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Capítulo 21: Carta a Dios

Delilah sentía la garganta seca y el cuerpo helado y pesado mientras se dirigía hacia el salón principal para encontrarse con la persona que había venido a verla.

No había querido preguntarle a Immacolata quién era, no quería saberlo. Quería verlo. Era la primera vez, desde que tenía memoria, que alguien externo al hogar venía a verla.

¿Sería su madre? Finalmente, ¿la había encontrado?

Sus pies avanzaron cada vez más rápido y sus ojos se cerraron antes de entrar a la sala donde la esperaban. Cuando los abrió, halló a una señora bastante anciana sentada en uno de los sillones junto a la abadesa Bruna.

Aquella mujer lucía elegante y adinerada, llevaba un vestido púrpura, tenía el cabello blanco recogido en un moño y la piel cortada por las arrugas.

La joven no se atrevió a hacer ni decir nada, únicamente la observó, estupefacta.

—Delilah, ella es la señora Alda Francomagaro —le explicó la hermana Bruna.

—¿Es usted… —la muchacha parpadeó lentamente—, mi madre?

El silencio que siguió fue sepulcral.

—Soy tu abuela —aclaró Alda en voz calmada—. Y quiero adoptarte.

Delilah dio un paso hacia atrás, trastabillando al tiempo que negaba con la cabeza.

¿Era posible…?

—¿Cómo está segura de que usted es… —se detuvo—. ¿Dónde está mi madre?

—Siéntate, querida —le ordenó la desconocida al tiempo que ella buscaba a tientas un sillón para tumbarse. No podía dejar de ver el rostro de la señora que decía ser su abuela—. Lamentablemente, tu madre falleció cuando eras muy pequeña.

El pecho de Delilah emanó un dolor tan fuerte que creyó que estaba a punto de desmayarse. Se arrellanó despacio sobre el sofá con la mano sobre su corazón y lágrimas brotando de sus ojos.

—No es verdad —susurró con la voz ahogada, casi no podía pronunciar las palabras—. Recuerdo a mamá, ella no está…

La señora Alda tomó sus dos manos, reconfortándola.

—Lo siento, Delilah, pero ella ya no está.

La huérfana comenzó a respirar con dificultad, tal como si estuviera empezando a tener un ataque de asma. Su rostro lucía enrojecido y húmedo.

—Pero…, sentí que estaba con vida, yo… —retiró sus manos del agarre de su presunta abuela para limpiar sus lágrimas con la manga de su vestido—, le escribí cada día, recé a Dios para que me encontrara, la esperé todos estos años… No puede ser cierto, no.

—Cálmate, Delilah, y compórtate —la riñó la Madre Superiora—. ¿Dónde están tus modales?

—Te diré toda la verdad, jovencita —le aseguró Alda—. Puedes confiar en mí, soy tu abuela. He estado buscándote durante muchos años —Delilah no podía parar de llorar en silencio mientras escuchaba a la señora hablar—. Cuando tu madre estaba embarazada fue secuestrada por un señor. Las busqué durante mucho tiempo, a tu madre y a ti. Pero cuando cumpliste tres años, Scarlatta, tu mamá, murió de hambre en manos de ese secuestrador.

Scarlatta. El nombre sonó en la mente de Delilah como un poema. Un poema con un trágico y doloroso final.

—Al morir tu madre —continuó su abuela—, su secuestrador te envió a este orfanato. Yo nunca lo supe, hasta hace algunos meses, cuando el hombre falleció y su esposa vino a mí para contarme toda la verdad. Tan pronto como supe dónde estabas, vine desde Castell'Arquato a buscarte. Perteneces a la familia y mereces estar con nosotros, Delilah. Mereces tener una identidad y saber de dónde vienes.

La cabeza le dolía extremadamente, sus ojos no veían nada a través de las cristalinas lágrimas. Una voz aguda y rota salió de su boca:

—¿Y mi padre? ¿Tengo un padre?

—Tu padre, Filipo Nontigiova, murió en la guerra de Abissinia antes de que tú nacieras. Nunca llegó a conocerte.

Así que ese era su apellido… Nontigiova.

Así que su padre tampoco estaba. También la había abandonado para irse con Dios.

—Si me disculpan —habló con la voz ronca, levantándose para marcharse y haciendo una reverencia para despedirse—. Con su permiso.

Se apresuró hacia la puerta principal, la empujó con ira y antes de poder dar un paso fuera, hacia la gélida nieve, se encontró cara a cara con Massimo, quien ya estaba esperándola del otro lado.

Ella evitó su mirada, bajó la cabeza y lo esquivó, echándose a correr a través de la blanca pradera. Su amigo la siguió en medio del viento hasta que la vio tumbarse sobre sus rodillas.

—¿Por qué, Dios? ¿Por qué te llevaste a quienes más necesitaba?

Sus lágrimas se congelaban en sus mejillas y se confundían con los copos de nieve que caían sobre sus pestañas húmedas.

Spaguetti se arrodilló junto a ella para estrecharla apretadamente entre sus brazos.

Siendo que habían crecido en un orfanato, él jamás había conocido a una de las niñas del hogar que tuviese padres. Y en el fondo, siempre había presentido que Delilah no era la excepción. Sabía que se caería de bruces y se decepcionaría de la vida cuando se enterara de la verdad, tarde o temprano.

Él se había preparado durante toda su vida para este momento… Para sostenerla en sus brazos cuando la realidad la hiciera trizas. Lo único que podía hacer era estar a su lado, acompañando no a Delilah, sino a Patata, la niña indefensa que acababa de enterarse de que no tenía padres, la que acababa de perder la esperanza para siempre.

Sabía que después de ese momento, su amiga probablemente dejaría de ser la misma, pero no se imaginaba cuánto.

—Patata —la consoló—, tal vez Dios se llevó a tus padres, pero acaba de entregarte una abuela, una familia.

Aquellas palabras se sintieron como una bofetada de realidad para la joven, que se alejó levemente de su amigo para mirarlo a la cara con los ojos bien abiertos, cristalinos y enrojecidos. Él tenía razón.

—Esa señora quiere adoptarme, Spaguetti —le explicó entre sollozos—. Y debo aceptar, debo hacerlo. Necesito saber de dónde vengo, necesito conocer mi historia y la de mis padres, necesito conocer a la gente que lleva mi sangre en sus venas y entender… quién soy.

Lo que acababa de decir hirió como una puñalada el corazón de Massimo.

—Está bien —le mintió—. Haz lo que tengas que hacer.

A Delilah le dolía todo el cuerpo y no estaba segura de si era un verdadero dolor físico o emocional, pero se sentía abatida. El sólo pensar en marcharse, le hacía arder aún más el pecho.

Spaguetti se puso en pie para ayudarla a levantarse cuando la vio decidida. La joven tomó su mano y se apoyó en él para recuperar la fuerza en sus piernas. Como si le pesara el alma, caminó con lánguidos pasos entre la espesa nieve para regresar al hogar.

Tan pronto como volvió al salón, halló a la hermana Bruna dándole indicaciones a Alda sobre en dónde debía firmar ciertos documentos.

—¿Esos papeles son… —la voz de Delilah se apagó, temiendo la respuesta.

—Tu adopción —respondió Bruna, casi con alegría.

—¿Acaso no tengo derecho a decidir? —se quejó, en medio de un sollozo.

—En primer lugar —la Madre Superiora se giró para verla—. Ninguna huérfana de este lugar tiene derecho a elegir si quiere o no ser adoptada. La decisión es exclusivamente tomada por los adoptantes y la abadesa. En segundo lugar, esta señora es tu abuela, legalmente puede hacer lo que quiera contigo, es tu familia.

Delilah se llevó las manos a la cabeza, la cual palpitaba de dolor.

—Ni siquiera tiene pruebas de que es mi pariente.

—Con la información que sabe, es suficiente para mí —aseveró la monja—. Recoge tus cosas y despídete de tus amiguitas, niña. No estarás mucho tiempo aquí.

Temerosa, desganada y en completo silencio, la muchacha se dirigió a su dormitorio y empacó en un pequeño baúl las pocas prendas de ropa que tenía, las muñecas que había bordado y las cartas que había escrito a su madre.

No obstante, mientras arrojaba los sobres dentro de sus cosas, se dio cuenta de que no tenía sentido seguir conservándolos. Furibunda, comenzó a rasgar las hojas de papel y cada uno de los sobres, hasta que estuvieron hechos pedazos y únicamente quedaron restos diminutos de papel.

Pero no se iba a marchar sin escribir una última carta.

Cogió una hoja de su cuaderno de estudios que se encontraba en su mesa de luz, humedeció su pluma en la tinta y comenzó a hacer trazos con los dedos temblorosos.

Querido Dios,

¿Tienes idea de lo que es esperar y buscar toda la vida a una madre inexistente? Que tu propósito de vida sea en vano, que tu esperanza se marchite…

Como aquel que dedica todos sus años a la fe, sin tener la certeza de que estás ahí…

¿Se sentirá igual saber que no existes al final de todo?

¿De qué sirvieron todos mis rezos, todas mis oraciones?

¿De qué sirvió mi llanto desesperado cada noche?

¿Qué fue lo que hice, para que me dejaras completamente sola?

Si existes, ¿por qué nos dejaste solas? A mí y a cada una de las niñas que vivimos en este hogar. A mí y a mi madre. Todas necesitábamos ser amadas y cuidadas, pero preferiste abandonarnos.

Si existes, ¿por qué pareces estar solo para algunos y no para los que más te necesitan?

¿Por qué nos desamparaste, si rezamos cada día para que no lo hicieras? ¿Por qué, Dios?

Sinceramente,

Delilah.