El silencio en el despacho no era vacío; estaba cargado con las promesas rotas de un futuro que nunca sería, las decisiones tomadas y el sacrificio que marcaba un antes y un después para las tres mujeres.
María, tras creerse ganadora en la lucha con su hermana, ahora se daba cuenta de las implicaciones de dejar de ser mujer. Siempre había sido mujer; se sentía a gusto siendo mujer. Convertirse en hombre no solo era renunciar a todo lo conocido hasta ahora. Era renunciar a su cuerpo para adaptarse a vivir con otro, pero lo más difícil, adaptarse a un rol distinto. Posiblemente ser un hombre en un mundo machista era un privilegio, pero ella no sabía cómo comportarse como un hombre.
No era solo cuestión de aprender a comportarse como un hombre. Era cuestionarse su propia identidad, aquello que la había definido toda su vida. ¿Cómo podría encontrar en su reflejo a alguien que no reconociera? Y lo peor: ¿y si después de todo ese sacrificio, Amelia aún no la amaba?
Inmaculada no quería perder a su hermana. La adoraba desde pequeña. «¿Cómo reaccionaría cuando ella fuera un hombre?» Había castigado a hombres cambiando su sexo, pero nunca había pensado en las repercusiones para sus familiares. Siempre decía: "Su familia no es inocente, ellos permitieron esa educación". De todas formas, ellos solo asumían la pérdida de sus familiares; esto era distinto.
Amelia bajó la mirada hacia sus manos, todavía temblorosas. El despacho parecía más pequeño, asfixiante, como si las paredes se cerraran a su alrededor. El frío del suelo bajo sus piernas solo aumentaba la sensación de vacío que la consumía. Derrumbada emocionalmente, estaba en un caos. No quería el sacrificio de María; posiblemente a María sería más sencillo manipularla, para evitar castigos tan duros como con Inmaculada o a quien pensara entregarla. Aun así, seguía guardando cariño hacia ella. Había sido su primer amor y eso siempre pesaría en su modo de verla.
Inmaculada miró su reloj, agobiada por la presión. Cogió su smartphone y llamó a Luis. - Reserva mesa en el Restaurante Verdugo en treinta minutos, un reservado para Amelia, María y yo. —Con eso colgó sin esperar contestación. Se quedó sosteniendo el teléfono con firmeza, como si la decisión de reservar en Verdugo fuera parte de un plan mucho más amplio. Sabía que ese restaurante no solo impresionaría, sino que también pondría a María y Amelia en un lugar donde sería imposible escapar de la conversación que estaban a punto de tener. Los ojos de Amelia se abrieron con asombro. Verdugo era uno de los restaurantes más prestigiosos de la ciudad. Tenía lista de espera de varios meses y ella esperaba conseguir mesa en solo media hora.
Un mensaje no tardó en llegar al teléfono de Amelia confirmando la cita. Con voz temblorosa miró a su jefa. - Tiene la reserva en el restaurante Verdugo a las 13:25. ¿Cómo...?
- De acuerdo, trata de recomponerte y ahora partiremos para allá. ¿Te parece bien comer con nosotras, María? No quiero convertirte en hombre, pero no puedes proteger a Amelia si no estás dispuesta a enfrentarte a lo que ella merece. Vamos a buscar una solución juntas, como hermanas... Pero ten en cuenta que esto no puede quedarse así.
María tamborileó los dedos sobre el reposabrazos de su silla, su mirada fija en Amelia, pero sus pensamientos lejos de allí. Las palabras de Inmaculada resonaban en su cabeza, empujándola hacia un abismo desconocido, pero deseaba salvar a su Roberto a toda costa. Aunque ahora Roberto fuera Amelia, no podía dejarla sin protección en las garras de Inmaculada.
Verdugo no era solo un restaurante; era un símbolo de poder. Cenar o comer allí era un lujo reservado a quienes podían permitírselo, pero para Inmaculada, conseguir una mesa en treinta minutos era otra demostración de su influencia. Para Amelia, el simple hecho de pisar ese lugar era una experiencia surrealista.
Se trataba de un restaurante situado en la planta décima de un edificio cercano con vistas hacia la calle del Marqués de Sotomonte, el puerto, el parque principal de la ciudad y el Soho. Apenas a cinco minutos andando desde la oficina de Inmaculada. Tras pasar por la recepción, fueron conducidas a una pequeña sala con una mesa redonda y unas maravillosas vistas del puerto.
Para Inmaculada, el lugar representaba control; cada detalle estaba bajo su dominio, desde la temperatura perfecta del vino hasta la vista que había elegido estratégicamente para imponer su presencia. Incluso el camarero parecía medir sus movimientos bajo la mirada calculadora de Inmaculada, quien apenas asintió para aprobar el servicio. Para María, era un recordatorio de su falta de él, mientras que Amelia, con cada mirada rápida a su alrededor, se sentía atrapada en una jaula dorada. Cada mirada que cruzaba con las camareras, cada detalle del lujo que la rodeaba, le recordaba que su vida ya no era suya.
En la sala privada, las vistas del puerto eran espectaculares, pero no lograban suavizar la tensión. Inmaculada giró su copa de vino entre los dedos, observando cómo la luz atravesaba el cristal. «¿Qué hacer contigo, María?», pensó, mientras esperaba que alguien rompiera el silencio.
María tomó la copa de vino y la giró entre sus dedos, como si buscara respuestas en el líquido oscuro. —No voy a mentir, siento curiosidad— confesó, pero su voz temblaba. —Sin embargo, no poder dar marcha atrás... me aterra.
Inmaculada dio un sorbo al vino y apoyó la copa con suavidad, como si cada palabra estuviera cuidadosamente medida. —No es solo lo que te hizo a ti, María. Es lo que Amelia representa: un hombre que jamás entendió las consecuencias de sus actos. ¿De verdad quieres dejar esto sin resolver?
Amelia jugaba con la servilleta, doblándola y desdoblándola sin cesar. «Nunca le hice daño», pensó, aferrándose a ese recuerdo de los días en que la hacía reír. Pero había algo en la mirada de María, algo que la hacía tambalearse, como si el pasado no fuera tan claro como ella quería creer.
—Pero... yo no... ¿Qué le hice mal a María? —consiguió decir con la voz entrecortada y el tono casi un susurro—. Yo siempre la cuidé y protegí.
María e Inmaculada negaron con la cabeza casi al unísono. Roberto jamás sería consciente de todo ese mal si no pasara por lo mismo.
—Amelia, cuando eras Roberto y salías conmigo, controlabas todo. Con quién me hablaba, mis redes sociales, qué me ponía y hasta mi comida. Jamás me diste libertad. Eso no es amor, ni proteger. Es inseguridad por tu parte y posesividad. Era tu propiedad, no tu novia. —Explicó Maria con voz suave y cierto deje de enfado. —Mi hermana tiene razón; debes pasar por ahí para entenderlo.
—Yo siempre creí que era lo mejor para ti. —Amelia apretó las manos con fuerza, sintiendo el peso de las miradas de ambas hermanas. Pero mientras las palabras salían de su boca, un pensamiento desgarrador surgió: ¿había confundido su necesidad de control con amor? ¿Cuántas veces había ignorado las lágrimas de María, convenciéndose de que lo hacía por su bien? —No lo hacía por controlarte... ¿o sí? —La duda se coló en su voz, como una grieta que amenazaba con derrumbar toda su defensa. —¿Cómo puede llamar amor algo que no me atreví a darle libertad?
Amelia retorció fuertemente la servilleta. «¿Quizás eso fuera como cuando hacía piropos a sus compañeras? Sin duda debía notar eso en carne propia para comprender las quejas de María. El preocuparse por ella no podía ser malo. Ella estaría encantada de sentirse protegida». Intentaba comprender las palabras de María, pero ella no veía nada malo en su actitud. «Todo eso lo hacía por su bien».
—Yo no hice nada malo —comenzó a decir con dudas en su voz—, pero si veis algún mal en mi actitud durante la relación... Lo siento. —¿No es suficiente castigo haberme convertido en mujer? —Levantó la mirada una vez terminada la pregunta, con los ojos rojos, a punto de la lágrima.
Inmaculada dejó la copa de vino sobre la mesa con un golpe seco, haciendo que Amelia se sobresaltara. —No lo sientes. Ni siquiera entiendes el mal intrínseco a tu comportamiento. Quiero a mi hermana, pero no te puedo dejar libre. Al sufrir el acoso en tus carnes has comprendido eso, pero aún debes sufrirlo un montón de años antes de haber compensado el realizado por ti. Necesitas de igual forma sufrir el daño hecho a mi hermana en tus carnes para comprenderlo, pero este daño no se sufre por uno o dos días. Es acumulativo y tú se lo hiciste por cuatro años. —Sus palabras cayeron como una sentencia, llenando la sala con un peso insoportable.
Amelia bajó la mirada, sus lágrimas cayendo silenciosas sobre la servilleta arrugada. Las palabras de Inmaculada eran un eco en su mente, una prisión de la que no podía escapar. Y María... María simplemente la observaba, con una mezcla de pena y determinación.
—Entonces... ¿Qué hacemos ahora? —preguntó María finalmente, su voz apenas un susurro que rompió el pesado silencio. Inmaculada esbozó una sonrisa calculadora, inclinándose hacia adelante.
—Primero terminaremos este vino y la comida. Luego... decidiremos tu destino. Si alguna se os ocurre como hacerlo sin poner en juego tu actual ser y controlar a la vez la intensidad del castigo, soy toda oídos.
Amelia recordó a Daniel. Su mirada firme y la forma en que hablaba le habían provocado algo nuevo, algo desconocido hacia un hombre. ¿Podría él ser la persona adecuada para ayudarla a entender lo que había hecho mal? Pero... ¿era correcto pensar así?
—¿ Daniel? —preguntó Amelia mientras se servía un poco de ensalada—. Quizás él podría ser el encargado de hacerme ver la realidad de mis acciones. —Hacía un rato había sentido algo; quizás pudiera enamorarse de él. Lo cual dejaría fuera de la ecuación a María.
—No. —María fue tajante. María sabía que estaba siendo egoísta. Amelia no era Roberto, pero en su corazón aún quería aferrarse a la idea de que podía recuperar una parte de él. Aunque tuviera que cambiarlo todo, incluso a sí misma... —¿Hay alguna forma de evitar que a Amelia le gusten los hombres? ¿Hacer que se enamore perdidamente de mí?
Inmaculada pensó sobre las palabras de Amelia y María. Mientras cogía un trozo de flamenquín. Parecía que Daniel ya comenzaba a tener alguna influencia en Amelia, en cuanto a obligarla a ser lesbiana. Quizás Alfonso supiera, pero ella era la experta en las babosas y no había habido ningún hombre convertido en mujer que mantuviera su atracción por las mujeres. Más rápido o más lento, terminaban sintiéndose atraídas por el sexo contrario.
—Las babosas no solo cambian el cuerpo, sino también los deseos más profundos. Es un efecto irreversible, diseñado para ser definitivo. Ni siquiera la magia de atracción puede imponerse sobre su influencia.
María tamborileó los dedos contra el borde de su copa, ignorando el flamenquín que descansaba intacto en su plato. —Entonces, ¿no hay forma? —insistió, su voz teñida de frustración.
Inmaculada suspiró, colocando la servilleta sobre su regazo con una precisión deliberada. —Los conjuros básicos de enlace no funcionan bajo el influjo de las babosas. Su naturaleza es demasiado poderosa, demasiado... invasiva. Pero— hizo una pausa, dejando que la tensión se construyera —hay métodos más complejos. Métodos que implican riesgos.
Amelia levantó la mirada, confusa. —¿Qué tipo de riesgos?
Inmaculada sonrió, una expresión que no contenía calidez. —Riesgos para ti, para María y para lo que crees ser. —Se inclinó hacia adelante, dejando que sus palabras cayeran como un golpe—. Si estás dispuesta a pagar el precio, podríamos intentarlo. Pero será tu última oportunidad para demostrar que mereces otra vida.
—No. No pondremos en riesgo la vida de Amelia. Si no hay una forma segura, yo me convertiré en hombre. Si hago ese sacrificio, ¿me querrás? —imploró Maria a Amelia.
Amelia miró los ojos de María. No podía permitir un sacrificio tan grande y de todas formas no sabía si la querría. La llama de aquel amor no se había extinguido. Aun quedaban rescoldos en su corazón, pero si ella se convertía en hombre y no se sentía atraída... «¿Podría seguir amándola? ¿Existía el amor sin la atracción?»
—No puedo asegurarlo. —Sí, decía que "sí", podría vengarse de Inmaculada causándole un dolor comparable al suyo, pero María parecía inocente en todo esto.
María rellenó la copa y se la tomó de un solo golpe. —Decidido, si no hay una forma segura para recuperar a Roberto o que Amelia me ame sin dejar de ser yo, me convertiré en hombre. —Miró con dolor a su hermana—. Tú cargarás con esa culpa. —Volviéndose hacia Amelia, añadió—: Y tú me amarás aunque sea por lástima. No puedes despreciar mi sacrificio.
Amelia e Inmaculada se cruzaron las miradas. Era un golpe duro, ninguna quería ese sacrificio. María siempre había sido una persona dulce; a pesar del férreo control de Roberto por cuatro años, nunca se deprimió. Incluso tras romper, por su propio bien no paso los días llorando. En secreto, durante las noches, aun lloraba por la pérdida de Roberto, pero eso era desconocido para Amelia e Inmaculada. ¿Cómo la afectaría convertirse en hombre?
Amelia parecía haberse adaptado bien a ser mujer, pero en realidad estaba tan desbordada que no había tenido tiempo a asumir su nueva realidad y lo poco la estaba frustrando. ¿Pasar de mujer a hombre sería mejor?
—De acuerdo. Esta noche ambas vendréis conmigo a la reunión de la luna roja. Hablaremos con Alfonso, escucharemos sus ideas y pagaré el precio si tiene una solución. —Inmaculada dejó las palabras colgando en el aire, pero su mente ya trazaba posibles escenarios. Alfonso siempre había sido hábil para enredar a quienes le debían favores, y esta vez, su interés no sería solo por magia. La temperatura en el reservado pareció bajar varios grados. Alfonso siempre la había querido a ella. Alfonso no era alguien que diera algo sin esperar mucho más a cambio. Inmaculada lo sabía bien. Si ponía a su hermana y a Amelia en sus manos, ¿cuánto poder perdería ella misma? ¿Hasta dónde estaría dispuesta a llegar para protegerlas de un precio que podría ser más alto de lo que cualquiera de ellas imaginaba?
Inmaculada no pudo evitar un escalofrío mientras el vino se volvía amargo en su boca. Sabía que Alfonso no solo querría un precio. Querría todo. Y esa noche, bajo la luna roja, cuando los secretos salieran a la luz y las sombras tomaran forma, nada volvería a ser igual para ninguna de ellas.