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Capítulo 27: Victoria de la guerra de Tripolitania

—Sigues comportándote como una salvaje. ¡Deja de hacer eso! —le exigió la institutriz a Delilah, quien se encontraba de cabeza contra la pared.

Sus piernas estaban hacia arriba y su cabello contra el suelo. La falda de su vestido caía sobre su torso, cubriéndole la cara. Sus enaguas a la vista.

—¡Es la única forma! —protestó la muchacha.

—Déjala, nunca aprenderá —dijo Caterina entre risitas.

Giacomo, que escuchaba todo desde la distancia mientras tenía una partida de ajedrez consigo mismo, intervino para hacer un comentario tajante.

—Ese tipo de cosas se aprenden en los orfanatos.

Gertrudis se precipitó corriendo al salón donde las niñas estudiaban.

—El Sr. Vitale dice que quiere ver a una de las criadas —anunció rápidamente, sabiendo que este joven venía detrás de ella.

Acto seguido, el muchacho apareció a sus espaldas.

Aquello tomó desprevenida a Delilah, quien cayó al suelo sobre su trasero. Su cabello había adoptado una forma hacia arriba después de haber estado casi una hora al revés.

—¡Es ella! —la señaló el Sr. Vitale—. Señorita —se adelantó para ayudarla a ponerse de pie—. Disculpe mi atrevimiento, pero desde el incidente de aquel día, no he dejado de preguntarme por su estado de salud. He venido a saber cómo se encuentra.

Sorprendida, Delilah se arregló la falda y el cabello con nerviosismo.

—Perdone, Sr. Vitale. No es lo que parece —se excusó—. Estoy aprendiendo normas de etiqueta y me resulta muy difícil caminar con un libro en el cabello. Por lo que he adoptado esa postura para que mi cabeza se vuelva más plana. Tengo la teoría de que…

Una risotada divertida del Sr. Vitale la hizo callar.

—Perdone por reírme, no me estoy burlando, lo juro —le respondió mientras escondía una sonrisa—. Es sólo que usted es muy ocurrente. No se preocupe, no he visto nada inapropiado —la estudió obsequiosamente—. ¿Eso ha sido consecuencia de la caída del caballo? —la interrogó mientras le señalaba las marcas en sus nudillos y brazos.

—Oh, no —ella negó deprisa con la cabeza—. Es sólo que he sido castigada por mis actos.

—¿Por montar a Canalla?

—Sr. Vitale —habló Caterina antes de que Delilah pudiese contestar—. Es muy grosero de su parte que no nos salude a mi hermano y a mí.

El chico pelirrojo la miró con diversión en su semblante.

—Es verdad, he sido maleducado. Prima, primo —les hizo un saludo con la cabeza—. No he querido interrumpir lo que estaban haciendo.

Giacomo se puso de pie para aproximarse al caballero. Se cruzó de brazos tan pronto como estuvieron frente a frente.

—Estás muy interesado en Delilah, ¿no es así?

El Sr. Vitale sonrió.

—Así que ese es tu nombre —echó un vistazo a la joven de cabellos castaños despeinados—. Es un placer conocerte —volvió a dirigir la mirada hacia Giacomo—. No me malinterpretes, primo. He querido saber sobre su estado de salud luego de ese terrible incidente. De todas formas, hay algo que me causa curiosidad… —contempló su entorno—. ¿Desde cuándo acostumbran a educar a sus criadas?

—Eso no es asunto tuyo —le advirtió su primo.

—Por supuesto que no —estuvo de acuerdo el muchacho de cabello bermellón—. Sin embargo… ¿De qué familia viene, señorita? ¿Cuál es su apellido?

—De esta —admitió Delilah velozmente—. Soy Delilah Nontigiova.

El caballero se mostró confundido. Entrecerró los ojos tratando de recordar ese apellido.

—No conozco a tal familia.

—Soy la hija de Scarlatta Francomagaro.

Más confusión. Su mente estaba teniendo un colapso.

—¿La chica deforme?

—¿Qué? —murmuró Delilah, estupefacta—. No lo entiendo.

El Sr. Vitale le dio un vistazo a sus primos, buscando respuestas. No obstante, ellos tampoco las tenían.

—Se suponía que ambas estaban muertas.

—Sólo mi madre —refutó la huérfana—. ¿A qué te refieres con la chica deforme?

Inmediatamente, el joven de cabello rojo empezó a ponerse impaciente.

—Realmente no sé nada al respecto. Sólo son rumores que se escuchan en el pueblo. Gran parte de todo debe ser una mentira.

—¿Pero de qué mentiras hablas?

—Será mejor que te retires —Giacomo le señaló la salida a su primo.

—Sí, será mejor que lo haga —estuvo de acuerdo el Sr. Vitale.

Mientras el caballero se dirigía fuera del salón, Delilah lo siguió.

—Espere, Sr. Vitale, necesito hablar con usted.

—Lo siento, señorita Nontigiova, tengo mucha prisa. Tal vez en otro momento.

—Pero…

Cuando Delilah se apresuró para correr tras él, su primo Giacomo la agarró del brazo.

—Ni pienses en salir de aquí —le advirtió—, si no quieres que la abuela Alda te de otra paliza.

Ella se liberó de su sujeción.

—Necesito saber qué sabe sobre mi madre y a qué se refiere con eso de la chica deforme. ¡No tienes derecho a impedirme conocer la verdad!

—Nadie sabe la verdad, Delilah —argumentó Caterina—. Son sólo un montón de rumores. Yo no había nacido cuando todo sucedió, así que no sé qué es cierto y qué no.

La huérfana cambió la mirada hacia su primo, notando que tenía la edad suficiente como para saber lo ocurrido.

Él negó con la cabeza.

—Yo era sólo un niño pequeño, ni me mires.

—¿Hay algo que no sepa sobre mi madre?

—Verás —canturreó Caterina—. Mucho se ha dicho por ahí. Desde que tu madre era una bruja, hasta que seguía oculta hasta ahora en una ciudad cercana, incluso que se aparecía en cierta casa embrujada. Lo de la chica deforme es porque algunos aseguran haber visto a una joven deforme muy parecida a Scarlatta luego de su secuestro.

Delilah se quedó perpleja ante esas declaraciones.

En su imaginación, su madre era la mujer más hermosa del mundo. Jamás habría pensado que tal vez pudiese estar desfigurada. De cualquier manera, si su corazón era hermoso, para ella siempre sería la más hermosa de todas.

—¡Niñas, basta de cotilleo y vuelvan a estudiar! —se enfureció la institutriz.

—Lo siento, pero tengo que irme —murmuró Delilah antes de correr hacia la cocina.

María tenía que conocer la verdad. Y Gertrudis. O tal vez algún otro criado.

—¡Delilah, ven aquí ahora mismo! —el grito de la institutriz se desvaneció cuando ella se alejó.

Giacomo la siguió.

—Delilah, no intentes averiguar nada —la trató de persuadir.

—¿Por qué? ¿Qué es eso que no puedo saber?

—Espera, escúchame —ella se detuvo, obedeciendo—. No sé lo que sea, pero la abuela no quiere que lo sepas. Además, sólo lograrás herirte a ti misma.

—¿Qué quieres decir?

—Mira, desde que tengo uso de razón, mi abuela sólo nos ha enseñado que hay motivos de sobra para odiar a la tía Scarlatta y… —dudó—, a ti.

Escuchar eso puso una incertidumbre terrible en el pecho de Delilah.

—Eso no es cierto. María dijo que mi madre era… —se detuvo a analizar el significado de las palabras que le había dicho la doncella—, todo lo contrario a ustedes.

Su primo se encogió de hombros.

—¿Eso qué se supone que significa?

—Que no es cruel, como ustedes —¿Verdad? Se preguntó a sí misma—. De todas formas, es mi problema si salgo herida o no. No actúes como si te importara después de todo lo que me has hecho.

—Sé que he sido algo…

—¿Algo?

—Bastante cruel contigo —se corrigió—. Eran sólo inocentes bromas, Delilah. ¿No puedes soportar una simple broma?

—Ja —replicó irónicamente la muchacha—. Puedo perfectamente soportar una broma. Lo que no puedo soportar son tus insultos y humillaciones. Jamás te perdonaré que me hayas llamado huérfana o criada y que además de eso actúes como si no fuese parte de tu familia, cuando sabes perfectamente que lo soy.

Giacomo se aclaró la garganta.

—Tienes razón, estuve mal. Lo siento, prima —le ofreció la mano a modo de disculpa—. Te prometo que no se volverá a repetir.

Delilah contempló su mano con asco.

—Acabo de decir que jamás te perdonaría. Y no lo haré, Sr. Fantasmagórico. No te comportes como si de pronto hubieras dejado de ser despreciable.

Él largó un suspiro muy despacio.

—Como quieras, huerfanita —se burló en tono sarcástico.

Ella entrecerró los ojos al verlo con aversión.

—Te detesto, Giacomo Francomagaro.

*****

Castell'Arquato - Reino de Italia - 1912

Habían pasado numerosos meses desde la última ópera en la mansión Francomagaro. Y aquella noche festiva, celebraban nuevamente debido al triunfo del Reino de Italia en la guerra de Tripolitania.

Varios soldados de la familia habían regresado esa noche, orgullosos. Estaban bebiendo como si no hubiera un mañana. Hombres y mujeres bailaban la tarantela en el salón principal, alegres.

Esta vez Delilah había sido invitada…, como parte de la servidumbre.

Cuando una vez más tuvo la oportunidad de cruzarse con el Sr. Vitale, le ofreció una copa de vino de su bandeja. El muchacho la aceptó, mas no intercambiaron palabras.

Casi sentía que le avergonzaba que lo vieran hablando con ella. Lo curioso era que el saber que era una criada no le había espantado tanto como el enterarse de que era la hija de Scarlatta.

Caterina, pese a su corta edad, paseaba por el salón coqueteando con los hombres y muchachos apuestos.

Los abuelos permanecían sentados al fondo del salón, tal cual reyes macabros contemplando el festejo.

Giacomo reía a carcajadas con un grupo de soldados. Les presumía pretenciosamente que se enlistaría en la próxima guerra, fuese cual fuera. También les felicitaba por su logros y por la reciente victoria que habían conseguido.

Tan pronto como Delilah pasó por su lado, ofreciéndoles postres, él fijó su mirada en ella.

Estaba vestida con la ropa de la servidumbre, aunque, tal como había dicho el Sr. Vitale, no lucía como una de ellos. Se veía pequeña, aburrida y ligeramente asustada entre la muchedumbre.

Por un momento, mientras los otros hombres tomaban todos los tipos de pasteles que les ofrecía, sintió lástima.

Quizás ella debería haber estado disfrutando al igual que ellos. Pero no se le había dado la oportunidad.

Decidido, agarró la bandeja para quitársela de las manos y colocarla sobre una mesa.

—¿Qué está haciendo, Sr. Fantasmagórico? —gruñó Delilah entre dientes.

Su primo le sujetó las manos para guiarla hacia el grupo de personas que bailaban al ritmo de la tarantela.

—Vamos, baila un poco.

—Sabes que no lo tengo permitido, Giacomo. No intentes humillarme de nuevo en público.

Él le entregó una pandereta.

—Te prometo que no es nada de eso. Es tu derecho estar aquí, ¿no es así? Diviértete. Nadie te dirá nada si estás conmigo.

Insegura, Delilah se unió a la coreografía junto a su primo de manera disimulada.

—Si estás intentando hacerme otra de tus bromitas o hacerme quedar mal nuevamente, te vas a arrepentir.

El muchacho giró a su alrededor en un paso de baile.

—Juro que sólo quiero que dejes de repartir panecillos. Mereces estar aquí bailando.

Delilah comenzó a agitar la pandereta al ritmo de la música y se movió dando saltos, siguiendo al resto de la multitud. Giró con Giacomo, mirándolo de frente.

De pronto, sin darse cuenta, se estaba comenzando a divertir. Algo que no había sentido prácticamente desde que llegó a esa casa.

Estuvieron danzando alegremente casi toda la canción, sin percatarse de que las miradas empezaban a posarse sobre ellos.

—¿Qué hace Giacomo bailando con una sirvienta? —murmuraban en voz baja.

—Se ha vuelto loco.

—Y la criada, ¡mucho más!

Giacomo no creyó que llamarían tanto la atención, pero de un momento a otro todos los veían.

Repentinamente, la canción se detuvo. Ninguno de los dos sabía si se había acabado o habían hecho a los músicos parar.