webnovel

Vendida al destino

Amelia no siempre fue Amelia. En una vida pasada, fue un joven que se dejó llevar por la apatía y la indiferencia, grabando en silencio una atrocidad sin intervenir. Por ello, una organización secreta decidió aplicar un castigo tan severo como simbólico: transformar a los culpables en lo que más despreciaban. Convertido en mujer a través de un oscuro ritual, Amelia se ve atrapada en un cuerpo que nunca pidió y en una mente asediada por nuevos impulsos y emociones inducidos por un antiguo y perverso poder. Vendida a Jason, un CEO tan poderoso como enigmático, Amelia se enfrenta a una contradicción emocional desgarradora. Las nuevas sensaciones y deseos implantados por el ritual la empujan a enamorarse de su dueño, pero su memoria guarda los ecos de quien fue, y la constante lucha interna amenaza con consumirla. En medio de su tormento personal, descubre que Jason, al igual que la líder de la organización, Inmaculada, son discípulos de un maestro anciano y despiadado, un hechicero capaz de alterar el destino de quienes caen bajo su control. Mientras intenta reconstruir su vida y demostrar que no es solo una cara bonita, Amelia se ve envuelta en un complejo juego de poder entre los intereses de Inmaculada y Jason, los conflictos familiares y las demandas del maestro. Las conspiraciones se intensifican cuando el mentor descubre en ella un potencial mágico inexplorado, exigiendo su entrega a cualquier precio. Para ganar tiempo, Jason e Inmaculada recurren a métodos drásticos, convirtiendo a los agresores de Amelia en mujeres bajo el mismo ritual oscuro, con la esperanza de desviar la atención del maestro. En un mundo donde la magia, la manipulación y la lucha por el poder son moneda corriente, Amelia deberá encontrar su verdadera fuerza para sobrevivir y decidir quién quiere ser en un entorno que constantemente la redefine.

Shandor_Moon · Urban
Not enough ratings
96 Chs

061. El Maestro (2ª Parte)

El despacho del maestro era un santuario de conocimiento antiguo y secretos oscuros. Inmaculada Montalbán sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral mientras las puertas de madera maciza se cerraban detrás de ella, sellándola dentro de ese espacio imponente. La sala era enorme, con estanterías que se extendían desde el suelo hasta el techo, abarrotadas de libros antiguos, pergaminos enrollados y artefactos cuyo propósito solo podía adivinarse. El aire estaba cargado con el olor a papel envejecido, incienso, y un tenue rastro de humedad que sugería la antigüedad del lugar.

El silencio en la sala era casi absoluto, roto únicamente por el crujido ocasional de las páginas mientras el maestro pasaba las hojas de un voluminoso tomo que tenía abierto sobre su escritorio. Inmaculada, avanzando con pasos vacilantes, sentía que cada uno de sus movimientos era amplificado por la inmensidad del lugar, como si los mismos muros de piedra se estuvieran inclinando hacia ella, atentos a cada detalle de su presencia.

El maestro, sentado en su escritorio en una zona ligeramente elevada, tenía la apariencia de un hombre de unos sesenta años, aunque la verdadera edad de aquel hombre era un misterio. Su cabello canoso caía en mechones sobre su frente, y sus ojos, oscuros y penetrantes, estaban enfocados en las páginas del libro que estudiaba con una intensidad casi hipnótica. No dio ninguna señal de haber notado la entrada de Inmaculada, como si su presencia fuera tan insignificante que no mereciera ni siquiera un leve levantamiento de la vista.

El suelo bajo los pies de Inmaculada era de piedra fría, su superficie rugosa una constante advertencia de la dureza de lo que estaba por venir. Cada paso que daba hacia la mesa del maestro la acercaba más a su destino, y con cada metro recorrido, sentía cómo el miedo se aferraba más a su corazón, como una garra que se cerraba lentamente, sofocándola.

Cuando estuvo a solo un par de metros de la mesa, Inmaculada se detuvo, su cuerpo rígido por el terror que la embargaba. Sin atreverse a levantar la vista, se dejó caer de rodillas, la piedra fría bajo ella era un recordatorio cruel de su situación. Sin dudarlo, se inclinó hacia adelante, golpeando su frente contra el suelo con fuerza, dejando que el dolor físico ahogara momentáneamente el dolor emocional que la consumía. Quedó en esa posición, con la cabeza pegada al suelo, su respiración acelerada, mientras el silencio de la sala se volvía opresivo.

El maestro no se molestó en desviar su atención del libro. El sonido sordo de la cabeza de Inmaculada golpeando el suelo no pareció afectarlo en absoluto. Sus dedos, delgados y pálidos, pasaron una página más, y solo entonces, en un gesto casi casual, levantó la vista lo suficiente como para notar a Espinosa, que permanecía a un lado, silencioso como una sombra, con la tarta de queso en sus manos.

Sin pronunciar una palabra, el maestro extendió una mano, y Espinosa, comprendiendo la orden no verbal, se acercó para colocar la tarta sobre la mesa. Con una eficiencia tranquila, sirvió una porción generosa en un plato de porcelana y lo presentó ante el maestro, junto con un vaso de leche fresca.

El maestro, aún sin dirigirle una sola mirada a Inmaculada, cortó un trozo de la tarta con el tenedor, llevándoselo a la boca con una lentitud deliberada. El silencio en la sala era ensordecedor, roto solo por el suave clink del tenedor al chocar con el plato y el ocasional sorbo de leche. Inmaculada, con la cabeza todavía pegada al suelo, sentía que cada segundo que pasaba aumentaba la tensión hasta un punto insoportable. Su respiración era superficial, y su corazón martillaba en su pecho con una fuerza que la hacía temer que pudiera escucharse en la vasta sala.

El maestro continuó disfrutando de su tarta, saboreando cada bocado como si fuera un delicado manjar que merecía toda su atención. El tiempo parecía alargarse indefinidamente, y para Inmaculada, cada segundo era una eternidad, un recordatorio cruel de su posición desesperada. Quería rogar, suplicar por su vida, pero sabía que en presencia del maestro, las palabras no valían nada si no eran respaldadas por acciones.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el maestro terminó su comida, dejando el plato y el vaso de leche a un lado. Con un gesto pausado, limpió los restos de la tarta de sus labios con una servilleta de lino blanco. Solo entonces, como si fuera un acto de gran condescendencia, desvió su mirada hacia Inmaculada, quien seguía postrada en el suelo.

El maestro la observó con una mezcla de molestia y desdén, como si la mera visión de su figura encogida fuera un recordatorio irritante de algo que preferiría olvidar. No pronunció palabra, pero la expresión en sus ojos oscuros decía más de lo que cualquier reproche verbal podría expresar. La ira contenida, la decepción, y la frialdad en su mirada fueron suficientes para hacer que el miedo de Inmaculada se intensificara, convirtiéndose en un dolor físico que se manifestaba en su pecho, dificultando su respiración.

El silencio que siguió fue tan pesado como el aire que los rodeaba, y en ese momento, Inmaculada supo que su destino estaba en las manos de ese hombre, un destino que, por primera vez en mucho tiempo, escapaba a su control.

El maestro mantuvo su mirada fija en Inmaculada, la tensión en el aire era palpable. Finalmente, con un tono de voz que era a la vez paternal y amenazante, rompió el silencio.

—Mi querida niña… ¿Por qué me has hecho esto? —Su voz era suave, casi afectuosa, pero esa dulzura era más aterradora que cualquier grito—. ¿Sabes cómo castigué a la última persona que se atrevió a robarme? Espinosa, explícaselo.

Espinosa, siempre atento, no perdió tiempo en responder. Su voz, cargada de una calma perturbadora, llenó la sala.

—¿Se refiere al hombre que tomó el último trozo de su tarta de queso, maestro? —preguntó, midiendo sus palabras, y al ver el asentimiento del anciano, continuó—. A ese pobre infeliz se le arrancaron los ojos, la lengua, fue despellejado vivo, y finalmente, desmembrado. Sus restos fueron arrojados a los cerdos.

El miedo que ya invadía a Inmaculada se intensificó. Había sido testigo de castigos similares antes, conocía bien la crueldad del maestro. Este no era un hombre que conociera la misericordia. Sabía que su transgresión iba mucho más allá de un simple trozo de tarta. Había robado y manipulado los gusanos, y si por algo tan trivial el castigo era tan terrible, ni siquiera podía imaginar cuál sería el suyo.

El maestro, notando el temblor en Inmaculada, continuó, su tono se volvió más severo, aunque sin perder ese matiz paternal que hacía que sus palabras fueran aún más aterradoras.

—¿No te crié como a una hija desde que te encontré buscando en la basura a los cuatro años? ¿Así es como me pagas? ¿Robándome? ¿Huyendo del país durante años? ¿Cómo esperas que pueda perdonarte la vida?

Inmaculada sintió como su esperanza se desvanecía por completo. Sabía que el maestro la había mimado, la había moldeado desde su infancia, pero también conocía la otra cara de esa crianza: los entrenamientos físicos implacables, las extenuantes sesiones de estudio, tanto intelectuales como espirituales, y las lecciones aprendidas al presenciar los castigos brutales que el maestro impartía a aquellos que lo desobedecían.

El frío de la piedra bajo su frente parecía atravesar su piel, su aliento era corto, entrecortado, mientras buscaba las palabras para intentar, al menos, ganar algo de tiempo. Sin levantar la cabeza, con la voz rota por el miedo y el arrepentimiento, suplicó.

—Lo siento, Maestro… —su voz temblaba, apenas un susurro en la inmensidad de la sala—. No merezco su perdón, lo sé, pero le he traído los descendientes de esos gusanos. Como una muestra de arrepentimiento… —Tomó una pausa, su mente buscando desesperadamente una forma de salvarse—. Pero, Maestro, usted siempre me enseñó que no debemos conformarnos con lo que sabemos. Que debemos ir más allá, siempre… Por eso robé los gusanos, para aprender de ellos, para mejorarlos. En la maleta tiene esos gusanos mejorados…

Las últimas palabras de Inmaculada se desvanecieron en el aire pesado de la sala, y el silencio que siguió fue abrumador. El maestro permaneció inmóvil, observándola desde su asiento elevado. La promesa de los gusanos mejorados podía ser suficiente para despertar su curiosidad, pero Inmaculada sabía que no era solo su ingenio lo que estaba en juego; era su vida.

El maestro hizo un leve gesto con la cabeza, una señal que Espinosa comprendió al instante. Con pasos medidos, el hombre se acercó a la maleta que había quedado a la espalda de Inmaculada Montalbán. Sin prisa, pero con la precisión que lo caracterizaba, se arrodilló y abrió la maleta con cuidado. Dentro, se reveló un enjambre de gusanos, similares a los de seda, que se retorcían lentamente, casi como si sintieran la presencia de aquellos que los observaban.

Espinosa, tras asegurarse de que todo estaba en orden, cerró la maleta con la misma cautela y la levantó, llevándola hasta el maestro. Con una expresión que reflejaba una mezcla de curiosidad y satisfacción, el maestro abrió la maleta, dejando que sus ojos se posaran sobre los gusanos. Un destello de complacencia brilló en su mirada.

—¿Cómo funcionan? —preguntó, su voz impregnada de un interés genuino que contrastaba con la frialdad de sus palabras anteriores.

Inmaculada, al escuchar la pregunta, sintió una pequeña chispa de esperanza encenderse en su interior. Aunque su voz aún temblaba, la posibilidad de redención la empujó a hablar con la mayor claridad posible.

—Hay un ritual... —comenzó, cada palabra cuidadosamente pronunciada, como si de ellas dependiera su vida—, que requiere la sangre de una persona del sexo que se desea replicar. Una vez realizado el ritual, se coloca al gusano en un recipiente con la sangre del individuo durante veinticuatro horas. Tras ese período, el gusano, que ha absorbido la esencia de la sangre, se le hace tragar al sujeto que se desea transformar. En unos días, la persona despierta transformada en otra distinta, acorde con la sangre que fue utilizada en el ritual.

Mientras explicaba, su mente estaba en constante alerta, buscando cualquier señal del maestro, cualquier indicio de que sus palabras estaban teniendo el efecto deseado. Inmaculada, aún temblando, se sentó momentáneamente sobre sus tobillos, sus manos nerviosas hurgando en su bolso hasta encontrar un pequeño cuaderno, donde había registrado el ritual en detalle.

Volviendo a la posición sumisa con la frente pegada al suelo, extendió el cuaderno hacia adelante, colocándolo delante de ella como una ofrenda, esperando que su conocimiento y su acto de arrepentimiento fueran suficientes para apaciguar al maestro.

El silencio que siguió fue ensordecedor, mientras Inmaculada esperaba, su corazón martilleando en su pecho, sabiendo que lo que ocurriría a continuación podría ser la diferencia entre la vida y la muerte.

El maestro hizo un leve gesto con la cabeza, señal inequívoca para Espinosa, quien avanzó nuevamente hacia Inmaculada. Con la precisión y frialdad que lo caracterizaban, tomó el cuaderno que ella había colocado en el suelo y se lo entregó al maestro. Este lo recibió con una expresión indescifrable, sus ojos se fijaron en la portada antes de abrirlo con cuidado. Desde el primer vistazo, supo que no era el original. Era una copia meticulosa, preparada específicamente para él, pero a pesar de ello, contenía todos los detalles del ritual, así como las anotaciones de Inmaculada sobre cómo había logrado semejante hazaña y las fuentes de su información.

Durante media hora, el maestro estudió el cuaderno en un silencio absoluto. Sus ojos se movían lentamente por las páginas, absorbiendo cada detalle, mientras Inmaculada permanecía inmóvil, con la frente pegada al suelo, esperando su veredicto. Cada minuto que pasaba era una tortura en sí misma, una agonía silenciosa en la que el miedo y la incertidumbre se entrelazaban en su mente. Sabía que incluso si escapaba de la muerte, el castigo que le esperaba sería severo.

Finalmente, el maestro rompió el silencio, su voz tan fría como el mármol.

—No es el original. ¿Está todo? —preguntó, sin desviar la vista del cuaderno.

Inmaculada tragó saliva antes de responder, su voz temblorosa pero clara. —No, no es el original. —admitió—. Este está más limpio y cuidada la letra para su comprensión, pero copié todo. Quizás falte algún error que cometí durante el proceso.

El maestro asintió lentamente, aunque Inmaculada no pudo verlo. Su traición había sido un golpe doloroso, no solo por la pérdida de confianza, sino porque la consideraba como su hija, su princesa. No podía permitir que quedara sin castigo, pero la idea de matarla le resultaba insoportable. Dentro de él, los sentimientos se debatían violentamente. Ante sus ojos no veía a la mujer que había traicionado su confianza, sino a la niña pequeña que sonreía con alegría cuando le entregó su primer pastel de chocolate.

Con lágrimas retenidas en los ojos, miró a Espinosa. Este, que lo había acompañado durante años, jamás lo había visto llorar. El maestro ya había tomado una decisión, pero ponerla en palabras era una tarea dolorosa.

—Usa el látigo, no te reprimas. Cincuenta serán suficientes, mi princesa ha mostrado arrepentimiento y me ha traído un regalo increíble. —ordenó, su voz rota por la emoción contenida. Espinosa asintió y salió de la sala para preparar el castigo. El maestro, ahora solo con Inmaculada, continuó, su voz un susurro cargado de dolor—. No puedo ser más indulgente. Si no fueras tú, te mataría. ¿Lo entiendes?

Inmaculada comenzó a llorar, pero no levantó la cabeza del suelo. Cualquier otra persona podría pensar que lloraba de terror ante el castigo inminente, pero no era así. Sus lágrimas eran de alivio. Había salvado su vida, aunque el precio fuese el dolor. Sabía que si no fuera por el vínculo especial que compartía con el maestro, el castigo habría sido mucho peor, posiblemente fatal.

En su mente, una última súplica comenzó a formarse. Tenía que hablar de Amelia. Debía garantizar su salvación también. Aunque Amelia era inocente, los resultados de sus experimentos habían sido inesperados y quizás no del todo aprobados por el maestro.

—Maestro… —comenzó, su voz quebrada por el miedo y la desesperación—. En las últimas hojas encontrarás anotaciones sobre mi última creación con los gusanos. No estoy segura si fue por el hombre usado en el ritual o por las condiciones especiales, pero la joven resultante tiene cualidades mágicas.

El maestro alzó una ceja, intrigado. —¿No observaste su aura antes de hacerle comer el gusano?

—Sí, maestro, lo hice. —respondió Inmaculada rápidamente—. No tenía aura mágica en ese momento.

El maestro se acarició la barbilla, sumido en sus pensamientos. —¿Puedes hacer que venga aquí?

Inmaculada respiró hondo antes de responder, consciente de lo que implicaría su respuesta. —Es Amelia Antúnez, la prometida de Jason Xiting.

En ese preciso momento, Espinosa regresó a la sala, llevando una soga y un látigo. Sin mediar palabra, amarró a Inmaculada a una de las columnas de piedra que sostenían el techo de la gran sala. Inmaculada cerró los ojos, preparándose para lo que venía. El primer golpe del látigo rasgó el aire, y la tela del vestido se desgarró bajo la fuerza del impacto. Espinosa, consciente de la gravedad del castigo y del estado emocional del maestro, decidió no contenerse. Cada golpe era preciso, brutal, y resonaba en la sala como un eco del dolor que se infligía.

El vestido de Inmaculada se hizo trizas tras los primeros latigazos, dejando su piel expuesta al cruel acero del látigo. Espinosa sabía que cualquier vacilación podría interpretarse como debilidad, algo que el maestro no perdonaría. Y así, continuó con el castigo, cada golpe un recordatorio del precio de la traición, mientras Inmaculada soportaba en silencio, sabiendo que este dolor era el precio por su vida.