webnovel

Siete

Su mente conjuró una imagen de Cally con uniforme de enfermera

atendiéndole en la cama, y la erección incipiente al ver las piernas de ella se incrementó.

–Dime, ¿siempre quisiste ser restauradora de pintura?

Sentada en el taburete, Cally notó tensos los músculos de sus hombros.

–Al principio, quería ser pintora, pero la situación cambió. Ya no pinto.

–Nuestras vidas no siempre siguen el curso deseado, no?

–No –confirmó ella, encontrando el valor necesario para comenzar con una esquina del primer cuadro.

Debía de haberse referido a la muerte de su hermano, pensó Cally; si Girard

estuviera vivo, Leon no se habría convertido en príncipe. Quiso preguntarle sobre ello, pero no lo hizo por cuestión de respeto.

–La providencia actúa de forma misteriosa, ¿no te parece?

–Yo diría que ese punto de vista es quizá demasiado romántico para mí.

Le oyó moverse y, por el rabillo del ojo, le vio apoyarse en los muebles a su izquierda y quedarse contemplando su perfil.

–¿Quieres decir que no crees en el romance, ma belle?

Cally mojó el bastoncillo de algodón en el agua destilada y evadió la pregunta.

–¿Y tú?

–Yo soy francés, Cally –Leon lanzó una queda y ronca carcajada–. Lo llevo en la sangre.

–Es curioso, dado que ayer mismo me dijiste que la idea del matrimonio te resulta intolerable.

Leon la miró con escepticismo.

–Para ser alguien que asegura no tener interés por el tema, su capacidad de

recordar es excelente.

–Tener buena memoria es esencial en mi trabajo–respondió ella

rápidamente–, es imprescindible recordar los compuestos químicos.

–Sí, claro, tu trabajo –Leon se pasó una mano por la barbilla con burlona

sinceridad–. De eso era de lo que hablamos ayer. Dime, ¿es accidental que hayas

empezado a trabajar en el cuadro con la mujer vestida o lo has hecho

intencionadamente?

–¿Qué?

–¿Que si, intencionadamente, has comenzado a trabajar en el cuadro menos dañado de los dos?

Cally apretó los labios, consciente de las segundas intenciones de la pregunta.

–Sí, ha sido intencional. Me permite acostumbrarme a las técnicas necesarias antes de emprender la tarea de restauración de zonas dañadas más extensas.

Leon contuvo una sonrisa.  –Perdona, te había prometido observar en silencio. En fin, voy a dejarte trabajar en paz mientras recojo unas cosas; es decir, si no te molesta.

Cally inclinó la cabeza. Pero no comprendió el significado real de sus palabras hasta que no le vio acercarse al mueble que había a la entrada de la estancia y retirar una toalla.

–Creía que estaban vacíos –comentó ella.

–Sí, todos menos éstos. Me había deshecho de la mayor parte de mi equipo debido a que ahora tengo muy pocas oportunidades de utilizarlo.

–¿Equipo?

–Equipo de submarinismo –explicó Leon. Y, al notar una intensa curiosidad en el rostro de ella, supuso que no podía perjudicarle decírselo–. Antes de que me hicieran regente de la isla, trabajaba de submarinista en la Marine Nationale.

Cally trató de ocultar su sorpresa.

–¿La Marina Francesa? –podía imaginarlo de capitán o almirante, pero ¿submarinista? Desde luego, eso explicaba su excelente forma física, pensó mientras le veía agarrar el bajo de la camiseta.

–Esta habitación es la más próxima al mar. Era mi base para los

entrenamientos antes de alistarme.

Una especie de parálisis se apoderó de ella cuando Leon expuso su musculoso pecho y anchos hombros. Vio una cicatriz que le bajaba desde el ombligo y desaparecía debajo de la cinturilla de los vaqueros. Aquella muestra de la falibilidad de él la fascinó. ¿Cómo se había hecho la herida? ¿Qué sentiría si pudiera recorrer con las yemas de los dedos aquella cicatriz y descubrir adónde conducía? Y más importante, ¿por qué estaba pensando esas cosas? El pulso le latía con fuerza y... ¡Cielos, Leon se estaba desabrochando la bragueta del pantalón!

Cally acercó el rostro al cuadro fingiendo examinarlo de cerca, tratando de

concentrarse en el genio artístico de Rénard. Sin embargo, aquella obra maestra de la naturaleza le resultaba mucho más impresionante que la nacida del genio de un

pintor.

Cuando levantó la cabeza, le vio con unos calzones de baño azul claro. Se sintió frustrada por no saber si los había llevado debajo del pantalón.

–Hace semanas que no hacía un día tan caluroso –Leon se acercó al pequeño frigorífico al lado de la pila y bebió un largo trago de agua.

–Desde luego, hace más calor que ayer –respondió ella débilmente.

–En ese caso, ven conmigo –Leon indicó con un movimiento de cabeza la

vista del mar por la ventana.

¿Que fuera con él? ¿A sumergirse en el mar?

–Gracias, pero debería acabar con lo que he empezado.

–Sí, claro –dijo él pronunciando lentamente–. Cuida de no pasar demasiado calor aquí tú sola.

Y tras esas palabras, abrió las puertas de cristal, caminó la corta distancia al acantilado y se tiró de cabeza. Tras el esfuerzo que le había costado resistir la tentación, Cally pensó que lo que necesitaba era recordarse a sí misma la importancia de aquella oportunidad que se le había presentado en su vida profesional. Y, para ello, nada mejor que hablar con alguien que sabía lo que significaba para ella.

Se agachó ligeramente y rebuscó en el bolso. Por fin, encontró el teléfono móvil manchado de pintura y pronto encontró el número de su hermana. Jen contestó bajo el típico ruido de fondo que parecía envolverla siempre. Si no eran Dylan y Josh saltando el uno sobre el otro, era jaleo de la oficina. En esta ocasión, parecía lo segundo.

–Cally, ¿cómo estás?

–Hola, Jen, estoy bien –respondió Cally sin saber por qué su hermana parecía preocupada a juzgar por su tono de voz.

Aunque había querido hacerlo, no le había dicho nada a Jen sobre Montéz.

–¿Te pillo en mal momento? –preguntó Cally.

–No, en absoluto. Estoy en Downing Street esperando a que salga el primer ministro, pero puede que me toque esperar horas. Estaba preocupada porque te he

dejado un mensaje en el contestador invitándote a cenar el domingo y no me

habías contestado.

–¿Cuándo me dejaste el mensaje?

–Anoche.

¿La noche anterior? ¿Había tardado menos de veinticuatro horas en

contestar y su hermana ya estaba preocupada por ella?

–Gracias, pero no voy a poder ir. Estoy en Montéz.

–¿En Montéz? –repitió su hermana en tono de incredulidad–. Estupendo. Ya era hora de que te tomaras unas vacaciones.

–No estoy de vacaciones. Estoy restaurando los Rénard.

–¡Cally, eso es fantástico! ¿Cómo ha sido? Cuéntamelo todo. ¿Conseguiste averiguar quién los compró?

–El comprador me encontró a mí.

–Eso es porque eres la persona perfecta para el trabajo. ¿Acaso no te dije que cabía esa posibilidad? Bien, ¿quién es?

Cally titubeó. No había imaginado que aquella conversación acabaría,

inevitablemente, centrándose en la persona en la que trataba de no pensar.

–Es el príncipe de aquí.

Se hizo una pausa.

–¡Dios mío, no me digas que tu cliente es Leon Montallier!

A Cally casi se le cayó el teléfono de la mano.

–¿Cómo sabes quién es?

Jen lanzó un silbido.

–Cualquiera que trabaje en un periódico sabe quién es.

Aunque tenemos prohibido escribir nada sobre él. Nadie sabe nada, ese hombre es un enigma.

–Más bien un canalla –respondió Cally, desviándose de las puertas de cristales a las que se había acercado involuntariamente–. No merece la pena saber

nada sobre él.

–Eh, un momento... ¿no te acaba de contratar para realizar el trabajo de tus

sueños?

–Sí –admitió Cally, tratando de parecer entusiasmada, ya que era el propósito de su llamada–. Y la oportunidad de trabajar en la obra de un gran pintor como Rénard es increíble, pero...

–¿Pero qué? ¿Es que, por el hecho de ser príncipe, se cree con derecho seducirte?

La franqueza de Jen a veces la sorprendía y le divertía, pero ese día no le

hacía ninguna gracia.

–No quiere que los cuadros acaben en una galería, eso es lo que pasa. Para él, sólo son un símbolo de su nauseabunda riqueza.

–Bueno, siento mucho decirte que no me sorprende –dijo Jen, sin saber que su primer comentario había dado en el clavo–. Pero eso no quiere decir que tú no

puedas hacer público el proceso de restauración que estás llevando acabo, ¿no?

–¿Qué?

–Mi periódico podría escribir sobre el asunto. Nuestro especialista de arte, Julian, se moriría por escribir cualquier cosa sobre ese asunto.

–Imposible. Me ha obligado a firmar un contrato según el cual me está totalmente prohibido... ¿Jen?

El ruido de fondo incrementó considerablemente.

–Jen, ¿me oyes?

–¡Perdona, tengo que dejarte!

–Bien, lo entiendo. Escucha, olvida lo que te he dicho sobre él, ¿de acuerdo?

              *** 

Leon sonrió al aproximarse a las puertas del estudio.

La encontró de cara a la pared opuesta, de espaldas a él, terminando una

conversación telefónica.

Sabía que Cally le deseaba, estaba escrito en cada movimiento de su

delicioso cuerpo, en sus expresivos ojos verdes. Se preguntó durante cuánto

tiempo continuaría fingiendo que lo único que le interesaba eran los cuadros.

¿Acaso había olvidado lo claro que lo había dejado en aquel bar londinense? ¿Y

también había olvidado haberle dicho que lo que esperaba con ese trabajo,

fundamentalmente, era darse a conocer? Dado que él se había asegurado de que lo segundo le resultara imposible, le parecía obvio el motivo por el que había

aceptado el trabajo: él.

Además, por experiencia, sabía que las mujeres, para

conseguir a un hombre, fingían interés sólo en sus carreras profesionales. Se

trataba de mujeres supuestamente liberadas que aprendían un oficio con el fin de coaccionar a un hombre a que se casara con ellas, por lo que no se diferenciaban

gran cosas de sus antepasados un siglo atrás, simplemente había desarrollado técnicas más sofisticadas.

Y aunque Cally no le había dicho que quisiera casarse, él no dudaba que, de acostarse con ella durante un tiempo, acabaría viéndola mirar con expresión ensoñadora los anillos del escaparate de alguna joyería.

–¿Alguien especial?

Tras un sobresalto, Cally se dio la vuelta y le vio cruzando el estudio.

¿Cómo demonios no le había oído entrar? Bajó la mirada, convencida de que Leon

iba descalzo. E iba descalzo.

Pero pronto se dio cuenta de su error, ya que incluso

los pies de él le parecieron imposiblemente sensuales. Sin embargo, lo peor fue

cuando fue subiendo los ojos por las mojadas piernas, la toalla atada a la cintura y

a ese increíble pecho.

–¿Qué?

–Estabas hablando por teléfono –Leon le sonrió–. En fin, me temo que debo

marcharme, no puedo hacer esperar al presidente de Francia.

Cally tragó saliva al verle desatarse la toalla de la cintura y echársela a los

hombros.

–Volveré mañana por la tarde, cuando el jeque de Qwasir y su prometida

vengan a cenar. He pensado que quizá quieras acompañarnos y enseñarles los

cuadros que estás restaurando.

Cally se lo quedó mirando con expresión de perplejidad. En primer lugar, porque la había invitado; en segundo lugar, porque a pesar de su oposición a la prensa, se codeaba con dos personas de las que continuamente hablaban los medios de comunicación.

–¿Te refieres a la pareja que aparece en las primeras páginas de todos los periódicos del mundo?

Leon asintió.

–¿Y quieres que les enseñe los cuadros? –aunque detestaba la idea de que

coleccionistas privados utilizaran sus colecciones para presumir delante de los amigos, no pudo evitar entusiasmarse ante la idea de enseñarlos.

–Eso es lo que he dicho –respondió Leon, consciente de que, a pesar de haber soñado con tenerla a su lado vistiendo una de esas prendas de noche ceñidas, Cally lo veía como una oportunidad de relacionarse con gente famosa y rica.

–Gracias, acepto encantada.

–Naturalmente. Hasta entonces, supongo que querrás seguir haciendo lo

que has venido a hacer aquí.