las diversiones más exclusivas; su hermano, en cambio, disfrutaba con todo.

Precisamente este carácter eufórico había convertido a Charles en objeto de varias bromas crueles por parte de los caballeros más sofisticados de la ciudad y, por esa razón, Darcy se había fijado en él. Al ser testigo involuntario de la planificación de una de tales humillaciones durante una partida de cartas en su club, Darcy oyó lo suficiente como para enfadarse y tomar la decisión de buscar al infortunado joven para advertirle que tuviera cuidado con aquellos que él consideraba sus amigos. Para sorpresa de Darcy, lo que comenzó como un deber cristiano se fue transformando en una gratificante amistad. Desde entonces, Charles se había convertido en la primera persona a la que visitaba en la ciudad, pero todavía había momentos, como éste, en los que perdía la esperanza de llegar a inculcar en él una apropiada discreción.

—Entonces, ¿entramos? —preguntó Charles, tan pronto se puso a su lado—. La música parece espléndida y yo espero que las damas también lo sean. —Se dio la vuelta y le ofreció el brazo a su hermana soltera—. Vamos, Caroline, conoceremos a nuestros nuevos vecinos.

Darcy se colocó en segundo plano, dejando paso a los Bingley, que entraban ya en el pequeño vestíbulo y subían las escaleras hasta el piso del salón de baile. Tras despojarse ellos de sus sombreros y las damas de sus capas, Bingley, su cuñado, el señor Hurst, y Darcy escoltaron a las damas hasta la entrada, donde se detuvieron para examinar los detalles del salón y de sus rústicos ocupantes. Desafortunadamente, en ese momento la melodía también llegó a su fin y los que estaban bailando ejecutaron el último paso de la danza, lo que provocó que todas las miradas se dirigieran hacia la puerta. Durante unos pocos y tensos instantes, la ciudad y el campo se evaluaron mutuamente y llegaron a una vertiginosa serie de conclusiones.

Darcy empujó suavemente a Bingley hacia el interior de la estancia, mientras los bailarines comenzaban a abandonar la pista en busca de refrescos y comentarios. Podía sentir sobre él los ojos de todo el mundo y se preguntaba cómo había podido dudar alguna vez de la vulgaridad de los modales provincianos. Era tan terrible como había temido. El salón se había convertido en un hervidero de especulaciones, y él y los Bingley parecían ser examinados con detalle hasta la última guinea. Casi podía oír el tintineo de las monedas, a medida que los ocupantes del salón calculaban su fortuna. En el transcurso de pocos minutos, el hombre al que Darcy suponía que debía culpar por la invitación al baile de esa noche se dirigió apresuradamente hacia ellos. Haciendo una inclinación unos grados más pronunciada de lo necesario, estrechó la mano de Bingley de manera vigorosa.

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