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Vendida al destino

Amelia no siempre fue Amelia. En una vida pasada, fue un joven que se dejó llevar por la apatía y la indiferencia, grabando en silencio una atrocidad sin intervenir. Por ello, una organización secreta decidió aplicar un castigo tan severo como simbólico: transformar a los culpables en lo que más despreciaban. Convertido en mujer a través de un oscuro ritual, Amelia se ve atrapada en un cuerpo que nunca pidió y en una mente asediada por nuevos impulsos y emociones inducidos por un antiguo y perverso poder. Vendida a Jason, un CEO tan poderoso como enigmático, Amelia se enfrenta a una contradicción emocional desgarradora. Las nuevas sensaciones y deseos implantados por el ritual la empujan a enamorarse de su dueño, pero su memoria guarda los ecos de quien fue, y la constante lucha interna amenaza con consumirla. En medio de su tormento personal, descubre que Jason, al igual que la líder de la organización, Inmaculada, son discípulos de un maestro anciano y despiadado, un hechicero capaz de alterar el destino de quienes caen bajo su control. Mientras intenta reconstruir su vida y demostrar que no es solo una cara bonita, Amelia se ve envuelta en un complejo juego de poder entre los intereses de Inmaculada y Jason, los conflictos familiares y las demandas del maestro. Las conspiraciones se intensifican cuando el mentor descubre en ella un potencial mágico inexplorado, exigiendo su entrega a cualquier precio. Para ganar tiempo, Jason e Inmaculada recurren a métodos drásticos, convirtiendo a los agresores de Amelia en mujeres bajo el mismo ritual oscuro, con la esperanza de desviar la atención del maestro. En un mundo donde la magia, la manipulación y la lucha por el poder son moneda corriente, Amelia deberá encontrar su verdadera fuerza para sobrevivir y decidir quién quiere ser en un entorno que constantemente la redefine.

Shandor_Moon · Ciudad
Sin suficientes valoraciones
96 Chs

062. Consecuencias y advertencias

El último latigazo resonó en la sala como un trueno, cortando el aire y dejando un eco sombrío que reverberó por los muros de piedra. El sonido seco del acero golpeando la carne fue seguido por un silencio absoluto, un vacío que absorbió cualquier ruido en la vasta sala. El maestro, que hasta ese momento había mantenido su mirada fija en el cuaderno entregado por Inmaculada, finalmente levantó la vista. Aunque había ordenado el castigo, no se había permitido a sí mismo presenciarlo, incapaz de enfrentar el sufrimiento de su amada princesa. Sin embargo, ahora, con el deber cumplido, se obligó a observar las consecuencias de su mandato.

Lo que vio hizo que su corazón, normalmente tan endurecido, diera un vuelco. Inmaculada yacía inerte, su cuerpo colgando pesadamente de las cuerdas que aún la mantenían erguida, aunque solo en apariencia. Sus piernas, incapaces de soportar su propio peso, se habían rendido hace tiempo, dejando que todo su ser dependiera de las ataduras en sus muñecas. La espalda, que alguna vez había sido fuerte y elegante, ahora estaba hecha jirones. El vestido, una fina tela que antes la envolvía con gracia, yacía en el suelo en su mayor parte, convertido en retazos empapados de sangre.

La carne de su espalda estaba lacerada, un mosaico de cortes profundos y abrasiones donde el látigo había cumplido su cruel tarea. La sangre manaba de las heridas abiertas, formando pequeños ríos que se unían en charcos a sus pies. Su cabeza, antes altiva y desafiante, ahora colgaba derrotada hacia adelante, su cabello enredado y sucio, pegado a su rostro pálido y cubierto de sudor.

El anciano maestro sintió una oleada de emociones que había tratado de reprimir durante todo el castigo. La culpa, el dolor, el arrepentimiento… todos se entrelazaron en su interior, luchando por abrirse paso a través de la fachada impenetrable que había construido a lo largo de los años. Pero sabía que no podía permitirse el lujo de ceder a esos sentimientos, no en ese momento, no frente a Espinosa, no frente a su propia imagen como líder temido y respetado.

Con manos temblorosas, pero disfrazadas de calma, abrió un cajón en su escritorio. De su interior sacó una serie de gasas, vendas y un frasco que contenía un ungüento especial, una fórmula que él mismo había perfeccionado a lo largo de los años, capaz de cerrar las heridas más graves y acelerar la curación. Sabía que, si quería salvar a Inmaculada, debía actuar rápido, pero lo que más le dolía era que ella hubiera llegado a ese estado por su propia orden.

—Limpia las heridas de mi hija y aplica este ungüento —dijo el maestro, su voz suave pero firme, sin permitir que la tormenta interna se reflejara en su tono—. Luego, véndale la espalda.

Espinosa, que había seguido el proceso con la frialdad de un ejecutor implacable, asintió en silencio. Sus manos, entrenadas para causar y remediar el dolor, se movieron con destreza mientras desataba las cuerdas que mantenían a Inmaculada erguida. Tan pronto como sus muñecas quedaron libres, su cuerpo colapsó, cayendo pesadamente al suelo. El sonido sordo de su caída resonó en la sala, un recordatorio macabro de la fragilidad humana. El charco de sangre en el que aterrizó salpicó ligeramente, añadiendo nuevas manchas a su vestido desgarrado.

El maestro contuvo el aliento, su mirada fija en la figura de Inmaculada, ahora inconsciente en el suelo. Cada latido de su corazón le recordaba la profundidad de la herida emocional que también él llevaba ahora. Pero no podía permitir que esa debilidad se reflejara en su rostro. Debía seguir siendo el hombre de hierro, el líder incuestionable.

Espinosa, por su parte, trabajó con eficiencia. Limpió la espalda de Inmaculada con delicadeza, sus manos firmes pero cuidadosas mientras retiraba la sangre coagulada y los restos de tela incrustados en las heridas. El ungüento, una sustancia densa y de color oscuro, comenzó a hacer efecto casi de inmediato, cerrando las laceraciones más graves y aliviando el sangrado. Cada aplicación era un paso más hacia la recuperación, pero también un recordatorio de la brutalidad que había sido necesaria para llegar a ese punto.

El maestro observaba cada movimiento, su rostro impasible mientras Espinosa aplicaba las vendas, envolviendo el torso de Inmaculada con precisión. A cada vuelta, el anciano luchaba contra el impulso de levantarse y arrodillarse junto a ella, de tomar su mano y susurrar palabras de consuelo. Pero sabía que no podía permitirse ese lujo, no podía mostrar debilidad.

Cuando Espinosa terminó, el maestro se permitió un suspiro contenido. Se acercó a Inmaculada, ahora envuelta en las vendas que ocultaban las cicatrices aún frescas de su espalda. Se arrodilló junto a ella, su expresión severa mientras la observaba.

—Ella es fuerte —murmuró, quizás para sí mismo, quizás para Espinosa—. Ha sobrevivido a esto, sobrevivirá a lo que venga. Pero no olvidará lo que pasó hoy… ni yo tampoco.

En el fondo, el maestro sabía que este castigo no solo había marcado el cuerpo de Inmaculada, sino también su alma. Y, de alguna manera, también había dejado una marca indeleble en él, una que no podría borrar, por más que lo intentara.

Con un gesto final, se levantó, recuperando su postura altiva. Espinosa esperó en silencio, sabiendo que el maestro necesitaba ese momento para recomponerse. Finalmente, con una voz que no dejaba traslucir ninguna de las emociones que lo asediaban, el maestro dio la última orden.

—Llévala a su mansión. Que descanse y recupere fuerzas. —Hizo una pausa, su mirada oscura y dura—. Y que no olvide lo que ha ocurrido aquí hoy. —El maestro miró el frasco del ungüento en el suelo. — Entrega ese frasco a su asistente que se lo aplique cada doce horas para no dejar rastro en su bella espalda. También informa que tiene prohibido salir de Suryavanti, si desobedece su castigo esta vez será la muerte.

Espinosa asintió una vez más, guardando el ungüento y recogiendo el cuerpo inerte de Inmaculada con una mezcla de respeto y distancia profesional. Mientras la sacaba de la sala, el maestro permaneció en su lugar, mirando hacia la puerta cerrarse tras ellos. Solo cuando estuvo completamente solo, permitió que su fachada se resquebrajara, aunque solo por un breve instante. La tormenta de emociones que había contenido durante todo ese tiempo se liberó por un momento, dejando que una lágrima solitaria se deslizara por su mejilla antes de que él la apartara con un gesto rápido, recuperando su máscara de implacabilidad.

Porque, al final, sabía que el precio del poder era la soledad, y ese precio estaba dispuesto a pagarlo, aunque le costara todo lo que le quedaba de humanidad.

Cuando el chofer vio a Espinosa aparecer con la Señora Montalbán en brazos, su rostro palideció al instante. La imagen era aterradora: Inmaculada, normalmente tan imponente, yacía inerte, su cuerpo colgando débilmente de los brazos de Espinosa, como una muñeca rota. Su piel estaba pálida, casi translúcida bajo la tenue luz del atardecer, y su respiración, aunque presente, era apenas perceptible.

El chofer, que había presenciado muchas cosas en su tiempo al servicio del maestro, sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. La crueldad no le era ajena, pero ver a la Señora Montalbán en ese estado, una mujer tan poderosa y respetada, era un golpe difícil de procesar. Con un tono cargado de inquietud, apenas se atrevió a preguntar:

—¿Está muerta?

Espinosa, que mantenía su compostura habitual, miró a la mujer en sus brazos con una mezcla de respeto y desapego. A pesar de todo lo que había ocurrido, Inmaculada seguía aferrándose a la vida, algo que probablemente debía tanto a su duro entrenamiento como a la rápida intervención que había detenido la hemorragia de sus heridas. Otra persona, en su lugar, habría sucumbido hace tiempo.

Negó con la cabeza, su expresión se mantuvo fría, pero en su voz había un matiz que reflejaba la gravedad de la situación.

—Después del castigo, debería estarlo —admitió, su tono sombrío—, pero ha tenido suerte. Sobrevivirá. Ayúdame a meterla en el asiento trasero.

El chofer, aún en estado de shock, asintió rápidamente y se apresuró a ayudar a Espinosa. Con cuidado, ambos colocaron a la dama en el asiento trasero del Rolls Royce. Su cuerpo se desplomó en el asiento, y su cabeza cayó hacia un lado, su respiración se mantenía irregular, pero constante. El chofer, que había visto muchos cuerpos sin vida en ese mismo coche, no pudo evitar sentir un alivio silencioso al ver que, esta vez, no se trataba de un cadáver.

Mientras cerraba la puerta del coche, el chofer exhaló un suspiro que no había notado que contenía. Estaba acostumbrado a transportar cuerpos fríos y sin vida en el maletero, deshaciéndose de ellos como si fueran nada más que basura. Pero esta vez, aunque apenas consciente, Inmaculada aún estaba viva. Era un pequeño alivio en medio de un mar de horror.

El Rolls Royce verde avanzó por el camino empedrado que salía de la fortaleza, su marcha fue constante pero cuidadosa, como si incluso el coche supiera que cargaba con un frágil tesoro. No hubo contratiempos en el viaje hacia la mansión de la Señora Montalbán, pero la atmósfera en el interior del vehículo estaba cargada de tensión y un profundo malestar. Cada vibración del motor parecía resonar en el cuerpo herido de Inmaculada, y cada movimiento en el asiento trasero, por mínimo que fuera, la sumía en un dolor que, aunque inconsciente, su cuerpo reconocía.

Al llegar a la mansión, los guardias y el personal que custodiaban la entrada se apresuraron a abrir las verjas al ver el coche del maestro. La urgencia en sus movimientos reflejaba la importancia de lo que estaba ocurriendo. Sabían que cualquier retraso, cualquier error, podría tener consecuencias desastrosas. Cuando el coche se detuvo finalmente, Lian Liu, la asistente personal de Inmaculada, salió disparada por la puerta principal de la mansión. Su rostro, normalmente controlado y sereno, mostraba una expresión de preocupación inusual.

Al ver a su señora en ese estado, una mezcla de miedo y determinación se apoderó de ella. Sin esperar instrucciones, Lian Liu corrió hacia el coche, su corazón latía con fuerza mientras intentaba mantener la calma. La imagen de Inmaculada, desmayada y ensangrentada en el asiento trasero, era algo que nunca había esperado ver, y sin embargo, allí estaba, su realidad se había convertido en una pesadilla.

Espinosa, al abrir la puerta del coche, se encontró con la mirada angustiada de Lian. Sin perder tiempo, ambos comenzaron a sacar con cuidado a Inmaculada del vehículo. Cada movimiento era medido, consciente de que cualquier tirón brusco podría agravar las heridas de la mujer que ya estaba al borde de la muerte.

—Necesitamos llevarla a su habitación, rápido —ordenó Lian, su voz firme a pesar del nudo de terror que sentía en su estómago—. Y llama al médico, de inmediato.

Mientras transportaban a Inmaculada hacia la mansión, el estado de la mujer se hacía más evidente con cada paso que daban. El color de su piel seguía siendo pálido, casi cerúleo, y su respiración, aunque constante, era superficial, apenas un susurro. La sangre había comenzado a manchar las vendas, a pesar del ungüento aplicado, un indicio de que las heridas, aunque tratadas, aún eran graves.

Lian, con la mente en un torbellino, se esforzaba por mantener la compostura. Sabía que la vida de Inmaculada dependía de su habilidad para manejar la situación, pero el miedo a perder a su señora, a la mujer que había servido durante tantos años, amenazaba con romper su frágil control. Sin embargo, no podía permitirse el lujo de flaquear. No ahora.

Al cruzar el umbral de la mansión, las puertas se cerraron tras ellos, y con ellas, se cerraba también el mundo exterior. En ese lugar, solo importaba una cosa: la vida de Inmaculada Montalbán pendía de un hilo, y todos, desde Lian hasta el más simple de los sirvientes, lo sabían. Y aunque la muerte había sido evitada por ahora, la batalla para mantenerla con vida apenas comenzaba.

Cuando Inmaculada recobró la consciencia, lo hizo con una sensación de pesadez abrumadora. La habitación estaba en penumbras, con las cortinas pesadas cerradas, permitiendo que solo un tenue rayo de luz se filtrara a través de una pequeña abertura. El ambiente era sofocante, cargado con el olor metálico de su propia sangre y el ungüento que impregnaba su piel herida. El silencio era opresivo, roto únicamente por el sonido de su respiración irregular y el suave zumbido de la lámpara de la mesita de noche.

Al intentar mover su cabeza, un dolor agudo le recorrió la columna, obligándola a quedarse inmóvil. Fue entonces cuando lo vio: Espinosa, sentado en una silla junto a su cama, observándola con una intensidad que hizo que su corazón se acelerara al instante. La sombra proyectada por la luz tenue alargaba su figura, dándole un aspecto aún más siniestro, como un vigilante en la penumbra, aguardando el momento de pronunciar una sentencia inapelable.

La mirada de Espinosa era fría, casi clínica, pero había algo en la forma en que sus ojos se estrechaban ligeramente, en la rigidez de su postura, que transmitía una amenaza latente. Inmaculada sintió un nudo formarse en su garganta, su boca seca y su corazón martillando con fuerza, mientras intentaba mantener la compostura frente a aquel hombre que representaba no solo la voluntad del maestro, sino también el espectro de un castigo aún mayor.

—El maestro me indicó dos encargos —comenzó Espinosa, su voz baja y firme, cargada con un peso que parecía hacer que el aire en la habitación se volviera aún más denso—. El primero es que debes aplicarte este ungüento cada doce horas. Es casi la hora de volver a aplicarlo.

Se levantó de la silla con una fluidez casi felina, su figura proyectando una sombra ominosa sobre la cama. Colocó el tarro con el ungüento en la mesita de noche con un movimiento medido, como si incluso ese simple acto estuviera cargado de un significado más profundo. Inmaculada no pudo evitar seguir cada uno de sus movimientos, sintiendo cómo el miedo se instalaba más profundamente en su pecho.

—El segundo encargo —continuó Espinosa, girándose lentamente hacia ella—, es que no debes salir de Suryavanti sin el permiso del maestro. No será misericordioso una segunda vez.

Mientras pronunciaba estas palabras, Espinosa se inclinó hacia adelante, colocando ambas manos en la cama, cerca del rostro de Inmaculada. Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, la perforaban con una mirada que parecía despojarla de cualquier defensa. Se acercó aún más, hasta que su rostro quedó a escasos centímetros del de ella, lo suficiente para que Inmaculada pudiera sentir su aliento frío sobre su piel.

—No quiero volver a ver sufrir al maestro por su culpa —añadió, su voz descendiendo a un susurro amenazante, cada palabra acentuada por la gravedad de su tono.

El peso de su advertencia cayó sobre Inmaculada como una losa. Tragó saliva, pero el gesto solo sirvió para aumentar la sequedad en su garganta. El dolor en su espalda, que ya era insoportable, se intensificó al sentir la presión psicológica de las palabras de Espinosa. No había necesidad de más explicaciones; la amenaza era clara, y la idea de lo que podría suceder si desobedecía la paralizaba por completo.

Inmaculada asintió débilmente, el movimiento fue apenas perceptible, cada pequeño gesto provocaba una oleada de dolor que la atravesaba de pies a cabeza. Espinosa, viendo la respuesta en sus ojos aterrados, se incorporó lentamente, como un depredador que acaba de reafirmar su dominio. Satisfecho con la respuesta, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta con pasos firmes y medidos, dejando tras de sí un rastro de terror palpable en el aire.

La puerta se cerró con un suave clic, pero el sonido resonó en la mente de Inmaculada como un golpe final, sellando su destino. Quedó sola en la habitación, con el dolor en su cuerpo y el miedo arraigado en su corazón, consciente de que cada día que pasara en Suryavanti sería una lucha constante por mantener su vida bajo el control férreo del maestro.