Capítulo 3: El vacío tiene rostro

El teléfono sonó al amanecer. Llevaba dos días sin dormir, mirando una foto de Amada que tenía en mi cartera, esa donde todavía sonreía como si el mundo fuera algo bueno.

Cuando contesté, la voz al otro lado fue tan neutra, tan profesional, que al principio no entendí lo que decía. Me hablaban de un cuerpo, de un lugar, de un reconocimiento. Y entonces la realidad se deslizó por mi garganta como una cuchilla. Mi hermana, mi Amada, estaba muerta.

No recuerdo cómo llegué a la morgue. Tal vez tomé un taxi. Tal vez caminé. Lo único que sé es que, cuando estuve frente a esa puerta metálica, mi cuerpo se negó a seguir adelante. Mis piernas temblaban, mis manos sudaban, y sentí que no podía respirar.

"¿Es usted Agustín Velázquez?"

Asentí, aunque mi nombre sonaba ajeno en sus labios. Me condujeron a una sala fría, donde la luz blanca era tan cruda que parecía diseccionar el aire. Había una camilla en el centro, y sobre ella, un cuerpo cubierto con una sábana.

"Tenemos razones para creer que es su hermana. ¿Puede confirmarlo?"

Quise gritarles que no, que estaban equivocados, que mi hermana no podía estar allí. Pero en lugar de eso, asentí otra vez. Un gesto mecánico, vacío.

Cuando levantaron la sábana, vi su rostro. O lo que quedaba de él. Amada no parecía dormida ni en paz, como suelen decir los idiotas que intentan consolarte. Su rostro estaba hinchado, pálido, con marcas oscuras alrededor de los ojos. Había un corte en su mejilla izquierda y moretones que contaban una historia que nunca quise escuchar.

Mi hermana, la única persona que me entendía, la única que me amaba, estaba rota.

Quise tocarla, pero no pude. El miedo me paralizó. Era como si, al hacerlo, estuviera aceptando que era real. Así que solo la miré, tratando de encontrar algo que todavía fuera ella. Sus manos, tal vez. Sus manos siempre habían sido fuertes, capaces de calmarme con un simple toque. Pero ahora estaban frías y rígidas, con uñas rotas que hablaban de una lucha que no pudo ganar.

"¿Es ella?"

La pregunta me atravesó como un disparo. ¿Cómo se supone que respondes a eso? ¿Cómo le dices a un extraño que sí, que esa cosa inerte y mutilada alguna vez fue la persona que te dio un propósito?

"Sí", susurré. Mi voz sonó lejana, como si perteneciera a otra persona.

Me dejaron solo con ella por unos minutos. Tal vez pensaron que querría despedirme, pero ¿cómo se despide uno de alguien que era su todo? Me acerqué lo suficiente para susurrarle algo que nunca le dije en vida: "Lo siento, Amada, siento que hallas tenido a este hermano incapaz. Lo siento tanto.... Te amo tanto... Realmente perdón".

No sé cuánto tiempo estuve allí, pero cuando finalmente salí, el mundo me parecía irreconocible. La gente seguía caminando, hablando, viviendo, como si nada hubiera pasado. Y en ese momento supe que estaba solo. Realmente solo.

Los días siguientes fueron un borrón de papeleo y visitas a la policía. Nadie quería hablar del caso como algo importante. "Estamos investigando", decían, pero sus ojos me decían otra cosa. Sabían quiénes eran los culpables, pero no iban a hacer nada.

"¿Por qué no?" les pregunté una vez, incapaz de contener mi rabia.

"No tenemos suficientes pruebas", respondieron. Pero yo sabía que era mentira. Había pruebas de sobra. Solo que esas pruebas apuntaban a hijos de hombres con bolsillos más profundos que la justicia.

Fue en ese momento cuando algo en mí cambió. Dejé de ser el Agustín que Amada protegía. Dejé de ser el chico que soñaba con programar videojuegos. Me convertí en otra cosa, algo más oscuro, más frío.

La primera vez que los vi después de lo que hicieron, estaban riendo. Uno de ellos llevaba un reloj caro, de esos que solo pueden comprar con el dinero que les dan sus papás. El otro tenía la mano alrededor de una chica que no parecía mucho mayor que Amada. Y el tercero, el que siempre lideraba, me miró directamente a los ojos y sonrió.

Fue ahí cuando supe que no podía dejarlo así. Si la justicia no iba a hacer su trabajo, yo lo haría por ellos.