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Capítulo 26: El jinete de cabello de fuego

Delilah se encogió de hombros, fingiendo no importarle lo que acababa de oír.

"Son sólo pequeñas e inofensivas ratitas", se convenció en su mente.

Sin embargo, cuando sintió algo moviéndose a través de sus tobillos, largó un grito desesperado y dio patadas para alejar a lo que fuera que estaba tocándola.

Se dio cuenta demasiado tarde de que se trataba del cabello de la cola de un corcel rozándole las piernas. Se cubrió la boca con una mano.

Giacomo soltó una carcajada burlona.

—Entonces te dan miedo las ratas.

Ella se levantó, sacudiendo los restos de heno y migajas de su vestido.

—¡Jamás! ¡No tenía miedo, sólo me sorprendí! Lo que dijiste era mentira, ¿no es así? Sabías que estaba aquí.

Él la estudió de arriba abajo.

—¿Sabes montar?

—Mejor que caminar —lo decía en serio. Incluso rodó sus ojos para demostrar su arrogancia en el tema.

—¿Qué te parece una carrera? De aquí al jardín delantero.

Esa idea sonaba fantástica para Delilah, quien  adoraba cabalgar y competir. Eran sus dos cosas favoritas. El hecho de que la desafiaran, la hacía querer ganar con mucho ímpetu.

—Podría ganarte con los ojos cerrados.

—¿Podrías ganarme con ese corcel negro? —señaló al animal al final del pasillo del establo—. Es el único entrenado para correr.

Con una habilidad casi innata, Delilah cogió una silla de montar y ensilló el caballo.

—Te advierto, vas a llorar cuando te deje atrás.

—Deja de presumir, huerfanita, seguramente nunca has subido a uno de estos.

En un abrir y cerrar de ojos, Delilah estaba sobre el lomo del animal. Dejó escapar un resoplido de superioridad.

—Iremos a través del bosque, no quiero que nadie me vea.

—Hecho.

Aunque ninguno de los dos se puso de acuerdo para poner en marcha la carrera, ambos salieron disparados al mismo tiempo hacia el exterior.

Si bien ella era bastante hábil para montar a caballo, tan pronto como su corcel abandonó la caballeriza, se dio cuenta de que algo andaba mal.

El animal corrió furioso hacia afuera al tiempo que pateaba y se sacudía, intentando tirarla abajo.

La experiencia de la joven la ayudó a mantener el equilibrio para seguir sobre su lomo. Se enderezó, se movió al ritmo acelerado del galope con el fin de no caerse y tiró de las riendas con fuerza mientras se inclinaba hacia adelante.

Aun así, la bestia seguía fuera de control.

—¡Muévanse, muévanse! —vociferó a las personas que deambulaban por el jardín, interponiéndose en su camino.

Varios gritos de miedo estallaron en la muchedumbre, muchos corrieron tratando de evadir al caballo.

Pese a sus intentos por mantenerse estable, cuando el corcel aumentó la velocidad y se precipitó por el sendero hacia el bosque, ella resbaló hacia el costado derecho del animal.

Lo más terrible del asunto era que su pie izquierdo se había quedado enganchado al estribo, impidiendo que se cayera del caballo, pero dejándola colgada de cabeza mientras éste galopaba con una celeridad insuperable.

Desde esa posición, debajo del animal, era imposible que regresara a estar encima. Se cubrió la cara con los brazos, temiendo que las herraduras le golpearan, ya que su cabeza se encontraba muy próxima al suelo. Estaba siendo arrastrada bosque adentro sin ningún control.

Fue entonces cuando se le ocurrió que la mejor idea era gritar y pedir auxilio con desesperación.

De lo que no pudo percatarse, era de que su primo Giacomo venía galopando detrás, persiguiéndola vertiginosamente para ayudarla.

El joven apretó el paso, insistiéndole a Estrellita para que fuera más rápido. Hasta que finalmente logró posicionarse junto al corcel salvaje.

Con dificultad, logró sujetarla desde su vestido rosa. Hizo un esfuerzo por tirar de ella para que se enderezara, pero a esa velocidad era bastante complicado. Necesitaba mucha fuerza.

Así que utilizó la fuerza de Estrellita para lograrlo. La hizo galopar lejos del otro caballo al tiempo que él seguía tirando del vestido de la huérfana por el costado izquierdo.

Finalmente, logró que Delilah se posicionara sentada encima del indomable caballo.

—¡Agárrate fuerte! —la apremió. A lo cual la joven hizo caso, aterrada.

Para detener al corcel, el único plan de Giacomo era atravesarse en medio. Lo cual era bastante peligroso, pero estaba dispuesto a intentarlo.

No obstante, no fue necesaria tal hazaña.

De un momento a otro, un caballo gris apareció del lado derecho de Delilah, guiado por un muchacho de rizos color bermellón.

Con una técnica perfecta, el jinete pelirrojo utilizó una cuerda como lazo, la enganchó del cuello del corcel salvaje e hizo que se detuviera de forma brusca.

La asustada jovencita, todavía agarrada con todas sus fuerzas de las riendas y abrazada al lomo del caballo, casi salió disparada hacia adelante.

Ella no abrió los ojos hasta después de haber tomado largas respiraciones.

—Todo está bien, todo está bien —se repitió a sí misma una y otra vez en voz baja. Cuando Giacomo le ofreció su mano para ayudarla a bajar, la rechazó, elevando su mentón con aires de grandeza—. Estoy perfectamente, no necesito ayuda. Tenía la situación bastante controlada.

Su primo largó una enorme carcajada de burla.

—Pude darme cuenta.

—¿Cómo es que se te ocurrió montar a Canalla, niña? —la sermoneó el muchacho de cabello rojizo-naranja—. No sé quién eres, pero deberías ser más cuidadosa.

Casi ofendida, Delilah se giró para observarlo.

—En primer lugar, ¿tú quién eres?

—Soy el Sr. Vitale —respondió, presentándose con su apellido.

—Nuestro primo —aclaró Giacomo con aburrimiento— …político —añadió luego con énfasis, como para resaltar que no pertenecía realmente a su familia.

—Sr. Vitale —repitió Delilah con amabilidad—. No tiene de qué preocuparse porque tengo amplia experiencia montando a caballo. Desde que era pequeña en el hogar… —se detuvo para no tener que revelar que era huérfana—. Bueno, sólo tuve problemas para controlarlo esta vez.

—Usted no entiende —el Sr. Vitale era muy formal para la corta edad que aparentaba—. Canalla nunca ha podido ser entrenado. Es un caballo salvaje e indomable. Dos trabajadores han muerto tras caerse y quienes han intentado dominarlo o entrenarlo, han fracasado miserablemente.

Lentamente, ella fijó su mirada en su primo Giacomo.

—Él me dijo que era un caballo entrenado para correr —masculló con furia—. Y aunque no lo fuera, omitió por completo que era peligroso.

El chico rubio puso los ojos en blanco.

—Fue sólo una broma. No iba a dejarla sola mientras cabalgaba.

El Sr. Vitale dio un paso al frente, poniéndose más cerca de su primo.

—¿Qué clase de bromas son esas, Giacomo? Si esa damisela hubiera muerto, habría sido tu culpa. ¿Has perdido la cabeza?

—¡No es ninguna damisela! Es una criada y una huérfana.

De nuevo, aquellas palabras se sintieron como un puñetazo en el estómago para Delilah.

Con evidente sorpresa, el Sr. Vitale se volvió para estudiar con la mirada a la joven, de pies a cabeza.

—Ella no parece…

—¡Pero lo es! —alzó la voz Giacomo—. Y trato como quiero a mis empleados. No tienes derecho a opinar.

Con un nudo en la garganta por la rabia y la humillación que sentía, la muchacha intervino.

—Si me disculpan, caballeros —recogió su falda para caminar sobre el pasto antes de marcharse lejos de la pareja de primos.

Cuando regresó al sendero del jardín, con el vestido y cabello desarreglados, todos los invitados a la ópera la observaban al tiempo que la juzgaban.

—¿Quién es esa? —susurraban de forma despectiva—. ¿Está loca acaso?

No era difícil adivinar que había captado la atención de su abuela Alda, quien la vio partir a la habitación de Scarlatta.

Tan pronto como se sentó en la cama de su madre, comenzó a llorar. Pero su desdicha aún no acababa.

Al levantar las sábanas para esconder su humillación bajo las mantas, encontró su colchón repleto de enormes arañas.

Su leve llanto fue interrumpido por un grito de horror al casi acostarse encima de aquel mar de insectos. Dio saltitos por todo el dormitorio, tratando de sacudir a las arañas del vestido de su madre.

La puerta se abrió, mostrando a María debajo del arco, sorprendida por la escena. La mujer, que sostenía una bandeja con copas de vino, cerró detrás de sí en silencio.

—¿Qué ha pasado aquí, Delilah? —susurró para que no la escucharan.

—¡Son unos malditos! ¡Todos! —soltó la joven iracunda, señalando a las arañas. Su voz sonaba más fuerte que el eco de la ópera que se filtraba en el cuarto—. Ahora, ¿quién demonios hizo esto? ¿Viste a alguien, María?

—Vi a Giacomo pasearse por este pasillo, pero no creí que… —en su rostro se reflejaba la lástima que sentía por aquella niña huérfana—. Lo importante es que no te vio Alda, ¿cierto?

Delilah largó un resoplido de rendición y frustración.

—Todo el mundo me ha visto, María.

La criada suspiró.

—Eso es malo —puso la bandeja a un lado antes de aproximarse a su cama—. Déjame ayudarte a cambiar las sábanas. Necesitarás dormir muy bien esta noche.