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Ocho

LO QUE has venido a hacer aquí». Las sarcásticas palabras de Leon

reverberaron en su mente. Ojalá fuera así. Era realmente lo que quería hacer; sin embargo, otro día había transcurrido improductivamente. A pesar de que los materiales habían llegado por la mañana y a pesar de que había estado sola sin que nadie la molestara, no había podido evitar acercarse a las puertas de cristal e imaginarle en el agua.

No era propio de ella comportarse así, pensó al entrar en su dormitorio.

Siempre que tenía un trabajo se entregaba a él por entero, excepto cuando se estaba

preparando para licenciatura en la Facultad de Arte. ¿Se debía a que cada vez que

le atraía un hombre se convertía en un manojo de nervios y perdía por completo la capacidad para concentrarse?

Recordó el verano que conoció a David. Por entonces, ella trabajaba de

camarera en una cafetería en las tierras de la mansión del padre de él. Se había sentido halagada por las atenciones de David y le había impresionado el mundo de

la alta sociedad en la que él se desenvolvía; sin embargo, eso no la había hecho

sentirse paralizada, como le ocurría ahora.

No, no había sido eso lo que la había hecho dejar los estudios de arte, sino tontamente haberle creído cuando le dijo que ella jamás sería una gran pintora si se concentraba excesivamente en la obtención del título. Fue más tarde cuando descubrió que, igual de machista que su padre, David detestaba la idea de que las mujeres estudiaran en la universidad; sobre todo, una mujer cuyo padre era un sencillo trabajador de correos.

Entonces ¿qué le pasaba con Leon?, se preguntó mientras abría el armario y descubría que alguien había vaciado las cincuenta y cuatro cajas y había colocado el contenido en el armario. Le hizo gracia descubrir que también habían puesto unas camisetas y algunos pantalones cortos. ¿Y por qué tenía ganas de ponerse uno

de esos vestidos espectaculares cuando odiaba el exceso que representaban?

Porque los invitados de Leon era un jeque del desierto y una modelo; naturalmente, debía ir vestida conforme a la ocasión. Eligió un precioso vestido color jade con un bajo asimétrico que le acarició las piernas mientras bajaba las escaleras. Pero cuando llegó al gran comedor, lo encontró completamente vacío. Miró el reloj de pared,preguntándose si se habría equivocado de hora. No, no se había equivocado de hora, quizá de lugar. Aquel palacio era tan grande que Leon podía dar festejos en muchas habitaciones.

–¡Boyet! –exclamó Cally divisándole al dar la vuelta a una de las escaleras interiores–. Había quedado en reunirme con Su Alteza en el comedor a las ocho para cenar. ¿Es que la cena va a ser en otra parte?

–Ha habido un cambio de planes, señorita –Boyet miró el suelo, claramente

avergonzado de estar en posesión de una información de la que ella carecía–. La

última vez que he visto a Su Alteza ha sido fuera, parecía ir a bucear.

–¿Con este tiempo? –preocupada, Cally frunció el ceño al mirar por una alta

ventana el cielo azul índigo y el creciente viento golpeando los cristales–. Gracias, Boyet.

Tras esas palabras, giró sobre sus altos tacones y se dirigió rápidamente a su estudio con paso menos elegante que con el que había bajado las escaleras. El estudio estaba a oscuras y aminoró el paso al acercarse a las puertas de

cristales, casi con miedo a mirar al mar por temor a lo que pudiera ver. Por fin,

agarró la manija de la puerta y la giró; pero al descubrir que estaba cerrada con

llave, se volvió para buscarla.

–¿Buscas algo?

Tras un sobresalto, Cally encontró a Leon sentado en el sofá. La mirada

acusatoria de él estaba en concordancia con el tono de advertencia de su voz.

–Boyet ha dicho que estabas ahí fuera –Cally alzó una mano para indicar el oscuro mar. En su opinión, la única que tenía motivos para estar enfadada era ella.

–Y lo estaba –respondió Leon bruscamente mientras ella encendía la lámpara que estaba al lado de los cuadros.

Al instante, la estancia quedó suavemente iluminada.

Leon llevaba unos vaqueros y una camiseta que dejaba ver que su piel estaba aún mojada. El cabello también mojado. A pesar de sí misma, admitió que era lo más atractivo que había visto en su vida.

–¿Estás loco?

–¿Loco por ir con tanto retraso a una cena tan importante? –preguntó él

burlonamente, mirándola con expresión tan crítica que el contento de llevar ese

vestido se evaporó de repente.

–Loco por salir a bucear con un mar tan revuelto –le corrigió Cally–. ¿No te

basta con una cicatriz?

Leon esbozó una cínica sonrisa. 

–Aunque tu capacidad de observación es tan enternecedora como el hecho de que parezcas preocupada por mi bienestar, te aseguro de que darme un baño en

la cala de al lado de casa no puede considerarse un riesgo si lo comparamos con

desactivar una bomba a cien metros de profundidad. Admito que ya hace tiempo

de aquello, pero...

–Entendido –Cally se sonrojó visiblemente–. Bien, ¿qué hay de la cena?

Boyet ha dicho que ha habido un cambio de planes.

–Sí, así es. Desgraciadamente, Kaliq y Tamara no pueden venir. Al parecer,

están agotados por el viaje.

–¿No te parece que habría sido lo correcto decírmelo con el fin de evitarme

la molestia de engalanarme?

–Por lo que sé de ti, no imaginaba que te resultara una molestia –Leon se

quedó mirando las piernas de Cally, recordándolas en pantalones cortos–. Aunque

debería haberlo supuesto, ¿verdad?

–¿Deberías haber supuesto qué? –preguntó ella frustrada por no saber a qué

se debía el mal humor de Leon.

–A que todo es diferente cuando se te presenta la posibilidad de alcanzar

algo de fama.

–¿Fama? –Cally le miró sin comprender.

–Se te da muy bien, lo reconozco –comentó Leon con expresión de asco.

–¿Qué es lo que se me da muy bien, Leon? Al menos, dime qué demonios se supone que he hecho para así poder defenderme.

Leon lo había tirado antes de que ella hubiera acabado de hablar. En vez de darle al primer lienzo, tiró la lámpara, que se hizo añicos en el suelo; por suerte, pasó al lado del segundo cuadro, sin darle. Sólo hasta después de cubrir los Rénard con su cuerpo para defenderles de otro ataque se dio cuenta de que lo que Leon había arrojado era un periódico doblado.

–¿A qué demonios estás jugando?

–Eso mismo te iba a preguntar yo a ti.

–¿Qué? –gritó ella exasperada–. ¡Eres tú quien por poco no ha destruido dos obras de arte por valor de ochenta millones de libras esterlinas! 

–Mis ochenta millones –replicó él con voz suave–. ¡Tú y la prensa!

Tras darse cuenta de que algo se le había escapado, Cally se agachó, agarró el periódico y apretó los dientes al leer el encabezamiento de la página:

EL MUNDO DE HOY

La restauración de las dos obras maestras de Rénard desde su subasta.

¡La restauradora de arte, Cally Greenway, comparte su secreto de ochenta millones!

Sus ojos se agrandaron con horror. ¿No le había dicho a su hermana que nada de escribir un artículo sobre el asunto? Sus mejillas se encendieron mientras

trataba de recordar los detalles de la conversación, detalles nublados porque su mente estaba parcialmente pensando en él. Sí, se lo había dicho, y sabía que Jen

jamás la habría traicionado.

A menos que... que con tanto jaleo su hermana no la

hubiera oído.

–Se trata de una equivocación –gritó Cally–. Le dije que no publicara nada.

–¿A quién?

–A mi hermana Jen, es periodista.

–Vaya, fantástico.

–La llamé para decirle que había conseguido el trabajo que creía haber perdido –explicó Cally a la defensiva–. De la misma manera que ella me llama para contarme cómo le va. Me comentó que escribir un artículo sobre la restauración de los Rénard sería, de alguna forma, como compartirlos con el público. Yo le di la razón, pero le dije que tú no me lo permitirías. Pero... pero la línea se cortó y ella no ha debido de entender lo que le dije.

–Una excusa muy bien pensada.

–¿Me estás llamando mentirosa?

Leon la miró con desdén.

–Lo que digo es que, si crees que se me ha olvidado aquella noche en Londres, eres más tonta de lo que pensaba.

La sangre se le subió a la cabeza.

–¿Qué tiene esto que ver con Londres?

–¿No me digas que lo has olvidado, chérie? –preguntó Leon mirándole los labios–. Me dijiste que el motivo por el que querías restaurar los Rénard era para darte a conocer, ¿no es cierto? Después de eso, ¿cómo esperas que me crea que lo

del artículo en el periódico ha sido accidental?

–¡Ya te lo he dicho! Jen no debió de entenderme.

Deja que la llame para aclarar esto...

–Creo que una sola llamada ya ha causado demasiados problemas, ¿no te parece?

Cally, frustrada, suspiró.

–Y lo siento, pero... –Cally ojeó el artículo y vio que el «secreto» al que el

encabezamiento se refería sólo revelaba el hecho de que un coleccionista francés la

había contratado para realizar la restauración de los cuadros–. Mira –añadió

señalando el texto–, no se te menciona.

Sí, que se haya publicado el artículo es un error, pero todo el mundo comete

errores de vez en cuando... incluso tú.

–Esto no tiene nada que ver conmigo –Leon hizo una pausa y su tono cambió de repente–. A menos que lo que realmente quieres decirme es que se trata precisamente de mí.

–Por favor, Leon, nada de acertijos.

–Está bien, si quieres que crea que no has hecho esto intencionadamente, que no aceptaste trabajar para mí por conseguir fama, ¿qué es lo que te llevó a aceptar el trabajo? –Leon paseó la mirada por el cuerpo de ella. 

–Ya te lo he dicho, me apasionan estos cuadros. Me gustaban desde pequeña

–Cally evitó su mirada, consciente de que Leon sólo pretendía humillarla aún más–¿Tan difícil de creer te parece?

Cuando alzó los ojos, encontró la intensa mirada de él indicándole que no

había lugar donde pudiera esconderse.

–Lo es, porque sé que cada minuto que pasas trabajando con los cuadros

pasas treinta pensando en mí.

El terror se apoderó de ella. No sólo porque, por desgracia, Leon tenía razón

y lo sabía, sino porque le causaba pavor que lo implícito en las palabras de Leon era verdad. ¿Había aceptado ese trabajo, fundamentalmente, por lo que sentía por él? No, lo había hecho por su carrera profesional, por los Rénard.

–Te equivocas, Leon –contestó ella con un ronco susurro.

–¿Sí? En ese caso, ¿cómo explicas los síntomas? Pupilas dilatadas, respiración entrecortada, no dejas de pasarte la lengua por el labio inferior cada vez que me miras... Para ser una experta en diagnóstico y protección, yo diría que es obvio

–Yo no necesito protección –replicó ella con decisión, sin notar el brillo travieso que asomó a los ojos de Leon.

–Lo imaginaba.

Pero antes de darle tiempo a asimilar el significado verdadero de las palabras de Leon, éste le colocó un brazo en la espalda y la atrajo hacia sí.

Cally se quedó muy quieta. Quería apartarle de sí, pero no encontraba fuerzas para hacerlo.

–Leon, por favor, no.

Leon la tenía pegada al cuerpo, inmóvil, a excepción del pulgar que le acariciaba la espalda con una intimidad que la hizo querer gritar.

–¿Por qué no, chérie, cuando los dos sabemos que es esto lo que quieres?

Cally sacudió la cabeza.

–Porque no quiero.

Tras esas palabras, Leon dejó de acariciarla con el pulgar y la miró con vaga

sorpresa.

–¿Acaso no resulta evidente que de tanto desearte he perdido la capacidad

de razonar?

–Pero en Londres...

Leon le subió la mano por la espalda y posó los dedos en la nuca.

–Al parecer, los dos fuimos culpables de decir una cosa y pensar otra en

Londres.

Cally alzó el rostro y le miró a los ojos. Había hablado con sinceridad. Aunque eso no debería cambiar nada, lo cambiaba todo. Leon la deseaba. Por mucho que hubiera pensado que eso era imposible, por mucho que le costara aceptar desearle con tanto fervor, el deseo la consumía hasta el punto de hacerla dudar de ser la misma Cally de dos semanas atrás.

Y aunque sabía que lo más aconsejable era contener sus emociones e ignorarlas, aunque nunca había estado

tan asustada en su vida, sobre todo comprendía que jamás sabría lo que significaba vivir a menos que se lo permitiera. Ya.

–Leon, yo...

–¿Quieres que te bese otra vez? –Leon acercó el rostro al de ella, sólo unos milímetros les separaban.

El pequeño gemido que escapó de la garganta de Cally lo dijo todo. Fue

inconsciente, automático, y cerró la distancia que les separaba dando paso a un

gruñido primitivo.

Aquel beso le recordó el primero y, al mismo tiempo, fue completamente diferente. Leon transformó cada célula de su cuerpo en líquido con cada caricia de su lengua e impuso un ritmo a la pasión compartida, retándola a responderle.

El recuerdo del aroma a hombre de él ahora se mezclaba con el olor a mar: salado, húmedo y agonizantemente erótico. Era tan potente que tuvo que agarrarse a los hombros de Leon para que las piernas no se le doblaran. Y, al hacerlo, se movió hacia delante y el tacón de un zapato se le enganchó con algo.

Cally abrió los ojos y descubrió que el tacón se le había enganchado en el

bastidor. De repente, recordó dónde estaban y se quedó de piedra.

–¡Los cuadros!

–Olvida los malditos cuadros –respondió Leon, sujetando el cuadro de la mujer vestida sin darle mayor importancia–. Vamos arriba.

La idea de ir al dormitorio real le asustó. Ahí abajo, casi podía olvidar que Leon era un príncipe, que ella no había perdido la cabeza completamente. Se mordió el labio, sin saber si tendría el valor de proponer la alternativa que se le

había ocurrido. Pero al mirarle a los ojos, el deseo que vio en ellos la hizo creer que no carecía de nada.

–¿Te importaría... te importaría que nos quedáramos aquí?

La idea de poseerla ahí y en el momento le endureció la erección más de lo

que creía posible.

–¿Que si me importa? –Leon no trató de ocultar la ronquera de su voz–. Lo

único que me importa es que aún llevas el vestido puesto.

Tras un momentáneo alivio, los nervios volvieron a apoderarse de ella.

–Sí, quizá sea de excesiva etiqueta –susurró ella vacilante mientras sentía la

mano de Leon abandonarle la nuca para rodearle un pecho.

Arqueó la espalda instintivamente para animarle a que le acariciara el pezón; sin embargo, Leon le puso las manos en la espalda y le bajó la cremallera del vestido para después deslizarle los tirantes por los brazos.

Fue entonces cuando, con horror, recordó el conjunto de bragas y sujetador

verde. Se lo había puesto en un momento de locura juvenil, encantada con la

oportunidad de llevar una ropa de lencería tan exquisita y que hacía juego con el vestido. Pero ahora se sentía ridícula.

¿Qué estaría pensando Leon de ella al verla con una ropa interior propia de una cortesana en el Moulin Rouge, y sobre todo

teniendo en cuenta que ella no era más que una restauradora de pintura de

Cambridge que llevaba diez años sin acostarse con nadie?