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Capítulo 25: La dama de la ópera

—¡Ya aprendí, abuela Alda, mira! —Delilah caminó a toda velocidad con un libro en la cabeza y una taza de té en la mano mientras elevaba su meñique y derramaba gotas de líquido por todo el sueño—. ¡Hasta puedo correr!

—¡Por el amor de Dios, Delilah, no me llames de esa manera! —contestó la señora de forma alterada—. ¡Y limpia ahora mismo ese maldito té!

Desanimada, la muchacha detuvo su entusiasta demostración.

—Puedo asistir a la ópera hoy, ¿verdad?

—¡No me hagas reír, niñita! ¡Pareces un animal salvaje! Por supuesto que no irás a ninguna parte. Te quedarás en la habitación de tu madre hasta que termine todo.

—Pero lo aprendí todo, señora Alda —siguió intentando Delilah—. Cada norma, la hago de forma correcta y la he memorizado. ¡Me lo prometió!

La anciana puso los ojos en blanco.

—¿Crees que basta con saberte de memoria unas cuantas reglas? No tienes un ápice de clase, jovencita. ¿Cuándo lo vas a entender?

—Entonces, ¿cómo se consigue la clase, si no es aprendiendo? —la nieta dejaba evidenciar frustración en su tono de voz.

Una risa malvada y estrepitosa resonó en respuesta a esa pregunta. Esta vez, era Caterina quien se burlaba.

—En tu caso, creo que deberías nacer de nuevo.

—Pues no me importa —se armó de valor Delilah para contestar—. Asistiré igual. Soy parte de esta familia y tengo los mismos derechos, aunque no tenga clase.

Aquella frase pareció desatar una ira feroz en Alda. Sin dubitar, le propinó una fuerte palmada en la mejilla.

—Si te llego a ver merodeando por el salón hoy, voy a encerrarte en el sótano y a hacer que te arrepientas de por vida de tu atrevimiento, Delilah. Y si vuelves a repetir esas palabras, te convertirás nuevamente en una huérfana, porque saldrás de mi casa para siempre y me olvidaré de que existes.

Un gélido miedo despertó en el corazón de Delilah tras escuchar tales amenazas de su propia abuela.

De cierta manera, ahora entendía a su vieja amiga Mestiere. Aquel empeño que había puesto en educarse para que la amaran…

Ella misma estaba envuelta en esa misma situación. Tratando de encajar, de aprender a ser como ellos, y creyendo inocentemente que terminarían aceptándola si hacía su mayor esfuerzo.

Al parecer, no era así.

Sin decir una palabra más, se marchó a la habitación de su madre, desde donde vio a los invitados llegar poco a poco a través de la ventana durante toda la tarde.

Después de un largo rato sin despegarse de ese cristal, soñando despierta con estar del otro lado y escuchando la ópera que traspasaba su puerta, María entró al aposento.

Delilah la reconoció en el reflejo de la ventana y pese a que tenía miedo de hacer esa pregunta, no pudo evitar hablar.

—¿Mi madre también era como ellos? —susurró, sin dejar de ver hacia afuera—. No tienes que mentir, estoy lista para saber la verdad.

Como si María hubiese esperado toda su vida por esa pregunta, sonrió.

—Tu madre era todo lo contrario a ellos.

—Y… —la joven apretó los labios antes de soltar la siguiente frase—. ¿Me amaba?

María abrió el closet.

—Habría dado su vida por ti, doy fe de ello.

Sólo entonces Delilah se giró para mirarla.

—¿Eso es verdad?

—Lo juro.

—¿Y mi padre?

—No llegué a conocerlo tan bien. Pero si Scarlatta le quería, tenía que ser un buen hombre —la doncella rebuscó entre los vestidos de su madre hasta hallar uno de color Rosa, llamativo y elegante—. Éste servirá, te ayudaré a ponértelo.

Confusa, la huérfana parpadeó varias veces.

—¿Para qué?

—No seas tonta, vas a ir a la ópera. Te lo mereces. Sólo no dejes que nadie de la familia te vea, por favor.

—Pero la abuela Alda dijo que…

—¿Y qué? Si no te ve, no podrá hacerte nada. Lo único que tienes que hacer es permanecer lejos de su vista. Hay tanta gente allá abajo que no creo que siquiera note tu presencia.

Esperanzada, Delilah le echó un vistazo al vestido. Jamás había usado rosa. Era como un sueño. Falda y hombros amplios, satén, adornos… No se creía merecedora de algo así.

—¿Por qué me tratas bien, María? Aquí todos son tan terribles…

La mujer situó el vestido encima de la cama y le hizo señas para que se desvistiera.

—Quise mucho a tu madre. Y sé que si hay algo que ella hubiese querido, eso sería que alguien cuidara de ti. Así que mientras viva, mi deseo es velar por tu bienestar. La verdad, estoy muy contenta de que hayas podido regresar a casa, Scarlatta habría querido que estés bien. Delilah, no dejes que te traten como si no fueras suficiente. Eres parte de esta familia, les guste o no. Esta también es tu casa y tienes los mismos derechos que cualquiera de ellos.

Esas afirmaciones hicieron que se sintiera mejor. Sonrió.

—¿Me harías un bonito peinado, María?

—¡Claro! Y algo de color en tus mejillas te sentará bien.

*****

Casi al final de la tarde, después de un largo proceso de engalanarse, Delilah se atrevió a dirigirse por el pasillo al salón de la ópera.

Mientras descendía por las amplias escaleras, su corazón martillaba aceleradamente debido al miedo a ser descubierta. La música resonaba cada vez más fuerte a medida que se aproximaba al salón. La voz de la cantante de ópera vibraba en todo su cuerpo.

¿Cómo podía cantar tan alto? Se preguntaba con emoción.

El salón estaba repleto de personas intimidantes, de todas las edades, muy bien ataviadas… Ella se sentía diminuta y fea al compararse con las damas y caballeros que rondaban alrededor, sosteniendo copas de vino y disfrutando de la canción.

El jardín contiguo al salón de la ópera también se encontraba atestado de gente conversando alegremente.

De alguna forma, era como si no existiera. Nadie la miraba. Nadie sabía quién era. No notaban su ínfima presencia en absoluto.

Avergonzada, deshizo su peinado. Era horrendo. Pensó. No era ni la mitad de bonito que el de las otras mujeres.

Se sintió mal por su vestido antiguo, de hacía décadas atrás. No era nada moderno como el de las demás. Le disgustó incluso la forma aniñada de su cuerpo. Su cintura no era tan estrecha y no llenaba siquiera el escote del corset, como le había sugerido Caterina.

Ella solía ser segura de sí misma, pero por primera vez había visto a tantas personas tan perfectas e impecables, que aquella confianza se había disipado enteramente.

Por otro lado, nunca había tenido la oportunidad de ver a tantos hombres juntos agrupados en un mismo sitio. Eso la hacía sentirse incluso más nerviosa y juzgada.

Mientras atravesaba la masa de gente hacia el fondo del salón de la ópera para sentarse en el asiento más alejado del podio de la cantante, se encontró con Gertrudis de frente, que traía una bandeja de pan de ajo rebanado.

—Oh, por Dios, ¡muero de hambre!

Cuando esas palabras salieron en voz alta de su boca, varias personas se giraron para mirarla con indiscreto desdén.

Delilah tomó uno, dos, tres panes de la bandeja disimuladamente.

—¡No tienes permiso de estar aquí, niñita! —le riñó Gertrudis en un susurro—. ¿Quién crees que eres?

La joven se colocó un dedo en los labios, indicándole que hiciera silencio.

—No dirás nada, ¿verdad? —agarró un último trozo de pan de manera veloz para que nadie viera.

Tímidamente, se sentó, puso la comida sobre el regazo de su falda y empezó a mordisquear el pan mientras se deleitaba con la canción. No sabía por qué, pero comer la hizo sentir menos nerviosa. Así que se puso de pie para buscar más aperitivos en la mesa del buffet.

Había unos treinta tipos de queso repartidos en diferentes bandejas, pan, exquisitas salsas, postres que jamás había visto en su vida…

Después de pasarse un buen rato cerca del buffet, decidió ir al jardín para alejarse de los aplausos y la estrepitosa voz de la ópera, al tiempo que saboreaba un dulce gelatinoso que sabía a nubes en días soleados.

Al examinar el exterior con detenimiento en busca de algún miembro de su familia, se dio cuenta de que su abuela Alda se acercaba desde el interior de la mansión.

De inmediato, se abrió paso entre los invitados, tropezando una y otra vez para escabullirse rápidamente y ocultarse.

—Disculpe —soltó un par de veces al empujar sin intención a las personas que se interponían en su camino—. Lo siento.

Siguió corriendo hasta apartarse de la multitud y hallar una de las caballerizas, donde seguramente podría refugiarse para comer tranquilamente.

Cansada de tanto trotar, se tumbó sobre una pila de heno y continuó saboreando los dulces que tenían sabor a nubes. Su vestido estaba cubierto de azúcar y migas de pan.

Cuando escuchó que alguien abría la puerta del establo muy despacio, inmediatamente se arrastró por el suelo para esconderse en uno de los cubículos de los caballos.

—Esa música va a fundirme el cerebro —bufó con hastío la voz de su primo Giacomo—.  Vamos, Estrellita, salgamos de aquí.

El joven le acarició la cabeza a una yegua dorada antes de liberarla para subir sobre su lomo.

En ese instante, le pareció oír un ruido y estiró su cuello para asomarse en las cabinas de los demás caballos.

Desde lo alto del lomo de Estrellita, vio un par de zapatillas rosa asomándose detrás de otro de los corceles.

No podía ser otra sino Delilah, adivinó.

—¡Qué lástima que haya tantas ratas en la caballeriza! —farfulló en voz alta para que la muchacha escuchara—. La última vez que uno de los sirvientes pasó el rato en este lugar, le dio rabia y tuvimos que sacrificarlo para que no nos infectara.