Tras una devastadora epidemia en Winterfell desencadenada por el odio y la desconfianza de Catelyn Stark, Jon Snow, ahora legitimado como Jon Stark, asume el peso del liderazgo del Norte. Con la trágica muerte de Robb y Eddard Stark, Jon se convierte en el nuevo señor de Winterfell, heredando no solo el título, sino también los sueños y promesas de su padre. En un Norte dividido por viejas rencillas, Jon debe enfrentar desafíos que amenazan con destruir todo lo que queda de su hogar. Mientras protege a sus hermanas y refuerza la lealtad de sus vasallos, también busca algo más grande: no solo ser el escudo que defiende el Norte, sino el líder que lo lleve hacia un futuro próspero. Entre conspiraciones, lealtades dudosas y los peligros al otro lado del Cuello y de el mar angosto, Jon Stark luchará para cumplir su juramento de proteger el Norte a cualquier costo, demostrando que un bastardo puede ser mucho más que una sombra de su familia: puede ser el corazón de un pueblo entero. [Me base en Señor de Invernalia V2 de 0Aressama1, seria como una versión v3 o algo así pero a mi gusto y con algunas cosas mías]
La bola de nieve impactó con fuerza en el rostro de la niña. El frío mordió su piel al instante, pero fue la humillación lo que hizo que Sansa cayese al suelo con un grito ahogado. Sus trenzas pelirrojas, impecablemente cuidadas, se desordenaron al chocar contra el manto de nieve que cubría el patio de Winterfell. Un rubor escarlata, mezcla de ira y vergüenza, coloreó sus mejillas mientras sus ojos azules se llenaban de lágrimas de indignación.
Con una voz aguda, cargada de una furia que solo una niña de once años podía reunir, clamó al cielo:
—¡ARYA!
Su hermana melliza no respondió con palabras, sino con una carcajada que resonó entre los muros grises del castillo. Arya Stark, con su cabello oscuro desordenado y su capa cubierta de nieve, ya tenía otra bola de nieve lista en las manos, sus dedos pálidos apenas sintiendo el frío. Su sonrisa era traviesa, casi desafiante, mientras miraba a Sansa con la satisfacción de un lobo joven que ha acorralado a su presa.
—¡Te estás poniendo roja como una manzana! —gritó Arya, lanzando la nueva bola sin piedad.
Sansa se levantó de un salto, sacudiendo la nieve de su vestido azul pálido, que ahora estaba empapado. Era un vestido hecho para paseos dignos y canciones junto al fuego, no para combates en el patio. Pero la dignidad de Sansa estaba rota, y sus instintos la impulsaron a inclinarse, recoger un puñado de nieve y devolver el ataque.
Pronto, las dos hermanas estaban inmersas en una batalla sin tregua. Gritaban, reían y corrían alrededor del patio, ignorando el viento helado que soplaba desde el norte. La nieve caía con suavidad, como si los cielos del Norte observaran el juego con una indulgencia silenciosa.
Robb Stark, de trece años, observaba la escena desde los escalones que llevaban al Gran Salón. En sus manos sostenía un libro de tapas de cuero, una obra titulada Las Guerras Dornienses: Estrategias y Fracasos. Era un regalo destinado a su hermano Jon, quien pronto dejaría Winterfell. Aunque el libro era una lectura tediosa para su gusto, había escuchado a su padre decir que a Jon le interesaban las estrategias militares. Robb había insistido en elegirlo, aunque preferiría estar entrenando en el patio o cazando con su hermano.
A medida que las risas de sus hermanas llenaban el aire, Robb desvió la mirada hacia el muro exterior del castillo. Las torres grises de Winterfell parecían inmutables, firmes como las raíces de los antiguos dioses del bosque. Pero la mente de Robb estaba lejos de allí. Pensaba en Jon, en la legitimación de su hermano y en lo que eso significaba para la Casa Stark.
Había quienes susurraban en las sombras que la presencia de Jon a Winterfell había traído una maldición sobre su madre, Lady Catelyn. Se decía, que ella no había podido dar a luz a otro varón que viviera. Dos abortos espontáneos, ambos niños. La superstición del algunos sureños aseguraba que los siete enviaban señales claras. "Jon es una mancha en el honor de los Stark", decían los sureños al servicio de su madre.
Pero Robb no creía en supersticiones. Jon había sido su compañero desde que ambos aprendieron a caminar, su confidente y su rival en los entrenamientos. Habían luchado juntos, sangrado juntos, e incluso discutido como solo los hermanos pueden hacerlo. Jon no era una maldición. Era un Stark, en todo menos en nombre.
Sin embargo, su madre no pensaba igual. Lady Catelyn había presionado a su esposo, Eddard Stark, para que enviara a Jon lejos. "Un recordatorio constante de tu deshonra", había dicho, con una frialdad que Robb nunca olvidaría. Pero su padre, el siempre estoico Ned Stark, se negó. No enviaría a su hijo a ningún lugar como si fuese un bastardo indeseado.
Al final, habían llegado a un acuerdo incómodo. Jon partiría, pero no como un exiliado. Sería legitimado, convirtiéndose en un Stark de pleno derecho, y se le otorgaría su propio dominio. No en Winterfell, pero tampoco lejos de las tierras del Norte, se le daría Moat Cailin y las tierras de alrededor, no cerca del pantano si no de el otro lado del cuello.
Robb cerró el libro y suspiró. A lo lejos, las risas de Sansa y Arya seguían resonando. Miró hacia ellas, y por un momento, deseó que todo fuese tan simple como una guerra de bolas de nieve en el patio de su hogar. Pero en el Norte, nada era simple. Ni siquiera el amor de una familia.
El viento sopló más fuerte, trayendo consigo un frío que calaba hasta los huesos. Robb se envolvió en su capa de lana y bajó los escalones, decidido a interrumpir la pelea de sus hermanas antes de que alguien saliera herido. Mientras caminaba, pensó en las palabras de su maestre: "Un día, Robb Stark, cargarás con el peso de Winterfell sobre tus hombros. Espero que para entonces hayas aprendido que incluso las decisiones más simples tienen consecuencias."
Y aunque aún no era el Señor de Winterfell, Robb ya comenzaba a entender la verdad de esas palabras. Bajó las escaleras de piedra con pasos lentos, aún con el eco de las enseñanzas del maestre Luwin resonando en su mente. Las risas y gritos de Arya y Sansa llenaban el aire del patio, un contraste marcado con la solemnidad que habitualmente reinaba en el corazón del Norte.
Pero sus ojos pronto se desviaron de las mellizas. Lo primero que vio fue el estandarte del lobo huargo ondeando sobre las murallas, y después, la figura imponente de su padre, Eddard Stark, desmontando de su semental gris. La nieve caía suavemente, acumulándose sobre las capas de piel del Lord de Winterfell y los hombros de sus guardias, pero no parecía afectar en absoluto a la solemnidad de su porte.
Eddard había regresado de supervisar uno de los proyectos más ambiciosos que el Norte había visto en generaciones: la construcción de un canal en la región del cuchillo blanco, al este de Winterfell. Este canal, diseñado para conectar el lago con las tierras del sur, prometía revolucionar el comercio en el Norte, facilitando el transporte de bienes esenciales como madera, pieles y minerales. Era una obra monumental, una que requería no solo fuerza de voluntad, sino también visión. Y si algo caracterizaba a Eddard Stark, además de su honor, era su capacidad de ver más allá de los inviernos inmediatos.
El caballo pateó ligeramente la nieve mientras su padre bajaba con calma, y los guardias de honor que lo acompañaban formaron una línea precisa a su espalda. Las armaduras que vestían eran una declaración en sí mismas: no solo una barrera física contra la muerte, sino un recordatorio tangible del poder y la historia de la Casa Stark.
Las figuras que componían esta guardia de honor de la Casa Stark eran siluetas imponentes de acero oscuro que refleja no solo la fuerza y el poder de la Casa Stark, sino también su historia y su legado en el frío y austero Norte. Cada uno de ellos vistiendo una armadura que parece contar historias de inviernos interminables y batallas ganadas con sangre y sacrificio. El yelmo, una obra maestra de artesanía que cubre completamente la cabeza del guardia. La visera, con finos respiraderos acanalados, deja apenas entrever los ojos, ocultando cualquier rastro de humanidad tras el frío acero. Este diseño no solo protege al portador de los golpes, sino que también crea una figura inhumana, una sombra temible que infunde respeto y miedo a cualquier enemigo que ose mirar directamente. Los grabados que adornan el casco son delicados pero firmes, evocando imágenes de lobos corriendo entre bosques nevados, un claro homenaje al lobo huargo, el emblema de su casa.
La pechera era masiva, con placas de acero bruñido que reflejan la luz como un espejo oscuro. Está adornada con grabados intrincados, cada uno contando una historia: ramas desnudas de un arciano en invierno, nieve cayendo suavemente sobre una fortaleza, y, en el centro, un lobo huargo en posición de ataque, sus colmillos afilados resaltados con un leve brillo plateado. Cruzando el pecho, varios cinturones de cuero reforzado sujetan pequeñas fundas y bolsas, para herramientas esenciales y talismanes personales, detrás de la pechera una cota de malla plateada con anillos grabados con runas. Los cinturones están decorados con detalles de plata, mostrando la atención al detalle incluso en las partes más funcionales de la armadura. Desde la cintura cuelga un faldón que combina placas de metal y cuero grueso, diseñadas para proporcionar flexibilidad sin sacrificar protección. Las placas están dispuestas en capas superpuestas, cada una grabada con patrones que recuerdan a las escamas de un dragón o las líneas sinuosas de un río congelado. El faldón se mueve con el guardia, sus movimientos marcados por un suave tintineo metálico que recuerda el sonido del hielo al romperse. Los brazos están protegidos por brazales segmentados, cuidadosamente diseñados para proporcionar una movilidad excepcional mientras cubren cada centímetro de piel, acompañados de una plateada cota de malla. Los guanteletes son particularmente impresionantes: cada dedo está protegido por placas individuales, y los nudillos están reforzados con púas pequeñas, un detalle práctico para el combate cuerpo a cuerpo. El dorso de cada guantelete lleva el grabado de un lobo aullando, un detalle que, aunque pequeño, refuerza el simbolismo de la armadura. Las piernas del guardia están cubiertas por grebas de acero pulido, igualmente decoradas con los grabados distintivos que unifican el diseño de la armadura. Las botas son pesadas, diseñadas no solo para soportar largas marchas a través de la nieve, sino también para aplastar los huesos de los enemigos caídos. Cada pisada parece resonar con el peso de los inviernos del Norte. Cada movimiento que hacen bajo el peso de este metal trabajado parece estar lleno de propósito, como si fueran conscientes de que representan algo mucho más grande que ellos mismos. Al observar esta armadura, queda claro que fue diseñada para inspirar tanto respeto como temor. Es una manifestación de todo lo que significa ser un Stark: fuerza, honor, y la promesa de que "Se acerca el invierno.".
Robb se detuvo al pie de las escaleras, observando a su padre mientras los guardias mantenían una formación perfecta a su alrededor. Eddard Stark alzó la vista y encontró a su hijo mayor con la misma mirada que siempre le ofrecía: una mezcla de aprobación silenciosa y expectativas no expresadas.
—Robb —dijo su padre al desabrochar su capa cubierta de nieve—. ¿Dónde está Jon?
El joven Stark se acercó, esforzándose por mantener la calma en su voz. Aunque había intentado aceptar la decisión de su padre respecto a Jon, la idea de su partida seguía pesando en su corazón.
—En la armería, padre. Quería asegurarse de que su espada estuviera lista antes de... —La voz de Robb titubeó un momento, pero lo disimuló rápidamente—. Antes de su viaje.
Su padre asintió, pero no respondió de inmediato. Su mirada se desvió hacia el patio, donde Arya había logrado derribar a Sansa en la nieve con un empujón bien calculado. Las risas de Arya resonaron como campanas desafinadas, mientras Sansa, con las mejillas rojas y el vestido empapado, intentaba levantarse dignamente.
—A veces desearía que pudieran quedarse así para siempre —murmuró su padre, más para sí mismo que para Robb.
El joven Stark lo observó con una mezcla de curiosidad y respeto. Había algo en el tono de su padre, una melancolía que no podía ignorar. Sin embargo, antes de que pudiera preguntarle algo, su padre ya había comenzado a caminar hacia las niñas.
—Arya, basta ya —dijo Ned con firmeza, pero sin levantar la voz. Su tono tenía el peso suficiente para detener a Arya en seco, aunque la niña aún sostenía una bola de nieve en la mano, lista para el ataque.
—¡Pero ella empezó! —protestó Arya, con los rizos oscuros enredados y la nariz roja por el frío.
—¡Eso no es cierto! —replicó Sansa mientras sacudía la nieve de su vestido con aire de dignidad herida—. ¡Fue Arya la que me atacó primero!
Su padre soltó un suspiro, pero había un destello de diversión en sus ojos. Se agachó para levantar a Sansa, sacudiendo con cuidado los copos de su capa.
—Sansa, no puedes dejar que te provoque tan fácilmente. Y Arya... —Giró la cabeza hacia la menor, que había adoptado una expresión de falsa inocencia—. Tú tampoco puedes ir por la vida empujando a tus hermanas a la nieve.
Arya frunció el ceño y murmuró algo ininteligible, pero soltó la bola de nieve al suelo.
—Solo estábamos jugando, padre —dijo al fin, con un tono que intentaba parecer razonable, aunque el brillo travieso en sus ojos la delataba.
—Eso no es jugar, Arya. Eso es una batalla campal —replicó Sansa, cruzándose de brazos.
Ned sonrió ligeramente, poniendo una mano sobre el hombro de cada niña.
—Basta las dos. Ahora suban a sus habitaciones y cámbiense. Tenemos un invitado importante en camino, y no quiero que mis hijas estén cubiertas de nieve cuando llegue.
—¿Un invitado? —preguntó Arya, su curiosidad despertada.
—No importa quién sea —respondió Ned con un tono que cerraba cualquier intento de interrogatorio—. Ahora, arriba.
Arya hizo una mueca, pero obedeció. Sansa, por su parte, se dio la vuelta con la cabeza en alto, como si ya hubiera olvidado el incidente. Su padre las observó irse con una mezcla de afecto y resignación antes de volverse hacia Robb.
—Ven conmigo, Robb. Vamos a buscar a Jon —dijo finalmente, ajustándose la capa mientras comenzaba a caminar hacia la entrada del Gran Salón—. Quiero hablar con ambos antes de la cena.
Robb lo siguió en silencio, echando una última mirada al patio. Las huellas en la nieve, las risas que aún resonaban en sus oídos, y los guardias que los seguían como sombras parecían un recordatorio constante de lo que significaba ser un Stark.
En la armería, encontraron a Jon, nervioso, revisando espadas junto a un par de guardias. Su hermano llevaba un libro bajo el brazo, uno que Robb reconoció al instante: un volumen titulado El deber del señor, un texto que Jon había estado leyendo obsesivamente desde que padre le anunció que sería legitimado como un Stark.
—Jon —dijo su padre al entrar, su voz calma pero firme.
Jon dejó la espada que estaba examinando y giró hacia ellos con los ojos llenos de una mezcla de emoción y nerviosismo.
—Padre. Robb. —Hizo una ligera inclinación de cabeza, un gesto que Robb odiaba. Eran hermanos, no señores y vasallos.
Robb se acercó a Jon y le dio un golpe amistoso en el hombro.
—¿Ya has encontrado la espada perfecta o planeas llevarte toda la armería contigo? —bromeó, intentando aligerar el ambiente.
Jon sonrió débilmente, pero su mente estaba claramente en otro lugar.
—Solo quiero asegurarme de estar preparado. No quiero... no quiero fallarles.
—No lo harás —interrumpió Ned con una seguridad que no dejaba lugar a dudas—. No hay nada que temer, Jon. Este es un paso importante, sí, pero es solo el comienzo.
La voz de su padre tenía un peso que calmaba las aguas turbulentas del corazón de Jon, pero Robb aún podía ver la tensión en el rostro de su hermano. Jon asintió, intentando aparentar serenidad, aunque sus manos aún estaban apretadas en puños, como si con ese gesto pudiera contener las dudas que lo invadían.
—Tú y Robb vayan por una capa. Vamos a dar un paseo —añadió Ned, sus ojos grises fijándose en ambos con una mezcla de expectación y calidez.
—Sí, padre —respondieron al unísono.
Ambos salieron juntos de la armería, cruzando el patio donde las huellas de las travesuras de Arya y Sansa aún eran visibles en la nieve. Robb observó a Jon de reojo. Lo iba a extrañar. Jon no era solo su hermano; era su gemelo en espíritu, si no en nacimiento. Desde que podían recordar, habían compartido todo: las lecciones de espada, los juegos en el bosque de dioses, incluso los silencios incómodos después de un regaño. Robb sentía que con la partida de Jon, una parte de sí mismo también se iría.
Pronto llegaría el enviado de la capital, un sureño con un pergamino sellado con cera dorada, marcado con el blasón del ciervo coronado de los Baratheon. Un simple papel que cambiaría la vida de Jon para siempre, que le daría el mayor regalo de todos: el apellido Stark. Pero para Robb, aquel pergamino no solo era un símbolo de legitimación; también era un adiós. Jon sería un Stark de verdad, sí, pero también dejaría Winterfell.
Al llegar a las habitaciones, recogieron sus capas. La de Robb era de gruesa lana gris, adornada con un broche de plata en forma de lobo huargo, un regalo de su madre en su último cumpleaños. La de Jon era más sencilla, negra como la noche, pero igualmente cálida, con el forro hecho de piel de oso del norte. Mientras se abrigaban, Jon soltó un suspiro apenas audible.
—¿Estás bien? —preguntó Robb, ajustándose la capa.
Jon tardó en responder, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras.
—Es... extraño. Toda mi vida quise esto, pero ahora que está tan cerca... —Se detuvo, mirando al suelo antes de alzar la vista hacia Robb—. No sé si estoy listo.
Robb sonrió, apoyando una mano en el hombro de su hermano.
—Si alguien está listo, ese eres tú, Jon. Y aunque no lo estuvieras, siempre tendrás una familia que te respalde.
Jon asintió, pero sus ojos seguían reflejando una mezcla de emoción y melancolía.
Cuando volvieron al patio central, Ned ya los esperaba. Los mozos de cuadra habían preparado tres caballos: un corcel gris claro para Robb, tan ágil como robusto; una yegua blanca para Jon, esbelta y de porte orgulloso, con una crin que caía como un velo de nieve; y el semental gris oscuro de padre, que parecía una sombra imponente a su lado. Los caballos eran norteños, criados para resistir las inclemencias del invierno y galopar durante días sin descanso.
—Monten —ordenó Ned con su voz firme, aunque su tono carecía de dureza.
Jon acarició el cuello de su yegua antes de montar. Era una de las más rápidas de las caballerizas, una criatura de elegancia y fuerza, un reflejo de lo que Jon aspiraba a ser. Robb se acomodó en su corcel con naturalidad, como si la silla fuera una extensión de él mismo.
Ned los observó a ambos desde su posición, con los dedos enguantados ajustando las riendas de su caballo.
—Antes de que anochezca, quiero mostrarles algo —dijo finalmente, y sin más palabras, espoleó a su semental.
Robb y Jon siguieron a su padre en silencio, sus caballos avanzando con paso firme a través del portón de Winterfell y hacia Winter Town. La nieve caía ligera, pero el aire estaba cargado con la promesa de un frío más intenso antes del anochecer. En la cercanías, Winter Town se alzaba como una colección de luces titilantes entre la penumbra invernal, un faro de actividad en medio de la vasta soledad del Norte.
Lo que antaño había sido poco más que un asentamiento de chozas dispersas ahora se erguía como una gran ciudad en expansión, un testimonio del cambio y la prosperidad que Rickard Stark había comenzado y que su hijo, Ned, había continuado con firmeza. No era el esplendor del Dominio ni la grandiosidad de King's Landing, pero era algo que el Norte podía llamar suyo.
Las calles estaban llenas de vida a pesar del frío creciente. Hombres y mujeres, envueltos en gruesas capas de lana y pieles, caminaban apresurados llevando leña, herramientas o mercancías para vender o intercambiar en el mercado. Los niños correteaban entre las casas, sus risas mezclándose con los sonidos del comercio: el martilleo constante de los herreros, los gritos de los vendedores y el crepitar de los fogones en las tabernas.
Las casas de Winter Town eran un reflejo del Norte mismo: funcionales, resistentes, pero no carentes de belleza. Las más nuevas mostraban tallados intrincados en las puertas y vigas, representaciones de lobos, ciervos y osos, símbolos de la vida salvaje que dominaba la región. Había un sentido de orgullo en esos detalles, una afirmación de identidad que hablaba de la fortaleza de sus habitantes.
El aire estaba impregnado de olores familiares: el humo de las chimeneas, el cuero recién curtido, el pescado salado que se secaba al sol del invierno, y el aroma de la cebada fermentada, una señal inequívoca de que el licor local estaba siendo preparado. "El Fuego del Norte", como lo llamaban, se había convertido en la bebida favorita del pueblo, una creación reciente que ya despertaba interés más allá de las fronteras del Norte.
En el centro del asentamiento, la plaza principal comenzaba a tomar forma. Aún era poco más que un espacio abierto rodeado de talleres y puestos de mercaderes, con un poste central decorado con cintas y grabados de lobos huargo, pero había planes para algo más grande. Algunos hablaban de erigir una fuente o incluso una estatua como símbolo del poder de los Stark. Su padre, siempre práctico, no veía la necesidad de tales demostraciones, pero entendía que el pueblo necesitaba algo tangible para mirar, algo que les recordara que estaban bajo la protección de Winterfell. Gobernar, sabía, no era solo administrar justicia; también era inspirar lealtad y esperanza.
A pesar del progreso evidente, Winter Town todavía mostraba las cicatrices de su humilde origen. Los anillos defensivos de muros exteriores estaban incompletos, y muchas casas en los bordes de la ciudad tenían un aire precario, como si sus habitantes aún no estuvieran seguros de quedarse. Las calles principales, aunque transitadas, eran poco más que caminos de tierra endurecida, con algunas secciones pavimentadas que el invierno comenzaba a cubrir de escarcha. Pero incluso con sus imperfecciones, había vida en cada rincón, y eso era suficiente para quienes llamaban hogar a este lugar.
La nieve crujía bajo los cascos de los caballos, y el aliento de las monturas se alzaba en nubes de vapor que se disipaban rápidamente en el aire helado. Durante un momento, todo lo que se escuchaba era el viento, un susurro constante que agitaba las ramas desnudas de los árboles y hacía temblar los tejados de las casas más alejadas.
Robb miró a su padre, que cabalgaba delante de ellos. La postura de su padre era solemne, su capa gris ondeando con el viento. Había algo en su porte que hablaba de propósito, algo que prometía que este no era un simple paseo.
—¿Qué crees que nos mostrará? —preguntó Robb en voz baja, inclinándose ligeramente hacia Jon.
Jon no respondió de inmediato. Sus ojos oscuros estaban fijos en la figura de su padre, como si intentara descifrar sus pensamientos. Finalmente, habló, con un tono que mezclaba admiración y duda.
—Con él nunca se sabe. Siempre tiene una lección escondida.
Robb sonrió ante la respuesta de Jon. Era cierto. Ned Stark no era un hombre de palabras innecesarias; cada frase que pronunciaba parecía contener un peso invisible, un propósito que sus hijos a menudo tardaban en comprender. Para Robb, esas lecciones solían ser claras como el agua de los ríos del Norte, pero para Jon, parecían estar cargadas de un significado más profundo, como si Ned esperara algo diferente, algo más grande de él.
El viaje fue más largo de lo que Robb había anticipado. Pensó que se trataba de un paseo breve, pero los pasos de sus caballos los llevaron lejos de Winter Town y de la seguridad de las murallas de Winterfell. Habían cabalgado durante horas, siguiendo los senderos helados que serpenteaban entre colinas y páramos nevados, hasta que finalmente llegaron a una pequeña meseta que dominaba el paisaje.
—Desmonten —ordenó Ned, su voz firme, pero no severa.
Obedecieron sin preguntas, aunque Robb intercambió una mirada rápida con Jon. Algo en el semblante de su padre les indicaba que este no era un momento cualquiera. Ned echó un vistazo a los guardias que los acompañaban y, con un simple gesto, les indicó que se quedaran atrás. Los hombres se retiraron unos pasos, dejando a los tres Starks solos en la cima de la meseta.
El viento soplaba con fuerza, azotando sus capas y despeinando sus cabellos. Robb notó que Jon, a su lado, ajustaba el broche de su capa para protegerse del frío mordiente. La meseta no era más que una colina elevada desde donde se podía observar gran parte del Norte, pero el terreno era traicionero. Robb no pudo evitar mirar de reojo la pendiente escarpada. Si alguien tropezaba, la caída sería larga y posiblemente fatal.
Ned puso una mano firme en el hombro de cada uno de sus hijos, obligándolos a mirar hacia el horizonte.
—¿Qué ven al oriente? —preguntó, su voz profunda mezclándose con el gemido del viento.
Robb frunció el ceño, desconcertado, y miró hacia donde su padre indicaba. Jon hizo lo mismo, entornando los ojos para enfocar su vista en la distancia. Las colinas nevadas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, interrumpidas solo por algunas manchas de bosque oscuro y, más allá, lo que parecían ser los colmillos del lobo, una cadena de montañas escarpadas que marcaban el límite con los valles congelados.
—Los páramos —respondió Jon finalmente, su voz firme pero dubitativa—. Algunas colinas, los colmillos del lobo… y detrás de ellas, los valles congelados.
Ned asintió lentamente, con una expresión que no revelaba nada.
—Ahora dime, Jon, ¿qué ves al occidente?
Jon vaciló, cruzando una mirada con Robb antes de girarse hacia el lado opuesto. El paisaje era similar, aunque menos definido por colinas y montañas. En su lugar, se extendía una vasta llanura nevada, interrumpida aquí y allá por árboles dispersos y pequeños montículos que podían haber sido asentamientos de clanes salvajes o simplemente formaciones naturales cubiertas de escarcha.
—No estoy seguro, padre. Es… lo mismo, supongo —dijo Jon, frunciendo el ceño.
—¿Es un juego? —intervino Robb, algo frustrado.
Ned lo miró entonces, con una intensidad que hizo que Robb se sintiera como un niño pequeño de nuevo. Sin decir palabra, el señor de Winterfell tomó a su heredero por la cabeza, girándola suavemente de un lado a otro para que observara cada rincón del panorama. No fue brusco, pero tampoco delicado.
—Mira bien, Robb.
Robb obedeció, tragando saliva mientras dejaba que sus ojos recorrieran el paisaje. Finalmente, habló, su voz más alta de lo que esperaba, como si una fuerza en su interior lo empujara a decirlo.
—El Norte. Veo el Norte.
El rostro de Ned se suavizó, y una tenue sonrisa se dibujó en sus labios. Soltó a Robb y se giró hacia Jon, que aún miraba con atención el horizonte, como si tratara de encontrar la respuesta que Ned esperaba de él.
—Eso es todo lo que hay que ver, hijos —dijo Ned, con un tono que era tanto enseñanza como verdad absoluta—. El Norte es vasto, es inmenso. Es el reino más grande de los Siete Reinos, y lo ha sido desde mucho antes de que existiera un Trono de Hierro. Antes de que los valyrios llegaran a Dragonstone, antes de que los Targaryen trajeran sus dragones al sur, los Stark ya gobernaban estas tierras.
Su voz se endureció ligeramente, como si estuviera grabando esas palabras en sus memorias.
—No importa hacia dónde miren: al oriente, al occidente, al sur o al lejano norte, esto es nuestro. Esto es el Norte. Es un reino de frío y sombras, pero también de fuerza y perseverancia. Y algún día, cuando yo ya no esté, este reino será su responsabilidad, de ambos.
Robb sintió cómo su pecho se hinchaba de orgullo al escuchar esas palabras, pero también notó el peso de la responsabilidad que implicaban. Miró a Jon, que permanecía en silencio, con la cabeza gacha. Su padre lo observó un momento y luego le dio una palmada en el hombro.
—Jon, el pergamino que traerá el enviado te dará un nombre, pero no olvides que siempre has sido un Stark. La sangre de los lobos corre por tus venas. No importa lo que digan los sureños ni lo que piense el mundo. Aquí, en esta tierra, eres uno de los nuestros.
Jon alzó la mirada, y en sus ojos había una mezcla de gratitud y determinación.
—Gracias, padre —murmuró.
Ned asintió y se giró hacia los guardias, indicándoles que era hora de volver. Robb y Jon montaron de nuevo en sus caballos, pero esta vez, el silencio entre ellos era diferente. No era la quietud del frío ni la incomodidad de la espera. Era algo más profundo, un entendimiento tácito de lo que significaba ser parte del Norte, de lo que significaba ser un Stark.
Y mientras descendían de la meseta, Robb no pudo evitar volver la vista al vasto horizonte que su padre les había señalado. La inmensidad del Norte se extendía como una manta tejida de nieve, sombras y montañas, hermosa en su salvajismo, indomable en su esencia. Ese mundo le pertenecía, no como un tesoro que pudiera guardarse, sino como un legado que debía proteger. Su padre había hablado del deber como quien habla de una espada afilada: un arma, pero también un peso. Robb sabía que esa carga sería compartida, no solo con Jon, sino con cada hombre, mujer y niño que llamara hogar a estas tierras.
Cuando regresaron a Winterfell, el crepúsculo ya comenzaba a teñir el cielo de un gris acerado. Padre los envió a bañarse y ponerse presentables, pues los enviados con la carta de legitimación de Jon llegarían ese mismo día. Robb observó a Jon mientras caminaban hacia el interior del castillo, y aunque su medio hermano—o hermano, como siempre lo había considerado—guardaba silencio, había una tensión visible en su rostro. Para Jon, este día marcaría un antes y un después, y aunque no lo decía en voz alta, Robb podía sentir la mezcla de esperanza y temor que palpitaba en él.
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Arya soñaba con mares desconocidos. Imaginaba navegar más allá de los mapas de los maestres, más allá de los confines de Essos, hacia tierras inexploradas donde los mapas no eran más que papel en blanco. Veía en su mente flotas de barcos zarpando hacia el horizonte, enfrentándose a tormentas, monstruos marinos y misterios más allá de la comprensión. Cada noche, cuando miraba las estrellas desde las almenas de Winterfell, se preguntaba qué habría más allá del Mar del Ocaso. ¿Eran ciertas las historias de islas donde el sol nunca se ponía? ¿O de reinos sumergidos bajo las olas?.
Pero esos sueños parecían tan lejanos como las estrellas cuando veía a su melliza, Sansa, absorta en sus propias fantasías. Sansa no soñaba con barcos ni con aventuras en tierras desconocidas. Sus ojos brillaban mientras miraba al enviado sureño, Lord Baelish, y los caballeros que lo acompañaban. Eran hombres delgados, elegantes, sus armaduras más decorativas que prácticas, con grabados intrincados y capas de terciopelo que no ofrecían protección alguna contra el viento helado del Norte. Arya los observaba con una mezcla de desprecio y fascinación.
Sansa, sin embargo, estaba hechizada por ellos. Escuchaba con atención cada palabra que salía de los labios de Lord Baelish, ese hombre que Arya comparaba con una espada de madera de entrenamiento: inútil en el combate real, pero hábil para engañar a quien no conociera la diferencia. El pequeño hombre parecía estar tan a gusto con su madre, Lady Catelyn, que Arya no podía evitar sentir una punzada de desconfianza.
—¿Por qué un hombre como él viajaría tan al norte solo para traer un mensaje? —murmuró Arya para sí misma mientras observaba desde las sombras.
Era difícil no notar los músicos, los cofres de sedas, las telas y otros obsequios vanos que el enviado había traído consigo. ¿Acaso creía que los norteños eran los salvajes que las canciones del sur describían? Esas historias hablaban de hombres bestiales que vivían en cuevas y adoraban árboles demoníacos, pero Arya sabía que no podían estar más lejos de la verdad.
Los norteños eran ricos, aunque no en oro ni en joyas. Su riqueza estaba en los peces que llenaban los ríos y lagos, en los bosques profundos que proveían la madera necesaria para construir flotas, y en las canteras que ofrecían piedra y mármol para levantar fortalezas que desafiaran al invierno. Eran ricos en vida, aunque esa vida fuera dura y despiadada.
Arya pensó en los animales que solo el Norte podía ofrecer: los mamuts de más allá del Muro, las arañas de hielo que acechaban en las leyendas, los osos gigantes y los unicornios de Skagos. Ninguna otra tierra podía presumir de esas maravillas. Incluso en la dureza del invierno, el Norte prosperaba, porque los norteños eran fuertes. Sabían lo que era sobrevivir cuando el mundo entero parecía querer matarlos.
Lord Baelish y sus hombres nunca entenderían eso. Para ellos, el frío era un inconveniente, no un maestro. Mientras Sansa soñaba con torneos, justas y caballeros que cantaban canciones de amor, Arya solo podía pensar en lo frágiles que se veían esos sureños en comparación con los hombres y mujeres que enfrentaban los lobos, el hielo y los inviernos interminables del Norte.
La mirada de Arya volvió a Sansa, que estaba radiante mientras escuchaba las historias de la corte del rey. Se preguntó si su hermana se daba cuenta de que esas historias, tan llenas de promesas de caballerosidad y amor, no eran más que ilusiones. Los sueños de Sansa estaban hechos de seda y canciones, pero los de Arya eran de viento salado y acero.
Quizá, pensó Arya, algún día ambas encontrarían lo que buscaban. Pero por ahora, Sansa miraba hacia el sur con los ojos llenos de anhelo, soñando con castillos de mármol y caballeros que cantaban canciones bajo las ventanas de las doncellas. Arya, en cambio, no podía apartar la vista del horizonte occidental, donde el sol se hundía más allá del Mar del Ocaso. Esa vastedad la llamaba, como si un mundo lleno de misterios y aventuras esperara solo a que ella tomara el primer paso para reclamarlo.
A veces, Arya pensaba que tal vez las personas tenían razón. Sansa sería, sin duda, una de las damas más hermosas del Norte. Hoy lo demostraba con claridad, luciendo un vestido de terciopelo color azul profundo, que brillaba bajo la tenue luz del salón. Los detalles del traje eran un tributo a la nobleza y al capricho: delicadas flores bordadas con hilo de oro trepaban desde el dobladillo hasta la cintura, donde un cinturón de fina malla de plata engarzado con pequeños zafiros ceñía su figura con elegancia. Las mangas, largas y ajustadas, terminaban en puños ribeteados con encaje blanco como la nieve. Sobre los hombros llevaba una capa corta de visón blanco, asegurada con un broche en forma de cabeza de lobo, símbolo de la Casa Stark. Todo en ella gritaba gracia, refinamiento y un anhelo por encajar en un mundo de lujos y galantería.
Arya, por el contrario, se sentía atrapada. Llevaba un vestido que su madre había insistido en que usara, hecho de una lana fina teñida de gris oscuro, casi plateado. Era sencillo en comparación con el de Sansa, pero los detalles estaban ahí, aunque fueran más austeros. Pequeños bordados en hilo de plata adornaban los bordes de las mangas y el cuello, formando patrones geométricos que recordaban a los antiguos grabados norteños. La falda era amplia, diseñada para moverse con elegancia, y el corpiño ajustado acentuaba su postura, pero Arya odiaba cómo se sentía. Era incómodo y restrictivo, como si la estuvieran obligando a ser alguien que no era.
Mientras observaba a Sansa, recordó algo que había escuchado en la cocina hacía unos días. Dos sirvientas habían hablado entre susurros, creyendo que Arya no podía oírlas. Una había dicho que Sansa sería la joya del Norte, mientras que la otra, con una risa ahogada, comentó que Arya tenía "el rostro de un caballo". Arya se había marchado antes de escuchar más, pero las palabras la seguían como una sombra.
Esperaba con ansias que Lord Baelish, ese hombre al que llamaban "Meñique", se marchara pronto. Había algo en él que le desagradaba profundamente, aunque no podía decir exactamente qué era. Quizá era la forma en que sonreía, como si siempre supiera algo que los demás no sabían, o el tono meloso con el que hablaba, como si cada palabra fuera una trampa disfrazada de cumplido. Arya solo deseaba que se fuera para poder comportarse como una verdadera norteña, sin tener que soportar vestidos elegantes ni cortesías vacías.
Tampoco le agradaba cómo su madre parecía aceptar a aquel hombre con tanta facilidad. Amaba a su madre, por supuesto, pero no podía ignorar lo que había ocurrido unos días antes. Lady Catelyn había enviado a las mujeres guerreras de la fortaleza, las "Mujeres de las lanzas", a patrullar los alrededores de Winter Town. Aquella decisión había sido vista por muchos como una ofensa. Esas mujeres habían luchado en la rebelión contra el Rey Loco, habían arriesgado sus vidas por la Casa Stark, y ahora se las alejaba de Winterfell como si fueran prescindibles. Arya sabía que su madre había tenido sus razones, pero no dejaba de pensar que los sureños, como Lord Baelish, nunca entenderían lo que significaba tener mujeres en el campo de batalla.
—Es un hombre extraño —murmuró Arya, casi sin darse cuenta.
Sansa la escuchó y la miró con disgusto, sus ojos azules brillando con irritación.
—Claro que no. Es un verdadero lord, un miembro del consejo del rey. Conoce a todos en la corte.
Arya apretó los labios. Quería replicar, quería decirle que su padre, Eddard Stark, era el Guardián del Norte, el señor de la región más vasta de los Siete Reinos. ¿Qué importaba que Lord Baelish conociera a todos en la corte del rey? Winterfell y el Norte eran más grandes, más antiguos, más poderosos que cualquier cosa que ese hombre pudiera imaginar. Pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Sabía que discutir con Sansa no llevaría a nada.
Así que permaneció en silencio, sentada en su asiento junto al fuego, con los ojos perdidos en la danza de las llamas. Mientras Sansa escuchaba historias de torneos y justas con una sonrisa soñadora, Arya dejaba que su mente vagara hacia mundos lejanos. Imaginó barcos enfrentándose a tormentas en alta mar, islas cubiertas de junglas densas, y criaturas que no existían en los libros de los maestres.
En ese momento, mientras el viento aullaba más allá de los muros de Winterfell, Arya decidió que un día se marcharía. El mundo era demasiado grande para quedarse en un solo lugar, demasiado lleno de maravillas para limitarse a los confines de los Siete Reinos. Mientras Sansa miraba hacia el sur, Arya seguía soñando con el oeste, con mares desconocidos y aventuras que nadie más parecía desear.
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Después del banquete en honor a su hijo, su Jon, por su legitimación, Eddard Stark permaneció en el Gran Salón. Las mesas aún olían a cordero asado y pan de centeno, y el aire estaba cargado con los ecos de risas y canciones que ahora se desvanecían. Había enviado a dormir a sus hijas, las pequeñas Sansa y Arya, junto con los demás niños, dejando el salón casi vacío. Solo quedaban algunos hombres, algunos señores que habían asistido y un par de sirvientes, además de él, su esposa Catelyn —con el vientre ya abultado por el embarazo—, y su irritante amigo de la infancia, Lord Petyr Baelish.
Eddard, o Ned, como lo llamaban aquellos que lo conocían mejor, era un hombre paciente. Su paciencia le había valido el apodo de "El Lobo Tranquilo", pero la gente, en su mayoría sureños, a menudo confundía esa paciencia con debilidad. Era un error común, y uno que Ned rara vez se molestaba en corregir. De hecho, prefería que lo subestimaran. Un lobo silencioso era más peligroso que uno colérico y ruidoso, pues el silencio permitía el sigilo, y el sigilo traía la victoria.
Incluso en su familia, a veces lo veían como el menos feroz de los Stark. Comparado con su hermano mayor, Brandon, Ned siempre había parecido más contenido, más sombrío. Había amado a Brandon, por supuesto, pero nunca había querido ser como él. Brandon tenía una energía indomable que lo hacía brillar como una llama, pero esa misma intensidad había sido su perdición. Había muerto joven, llevado por su temperamento y su orgullo, mientras Ned, más discreto, había sobrevivido.
Brandon había sido todo lo que los bardos adoraban cantar: un espadachín sin igual, un justador audaz, un hombre que encarnaba la "sangre de lobo" que corría en los Stark. Pero Ned sabía que la sangre de lobo no era suficiente para gobernar. Brandon era un mal comandante, impulsivo y demasiado ansioso por probarse en el campo de batalla. También era un gestor terrible; prefería afilar su espada antes que ocuparse de los asuntos de sus vasallos. Brandon tomaba lo que quería, incluidas las mujeres. Ned sabía de al menos un par de bastardos que su hermano había engendrado, aunque nunca los había buscado. No eran su responsabilidad, y los hijos de Brandon, dondequiera que estuvieran, no llevaban el peso de gobernar el Norte.
Ned, en cambio, había aprendido desde joven que el verdadero poder radica en la contención. "No caces mientras haces ruido." Se decía a si mismo, "Caza en silencio. Mata en silencio. Vence en silencio." Era una filosofía que había guiado toda su vida, desde los campos helados del Norte hasta los calurosos salones de King's Landing.
Muchos sureños no entendieron por qué Ned no aprovechó la oportunidad cuando llegó a la capital tras la Rebelión de Robert. Con un ejército detrás de él, compuesto por norteños, tormenteños, hombres del Valle y ribereños, Ned podría haber reclamado el trono para sí mismo. Los Lannister habían saqueado King's Landing en nombre de Robert, y el Trono de Hierro estaba al alcance de su mano. Pero Ned no lo quiso. No lo necesitaba. Más importante aún, no le importaba ese poder.
El Norte había luchado ya demasiadas guerras, tanto contra invasores extranjeros como contra enemigos internos. Los salvajes, ahora llamados "la gente libre", habían sido rivales durante generaciones, trayendo con ellos interminables ciclos de sangre y violencia. Los hombres libres luchaban con todo lo que tenían, mientras los norteños, con su orgullo y terquedad, peleaban hasta morir. Había sido una guerra cruel, una guerra que su bisabuelo había empezado, que su abuelo había heredado, y que incluso Brandon, su hermano, había liderado en sus últimos años. Brandon había luchado junto a él, comandando miles de hombres contra otros miles, sofocando rebelión tras rebelión.
Ned recordaba esas batallas como si fueran de ayer. El invierno era implacable, cubriendo el campo de batalla con nieve y sangre congelada. Los aullidos de los lobos resonaban en la distancia mientras hombres gritaban de dolor y de furia. Brandon, con espada en alto, había liderado la carga, rugiendo como si fuera un lobo encarnado. Pero esa ferocidad no había bastado para el futuro que les esperaba. Brandon había muerto demasiado pronto, dejando a Ned el peso de un legado que nunca había pedido pero que había aprendido a aceptar.
El Norte era un reino vasto, más grande que los otros seis juntos, pero también era duro y despiadado. Un lugar que moldeaba a los hombres en acero y quebraba a los débiles sin piedad. Ned Stark entendía eso mejor que nadie. Gobernar el Norte no era un privilegio; era un deber. Y con el deber venía el peso de las decisiones, de las vidas perdidas, de los sacrificios que nadie más parecía entender.
Recordó a su hermana Lyanna, la más libre de todos ellos. Ella no llevaba el peso del deber que marcó la vida de Brandon, ni el sentido del deber que había regido la suya propia, ni la carga de gobernar que había consumido a su padre. Lyanna era como el viento que corría por las colinas del Norte, indomable y eterna, o al menos así la recordaba Ned. Quizá solo Benjen había compartido esa libertad. Ahora su hermano menor estaba en Essos, peleando como mercenario en la Compañía de la Manada de Lobos. Llevaban un par de años sin verse, pero aún se enviaban cartas cuando podían. Palabras cortas y cargadas de nostalgia, pero suficientes para mantener viva la conexión entre dos hermanos separados por océanos y demasiados fantasmas.
Lyanna… Para Ned, siempre sería la niña que amaba trepar a los árboles del bosque de dioses y mojarse los pies en los ríos helados. Pero Lyanna también había sido una guerrera en su derecho, entrenada como las mujeres de las lanzas. Había luchado junto a las Mormont cuando alcanzó la edad adecuada, ganándose el respeto de muchas casas norteñas. Pero su padre, Rickard Stark, siempre había tenido una visión más amplia. Los matrimonios eran armas en el juego de los tronos, y Rickard quiso casarla con un sureño para fortalecer los lazos políticos, mejorar los precios y asegurar una mejor posición política para el Norte en el reino.
Lyanna nunca aceptó esa idea. "Dioses antiguos", pensó Ned, "mi hermana odiaba a Robert Baratheon desde el momento en que lo vio, y amó a Rhaegar Targaryen desde el instante en que lo escuchó cantar." Era una ironía cruel. Ned amaba a su hermana, pero no era ciego. Lyanna había preferido a un hombre casado, un príncipe con dos hijos, antes que a Robert, un hombre que, si bien era imperfecto, al menos habría compartido su vida con ella, con una posibilidad de cambiar. Pero Lyanna no le dio una oportunidad. Y Robert, ciego de pasión, nunca vio más allá de la belleza salvaje de Lyanna.
Rhaegar, pensó Ned con amargura. El príncipe de plata. El hombre que desató la mayor guerra desde las rebeliones Fuegoscuro, que acabo hasta la Guerra de los Reyes Nuevepeniques. Un idiota que destruyó su dinastía y arrastró a medio reino a la muerte. ¿Y para qué? Para nada. Para que Lyanna muriera sola en una torre, para que su hijo naciera muerto, para que los sueños de un mundo mejor se convirtieran en cenizas y sangre.
Ned todavía recordaba el frío helado que sintió cuando encontró a Lyanna en la Torre de la Alegría, su piel pálida como la nieve y su lecho manchado de sangre. Había enterrado a su hermana junto a su hijo, Aegon Sand, nacido muerto en las criptas de Winterfell. Y entonces regresó al Norte después de la Rebelión de Robert, después de pelear en Riverlands, en las tierras de la corona y en Dorne, con un peso que nunca podría dejar atrás, llevando no solo el cuerpo de Lyanna, sino también al hijo de otra mujer: Jon.
Ashara Dayne. Incluso después de todos estos años, su nombre era un cuchillo en el corazón de Ned. La recordaba con su cabello oscuro como la medianoche y sus ojos violeta, la risa que parecía un río fluyendo entre las montañas de Dorne. Había amado a Ashara como nunca había amado a nadie. Pero la guerra no perdona, y el deber es un amo cruel. Había dejado a Ashara devastada, con los brazos vacíos y el corazón roto. Cuando escuchó que ella se había quitado la vida semanas después, Ned se rompió. Había llorado en silencio, había bebido hasta la inconsciencia, había destrozado cosas que luego no recordaba haber tocado. Pero después, como siempre, había guardado ese dolor dentro de sí mismo, construyendo una pared de hielo y piedra a su alrededor.
Catelyn no era Ashara, y nunca lo sería. Ned lo sabía desde el principio, y sospechaba que ella también lo sabía. Ella había amado a su hermano Brandon, o al menos a la idea de Brandon, y Ned era un sustituto de algo que nunca podría ser. Había habido momentos de tensión, especialmente en torno a Jon. Catelyn odiaba al niño; su desprecio era evidente en cada mirada que le dirigía, en cada palabra afilada que soltaba cuando pensaba que Ned no estaba escuchando. Si Brandon hubiera vivido, pensó Ned, sus bastardos habrían sido numerosos, y su esposa los habría tenido que soportar de alguna manera. Pero no era Brandon quien estaba casado con Catelyn, sino él, y de alguna manera habían hecho que su matrimonio funcionara.
Sin embargo, el tema de Jon nunca dejó de ser un punto de conflicto. Finalmente, después de muchas discusiones, batallas y silencios cargados, habían llegado a un acuerdo. Jon se iría, pero no a la Guardia de la Noche como algunos habían sugerido, ni a una vida de humillación. Se le otorgarían tierras. Tierras del Norte, pequeñas para los estándares norteños, pero vastas para los sureños. Terrenos duros, llenos de bosques oscuros y colinas rocosas, donde la tierra tendría que ser ganada a sangre y sudor. Jon sería su propio señor, un hombre con un título, un castillo y vasallos.
Ned se consolaba con esa decisión. Había hecho lo mejor que podía por su hijo, aunque el precio había sido alto. Y mientras observaba el fuego crepitar en la gran chimenea del salón, no pudo evitar pensar que tal vez el verdadero sacrificio de su vida no había sido en los campos de batalla ni en las salas de la corte, sino en las pequeñas decisiones diarias, en los compromisos que lo habían moldeado, en los silencios que había mantenido y en las verdades que nunca había dicho.
Baelish interrumpió sus pensamientos con una risa suave, que a Ned le sonó como el siseo de una serpiente.
—Siempre tan callado, mi señor —dijo Meñique, inclinando la cabeza ligeramente—. Me pregunto qué pasará por su mente.
Ned no respondió de inmediato. En lugar de eso, tomó una copa de vino y la giró entre sus manos, observando el líquido oscuro como si en él se encontraran las respuestas a todas las preguntas. Finalmente, levantó la mirada y dijo, con una voz que era más hielo que fuego:
—A veces, Lord Baelish, el silencio dice más que las palabras.
Catelyn le lanzó una mirada de advertencia, pero Ned no se inmutó. Sabía quién era Petyr Baelish. Sabía qué clase de hombre era y qué tipo de juegos jugaba. Y aunque Ned no jugaba esos juegos, tampoco era ingenuo. Era un lobo, después de todo. Un lobo tranquilo, sí, pero un lobo al fin y al cabo.
Meñique sonrió, pero su sonrisa no llegó a sus ojos.
—Como diga, mi señor. Como diga.
Ned Stark apretó los dedos contra la copa de vino, conteniendo la marea de irritación que comenzaba a alzarse en su interior. Frente a él, Petyr Baelish seguía sonriendo, esa sonrisa suya tan calculada que siempre parecía esconder un puñal. "Un hombre diminuto con grandes ambiciones", pensó Ned, recordando las palabras de su mentor, Jon Arryn. Cuando Jon le había advertido que enviaría a alguien de la corte para gestionar la legitimación de Jon, nunca imaginó que sería Meñique quien cruzara el umbral de Winterfell.
Había algo en él que irritaba profundamente a Ned, más allá de sus insinuaciones o su actitud burlona. Era la forma en que miraba a Catelyn, como si aún creyera que tenía algún derecho sobre ella. Su esposa, ahora embarazada de nuevo, había sido una visión radiante durante toda la velada, incluso mientras soportaba las atenciones de Baelish con la paciencia de una madre explicando a un niño terco por qué el cielo era azul. Ned sabía que Catelyn era hermosa. No con la gracia etérea y exótica de Ashara Dayne, pero sí con una belleza robusta y terrenal que evocaba la fuerza de Riverlands y la elegancia de su linaje Tully.
Tenía la piel clara como la luna sobre las montañas nevadas, cabello castaño rojizo brillante que caía en suaves ondas hasta su cintura, y ojos azul profundo que podían ser tan cálidos como el verano o tan fríos como un río congelado, dependiendo de su humor. Sus pómulos altos y sus labios suaves habían robado más de una mirada incluso entre los hombres más honorables del Norte. Tras los embarazos, su figura había cambiado, sus caderas más amplias y sus pechos más grandes aún de lo que ya eran, una transformación que Ned no podía evitar notar cada vez que la miraba.
Con un gesto lento, Ned colocó su mano sobre el vientre redondeado de Catelyn, un recordatorio tanto para ella como para Baelish de que ahora pertenecía al Norte, a él, y no al pasado. Sintió el movimiento leve de sus hijos dentro de ella, y algo en su pecho se suavizó, aunque no lo suficiente como para relajar su mandíbula.
—Me alegra que hayas hecho el largo viaje, Lord Baelish —dijo Ned finalmente, con esa voz tranquila que hacía que sus enemigos más astutos recalibraran sus estrategias—. Espero que la hospitalidad de Winterfell haya sido de tu agrado.
La sonrisa de Meñique se amplió, pero sus ojos seguían siendo dos espejos vacíos.
—Por supuesto, mi señor. Su hogar es tan cálido como las leyendas lo describen, aunque debo decir que el Norte no es para los débiles de corazón. —Bajó la mirada a la mano de Ned sobre el vientre de Catelyn y arqueó una ceja—. Me alegra ver que el linaje Stark sigue fortaleciéndose.
Ned apenas inclinó la cabeza, un gesto tan mínimo que solo alguien atento habría notado la tensión que ocultaba. Catelyn le lanzó una mirada que rogaba paciencia, y él, como siempre, se la concedió. Era su deber. Y Ned siempre cumplía su deber.
—Gracias por tus palabras, Lord Baelish. —Ned tomó la mano de Catelyn en la suya, entrelazando sus dedos con los de ella, notando cuán largos y delicados eran. Esa era la mano de una mujer que había sostenido un estandarte Tully, pero que ahora portaba el lobo huargo con la misma dignidad—. Pero dudo que los dioses antiguos te hayan traído aquí solo para disfrutar de nuestro vino y elogiar a mi esposa.
Petyr soltó una risa suave, un sonido que a Ned le recordó al siseo de una serpiente antes de atacar.
—Por supuesto que no, mi señor. Estoy aquí por los nuevos impuestos y el joven Jon. Un muchacho prometedor, sin duda. Y ahora un Stark ¿no?, pero bueno, aveces la gente solo mirara a un Snow.
El nombre de su hijo bastardo en la boca de Petyr Baelish hizo que los dedos de Ned se apretaran alrededor de la mano de Catelyn. Ella no se inmutó, aunque su mirada se endureció levemente. Ned respiró hondo, dejando que la ira se hundiera como una piedra en un pozo profundo.
—Jon será tratado con el honor que merece —respondió Ned, con una firmeza que no permitía discusión—. Eso es todo lo que necesita saber.
La sonrisa de Meñique no flaqueó, pero algo en sus ojos cambió, como si estuviera calculando un nuevo movimiento. Ned se preguntó si este hombre entendía realmente a quién se enfrentaba. Él no era un jugador enredado en las intrigas de la corte, no movía sus piezas en el tablero de los siete reinos. Pero Ned era un lobo, y un lobo no necesita jugar; un lobo caza, un lobo ataca cuando menos te lo esperas.
La conversación en el salón había sido una tortura lenta, una danza de palabras cargadas de segundas intenciones que Ned Stark había soportado con la paciencia de un hombre acostumbrado a climas más crueles que los vientos de invierno. Pero incluso su paciencia tenía límites, y Petyr Baelish parecía empeñado en probarlos todos. Cuando la charla finalmente terminó, Ned se levantó con la solemnidad de un juez dictando sentencia y, tras una despedida breve y educada, guio a Catelyn fuera del salón principal.
Subieron los escalones de piedra en silencio, las sombras alargadas por las antorchas dibujando formas irregulares en las paredes. Los muros de Winterfell eran gruesos, construidos para resistir el paso del tiempo y la furia de los hombres. Pero incluso allí, rodeado por la fortaleza de su hogar, Ned sentía que la presencia de Meñique era como un filo invisible, amenazando con cortar donde menos se esperaba.
Catelyn fue la primera en romper el silencio. Se detuvo a mitad de la escalera, volviéndose hacia él con los labios fruncidos y los ojos azules brillando con una mezcla de reproche y preocupación.
—Podrías ser más cortés con él, Ned. Aunque no lo aprecies, sigue siendo un emisario del rey... y mi amigo.
Ned la miró, sus cejas frunciéndose levemente. Su mano, como impulsada por instinto, volvió a posarse en el vientre abultado de Catelyn, un gesto que era tanto de protección como de afirmación. Durante un momento, permaneció en silencio, buscando las palabras adecuadas. Hablar con Catelyn requería un tacto que él nunca había dominado del todo; ella era fuego y río, pasión y fuerza, mientras que él era hielo y roca, firme pero distante.
Finalmente, dejó escapar un suspiro y habló, su voz baja pero cargada de gravedad.
—Puedo ser cortés, Cat. Pero no soy ciego. Ese hombre... —Su mandíbula se tensó, y apartó la mirada por un momento antes de volver a fijarla en ella—. Ese hombre es peligroso. No importa cuánto sonría o cuán amables parezcan sus palabras, hay algo en él que no encaja. Y además, ¿qué me importa que sea emisario del rey? ¿Olvidas quién es el rey?
Catelyn parpadeó, desconcertada por el cambio en su tono. Ned rara vez alzaba la voz, y menos aún mostraba algo parecido a arrogancia. Pero en ese momento, había un brillo inusual en sus ojos grises, un destello que recordaba que, aunque tranquilo, era un lobo.
—El rey es mi mejor amigo, Cat —continuó, su voz volviéndose más firme—. Y Jon Arryn, la Mano del Rey, es como un padre para mí y yo soy un hijo para el. No necesito demostrar cortesías vacías a un hombre como Baelish para mantener mi posición. ¿Crees que me importa el poder que puede o pueda representar? —Hizo una pausa, bajando ligeramente la voz, aunque no su intensidad—. Si hablamos de poder, soy probablemente el tercer hombre más influyente de Poniente, aunque la verdad es que no me importa en lo más mínimo.
Catelyn le sostuvo la mirada, su expresión cambiando de reproche a una mezcla de confusión y algo más cercano a la admiración. Había momentos en los que olvidaba cuán diferente era Ned de los hombres sureños con los que había crecido. En el Tridente, el poder era algo que se perseguía con hambre, con ansias de reconocimiento y control. Pero Ned... Ned lo veía como un peso, un deber que soportaba porque debía hacerlo, no porque lo quisiera.
—No es el poder lo que me preocupa, Ned —dijo finalmente, su tono más suave—. Es la forma en que reaccionas ante él. Petyr es astuto, y tú... tú eres directo. A veces pienso que los hombres como él ven en tu honor algo que pueden usar en tu contra.
Ned inclinó la cabeza ligeramente, como considerando sus palabras. La sombra de una sonrisa, fría y apenas perceptible, se dibujó en sus labios.
—Tal vez sea así, Cat. Pero un lobo no se preocupa por las serpientes mientras tenga los colmillos afilados. Que Baelish juegue sus juegos. Aquí, en el Norte, el hielo corta más profundo que cualquier intriga.
Catelyn asintió, aunque aún había algo de preocupación en su mirada. Ned no era un hombre que buscara enemigos, pero tampoco era uno que los evitara. Ella lo conocía lo suficiente como para saber que, aunque no dijera nada más, ya había tomado una decisión sobre cómo manejar a Meñique. Y cuando Ned Stark tomaba una decisión, era tan firme e inamovible como el muro mismo.
Ambas siguieron su camino hacia la penumbra de su habitación estaba bañada por la suave luz de una vela que chisporroteaba en la mesita de noche. La brisa del Norte, aún helada incluso dentro de los cálidos muros de Winterfell, se colaba sutilmente por las rendijas de la ventana, haciendo que las gruesas cortinas se mecieran como fantasmas. Catelyn cerró la puerta detrás de ellos y comenzó a desabrochar los delicados broches de su vestido, uno por uno, con movimientos pausados. El tejido resbaló por sus hombros, revelando la piel clara y tersa que había llamado la atención de tantos en su juventud. Su cabello castaño rojizo, largo y suelto, caía en suaves ondas sobre su espalda desnuda, contrastando con la luz ámbar de la vela.
Cuando estaba a punto de cubrirse con una bata de lino, sintió unos brazos fuertes y cálidos rodeándola desde atrás. Ned. Su tacto era firme, seguro, como si quisiera protegerla incluso de las sombras que danzaban en las paredes.
—Te ves hermosa —murmuró él, su voz profunda resonando en su oído mientras depositaba un beso en la curva de su cuello.
Catelyn sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío del Norte. Su corazón dio un leve salto, y una sonrisa se formó en sus labios mientras sentía la cercanía de su esposo, su fuerza contenida. Giró lentamente entre sus brazos hasta quedar frente a él, su vientre redondeado por el embarazo presionando contra él. Colocó las manos sobre su vientre, acariciándolo suavemente, y levantó la mirada para encontrarse con los ojos grises de Ned, tan profundos como un bosque nevado.
—Así me dijiste una noche, y ahora llevo a dos cachorros en mi vientre —dijo ella con una risa suave, sus ojos brillando con una mezcla de picardía y ternura.
Ned esbozó una sonrisa, pequeña pero sincera, mientras inclinaba la cabeza para besarla de nuevo. El amor que compartían no era el de las canciones de los bardos, lleno de pasiones desenfrenadas y juramentos eternos. Era un amor construido sobre la paciencia, la confianza y los años compartidos, un vínculo que había resistido tormentas tanto externas como internas. No siempre había sido fácil, pero en momentos como este, parecía tan sólido como los muros de Winterfell.
—No quise sonar grosero antes —dijo Ned después de un momento, su tono más serio mientras sus dedos jugueteaban con un mechón de su cabello—. Es solo que no me gusta cómo te mira. Aún te ama, Cat.
Catelyn rió suavemente, apoyando una mano en su pecho, sintiendo el latido constante y seguro bajo la tela de su camisa.
—¿Estás celoso, mi señor? —preguntó con una risita, inclinando la cabeza mientras sus ojos brillaban con diversión.
Ned la miró, serio como siempre, pero con un toque de calidez en su mirada.
—Tal vez lo esté. ¿Es eso tan difícil de creer? —respondió, y aunque su tono era tranquilo, sus palabras llevaban un peso inesperado.
Ella negó con la cabeza y lo besó nuevamente, esta vez más largo, más profundo. Luego se apartó con una sonrisa y se dirigió a la cama, acomodándose bajo las gruesas pieles que cubrían el lecho. Ned la siguió, apagando la vela antes de unirse a ella. El silencio se asentó en la habitación, roto solo por el crujir ocasional del viento contra las ventanas y las respiraciones acompasadas de ambos.
La penumbra de la habitación se había asentado por completo, y el silencio solo era roto por el susurro del viento que se colaba entre las grietas de las piedras antiguas de Winterfell. Bajo las gruesas pieles que los cubrían, el calor de sus cuerpos juntos era un refugio contra el gélido invierno que acechaba más allá de los muros. Ned mantuvo su mano sobre el vientre redondeado de Catelyn, acariciándolo suavemente, casi con reverencia. Sus pensamientos iban y venían como la marea, pero una idea permanecía fija, como una estrella en el cielo invernal.
—Puedo decirte algo que mi padre me repetía cuando era niño —dijo, su voz baja y grave, apenas un susurro en la oscuridad.
Catelyn, ya a medio camino entre el sueño y la vigilia, levantó un poco la cabeza. Sus ojos azules, brillando con un tenue cansancio, lo miraron con curiosidad.
—Claro, Ned. ¿Qué decía Lord Rickard? —susurró ella, acomodándose más cerca de él.
Ned se tomó un momento antes de responder. Sus dedos trazaron círculos lentos sobre su vientre mientras reflexionaba sobre las palabras que llevaba días queriendo decir. Finalmente, habló, su tono cargado de una gravedad que solo un Stark podría transmitir.
—El lobo solitario muere, pero la manada sobrevive.
Catelyn lo miró en silencio, sin entender del todo hacia dónde se dirigía. Ned se incorporó un poco, apoyándose en un codo, y la miró directamente, con esa intensidad solemne que ella había aprendido a respetar, aunque a veces la inquietara.
—Cat, sé que Jon nunca será fácil para ti. No te pido que lo aceptes como tuyo, ni que finjas un cariño que no sientes. —La voz de Ned era tranquila, pero su tono llevaba una súplica subyacente—. Pero hay algo que necesito de ti. Algo por lo que te ruego, no por mí, sino por nuestros hijos.
Catelyn permaneció en silencio, su rostro imperturbable, aunque había un leve temblor en la comisura de sus labios. Ned continuó, eligiendo cada palabra con cuidado, como un hombre que camina sobre hielo quebradizo.
—Vi cómo Sansa cambio su trato hacia Jon hace tiempo, ahora que fue legitimado volvió a tratarlo mejor, pero antes, solían jugar juntos, reír juntos. Pero no soy ciego, se como lo trataba antes, apenas lo miraba. Apenas le hablaba. —Ned desvió la mirada, como si recordarlo le causara un dolor físico—. Y sé que es porque le dijiste a Sansa lo que Jon es, lo que fue. Porque le dijiste que es un bastardo, que fue un bastardo.
El silencio se hizo más pesado, pero Ned no titubeó. Tomó aire y prosiguió, su voz endurecida como el acero del Norte.
—Robb y Arya no cambiaron, y por eso doy gracias a los dioses. Pero estos niños que llevas en tu vientre... no quiero que crezcan pensando que su hermano es algo menos por su origen. Jon no pidió nacer así, Cat. Y si crecen viéndote tratarlo como un extraño, o peor, como un bastardo, ellos harán lo mismo.
Catelyn abrió la boca para responder, pero Ned levantó una mano, deteniéndola con un gesto. Sus ojos grises eran profundos y serenos, pero en ellos había una firmeza inquebrantable.
—No pido que lo ames, ni que lo aceptes como tuyo. Solo te pido que no lo alejes de nuestros hijos. Que no lo condenes a ser lo que muchos ya creen que es. Porque te lo prometo, si lo tratas como un bastardo, entonces el mundo lo verá como tal. Pero Jon no es así. Es noble, Cat. Es fuerte, es bueno. Es mi hijo.
Catelyn apartó la mirada, su rostro una máscara impenetrable. Pero Ned sabía que sus palabras la habían alcanzado, porque pudo ver el leve temblor en sus labios, la forma en que sus dedos se entrelazaron nerviosamente bajo las mantas.
—Prométemelo, Cat —dijo él finalmente, su voz más suave, pero no menos urgente—. No por mí. No por Jon. Hazlo por ellos. Por Sansa, Arya, por Robb. Por los niños que vienen.
Catelyn cerró los ojos y dejó escapar un suspiro largo y tembloroso. No respondió de inmediato, pero cuando lo hizo, su voz era apenas un murmullo.
—Lo intentaré, Ned. Eso es lo único que puedo prometerte. Intentaré no dejar que mis sentimientos afecten a nuestros hijos.
Ned la observó por un momento más antes de asentir, satisfecho. Se acomodó de nuevo a su lado, su mano regresando al vientre de Catelyn, donde dos nuevas vidas latían con fuerza. El silencio volvió a llenar la habitación, pero esta vez, no era el peso de las palabras no dichas. Era algo más ligero, algo que se sentía casi como esperanza.
Y mientras el sueño comenzaba a reclamarlo, Ned pensó que tal vez, solo tal vez, había dado un paso hacia un futuro mejor, no solo para Jon, sino para toda la manada. Porque si algo sabía con certeza, era que los Stark sobrevivían juntos.
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Catelyn despertó sobresaltada, su primera sensación fue el vacío a su lado. Ned no estaba. De nuevo, había dormido más de lo que acostumbraba, algo que últimamente era frecuente. Sus manos instintivamente se posaron sobre su vientre abultado, como buscando asegurarse de que seguía allí, que todo iba bien. Estos niños serían su alegría, su esperanza, si lograban nacer. Había tenido dos abortos espontáneos en los últimos años, y la posibilidad de perderlos la llenaba de un temor que apenas podía soportar. Sacudió la cabeza, apartando esos pensamientos como quien espanta una sombra persistente. No, no pensaría en eso. No podía permitirse ese lujo.
Se levantó con cuidado y llamó a una doncella para que la ayudara a vestirse. Escogió un vestido que había mandado confeccionar recientemente, uno de terciopelo verde oscuro con bordados plateados que imitaban las hojas de los arcianos. Era una prenda elegante, hecha de los mejores materiales que se podían encontrar en el Norte, pero también diseñada para acomodar su estado, con un corpiño alto que dejaba espacio para su vientre y mangas largas que se estrechaban en los puños con delicados botones de perlas. El cuello era alto, adornado con una fina tira de encaje, y una capa ligera del mismo terciopelo colgaba desde sus hombros, dándole un aire regio y sofisticado, aunque sin ser ostentoso. Era un vestido que decía "dama del Norte" con cada puntada.
Al salir de la habitación, el aire fresco del corredor la envolvió, y decidió que un paseo sería lo mejor para aclarar su mente. Encontraría a sus hijos, quizás a Robb, que últimamente había estado más decaído que de costumbre. Desde que él… desde que él dejaría Winterfell para reclamar las tierras que Ned había dispuesto para él, Robb no había sido el mismo. La partida de Jon había removido algo en su hijo mayor, algo que Catelyn no podía entender del todo. No era solo la ausencia; había un peso en su mirada, una sombra que no se disipaba.
El castillo estaba inusualmente animado esa mañana. Había hombres cargando provisiones, carretas siendo preparadas y familias que se despedían con abrazos nerviosos. Todos eran parte del pequeño séquito que acompañaría a Jon a su nuevo hogar. Aunque Catelyn no quería admitirlo, la energía de Winterfell parecía distinta, casi más ligera. Pero no dejó que ese pensamiento germinara. No ahora.
Mientras caminaba por los pasillos de piedra, buscando a Robb o a alguna de sus hijas, una figura conocida apareció frente a ella. Petyr Baelish, con su usual sonrisa ladeada, inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de saludo. Su mirada, astuta y escrutadora, se posó en ella con la intensidad de un hombre que estudiaba cada detalle.
—Oh, Cat, precisamente a ti buscaba. —La voz de Meñique era suave, casi melosa, como un cuchillo envuelto en terciopelo—. Tengo algo que contarte. Creo que te interesará mucho.
Catelyn lo miró con desconfianza. Había aprendido a ser cautelosa con Petyr, pero también sabía que sus palabras, aunque enredadas en intrigas, siempre contenían un grano de verdad. Asintió con un gesto breve.
—Está bien, ven. Vamos a un lugar donde podamos sentarnos.
Lo condujo a una pequeña sala privada junto a la biblioteca, donde un fuego ardía en la chimenea. Se sentaron frente al calor, y Petyr sacó un libro encuadernado en cuero oscuro, su expresión tornándose más seria.
—Esto, mi querida Cat, es algo que deberías saber. —Le entregó el libro, abriéndolo en una página marcada. Los ojos de Catelyn recorrieron las líneas, su expresión pasando de la curiosidad al asombro y finalmente al enojo.
—¡Es imperdonable! ¿No lo crees, Cat? —Petyr habló con una mezcla de indignación y deleite, disfrutando claramente del efecto que sus palabras tenían en ella. Catelyn, sin embargo, no respondió de inmediato. Su atención estaba fija en las palabras del libro, sus dedos apretando el cuero con fuerza.
Finalmente, cerró el libro de golpe y se levantó, caminando de un lado a otro de la habitación, intentando procesar lo que acababa de leer. Su mirada se posó en el fuego, y por un momento, Petyr pensó que arrojaría el libro directamente a las llamas.
—¿Por qué Ned nunca me lo dijo? —Su voz era apenas un murmullo, entrecortada por la mezcla de furia y desconcierto que sentía.
Petyr la observó, inclinando la cabeza como un halcón estudiando a su presa.
—Las leyes de sucesión de Brandon el Incendiario son claras. —Su tono era suave, pero cargado de intención—. Los hombres van siempre delante de las mujeres con respecto a la sucesión de la Casa Stark. Si algo lamentable le sucediera a tu querido Robb… bueno, tu hermosa Sansa y tu pequeña Arya serían apartadas.
Catelyn se detuvo en seco, girándose hacia él con una mirada que era puro hielo.
—Eso no pasará. —Su voz era firme, pero incluso mientras decía las palabras, una sombra de duda se deslizó por su rostro.
—Oh, claro que no, Cat. No mientras Robb esté sano y salvo. Pero los dioses son caprichosos, y la historia está llena de tragedias. —Petyr se recostó en su silla, con esa sonrisa enigmática que tanto la estaba irritando en esos momentos—. ¿No crees que sería prudente asegurarte de que Sansa y Arya tengan algún respaldo? Algo que las proteja, por si acaso.
Catelyn no respondió. Su mente estaba demasiado ocupada procesando las implicaciones de lo que acababa de leer. Mientras el fuego crepitaba detrás de ella, sentía que algo dentro de su corazón se tambaleaba, como si el suelo firme sobre el que había construido su vida comenzara a fracturarse.
Petyr Baelish se apoyó contra el respaldo de la silla, permitiéndose una pequeña sonrisa que apenas tocó sus labios, pero que brillaba con malicia en sus ojos grises. Estos norteños, pensó con un destello de diversión, son tan predecibles como el amanecer. La noble Catelyn Stark, con su temple de hierro y su sentido del deber, ahora se debatía en una tormenta de emociones que él mismo había avivado. Era una escena que disfrutaba, aunque con la discreción calculada de quien sabe que la paciencia es la clave del triunfo.
Catelyn seguía paseándose por la habitación como una loba enjaulada, sus manos apretadas en puños mientras sus ojos buscaban respuestas en las sombras que proyectaban las llamas de la chimenea. Su furia no era descontrolada, no como la de algunos hombres que Petyr había manipulado en el pasado, pero era intensa, una furia contenida que él sabía que podía moldear en su beneficio. El silencio de ella era un lienzo en blanco, y él se deleitaba en pintar en él sus propios colores.
—Debo hacer algo —murmuró ella finalmente, su voz apenas un susurro. Había más para ella en esas palabras que solo indignación; había una determinación peligrosa. Petyr inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera escuchando una confesión.
—Claro que debes, Cat —respondió con un tono que mezclaba apoyo y susurros de seducción intelectual—. No puedes quedarte de brazos cruzados mientras algo tan importante como el futuro de tus hijos está en juego. La historia ha demostrado que los hombres que no actúan se convierten en peones de los que sí lo hacen.
Ella lo miró entonces, con una mezcla de duda y esperanza en su mirada. Durante un instante, Petyr casi sintió compasión por ella, pero el sentimiento desapareció tan rápido como había llegado. Para él, Catelyn no era más que una pieza en un tablero mucho más grande, aunque una pieza especial, una que merecía atención y cuidados particulares.
—¿Y qué sugieres, Petyr? —preguntó finalmente, su tono cargado de cansancio pero también de una desesperación contenida.
Petyr dejó que la pausa se alargara, solo un instante, lo suficiente para que las palabras que estaba a punto de pronunciar cobraran más peso. Luego, se inclinó hacia adelante, sus manos unidas como si estuviera compartiendo un secreto sagrado.
—Yo te ayudaré, Cat. Sabes que siempre he querido lo mejor para ti y para tu familia. —Su voz era baja, casi un susurro—. He traído un obsequio. Algo que podría… solucionar muchos problemas, si decides usarlo.
Ella lo miró con desconfianza, como si intentara descifrar sus intenciones ocultas. Petyr, con su rostro perfectamente compuesto, se levantó lentamente y sacó de entre sus ropas una pequeña caja sellada con una tira de cera roja. Colocó la caja sobre la mesa entre ellos, sus movimientos calculados y deliberados.
—Dentro de esta caja hay una herramienta, digamos, para equilibrar el juego. —Petyr eligió sus palabras con cuidado, cada una de ellas un anzuelo—. No necesitas hacer nada complicado. Solo asegúrate de que esta… prenda llegue a la cama del bastardo. Lo demás se encargará solo.
Catelyn frunció el ceño, sus ojos alternando entre la caja y el rostro de Petyr. Había algo en su tono, algo en su manera de hablar que la inquietaba profundamente. Pero su mente estaba nublada por la ira, la preocupación y el amor feroz por sus hijos.
—¿Qué hay dentro? —preguntó finalmente, aunque parte de ella ya sabía que no quería la respuesta.
Petyr sonrió, esa sonrisa suya que nunca llegaba a sus ojos, y negó con la cabeza ligeramente, como un maestro paciente con un alumno curioso.
—No necesitas preocuparte por eso, Cat. Solo confía en mí. No dejaría que nada malo te sucediera. Ni a ti, ni a tus hijos.
Catelyn dudó, pero la semilla ya estaba plantada. La caja, pequeña e inocente en apariencia, contenía un arma que Petyr había preparado con cuidadosa intención: una tira infectada con peste, algo que podría devastar no solo a Jon, sino quizás a todos los Stark. No era una solución inmediata, pero eso no le importaba. Él no necesitaba velocidad, solo resultados.
Mientras Catelyn permanecía inmóvil, luchando con su conciencia, Petyr se recostó en su asiento con satisfacción. Sabía que no siempre era necesario empujar. A veces, un simple susurro era suficiente para desatar un huracán. Y en el corazón de Winterfell, donde los lobos aullaban y los árboles susurraban secretos antiguos, Petyr Baelish estaba sembrando el caos, un hilo a la vez.