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Capítulo 22: Adiós para siempre

Cuando la señora Alda se enteró de que Delilah no había hecho aún su primera comunión, le expresó a la abadesa Bruna sus deseos de que antes de llevarse a la jovencita, ésta realizara la ceremonia.

La mujer se había alarmado al notar que en un hogar católico, todavía con aquella edad, la niña no hubiera completado sus sacramentos debido a que se escabullía cada año. A ella le preocupaba que la iglesia le negara a la jovencita casarse, en caso de que deseara hacerlo pronto o en el futuro.

De modo que, la hermana Grimaldi, había aceptado celebrar una ceremonia improvisada, fuera de lo planeado, únicamente para Delilah. De todas formas, valía la pena si eso hacía que se marchara para siempre.

Por primera vez en tantos años, Delilah había accedido sin quejarse a realizar su primera comunión y había prometido no escaparse. Su única condición había sido que Massimo también la hiciera con ella, puesto que ninguno de los dos la había hecho en el pasado.

El joven había conseguido que el padre Flavio le prestara un traje para la ocasión. Delilah utilizaría el vestido de confirmación de Fátima, quien a sus doce años, había sido tan alta como ella a los dieciséis.

El vestido no tenía demasiados detalles o encaje, pero tenía hombros abultados, una falda amplia y un pequeño lazo en el cuello. Además, estaba acompañado de guantes a juego, de seda blanca, y un largo velo que casi tocaba el suelo.

Todas las huérfanas pensaron que Delilah lucía casi angelical mientras bajaba por las escaleras del hogar lentamente antes de dirigirse a la parroquia. Spaguetti, al pie de la escalera y vestido con su traje, aguardaba pacientemente.

—Pareciera que fuese a casarse, ¡está hermosa! —cotilleó Gisela al oído de Pia.

—No digas tonterías, Gisela, se ve claramente que es una niña —le replicó su amiga—. Como siempre, lo único que quiere es llamar la atención.

Cuando Delilah llegó casi a la mitad de la escalera, sus zapatillas resbalaron, tropezó y dio la vuelta completa antes de rodar y caer en el suelo del piso de abajo, sobre su amplio vestido.

Las niñas comenzaron a reírse a carcajadas, también las monjas. Inclusive Delilah se llevó las manos a los ojos, avergonzada, antes de soltar risitas.

Spaguetti, quien también sonreía discretamente, le ofreció una mano para ayudarla a levantarse.

La joven se puso de pie, sonriente, con las mejillas sonrosadas, antes de seguir caminando junto a Massimo. Ni siquiera su torpeza le arruinaría este importante día.

Sus amigas la acompañaron a través de la pradera hasta llegar a la iglesia, donde el padre Flavio celebró una misa discreta para pocas personas. Al finalizar, Patata y Spaguetti dejaron sus asientos para caminar hombro a hombro a través del largo pasillo entre las sillas del templo.

Los dos se miraron por el rabillo del ojo, dedicándose una sonrisita cómplice antes de recibir la hostia de parte del sacerdote.

A diferencia de las demás huérfanas, ella no tendría una fiesta después de la ceremonia. En cambio, recogería sus cosas, se despediría de sus amigas y se marcharía con su abuela Alda.

—Siempre te voy a recordar, Fátima —le dijo a la hermana, sosteniendo sus manos. Luego abrazó a Immacolata—. Gracias por protegerme de Bruna y de Gaudenzia, hermana Immacolata, tu corazón es enorme —después se dirigió hacia sus compañeras para estrecharlas en sus brazos, una a una—. Tejí una muñeca para ti, Gisela, la dejé sobre tu cama. Habla con ella siempre que quieras recordarme —se movió para besar ambas mejillas de Alfonsina—. Espero que cumplas tu sueño de encontrar un esposo y de viajar por el mundo —cuando llegó a Pia, ambas se observaron de manera ligeramente arrogante. La muchacha más grande levantó el rostro y giró los ojos con aires de superioridad—. Perdón por tu primera comunión, Pia. Ojalá no te decepciones de Spaguetti cuando descubras que sus pies apestan.

—¿Perdón? —se entrometió su amigo, alzando levemente las comisuras de sus labios—. No me hagas hablar de tus mocos gigantes, Patata.

Sorprendida, Delilah abrió la boca ampliamente y entrecerró los ojos.

—Eso no es verdad, Spaguetti. ¡Tenía cuatro años y estaba llorando desconsoladamente!

Finalmente, sus argumentos fueron interrumpidos cuando Pia le dio un cálido y breve abrazo, el cual Delilah le devolvió felizmente y con una sonrisa. Su corazón se había enternecido. Jamás habría pensado que Pia pudiese hacer algo así.

—Te voy a extrañar a pesar de todo, Pia.

—Yo a ti no, niña de los mocos gigantes —bromeó su compañera.

Cuando la muchacha se movió al lugar de Massimo para despedirlo, le dirigió una mirada disimulada a la abadesa Bruna, que los contemplaba de manera fulminante. No les permitiría abrazarse, es especial en ese momento en el que la señora Alda estaba observando y podría juzgarla de forma errónea.

Se paró firme delante de su amigo, examinando sus oscuros ojos marrones. Él alzó una mano para colocarla sobre su antebrazo, apretándole el codo ligeramente en señal de cariño a través de la manga de su vestido.

—Adiós para siempre, Patata Piccolina.

Escuchar eso de la boca de su mejor amigo se sintió como si la hubiera atravesado con una espada.

—Te prometí que regresaría, Spaguetti, no hables de esa manera. Te juro que voy a volver, por la memoria de mi madre. Y no de visita, regresaré para siempre. Lo único que necesito es conocer mi historia. Después de hacerlo, seguiré siendo una huérfana más del hogar.

Él no estaba tan seguro. Al igual que ella, había visto a muchas niñas marcharse que prometían volver, pero nunca lo hacían.

Su Patata siempre lo decía: "Adiós para siempre, porque los hasta pronto no existen en este lugar".

De cualquier forma, no quiso llevarle la contraria durante su despedida. Sin importar cuáles eran las intenciones de la joven en ese momento, estaba seguro de que más tarde cambiaría de opinión y nunca, jamás, volvería a ver su cara traviesa.

—No te olvides de mí, Patata.

Ella tragó saliva para no llorar.

—Ni tú de mí, Spaghetti.

Agachó la cabeza, escondiendo sus ojos a punto de lagrimear, cogió su baúl y caminó despacio hacia el carruaje en el que su abuela la esperaba.

De alguna extraña manera, aquel pequeño baúl parecía volverse más pesado con cada paso que daba.

Cuando estuvo a punto de subir a la carroza, algo peludo rozó sus piernas por debajo de su vestido. La joven supo enseguida que se trataba de aquel viejo perro, Cannoli.

Lo tomó en sus brazos y dejó que lamiera las diminutas gotas que brotaban de sus ojos llorosos.

—También te voy a extrañar, Cannoli.

*****

Delilah y su abuela demoraron medio día para llegar al palacio en Castell'Arquato. La joven había estado durante todo el camino haciendo preguntas, que pocas veces fueron contestadas con claridad.

—¿Cómo era mi madre? —decía con ilusión, imaginándola y tratando de revivir el recuerdo en su cabeza.

—Te tuvo cuando tenía más o menos tu edad —fue lo que respondió la señora, implacable.

—Era una linda persona, ¿verdad? —silencio. Solamente se escuchó el ruido de los pasos de los caballos y el chófer arreándolos—. ¿Y mi padre?

—No hagas preguntas cuyas respuestas van a herirte, Delilah. Deja de indagar en el pasado y concéntrate en lo que te espera en casa. Tu familia actual.

Ella no estaba segura de lo que esa señora había querido decir, pero no pudo contenerse de seguir interrogándola.

—¿Y mi abuelo? ¿Tengo un abuelo?

Nuevamente, la anciana no respondió. Su semblante era absolutamente serio.

Mientras se adentraban en el pueblo, a la joven le sorprendió ver todas esas edificaciones color arena u ocre. Era una ciudad pequeña, rodeada de montañas y vegetación, con muchas casas y palacetes hechos completamente con rocas, al igual que sus calles ascendentes.

Aquella vista la maravillaba, debido a que jamás había conocido algo similar. Mondovì era un pueblo más grande y colorido, con personas deambulando por todas partes. Castell'Arquato era más pequeño y sombrío, como si fuese un vivo retrato de una aldea medieval. También lucía poco concurrido, pero las pocas personas que veía, eran notoriamente más adineradas.

Cuando arribaron frente a un enorme castillo de tres pisos de altura, su boca se abrió enormemente. No podía creer que se hubieran detenido en aquel lugar, ni que el chófer estuviese ayudando a su abuela a bajar. Permaneció sentada, enmudecida y con los labios separados.

—¿De verdad estamos en el lugar correcto? —balbuceó finalmente, esperando aprobación para bajar del carruaje.

Aquel castillo era inclusive más amplio que el hogar de huérfanas, que era compartido con un montón de niñas y monjas.

¿Qué tan grande era su familia para que vivieran en aquel gran palacio?

—¿Qué esperas, Delilah? ¡Bájate! Hemos llegado —le avisó Alda.

Había numerosas puertas de entrada, pero la anciana se dirigió por unas escaleras de piedra hacia el segundo piso. De inmediato, fue abordada por una doncella, que le ofreció sostenerse de su brazo para ayudarla a subir.

Tan pronto como estuvieron dentro, se percató de que a pesar de que la casa estaba repleta de ventanales antiguos, lucía extremadamente oscura. Aunque había decoración ostentosa por todas partes, se sentía vacía, excesivamente grande y solitaria.

—Llama a la familia para que conozcan a la niña —le gruñó Alda a una de las sirvientas—. Después, quítenle ese vestido asqueroso que trae y báñenla con mucha fuerza. Que se le quite el olor y suciedad de todas esas mugrosas huérfanas. También preparen mi cama, estoy exhausta.

—Mis amigas no son mugrientas, nos aseamos cada día… —el sonido de la voz de Delilah se disipó entre las amplias paredes del salón al tiempo que su abuela y sus sirvientas desaparecían en medio de un oscuro pasillo.

La niña se quedó sola, sosteniendo aquel pequeño baúl con sus cosas contra su pecho, sin saber qué hacer o a dónde ir. En ese instante supo que su relación con su abuela sería complicada.

La había dejado allí, sin siquiera dirigirle una palabra o una mirada. Quizá era una mujer poco expresiva, tal vez debía ganarse su corazón.