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011. Quiero comprarte a Amelia

—¡Habla! —exigió Inmaculada, impaciente.

Amelia sintió el peso de sus acciones en su pecho. María no apartaba la mirada, y la tormenta en sus ojos crecía. La habitación se llenó de un silencio que prometía destruirlo todo. Al levantar la mirada, Amelia cruzó su mirada llena de lágrimas con la de María. Trago saliva, intentando con esta reunir fuerzas para hablar.

—No merezco tu defensa. Inmaculada tiene parte de razón. —No pudo continuar; la última palabra fue un susurro.

María se quedó congelada ante las palabras de Amelia. No, su Roberto no podía ser un violador. Inmaculada mentía; esa mujer delante suya no podía ser Roberto. Él no reconocería algo de ese calibre si no lo hubiera hecho. Y no podía haberlo hecho.

—No... no... es imposible. Roberto... Tú no eres Roberto. Tu... Él jamás... —María no podía creer las palabras de Amelia; se negaba a creerla.

Amelia suspiró; no quería destrozarla. Sus ojos, ya rojos, no podían dejar de llorar. Debía explicarse, pero ¿de qué serviría? Ella misma se negaba a perdonarse. Casi deseaba sufrir lo mismo para expiar sus culpas, aunque sabía que nada cambiaría. Ver el horror en los ojos de María había terminado por romperla. No sabía que pesaba más en su corazón. Ser mujer, ser acosada, permanecer impasible durante la violación o haber defraudado a María.

—No soy Roberto. —afirmó Amelia. —Roberto era un ser despreciable. El ... —Las palabras se ahogaban en su garganta. —Yo... Mi yo anterior... El hombre... No, no era un hombre. ¡Era un monstruo!

Inmaculada dejó que una sonrisa helada asomara en su rostro. Así era como deseaba ver a Amelia: rota, enfrentando sus miserias. Pero sabía que aún no era suficiente. Había más lecciones por enseñar. Su hermana había sufrido cuatro largos años de férreo control por su parte. De repente vio cómo Amelia se derrumbaba a su lado, quedando sentada sobre sus talones.

—Eras muy valiente mientras esas chicas eran violadas. —El tono de Inmaculada era burlón. —Sé igual de valiente para confesar tu comportamiento. No te escondas bajo la mesa. Díselo a la cara. Cuéntale cómo su amado Roberto abusó de unas jóvenes drogadas.

—¡No! —chilló Amelia antes de continuar con voz entrecortada. —Yo no toqué a ninguna de ellas. No hice nada, pero... dejé violar a dos de ellas. Por eso soy un monstruo.

Inmaculada sabía que aún podía hundirla más. Había un video que mostraba a Roberto colocando su mano en el pecho de Virginia. Aunque en realidad había intentado apartarla de Diego y Martín, una captura fuera de contexto haría parecer lo contrario. Sin embargo, usar esa prueba destruiría a María tanto como a Amelia, y aún no era el momento.

Amelia sintió que sus piernas temblaban. Quería levantarse, enfrentarlas, pero el peso de su propia culpa la mantenía clavada al suelo. Cuando finalmente se arrastró hacia María, cada paso se sentía como un juicio, y la mirada de decepción de María era el veredicto.

—Lo siento —comenzó a decir Amelia. —Hasta hace un par de días, yo era Roberto.

La mano de María temblaba. Su mente gritaba que no era posible, pero su corazón se desgarraba al aceptar la verdad. Entonces, con un movimiento rápido, dejó que la rabia tomara el control. La bofetada resonó en la sala, pero el eco no apagó el grito que resonaba en su cabeza. ¿Cómo podía salvar a esta mujer que ya no era Roberto, pero que seguía siendo su carga? Tal vez salvarla era la única forma de salvarse a sí misma.

La cara de Amelia comenzó a tornarse colorada, pero no retiró sus ojos de María. Buscaba ser castigada. Necesitaba ser castigada.

—Quiero comprarte a Amelia —las palabras salieron como un latigazo, pero en su interior, María sentía que estaba suplicando. No era solo el deseo de castigarla; era la esperanza de encontrar algo del Roberto que una vez amó en esa mujer rota.

Las palabras de María hicieron bajar la temperatura y la luminosidad del despacho. Habían sido dichas cargadas de desprecio, pero por dentro María quería salvar a Amelia. Sabía que su hermana no dejaría las cosas en esto.

—No, aún debe pagar. Debe entender todo el mal cometido. —respondió con voz tranquila Inmaculada. —Me encargaré de buscarle un hombre posesivo y dominante como era Roberto.

Amelia sintió un nudo en el estómago. Quiso gritar, pero el peso de su culpa la mantenía en silencio. Sabía que no importaba quién ganara esta lucha: ambas estaban dispuestas a hacerla pagar, y ninguna la dejaría salir indemne. Sin embargo, en la mirada de María, vio algo inesperado: desagrado hacia las palabras de Inmaculada.

Tal vez aún había algo que salvar.

—Yo seré posesiva y dominante con Amelia —trató de argumentar María para hacerse con ella.

—¿Crees que puedes hacerlo, María? ¿Crees que puedes ser cruel con alguien a quien amas? La crueldad no se improvisa, hermana. Se perfecciona. Y tú... simplemente no la tienes en ti. Además, no sería lo mismo. Ella no sentirá ni amor ni deseo por ti. Ella terminará amando a un hombre, así funciona esa poderosa magia.

María se cruzó de brazos, buscando fuerza en su propia determinación. La tensión en el despacho era sofocante, como si el aire mismo conspirara para aplastarla. Maria apretó los puños y frunció el ceño antes de gritar. —¡No renunciaré a Roberto!, ¡ni ahora ni nunca!

Inmaculada suspiró exasperada. Cruzó los brazos sobre la mesa e insistió con voz fría. —¿No lo entiendes todavía, María? Roberto ya no existe. Amelia no es él, y nunca volverá a serlo.

Amelia miraba de una a otra hermana; su cara se encontraba empapada de lágrimas y sus ojos rojos. Temblando y con la voz rota, se dirigió finalmente a María. —Tiene razón... Ya no soy él. Nunca volveré a serlo. No merezco que sigas aferrándote a alguien como yo.

—No lo entiendes, Amelia. —La voz de María era apenas un susurro, cargado de dolor—. No sé si te odio o te amo más. Pasé años queriendo escapar de ti, pero cuando lo hice, me di cuenta de que nunca sería libre. Y ahora… ahora no puedo dejarte ir. Aunque eso me destruya.

Maria fijó su mirada indignada en Amelia. —¿Crees que puedes decidir lo que mereces y lo que no? ¡Esa decisión no te corresponde! —Volvió a levantar la vista hacia Inmaculada— y tú, ¿quieres destruirla más de lo que ya lo has hecho?

Con calma y un tono casi burlón, Inmaculada volvió a defenderse de las acusaciones de María. —Yo no la destruyo, María. Ella misma lo está haciendo. Estoy simplemente guiándola hacia la redención.

María le dedicó una sonrisa irónica. —¿Redención? ¿Qué clase de redención hay en entregarla a un hombre para que la controle como un objeto? Eso es simple venganza, sadismo. ¿Pagará el resto de su vida por cuatro años de mi vida?

Inmaculada alzó una ceja y respondió con cierto cansancio. —No veo que propongas nada mejor. Amelia no puede ser salvada. Lo que necesita es ser castigada, y tú no eres la persona indicada para hacerlo.

Dudando ante las continuas trabas de su hermana. —¿Y si lo soy? ¿Y si puedo salvarla?

¡Basta! —gritó Amelia, su voz quebrándose como una hoja seca al viento—. No soy un trofeo. No soy algo que puedan ganar o perder. ¿Por qué no pueden simplemente dejarme ir? —Desesperada, Amelia alzó la voz, interrumpiendo la discusión sobre ella de las dos hermanas. —¡No puedes salvarme! Ni tú ni nadie. Lo único que quiero es que esto acabe.

Inmaculada cruzó las piernas y se recostó en su silla con un suspiro de exasperación. —¿Salvarla? ¿Fuerza? —Inmaculada dejó escapar una risa seca, inclinándose hacia su hermana—. ¿Qué sabes tú del sacrificio real, María? Transformarte en hombre no te hará poderosa. Te hará débil. ¿Crees que Amelia te mirará con amor si todo lo que haces es recordarle a Roberto? ¿Crees que ella puede ser salvada? Porque yo no lo creo.

María negó con la cabeza y con un tono más bajo, como si hablase consigo misma. —He soportado años de manipulación, años de control... Sé lo que es estar bajo el yugo de alguien más fuerte. Si puedo protegerla de pasar por lo mismo, lo haré, aunque eso signifique perderlo todo.

Inmaculada la miró con incredulidad. —¿Estás diciendo que estás dispuesta a renunciar a tu vida por ella?

María miró a su hermana con una determinación creciente. —Si eso es lo que hace falta, sí.

Amelia estaba desesperada. Entre el ruego y el llanto, grito. —¡No lo hagas! No lo vale, María. ¡No valgo nada!

Inmaculada no se creía las palabras de María y decidió desafiarla. —Entonces, ¿qué propones? ¿Transformarte en hombre? ¿Convertirte en un reflejo de lo que Roberto fue?

María bajó la mirada hacia sus manos temblorosas. Siempre había querido una familia, hijos, una vida sencilla. Pero ahora, todo eso parecía tan lejano, tan irrelevante frente a la mujer arrodillada ante ella. ¿Qué importaban sus sueños si Amelia debía cargar con un peso que nadie más podía soportar?

—Si ese es el precio, lo pagaré. —Su voz tembló, pero sus ojos se mantuvieron firmes. Sabía que estaba cruzando una línea sin retorno. ¿Y qué importaba? ¿Qué quedaba de la vida que una vez soñó? Su familia, su dignidad, incluso su futuro, todo parecía pequeño comparado con el deseo de salvar a Amelia. O tal vez, de salvarse a sí misma.

—¡No puedes hacer esto, María! No por mí. —La voz de Amelia era un hilo, ahogada por la culpa—. Todo esto… todo lo que soy ahora… es el precio por lo que fui. No puedo dejar que tú también lo pagues.

Pero María la silenció con una mirada. —No es tu decisión, Amelia. Nunca lo fue. Tú decidiste por mí durante cuatro años. Ahora me toca a mí decidir.

Inmaculada se quedó en silencio por un momento, sorprendida por la resolución de su hermana. —¿Estás dispuesta a sacrificar todo lo que eres por alguien que te destruyó? ¿Por alguien que ya no existe?

María la miró a los ojos, buscando algún rastro de la hermana mayor que la había protegido de niña. —¿Por qué haces esto, Inmaculada? ¿Es por mí o es por ti? ¿Es porque odias a Roberto o porque no soportas verme con él?

Inmaculada se quedó inmóvil, como si las palabras de María hubieran atravesado su armadura. Por un instante, sus ojos reflejaron algo más que control: un destello de duda, de un dolor antiguo que aún no se atrevía a nombrar. —Hago esto porque quiero que seas libre, María. Pero si no puedo darte libertad, al menos puedo darte justicia.

Con lágrimas ya en los ojos, pero decidida, susurró. —Tal vez no lo haga por ella. Tal vez lo haga por mí. Para demostrar que el amor puede sobrevivir, incluso cuando está roto. Por ti. Si alguien debe tomar la venganza, soy yo, no tú o un tercero. Conviérteme en un hombre —dijo María con voz firme. La declaración cayó como un martillo en la sala. Inmaculada parpadeó, desconcertada, mientras Amelia sentía cómo el aire se volvía más denso. —Sé que lo que estoy diciendo suena descabellado. Tal vez lo sea. Pero no voy a dejar que ella pague sola por lo que pasó. Roberto también era mío, y ahora... ella lo es aún más.

Inmaculada tembló ante la propuesta de su hermana. Ella le había enseñado algo de magia; la sabía capaz de que, si no se lo concedía, el intento desesperado de ella podría terminar en tragedia. Amelia sentía un nudo creciente en el pecho. ¿Por qué? ¿Por qué María haría algo así por alguien tan despreciable como ella? Su mente gritaba que lo detuviera, pero las palabras no salían.

Roberto era suyo, aunque ahora fuera una mujer. Si debía convertirse en hombre para retenerla, lo haría. Si debía castigarla, lo haría. No renunciaría a Roberto, o a Amelia, como ahora se llamaba.

Inmaculada tembló por un instante. La propuesta de María, absurda y temeraria, la desarmó. En su interior, temía perderla. Sabía que su hermana era capaz de ello, pero llegar tan lejos por su antiguo novio, el cual la maltrató, era absurdo.

—Estás dispuesta a renunciar a todo, incluso a ti misma, por alguien que te destruyó. —Inmaculada la miró con incredulidad, como si intentara comprender la lógica detrás de un sacrificio tan absurdo. En su mundo de certezas, lo que su hermana proponía era un sinsentido.

Por un instante, María sintió el peso de lo que estaba a punto de hacer. Era como si el mundo se congelara, dándole un último momento para reconsiderar. Podía ver la vida que estaba dejando atrás: los sueños que una vez tuvo, las risas de un futuro que ya no existiría. Pero cuando su mirada se cruzó con la de Amelia, rota y perdida, supo que no podía dar marcha atrás. Si tenía que destruirse para salvarla, lo haría sin dudar.

—Si eso significa salvarla, sí —contestó María sin dudar.

Amelia sintió que se desmoronaba. Sus palabras eran como ecos en un abismo; nadie las escuchaba. Su cuerpo temblaba, no por frío, sino por el peso insoportable de la culpa y la impotencia. Las hermanas discutían sobre ella como si fuera un trofeo, un premio a ser reclamado, pero Amelia no era nada. Solo un vacío que ni siquiera sabía cómo llenar.

Inmaculada observó la determinación en los ojos de su hermana, pero aun en secreto, María siempre había sido su dulce hermana. Desde que descubrieron que María era fruto de una relación infiel entre el padre de Inmaculada y la madre de María. Ambos a espaldas de sus parejas.

—Maria, nuestros padres no saben nada del mundo mágico. Solo yo estaré junto a ti si te transformo. Tu desaparición causará mucho dolor.

—A menos que pidas ayuda a Alfonso De La Torre. —El nombre cayó como un susurro envenenado, cargado de promesas de poder y cadenas invisibles.

Mencionar a Alfonso De La Torre era tocar una fibra que Inmaculada había querido enterrar. Sabía lo que pediría: algo que la ataría para siempre a su red. No, no podía permitirlo. Pero la determinación en los ojos de María era un recordatorio cruel de que las opciones se agotaban.

Inmaculada desvió la mirada hacia la ventana. Su mano derecha jugaba con un mechón de cabello mientras su mente pesaba las implicaciones de mencionar a Alfonso. —Sabes lo que me pedirá a cambio—, murmuró, como si las palabras fueran un veneno que debía escupir.

—Has convertido a mi Roberto en una mujer. ¿Te parece desproporcionado casarte con Alfonso? Te doy las siguientes opciones. Primera, devuelves a Amelia en Roberto. Segunda, me transformas en hombre y me das a Amelia. Después ya depende si quieres causar más o menos dolor a nuestras familias.

—No hay marcha atrás. Ni haciendo ingerir otra babosa a Amelia.

Amelia sintió que el aire en sus pulmones se volvía pesado, cada palabra de María era como una daga que perforaba su ya frágil resistencia. Quería gritar, pero su voz estaba atrapada en su garganta, sofocada por una mezcla de culpa, asombro y una chispa de algo que no entendía del todo: esperanza. ¿Por qué alguien como ella haría esto? No podía apartar la mirada, aunque quería. Era como si cada sílaba de su declaración se hundiera en su piel, quemándola desde dentro.

—María, soy un ser despreciable; no merezco esto —intervino temblorosa Amelia. No podía permitir ese sacrificio a María. No por alguien tan vil como ella.

María apretó los puños, sus uñas se clavarón en las palmas mientras una risa amarga escapaba de sus labios. Sus hombros se sacudían ligeramente, como si luchara contra una tormenta interna que amenazaba con desbordarla.

—No te equivoques... —negó finalmente María —,deseo salvarte de mi hermana, te sigo queriendo, pero también devolverte parte de lo que me hiciste. Tal vez, si te hago sufrir un poco, pueda entender por qué te amé tanto... y por qué te odio igual. Tal vez así logremos equilibrar la balanza... aunque sé que nunca será suficiente.

María intentó ser firme y cruel al decir esto. En parte lo sentía, en parte buscaba el beneplácito de su hermana, pero en el fondo sabía que no podría durar tratándola mal más de una, tal vez dos semanas. Por eso solo nombro su primera vez.

—¿Por qué no lo piensas más fríamente y lo hablamos en dos semanas? Trataré durante esas dos semanas a Amelia como a Daniel o Luis. —Inmaculada estaba agradecida a Amelia por haber desviado un momento la conversación para poder pensar con algo de claridad.

María pensó un momento las palabras de su hermana. En realidad, ser un hombre para el resto de su vida era una decisión muy importante. Lo había soltado en un momento de calentura, pero tenía claro no renunciar a ella. Su hermana tenía razón: Amelia debía sufrir lo que Roberto le hizo sufrir a ella. La única forma de hacerlo y conservarla era, desgraciadamente, convertirse ella en hombre y ejecutar ese castigo. María alzó la vista, su determinación grabada en cada línea de su rostro. Amelia la miró, temblando, sin saber si la veía como su salvadora o como su verdugo. Y en medio de aquel despacho, bajo la sombra de un sacrificio imposible. Amelia cerró los ojos, sintiendo cómo cada palabra de María era una daga que perforaba su ya frágil corazón. No podía comprender por qué alguien como María haría eso por alguien como ella. ¿Era amor, odio, o una desesperada mezcla de ambos? Lo único que sabía era que no merecía ese sacrificio.

—No me importa lo que creas, Inmaculada. Si destruirme a mí misma es lo que hace falta para salvarla, entonces que así sea. Conviérteme en un hombre.— Y con esas palabras, el silencio se volvió un vacío ensordecedor. Inmaculada miró a su hermana como si viera a una extraña. Amelia cerró los ojos, sintiendo cómo cada palabra de María hundía otra grieta en su corazón ya roto. Fuera del despacho, el mundo seguía girando, ajeno al momento en que una hermana renunciaba a sí misma, otra enfrentaba el peso de su control y una mujer se ahogaba bajo las ruinas de quien solía ser.