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Capítulo 23: Huérfana

Muy dentro de sí, Delilah había esperado que la recibieran con cariñosos brazos abiertos, que hubiesen estado esperándola todo este tiempo, impacientes por conocerla, como ella había estado por conocer a su familia.

No obstante, la realidad era diferente. Nadie parecía interesado en su presencia. Nadie siquiera parecía haberla notado. Mucho menos habían estado esperándola.

Un anciano con un bastón apareció caminando a paso lento a través del pasillo, guiado por la servidumbre. Tan pronto como levantó la cabeza para visualizar a la jovencita, pareció asombrado.

—¿Scarlatta? —murmuró con la voz ronca por la vejez.

Delilah sonrió debido a la felicidad interior que le provocaba el pensar que se parecía a su madre.

—Soy su hija —le explicó al señor, negando con la cabeza.

El viejecillo, alto y delgado, la observó con los ojos entrecerrados.

—Mi hija Scarlatta no tuvo hijos, falleció hace muchos años —comentó con confusión.

A diferencia de Alda, la mente y memoria de su abuelo parecían deterioradas por los años.

Desde otro pasillo llegó una jovencita de abundantes rizos dorados que caían sobre su rostro. Era de baja estatura y parecía tener unos doce años. Su vestido era rosa vibrante, repleto de ornamentación.

—Así que esta es mi prima —aseveró la chiquilla con suspicacia al tiempo que la examinaba de arriba abajo—. Soy Caterina Francomagaro, hija del primo paterno de tu madre —aunque la niña era aparentemente más pequeña que Delilah, se sentía más grande—. Mi tía abuela Alda dice que eres una huérfana.

Pese al dolor que le provocó a Delilah escuchar la palabra huérfana, sonrió, puso su baúl en el suelo y le ofreció una mano, para presentarse.

—Soy Delilah, hija de Scarlatta.

—Mi tía abuela dice que no eres una Francomagaro, sino una Nontigiova, igual que tu padre.

—Creo que eso está bien —se encogió de hombros—. Deberíamos sentirnos orgullosos de nuestros padres y apellidos, ¿verdad?

—Mi tía abuela dice que los Francomagaro son más importantes.

La joven castaña desvió la mirada hacia el suelo.

—La importancia es un concepto abstracto y subjetivo.

—¿Qué significa eso? —replicó la niña rubia con enojo por no entender.

—Que cada persona le asigna valor a las cosas según su criterio. Lo que para ti es importante, tal vez para mí no lo sea o para cualquier otra persona.

Aquella respuesta pareció enfurecer a su prima.

—¿Son acaso la riqueza y el renombre conceptos abstractos y subjetivos? —se cruzó de brazos con aires de superioridad.

Antes de que Delilah pudiera contestar, el sonido de unos pasos firmes inundó el salón.

—Así que llegó la huerfanita, ¿no? —un muchacho de cabello ligeramente largo y rubio intervino en la conversación, aproximándose a las niñas.

Caminaba despacio, apoyándose de un bastón dorado que usaba por comodidad y estética. Vestía un elegante abrigo largo de color marrón y un traje con delicados botones de oro y candenas decorativas en la cintura de su chaleco.

Era visiblemente mayor que ambas niñas, pero seguramente menor que Spaguetti, pensó Delilah al tiempo que lo inspeccionaba con sus ojos.

Lucía pretencioso, adinerado.

—Él es mi hermano Giacomo —explicó Caterina.

—Sr. Francomagaro para ti.

—Un gusto conocerlo, Sr. Fantasmagórico —se burló Delilah del ostentoso apellido, apretando las comisuras de los labios para no reírse.

Al joven no le hizo gracia y se dedicó a lanzarle una mirada desdeñosa de pies a cabeza.

—¿Eso es un disfraz o un vestido? —cuestionó Caterina, atreviéndose a cogerle la manga de seda blanca entre dos de sus dedos, como si estuviera tocando algo que le causara repugnancia.

Delilah dio dos pasos adelante para exhibir con orgullo el vestido blanco de su primera comunión. Era el único vestido de fiesta que tenía, por tanto, su favorito.

Giró sobre sí misma dos veces, presumiendo la larga y abultada falda que la seguía en cada vuelta. Cuando hizo su tercer giro, su velo se enganchó del pomo de la puerta de una vitrina, tirando de la joven con fuerza hacia el suelo mientras que el mueble se precipitaba sobre su cabeza.

Las puertas de cristal se abrieron en medio de la caída y una lluvia de tazas, platos, copas, botellas y jarrones le golpearon por todo el cuerpo, haciéndole pequeños cortes en la piel una vez que se rompían sobre ella.

El estrepitoso estruendo de la delicada vajilla quebrándose en cientos de pedazos hizo que aquellos instantes de terror se sintieran interminables.

Cuando las criadas corrieron a ver lo que había sucedido, hallaron a Delilah debajo de una montaña de cristal roto, empujando con sus dos delgados brazos el mueble para que no la aplastara.

Su abuela Alda fue la siguiente en mostrarse en el salón, con expresión de incredulidad.

Caterina ocultaba una carcajada bajo su mano, Giacomo sonreía con malicia.

Tan pronto como las doncellas le quitaron el mueble de encima y la ayudaron a ponerse de pie, ella comenzó a sacudir los trozos de porcelana de su vestido blanco. El cuerpo entero le ardía, pues algunos diminutos fragmentos de vidrio seguían enterrados en su piel.

—Lo siento —se disculpó, sin poder mirar a nadie a los ojos. Únicamente veía sus zapatillas níveas—. Perdón, no quise…

Sus palabras fueron interrumpidas por una estentórea bofetada por parte de la señora Alda. Aquella palmada en su mejilla no sólo había logrado que los trozos afilados de porcelana se clavaran más en su piel, rasguñándola, sino que le había herido el ego. Se sintió tan humillada que quiso ponerse a llorar.

—¿A eso viniste a esta casa? ¿A destruir todo lo que tocas? —vociferó la anciana—. ¡No ha pasado siquiera una hora desde que llegaste y ya quieres acabar con todo lo que tenemos! ¿Tienes idea de cuánto vale esa vajilla, Delilah?

Con lágrimas comenzando a derramarse sobre sus pómulos, la muchacha negó con la cabeza, todavía sin levantar el rostro.

—Si de esta manera piensas comportarte —prosiguió su abuela—. Jamás podrás ser parte de esta familia. ¡Jamás! No has venido aquí a jugar ni a retozar. Viniste a trabajar y a educarte. Por eso, pagarás todo lo que has roto con trabajo doméstico y esfuerzo. ¿De acuerdo, niñita?

—Lo haré, abuela, lo prometo —masculló Delilah, sientiéndose más pequeña que nunca.

Dentro de sí se sentía desamparada y sola. No sabía cómo enfrentarse a que su abuela le estuviera diciendo aquellas palabras.

—¡Y mañana mismo empezarás tus clases con una institutriz! —la señora se volvió hacia la servidumbre—. ¡¿No les dije que la bañaran, inútiles?!

Ante aquel grito de llamado de atención, las criadas saltaron de pánico y se movieron para agarrar los brazos de Delilah, arrastrándola hacia el cuarto de baño más cercano.

Mientras se alejaba, no pudo evitar oír la voz de Giacomo diciendo de forma burlona: "Llorona".

—¡Cuidado! ¡Mi vestido! —lloró Delilah mientras dos doncellas desataban su indumentaria sin reparos, al tiempo que la empujaban dentro de una tina—. ¡Es el único que tengo! ¡Ahh! —gritó al sentir el agua fría sobre su cuerpo, escociendo sus heridas.

—¡No necesitas vestidos lindos para trabajar! —murmuró con rabia una de las mujeres mientras le frotaba con fuerza los brazos con un paño húmedo. Tenía la voz gruesa y su acento era alemán—. ¡La señora Alda me lo dijo! ¡No eres una Francomagaro! ¡Eres sólo una huérfana y no eres más que nosotras!

"Huérfana",  la palabra favorita de todos en ese lugar. Ni siquiera en el hogar había escuchado tantas veces esa palabra en un mismo día.

La joven se estremeció, haciendo una mueca de dolor mientras le frotaban la piel hasta hacérsela enrojecer.

—Déjala en paz, Gertrudis —rezongó en voz baja la otra mujer—. Vas a asustarla.

—¡Y debería estarlo si no quiere terminar en el sótano igual que su madre!

Delilah abrió los ojos ampliamente ante aquella mención. ¿Qué significaba terminar en el sótano como su madre?

—¿Conociste a mi madre?

La criada más amable se adelantó a responder.

—Tenía la misma edad que tienes ahora la última vez que la vimos.

—¿Y mi padre?

Antes de que la doncella pudiera contestar, Gertrudis le disparó una mirada de advertencia, pidiéndole que guardara silencio.

—Lo vi un par de veces rondando el palacete —le susurró en el oído—. Te pareces mucho a los dos. Tienes los ojos y el cabello oscuro de él. El resto de tu madre.

—¡Cállate, María! —la amonestó Gertrudis.

Las dos tiraron de Delilah fuera del agua y la cubrieron con un trozo de tela.

—Vamos, te llevaré al lugar donde Scarlatta dormía —continuó María con alegría—. En esa época, ambas teníamos la misma edad y solíamos jugar juntas en su recámara, a escondidas —le confesó mientras la guiaba por el pasillo—. La señora Alda ordenó que te pruebes uno de sus vestidos, siguen intactos, y autorizó a que te instales en su dormitorio.

Todavía empapada y únicamente envuelta con aquella tela suave, caminó escoltada por las dos mujeres hacia una habitación al final de un largo corredor.

Cuando María empujó la puerta, un aroma a flores secas y antigüedad emergió del aposento.

No había nada que iluminara el espacio, hasta que Gertrudis encendió una vela y la colocó en la mesa junto a una enorme cama con dosel y sábanas de seda.

Con cierta emoción, María abrió el armario. Los vestidos despedían olor a polvo, pero eran tan hermosos que Delilah no pudo evitar imaginarse a su bella madre danzando en ellos, tomándola de la mano.

Su mano se dirigió inconscientemente hacia un vestido verde de satín con falda abultada. Parecía ser de fiesta.

—¡Eso no te servirá para ayudar con las tareas domésticas! —farfulló Gertrudis con cierta envidia en la voz.