Para cuando Alia terminó de cantar, las flores habían desaparecido bajo tierra. Sin saber bien el por qué, ella había escogido cantar una triste canción de su pueblo. Muy cerca Atlas y Iaago lucían entre escépticos y embelesados. Alia había heredado el talento para el canto de su madre; gracias a ello hubo un tiempo en el que había sido muy solicitada en la corte de la primavera.
Iaago fue el primero en recomponerse y tras propinarle un codazo a Atlas se dirigió hacia la joven que estaba temblando. Alia tenía los pantaloncillos casi que desechos producto al veneno de la flor.
Iaago sospechaba que estaba bastante intoxicada a aquellas alturas. Entonces con un rezongo él la alzó y la depositó sobre su hombro. Que ella protestara débilmente fue un indicador para el hada del viento de lo mal que se encontraba. Así que sin perder tiempo alcanzó a su compañero mientras le daba indicaciones.
- La llevaré al río a limpiarla, busca alguna medicina que le sirva.
- Considéralo hecho, también tomé una muestra de esa perversa flor para saber a qué atenerme.
Dicho esto, ambos se alejaron con presteza de la maleza porque sin duda alguna no querían más sorpresas. Con razón se decía que sólo una experimentada hada de primavera se atrevía a andar con confianza por aquellos bosques. Sin embargo, ambos secuestradores confiaban en dejar el reino en pocos días.
Iaago dejó caer a la muchacha dentro del agua si bien no con brusquedad tampoco con demasiada delicadeza. Ella tenía los ojos cerrados y dormitaba tranquilamente. Como siempre los pequeños jazmines en su cabello despedían un agradable aroma y ahora se lucían blanquísimos. Iaago estaba encantado de ver cómo cambiaban de color según su ánimo. En sus días en las cortes siempre le habían llamado la atención las hadas de otoño con sus cabelleras cambiantes. Sin embargo, el que a esta hada le cambiaran el tono de aquellas flores resultaba fascinante. Enseguida, con un ligero movimiento de su cabeza, Iaago desechó aquellos inoportunos pensamientos. Lo cierto era que aquella joven hada había puesto en peligro la vida de Atlas. Y en el caso de Iaago particularmente, si bien su propia vida no era tan importante, sí lo era su venganza. Puestro que hasta que no obtuviese su compensación por el desagravio a su pueblo, él no podía morir. Después de eso, a Iaago no le importaba realmente lo que ocurriese. Sumido en estos pensamientos se encontraba cuando escuchó la voz alarmada de Atlas trayéndolo a la realidad. -¡Que se ahoga la chica! -Entonces para su espanto Iaago se percató de que había dejado hundir la cabeza de la chica en el agua.
En respuesta su cuerpo se tensó reaccionando al segundo y gruñó antes de levantar de inmediato el rostro de su cautiva fuera del riachuelo.
Iaago le dio un gruñido por respuesta mientras sacaba el cuerpo de la muchacha del agua. Con ella ahora cargada en sus brazos alcanzó el improvisado campamento y la acostó sobre una cobija que había arreglado su amigo. Enseguida Atlas le indicó que le alcanzara la bolsa de hierbas mientras preparaba un pequeño fuego.
- Esto nos retrasará un poco, pero debo prepararle un tónico. Estuvo más tiempo que nosotros dentro de la planta y el veneno de esa flor es muy fuerte. Aún puedo sentirlo en mi cuerpo. Haré un poco para nosotros también.
- No te preocupes por mí, ya me lo he sacado. – Dijo Iaago sin darle importancia al asunto.
Atlas miró a su compañero mientras este se sentaba y ponía un paño húmedo en la sudorosa frente de la joven. Iaago tenía el rostro ceñudo y murmuraba algo mientras tomaba una mano del hada de primavera.
- Bueno, era de esperar de ti.
Pronunció el trol hablando consigo mismo sin embargo como viese que su compañero sonreía tuvo que interrogarlo irremediablemente.
- ¿Y a qué viene esa risa?
- Nada, es sólo que ni siquiera tengo las dagas ya. Las envié atadas al cuello del grifo hembra a Tierra de Nadie. Espera a que se lo diga mañana.
- Oh Iaago, estás presionando mucho amigo, una noche de estas te desollará, no lo dudo.
Iaago sólo sonrió.