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Nueve

Pero cuando Leon le bajó el vestido hasta los tobillos y se apartó ligeramente para mirarla, el placer que vio en sus ojos la hizo sentirse como una mariposa saliendo del capullo. Y le resultó fácil olvidarse de su inseguridad y pensar sólo en lo mucho que Leon parecía desearla, y en lo mucho que ella le deseaba a él.

Cally extendió las manos y, con renovado atrevimiento, fue a sacarle la camiseta de debajo de los pantalones.

–Permíteme –Leon la interrumpió, despojándose rápidamente de su ropa

hasta quedar frente a ella con sólo los calzoncillos oscuros.

Entonces, la abrazó con reavivado apetito y ella alcanzó un mayor placer al

sentir, por fin, esos dedos en los pezones por encima del encaje del sujetador, y su

cuerpo entero tembló.

–¿Tienes frío? –le preguntó Leon sonriendo mientras le pellizcaba un erguido pezón.

–No –Cally sacudió la cabeza–. No tengo frío.

–Estupendo –respondió Leon al tiempo que llevaba las manos a la espalda de ella para desabrocharle el sujetador.

–¿Y tú? –preguntó Cally.

–¿Yo, qué? –preguntó él distraídamente mientras le besaba la garganta y el

hombro.

–Que si tienes frío.

–¿Tú qué crees?

El sujetador cayó al suelo y ella, envalentonada, alargó una mano para tocarle por encima de la sedosa tela oscura.

–Pareces tener bastante calor.

Leon cerró los ojos y lanzó un gruñido mientras ella le bajaba los calzoncillos. Cuando volvió a abrir los párpados, se encontró con los ojos de ella fijos en su cuerpo.

–¿Qué estás pensando? –preguntó Leon.

Cally parpadeó, sorprendida por su propio atrevimiento, por el tamaño de él, por la cicatriz que bajaba hasta ocultarse en la masa de vello oscuro rizado.

–No necesitas que refuerce tu ego –respondió ella nerviosa de nuevo.

–Demuéstramelo –bromeó él encantado.

Cally le miró a los ojos y se olvidó de que no era la clase de mujer que comprendía instintivamente el arte del amor. Despacio, muy despacio, depositó diminutos besos desde el nacimiento de la cicatriz hasta la punta de su erección.

Leon la observó. Los pechos de Cally le acariciaban los muslos cuando le poseyó con la boca. Casi no pudo soportarlo. La hizo incorporarse y la llevó al sofá.

–Quiero estar dentro de ti.

Cally también le quería dentro. Y en ese instante comprendió que era eso lo

que había querido desde el momento de verle por primera vez. Y ahora, después de bajarle las bragas, Leon, sentado en el sofá, la hizo sentarse sobre él a horcajadas y encontró la parte más íntima de ella húmeda, abierta y a su disposición.

Cally se oyó a sí misma gimiendo al sentirle dentro. No de dolor, sino de sorpresa, de placer. Era tan cálido, tan gordo... y se preguntó cómo demonios no había sentido nada parecido antes.

–Ahora te toca a ti –le susurró él acariciándola con su aliento caliente,

animándola a que ella impusiera el ritmo.

Cally titubeó al principio, pero pronto comenzó a moverse, despacio,

sintiendo el calor que le subía por el cuerpo.

Leon le puso las manos en las nalgas con los ojos fijos en ella.

–Cierra los ojos.

La respiración de ella se aceleró mientras incrementaba el ritmo y Leon le chupaba los pechos. De su garganta escapó un incontrolable grito de placer. La sorpresa del sonido la hizo abrir los ojos y aminoró el ritmo ligeramente.

–Abandónate –le ordenó Leon.

–No, no sé... no puedo...

–Sí, claro que puedes –respondió él con autoridad.

Cally le sintió moverse dentro de ella, profundizar la penetración hasta el punto de hacerla sentir la contracción de sus propios músculos alrededor del duro miembro de Leon, y entonces comenzó a sentir algo distinto, algo aterradoramente

poderoso, algo que la asustó. Y le dio miedo perder el control.

–Ahora –le instó él, pero la sintió resistirse–. ¡Vamos, maldita sea, no puedo aguantar más!

Cally sintió el clímax de él sacudirle el cuerpo, vio la tensión en los tendones

de su garganta, le sintió derramarse dentro de ella, y...

Fue entonces, al borde de su primer orgasmo, cuando se acordó de que no

habían utilizado un preserva.