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013. Y si solo yo puedo darte lo que buscas...

La reunión de la logia de la luna roja, como era costumbre, se celebraba en su sede. Un magnífico palacio del siglo XIX a las afueras de la ciudad, el cual se encontraba oculto entre las ramas de los árboles de un vasto jardín que emergía de otra era pasada con plantas de todos los rincones del mundo. Cada lugar estaba diseñado para asombrar al espectador. Los arroyos terminaban en estanques y esculturas de mármol de ancianas culturas emergían en los rincones, mientras las fuentes de estilo versallesco arrojaban chorros de agua pura que resonaba en la suave brisa de la noche. Los caminos se encontraban iluminados por faroles fabricados en hierro y salpicados por antiguos árboles cuyas copas se elevaban al cielo, creando un contraste de luces y sombras para causar tanto admiración como desconfianza.

Los asistentes que asistían en fastuosos coches no podían acercarse en ellos más allá de un punto acordado a medio kilómetro de la mansión. Allí los invitados eran recogidos con carruajes tirados por hermosos caballos oscuros, sus cascos resonando contra el camino empedrado como un preludio del ritual que estaba por comenzar.

Inmaculada, María y Amelia llegaron en un llamativo Maybach blanco, conducido de forma impecable por Luis. Con una suave frenada, el coche se detuvo junto a la fila de coches de caballos para facilitar el descenso de sus ocupantes, y por un instante, el silencio del entorno pareció absorber incluso el rugido sutil del motor.

Cuando un sirviente abrió la puerta del copiloto y Amelia bajó del coche, quedó momentáneamente sin palabras. Los carruajes, los caballos imponentes, la tenue luz de los faroles reflejada en el empedrado… Todo era una postal sacada de una época que jamás creyó experimentar. Miró a su alrededor, intentando captar cada detalle, como si temiera que este mundo de ensueño se desvaneciera de repente.

María había tenido el honor de venir en un par de ocasiones, pero aun así la seguía maravillando. Por el contrario, a Inmaculada este despliegue no le significaba nada; como miembro de la logia había venido infinidad de veces.

—¿Por qué no dejan llegar a los coches hasta arriba y dejarnos en la puerta? Esto es maravilloso, pero un poco absurdo tener tantos coches de caballo para recibir a los invitados. —Opinó Amelia sin parar de mirar hacia todos los lados desde su asiento en el coche de caballo, emocionada.

—Apariencia y seguridad. —La voz de Inmaculada era cortante, como si la pregunta de Amelia no mereciera más análisis. Sus ojos se desviaron hacia la puerta del palacio, su mente ya atrapada en lo que Alfonso podría exigir esa noche.

Al llegar ante la puerta del palacio, el coche de caballo se paró y dos sirvientes vestidos de época les ayudaron a bajar del coche. Amelia tragó saliva al poner el pie en el suelo. Había visto la lujosa mansión de su jefa, pero esto era otro nivel. Se sentía como en un cuento de hadas.

—No tengas miedo, no comen personas. Al menos no a nosotras. —Le susurró Maria, con una sonrisa en sus labios.

No habían terminado de subir la escalera cuando un caballero se acercó a Inmaculada, acompañado de una hermosa mujer, claramente más joven que él.

—Que la luna roja te bendiga, custodio de los sellos —dijo Inmaculada, inclinando la cabeza.

—Que la luna roja te bendiga, exploradora del eterio. —Contestó el caballero de unos cincuenta años. - Dejémonos de formalidades. ¿Has decidido a quién apoyarás para el puesto de Alquimista supremo?

Inmaculada tragó saliva. El voto era secreto, pero el puesto llevaba vacante ya cinco años, porque ninguno de los tres aspirantes al cargo conseguía hacerse con los votos mínimos de dos tercios del círculo externo. Alfonso, que ostentaba el cargo de archivista, era el más cercano, habiendo llegado a alcanzar nueve votos de los quince. Había ido comprando voluntades entre los distintos miembros del círculo externo y esa noche seguramente conseguiría el suyo.

—Aún lo estoy considerando. Alfonso parece tener la ventaja, pero Alberto tiene una visión más sensata. Y luego estás tú... —Inmaculada inclinó ligeramente la cabeza, manteniendo una sonrisa amable—. Por tu experiencia, no cabe duda de que el puesto te pertenece. —Mientras hablaba, sintió la presión de las palabras del hombre anterior como un peso constante. Abstenerse siempre había sido su forma de evitar atarse, pero sabía que esa noche quizá ya no tendría esa opción. Ninguno de los tres le parecía un buen candidato y los tres habían intentado comprarla con promesas. —De todas maneras esta es una noche para divertirse si no hubiéramos venido solos.

—Por supuesto, Inma. Pero si tú pensaras en mí, yo podría ser más receptivo a la solicitud de tu hermana. —Su mirada se posó en María, una sonrisa calculada en sus labios antes de que se girara hacia el interior del palacio.

Inmaculada sintió una punzada de tensión recorrer su cuerpo, aunque su rostro no traicionó emoción alguna. Había escuchado propuestas similares antes, pero esta llevaba consigo un trasfondo diferente, un aire de cálculo que la inquietaba. Sabía que los favores en la logia rara vez se otorgaban sin un precio oculto. Su mente trabajaba rápidamente mientras sus pasos seguían al caballero. No podía dejar que su hermana fuera arrastrada al juego político de la logia sin más... ¿O acaso ya lo estaba?

Cuando llegaron al salón principal, los ojos de Inmaculada comenzaron a buscar a Alfonso. Aun era temprano y el salón no se encontraba lleno. Bandejas flotaban grácilmente, moviéndose al ritmo de una música suave que parecía emanar de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. El aire estaba impregnado de un tenue aroma a especias exóticas y flores frescas, un contraste embriagador que hacía que todo pareciera un sueño.

Amelia simplemente miraba extasiada esto. En cuanto miraba una bandeja, esta se acercaba hasta ella para poder coger; si apartaba la vista de ella, esta volvía a su ruta a través del salón. Tras observar esto por tercera vez, se decidió a coger una especie de albóndiga, la cual, al morder, estalló en su boca. Sintió como multitud de explosiones de sabores distintos. Era sin duda lo más maravilloso que se había llevado a su boca.

María la observaba con una risa no disimulada. Ya había probado con anterioridad esas albóndigas y sin duda la primera vez era tan sorprendente. Sabiendo el final, miro una bandeja de bebidas y tomo dos copas de vino. María vio como de repente Inmaculada abría los ojos, comenzó a lagrimear, abrió la boca y se llevó las manos hacia su garganta. Ahí estaba la explosión final de chili picante.

—Toma, bebe. - Sonrió, extendiéndole una de las copas.

Amelia se llevó la copa a los labios y bebió de un solo trago, el líquido fresco apagando el fuego en su garganta. Apenas tuvo tiempo de percibir las complejas notas especiadas del vino antes de que la calma regresara. Respiró profundamente, cerrando los ojos mientras su lengua aún hormigueaba con el rastro del chili.

Cuando la quemazón en su garganta se apagó, algo más comenzó a suceder. Una sensación de hormigueo se extendió por su piel, como si una brisa fría la rozara desde algún lugar más allá del salón. Levantó la vista y, para su asombro, las luces de los faroles parecieron parpadear un instante, revelando figuras que antes no estaban allí. Espíritus, demonios y sombras etéreas se materializaron, flotando entre los invitados con una presencia inquietantemente natural, como si siempre hubieran estado allí, invisibles a ojos comunes.

Espíritus etéreos, demonios con formas grotescas y criaturas de aspecto casi humano flotaban por el salón, cada uno con un aura que parecía vibrar en una frecuencia distinta. Algunos apenas parecían notar la presencia de los vivos, mientras que otros fijaban sus ojos brillantes directamente en Amelia. Uno de esas criaturas, un pequeño demonio con formas femeninas, estaba sentado en el hombro de Inmaculada y parecía contarle cosas al oído.

—¿Qué clase de alucinógeno tiene este vino? —preguntó Amelia, con los ojos desorbitados mientras seguía con la mirada a una criatura espectral que pasaba flotando junto a ella. Su voz temblaba entre el desconcierto y la incredulidad, intentando aferrarse a la lógica en un momento que parecía desafiarla.

—No son alucinaciones, María te ha dado una copa de caída de velo. Esos seres están en otros planos, no pueden hacerte nada. —Explico y siguió buscando a Alfonso.

La diablilla, con sus formas femeninas retorcidas y una sonrisa maliciosa, clavó su mirada en Amelia antes de girarse hacia Inmaculada. Susurró algo que sonó como un murmullo entrecortado, casi como el susurro del viento. Inmaculada esbozó una sonrisa apenas perceptible, pero la chispa en sus ojos delató que había escuchado algo que le interesaba. Amelia se estremeció. ¿Era posible que pudiera oír a esas criaturas? ¿Qué le había dicho exactamente?

Los ojos de Inmaculada por fin encontraron a Alfonso. Se encontraba rodeado de unos acólitos. Cualquier acólito sabía que la mejor forma de entrar en el círculo exterior era acercarse a él. Con su influencia y poder era pan comido; además, aún no había adquirido ningún discípulo y ya se acercaba a la edad en la cual podría escoger uno.

—Que la luna roja te bendiga, archivista eterno —dijo Inmaculada, inclinando la cabeza al llegar junto a él.

Amelia empezaba a notar que los miembros de la logia se dirigían entre ellos utilizando únicamente sus títulos, como si estos fueran una extensión de su identidad dentro de aquel misterioso mundo.

Alfonso, con un desdén calculado, desvió la mirada de Inmaculada hacia Amelia y María, evaluándolas en silencio. Mientras tanto, la diablilla que antes parecía desafiante se había refugiado detrás del cabello de Inmaculada, apenas dejando ver sus ojos brillantes y nerviosos. Sus alas translúcidas temblaban ligeramente, como si el miedo la hubiera encogido. Amelia no podía evitar preguntarse qué jerarquía gobernaba a estas criaturas, y qué lugar ocupaban los acompañantes humanos en ese inquietante sistema.

El demonio que flanqueaba a Alfonso era una presencia imponente, una mezcla de majestad y horror. Su cuerpo, de más de dos metros de altura, parecía irradiar un fulgor interno desde su piel rojiza, casi negra, mientras que sus ojos, profundos y oscuros como abismos, parecían desentrañar cada secreto de quienes los rodeaban.

Sus movimientos eran lentos, calculados, pero cada uno de ellos emanaba una fuerza contenida que amenazaba con desbordarse en cualquier momento. Sus manos, de dedos alargados y terminados en garras, se movieron ligeramente, como si acariciara el aire mientras su mirada parecía perfilar el miedo en cada alma presente. El demonio emitió un sonido bajo, un gruñido gutural que resonó en los huesos de Amelia, haciéndola estremecer. Una lengua negra y bífida emergió de su boca un instante, relamiéndose con una perversión casi burlona antes de desaparecer tras sus colmillos afilados.

En contraste, Alfonso vestía con refinada elegancia, pero su porte emanaba una autoridad igualmente sofocante, como si el demonio y él fueran reflejos de una misma fuerza.

—Que la luna roja te bendiga, exploradora del eterio. ¿Qué te ha empujado a acercarte hasta mí? —La pregunta de Alfonso estaba cargada de desdén.

—¿Podríamos hablar en privado? Esos asuntos solo nos incumben a nosotros dos y a mis dos compañeras.

Amelia no podía apartar la mirada de Inmaculada. Acostumbrada a verla siempre en control, su tono humilde y postura ligeramente inclinada eran casi irreconocibles. Era como si cada palabra que pronunciaba estuviera cargada de una sumisión cuidadosamente calculada. Este cambio desconcertante solo reforzó la magnitud del poder de Alfonso. Nadie, ni siquiera Inmaculada, parecía inmune a él.

Alfonso asintió con una lentitud calculada, como si saboreara el control que ejercía sobre la situación. Los cuatro caminaron fuera del gran salón, atravesando unas escaleras imponentes que resonaban con sus pasos como un eco de la tensión acumulada. El pasillo por el que avanzaban estaba decorado con retratos de rostros severos, cuyos ojos seguían a los visitantes como guardianes silenciosos de los secretos del lugar.

El pequeño salón privado al que entraron era un contraste marcado con la ostentación del gran salón. Paneles de madera oscura recubrían las paredes, absorbiendo todo sonido que no fuera el crepitar del fuego bajo en la chimenea. Las sombras danzaban en los tapices antiguos, y los retratos colgados parecían vivos bajo la tenue luz, sus miradas inmutables juzgando a los presentes. Los sillones de terciopelo rojo, elegantes pero incómodamente rígidos, parecían diseñados para mantener a los ocupantes en una constante alerta.

Inmaculada y Alfonso se sentaron frente a frente, como dos piezas en un tablero de ajedrez. Amelia y María tomaron asiento a los costados, entre ambos, sintiéndose como meras observadoras en un juego que no entendían del todo pero que las afectaba profundamente. El gran demonio que acompañaba a Alfonso permanecía detrás de él, su imponente figura proyectando una sombra que parecía envolver la sala entera. Amelia no podía apartar la mirada de sus ojos oscuros y vacíos, que parecían devorar todo a su paso. Su estómago se hundió cuando el demonio se relamió lentamente, clavando su mirada en ella.

—¿Entonces? —La voz de Alfonso era un susurro cargado de autoridad, como el filo de una espada que apenas rozara la piel—. ¿Qué te ha traído hasta mí, Inmaculada? Sabes que todo lo que ofrezco tiene un precio. Y si solo yo puedo darte lo que buscas... —Su mirada se deslizó lentamente hacia Amelia y María— el precio será aún más alto.

Inmaculada bajó ligeramente la cabeza, algo que Amelia jamás había visto en ella. La mujer que siempre dominaba cualquier situación ahora parecía pequeña, como si el peso del momento la aplastara. Su voz, habitualmente firme, tembló apenas al responder:

—Te contaré la historia. Y si decides que puedes ayudarme... aceptaré el pago que exijas.

El demonio detrás de Alfonso dejó escapar un sonido bajo, algo entre un gruñido y un gemido gutural, mientras sus colmillos brillaban bajo la luz del fuego. Amelia, incapaz de contenerse, apretó los puños en su regazo. Sus uñas se clavaron en sus palmas, intentando mantener el control mientras su mente luchaba contra la ola de terror que la envolvía.

Entonces Amelia lo entendió. El pago que Alfonso esperaba no era un simple tributo. Su mirada, su tono, incluso la forma en que Inmaculada se abrazaba a sí misma como si intentara proteger algo invisible, lo dejaban claro. Alfonso no solo quería algo valioso. Quería a Inmaculada. Entera. En cuerpo y alma.

El silencio del salón parecía más amenazante que las palabras de Alfonso. Cada sombra proyectada por el fuego se alargaba como si intentara atraparlos, como si el mismo lugar estuviera conspirando para encerrarles en un pacto inevitable. Amelia sintió cómo el peso de cada decisión, cada palabra no dicha, se apilaba sobre ella. Quería gritar, huir, pero sus piernas permanecían inmóviles. Todo se reducía a la figura de Alfonso, un juez silencioso que ya parecía haber dictado la sentencia.

Amelia tragó saliva, su garganta aún ardiendo con un recuerdo de la albondiga picante. Las palabras se atoraron en su mente mientras miraba a Inmaculada, quien, a pesar de su evidente vulnerabilidad, mantenía los ojos clavados en Alfonso con una mezcla de desafío y resignación. El aire en el salón se sentía más pesado, como si el fuego en la chimenea consumiera todo el oxígeno, dejando solo espacio para los secretos y los sacrificios.

—No. —La palabra escapó de los labios de Amelia antes de que pudiera detenerse. Su propia voz la sorprendió, apenas un susurro en el silencio opresivo del salón. Las cabezas de todos se giraron hacia ella, pero fue la mirada de Alfonso la que la atravesó como una daga, fría y despiadada.

—¿No? —repitió Alfonso, inclinándose apenas hacia adelante. Su tono era peligroso, como un depredador jugando con su presa—. ¿No qué, pequeña Amelia? ¿Crees que puedes negarte a algo aquí?

Amelia sintió la presión de cada mirada sobre ella, especialmente la del demonio, que ahora parecía inclinarse hacia su lado, como si evaluara la resistencia de su presa. Pero lo que más la aterrorizaba no era Alfonso ni su monstruoso guardián. Era la idea de que Inmaculada, la mujer que la había transformado en lo que era, estuviera dispuesta a pagar ese precio por su hermana.

La mirada de Inmaculada se cruzó con la suya, y en un instante, Amelia lo supo: no había marcha atrás.

Y el precio no solo sería alto. Sería definitivo.