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Capítulo 42.- Su peor enemigo II

Regocijarse en la belleza. Darcy miró distraídamente por la ventanilla del carruaje hacia el campo, pero sólo vio un par de ojos hermosos y una sonrisa encantadora que lo consolaron en medio de la silenciosa y fría mañana de otoño. Regocijarme en su belleza… ¿Acaso querría tener ese íntimo derecho? Darcy suspiró y dirigió nuevamente su atención al texto. Concédenos la inspiración… Se recostó contra los cojines con la dolorosa convicción de que estaba sufriendo más bien un ataque de inspiración y no la falta de ella. Qué extraño resultaba el hecho de que, después de haber pasado los últimos dos años reencontrándose con los placeres de la sociedad londinense y rodeado por las jóvenes más hermosas, refinadas y deseables de Inglaterra, descubriera en un remoto rincón de Hertfordshire la belleza y la inspiración que le aceleraban el pulso y le hacían perder la compostura.

… para que en todo lo que sea verdadero, puro y hermoso,

Tu nombre sea venerado y venga a la tierra Tu reino;

A través de Jesucristo, nuestro Señor.

Amén.

Darcy cerró el libro con delicadeza. Verdadero… puro… hermoso. Con toda sinceridad, ¿qué mejores requisitos podía tener la mujer con la que uno iba a compartir la vida? Su memoria volvió a oír la larga lista de talentos que había hecho la señorita Bingley para definir a una mujer realmente virtuosa, con la condición adicional de que fuera muy leída. ¿Acaso la encarnación de esa lista le ofrecería una mejor garantía para su futura felicidad que una mujer que fuera verdadera, pura y hermosa?

El carruaje fue disminuyendo la velocidad a medida que el cochero guiaba los caballos hacia el patio de la iglesia y luego se detuvo completamente frente al sendero que llevaba a la puerta principal. Darcy esperó a que Hurst descendiera y le ofreciera la mano a su esposa y luego avanzó hacia la puerta. Con desconsuelo, observó que la señorita Bingley iba detrás de ellos, con la esperanza, sin duda, de sentarse junto a él en el banco. Como era su deber, le ofreció el brazo, el cual ella aceptó con un aire de posesión que dirigió principalmente hacia Elizabeth, pero que incluyó a todo Meryton en general. Mientras Darcy la escoltaba hacia la iglesia, descubrió una sensibilidad artística de la cual no había sido consciente hasta aquel momento y que temblaba ante el terrible contraste que presentaban el púrpura de la señorita Bingley y su propio verde, y nuevamente se preguntó si Fletcher también habría tenido algo que ver con aquella combinación de colores.

Cuando estaba a punto de seguir a la señorita Bingley a través de la puerta, Darcy se detuvo al ver que Elizabeth estaba saliendo, con una sonrisa de disculpa en sus labios. Después de sentarse al final del banco, se inclinó hacia delante y miró a Bingley, que estaba al otro lado, con una ceja levantada en señal de pregunta. Bingley moduló en respuesta la palabra «chal» y se encogió de hombros. El director del coro se levantó en ese momento y les hizo señas a los niños para que comenzaran el himno procesional. El coro de doce miembros inició su solemne procesión por el pasillo, seguido por el vicario y su joven asistente. Unos segundos después, Darcy sintió una corriente de aire cálido y, cuando bajó la vista, vio que Elizabeth estaba a su lado, con un pesado chal de lana en los brazos.

—Por favor, señor, ¿sería usted tan amable de pasarle esto a Jane? —susurró sin aliento. Darcy tomó el chal y se lo pasó a la señorita Bingley, mientras observaba discretamente por el rabillo del ojo cómo Elizabeth vigilaba el avance del chal a lo largo del banco. Darcy supo en qué momento exactamente recibió el chal la señorita Bennet, pues vio la tierna sonrisa que iluminó la cara de su hermana y sintió que él mismo comenzaba a esbozar una sonrisa, cuando el coro terminó el himno y el vicario los invitó a rezar.

Las palabras de la invocación, que resultaban tan familiares para Darcy, fluyeron a través de él, hablándole de un orden superior de grandeza que rara vez dejaba de sobrecogerle, a pesar de que los constantes susurros de la señorita Bingley, que se quejaba del frío y de la duración de la oración, fueron obstáculos enormes. Sonó entonces el «amén», del que hicieron agradecido eco varios de los miembros de su grupo, y se anunció el primer himno. Era un himno que Darcy no conocía, así que prefirió escuchar en lugar de tratar de seguirlo. El hecho de que a su lado se encontrara la dama cuya voz tanto le había gustado la semana anterior fue un mayor estímulo para guardar silencio. Y no se sintió decepcionado; la voz de Elizabeth sobresalía con tono seguro, con un sentimiento y una gracia que lo conmovieron profundamente. En el último verso, Darcy unió su voz de barítono a la voz de soprano de ella, lo cual provocó la risa a un par de jovencitas que estaban delante. Cuando volvieron a sentarse, el caballero sólo tuvo que soportar una vez el examen de las chiquillas, antes de dedicarles una mirada de censura fulminante que sólo sirvió para desatar otro paroxismo de estupidez por parte de las niñas. Para aumentar su indignación, Elizabeth parecía no poder contener la tentación de unírseles, y tuvo que ponerse rápidamente la mano enguantada sobre la boca, mientras lo miraba con gesto travieso. Darcy la ignoró con arrogancia y dirigió su atención al vicario.

Llegó el momento de la confesión dominical. Darcy murmuró la oración de memoria, sin detenerse mucho pues creía que las frases que se referían a la desobediencia y la ingratitud eran de poca aplicación. Cuando llegaron al momento en que se incluía en la lista el pecado del orgullo, Elizabeth se movió junto a él, y con delicadeza, pero claramente, carraspeó. Esto le proporcionó a Darcy la justificación perfecta para hacer énfasis en el siguiente pecado: la obstinación, de una manera que ella no podía pasar por alto.

Cuando se anunció el segundo himno, estaban en un punto muerto y Darcy trató de protegerse de los efectos que tenía la voz de la muchacha sobre sus traicioneros sentidos. Aquel himno sí lo conocía bien. Al girarse ligeramente en dirección a la señorita Bingley, Darcy logró evitar la mirada burlona de Elizabeth, pero con el desafortunado resultado de darle a la otra dama la idea de que podía volver a reclamar su atención. Fue una pésima idea, porque la voz de Elizabeth siguió invadiendo sus sentidos y ahora, además, se vio obligado a lidiar también con los comentarios y las quejas de la señorita Bingley.

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