La visita de Benjen Stark a Winterfell fue breve, pero dejó una marca duradera en quienes lo rodearon. Durante esos días, el hermano menor de Eddard Stark compartió historias que parecían sacadas de otro tiempo, relatos sobre sus hermanos caídos y recuerdos de su padre, hechos que solo permanecían vivos en su memoria. Su voz, profunda y cargada de emoción contenida, resonó en el Gran Salón y junto al arciano, donde Jon, Arya y, sorprendentemente, Sansa acudieron a rezar junto a él. Benjen también visitó las criptas, deteniéndose largo rato frente a las estatuas de Brandon y Rickard Stark. No dijo mucho allí, pero su mirada hablaba de respeto y añoranza. Cuando llegó el momento de partir, rechazó con firmeza la invitación de Jon de quedarse en Winterfell y actuar como regente, ya fuera para él o para el hijo que Lady Catelyn esperaba. "No estoy hecho para eso", había dicho con una sonrisa amarga, "pero enviaré cartas y los visitaré siempre que pueda".
Los días transcurrieron y el aire en Winterfell se tornó más pesado. La noche del parto de Lady Catelyn llegó cargada de tensión. Afuera, los cielos se cerraron con nubes densas que ocultaron las estrellas, como si los dioses quisieran apartar su mirada. En una de las grandes habitaciones, Jon, sus hermanas y los jóvenes nobles del Norte aguardaban con ansias y nerviosismo. Arya, incapaz de quedarse quieta, caminaba de un lado a otro, mientras Sansa se mantenía rígida, sentada junto a las damas Manderly. Los rugidos del parto atravesaban las gruesas paredes de piedra de la fortaleza, y cada grito hacía que el corazón de Jon se encogiera un poco más.
Finalmente, la puerta se abrió, y el maestre Luwin apareció con el rostro sombrío. Traía algo envuelto en mantas gruesas, su expresión tan grave que no dejó espacio para preguntas. Sin decir palabra, se dirigió al centro de la sala, donde depositó al bebé sobre una mesa junto al fuego, con un cuidado que parecía más un acto ceremonial que un gesto de afecto. Jon fue uno de los primeros en acercarse, seguido de Arya, que lo miraba con una mezcla de curiosidad y preocupación. Los demás permanecieron en sus lugares, sus miradas fijas en la figura diminuta.
El bebé estaba vivo, pero apenas. Su rostro, rojo e hinchado, estaba enmarcado por mechones oscuros que recordaban a los Tully, pero lo que capturó la atención de todos fueron sus piernas, retorcidas en ángulos imposibles. Un murmullo recorrió la habitación, aunque pocos se atrevieron a hablar en voz alta.
Eddard Karstark, de pie en un rincón, apretó los labios con fuerza, como si las palabras que contenía pudieran quemarle. El primogénito Umber, el más viejo entre los jóvenes presentes, fue el único que rompió el silencio. —Es un poco… —empezó, pero su voz se desvaneció, incapaz de encontrar un término que no sonara cruel.
Jon, por su parte, observaba al bebé con una mezcla de compasión y desconcierto. Había tantas preguntas que quería hacerle al maestre Luwin: qué había salido mal, si esto era algo que podía haberse evitado, o si los dioses habían decidido castigar a su familia por razones que escapaban a su entendimiento. Sintió un peso leve en su hombro y giró para encontrar a Domeric Bolton, que lo miraba con una expresión seria pero cálida. Se había acercado más de lo que era apropiado, pero Jon no se apartó.
—No te preocupes demasiado, —susurró Domeric, inclinándose ligeramente para que sus palabras no fueran oídas por los demás—. El maestre ha asegurado que no sobrevivirá la noche.
Jon sintió un escalofrío recorrer su espalda, el tipo de frío que ni los muros de Winterfell podían disipar. No respondió a las palabras de Domeric Bolton, pero sus implicaciones quedaban flotando en el aire, como una amenaza no dicha. Su atención volvió al pequeño cuerpo envuelto en mantas. El recién nacido respiraba con dificultad, cada aliento parecía una batalla ganada por los dioses, aunque no quedaba claro si aquellos eran aliados o verdugos. Las trece personas que compartían la sala estaban en completo silencio, salvo por algún que otro murmullo ahogado. Las miradas que dirigían al bebé variaban entre el desconcierto, el disgusto y la lástima. No era esta la noche que Jon había imaginado.
La inquietud que lo consumía había comenzado antes, incluso antes de que Lady Catelyn entrara en trabajo de parto. Los guardias enviados por Hoster Tully se habían movido por los pasillos de Winterfell con una familiaridad inquietante. Su presencia no era abiertamente hostil, pero tampoco parecía amistosa. Cada paso que daban resonaba como un recordatorio de que sus lealtades no pertenecían al Norte, sino al río Tridente. Jon no confiaba en ellos, y al parecer no era el único.
Val, perspicaz como siempre, le había susurrado días antes que las mujeres del Pueblo Libre estaban listas para respaldarlo si llegaba a ser necesario. La guerrera de cabello dorado, con esa mezcla de fiereza y calma que tanto la caracterizaba, había dicho con sencillez: "No tienes por qué enfrentarlo solo. Las mujeres de las Lanzas están contigo". Jon Umber había dejado entrever algo similar respecto a los guardias norteños. Hasta Domeric Bolton, que siempre parecía tener un pie en la lealtad y otro en el oportunismo, había sido claro en su apoyo. "Si algo ocurre, puedes contar con los soldados Bolton", le había dicho con esa sonrisa que nunca llegaba a sus ojos. "Jon Umber hará lo mismo, y Val ya te ha confirmado que las mujeres del Pueblo Libre no dudarán. Incluso las Manderly están de tu lado. Las Karstark también, aunque no estoy seguro de las Mormont. Jory Cassel está vigilando a los guardias Tully por ti. Todo está cubierto".
La mención de los guardias Tully lo había hecho sentir como si estuviera atrapado entre dos fuerzas opuestas. No quería imaginar lo que ocurriría si aquellas tensiones explotaban. Winterfell no era el lugar para un derramamiento de sangre, y menos en una noche como esta. Había agradecido las palabras de Domeric, pero decidió no responder. Fingió no haber oído nada. Lo último que deseaba era alimentar rumores de deslealtad hacia Lady Catelyn, pero esa decisión no hacía desaparecer la realidad.
Ahora, con el recién nacido descansando sobre la mesa, rodeado de mantas que apenas lograban mantener el calor, Jon sentía el peso del mundo sobre sus hombros. Los demás seguían allí, observando en silencio. El primogénito de la casa Umber fue el único que se atrevió a hablar, aunque sus palabras fueron torpes y vacilantes. —Es un poco… —comenzó, pero se detuvo, incapaz de encontrar una manera de terminar la frase que no sonara cruel.
Jon apretó los dientes, conteniendo su frustración. No podía seguir tolerando las miradas cargadas de juicio. —Dejen de mirarlo como si fuera un monstruo —pensó con furia, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta. En cambio, su mirada severa fue suficiente para que los demás muchachos presentes abandonaran la habitación uno por uno. Solo quedaron dos doncellas junto al bebé, aunque su actitud distaba mucho de ser maternal. Sus expresiones dejaban claro que no esperaban que el niño sobreviviera la noche.
Jon sintió cómo el peso de la noche se hundía sobre sus hombros. La atmósfera en la habitación era pesada, cargada de silencios que gritaban lo que nadie se atrevía a decir en voz alta. Los ojos del bebé, apenas abiertos, reflejaban una fragilidad que era dolorosa de mirar. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo, cada respiración un recordatorio de lo precaria que era su existencia. A pesar de todo, el pequeño seguía aferrándose a la vida, y Jon no pudo evitar sentir una punzada de respeto por aquella criatura que luchaba contra un destino que parecía ya escrito.
Los murmullos de los jóvenes nobles que habían estado en la sala se habían desvanecido tras su salida, dejando a Jon en una inquietante soledad, acompañado solo por las dos doncellas que apenas mostraban interés en el niño que debían cuidar. Su desprecio era evidente en la forma en que evitaban mirarlo directamente, como si el simple acto de observar al recién nacido fuese contagioso. Jon los comprendía, pero no podía tolerarlo. Era un Stark, y ese bebé, deformado o no, también lo era.
El aire helado que se filtraba a través de las ventanas hizo que Jon se cruzara de brazos. Había pensado en abandonar la habitación, pero algo lo retenía, una mezcla de deber y culpa que lo mantenía inmóvil. Observaba al bebé, a su piel pálida bajo las mantas gruesas que el maestre Luwin había dispuesto alrededor de él. Era difícil imaginar un futuro para esa criatura, pero aún más difícil era imaginar abandonarlo.
Un leve toque en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Una de las doncellas se apresuró a abrir, y la figura que entró hizo que Jon parpadeara, sorprendido. Val, la mujer del Pueblo Libre, se adentró en la habitación con la gracia y la confianza de alguien que pertenecía a donde sea que estuviera, aunque las paredes de Winterfell no eran su hogar. Sus ropas, mucho más simples que las de las damas del Norte, parecían más apropiadas para la caza que para los salones de piedra, pero había algo en su porte que la hacía destacar incluso entre las más nobles. Su cabello rubio, casi blanco, caía en cascada sobre sus hombros, y sus ojos, afilados y curiosos, se fijaron en el bebé antes de dirigirse a Jon.
—Es interesante —dijo ella, con una voz que era un contraste entre la crudeza del Pueblo Libre y la suavidad de un consejo bienintencionado—. Al norte del Muro, este niño no habría sobrevivido. Un deshuesado... los dioses lo habrían reclamado al instante. Aquí parece que tiene una oportunidad. Si vive, cuídalo, Jon. Será tu deber.
Jon no respondió de inmediato. Las palabras de Val eran tan directas que lo desarmaron. Era cierto que, en el norte del Muro, un niño como este habría sido abandonado al frío para evitar que se convirtiera en una carga. Pero aquí, en Winterfell, las cosas eran diferentes... ¿o no? Miró al bebé de nuevo. No era más que una criatura indefensa, y sin embargo, ya cargaba con el peso del juicio de todos los que lo rodeaban. Jon sintió cómo su mandíbula se tensaba.
—No es un deshuesado, Val. Es un Stark —dijo al fin, con una firmeza que sorprendió incluso a él mismo.
Val le sostuvo la mirada durante un momento que pareció alargarse más de lo necesario. Sus ojos eran inquebrantables, como si estuviera evaluándolo, buscando algo en él que aún no había decidido si existía. Finalmente, asintió, aunque su expresión no revelaba si estaba de acuerdo o simplemente se daba por vencida en intentar cambiar su percepción.
—Entonces demuéstralo —respondió ella con un tono que no dejaba lugar a discusiones. Dio un paso hacia la cuna improvisada y se inclinó para mirar al bebé. Su expresión, normalmente endurecida, se suavizó apenas un instante antes de volver a dirigirse a Jon—. Si los dioses antiguos le han permitido nacer aquí, tal vez tengan un propósito para él. O tal vez simplemente estén probándote. En cualquier caso, la decisión será tuya.
Con esas palabras, Val se giró hacia la puerta y salió de la habitación, dejando a Jon solo con sus pensamientos y la criatura que ahora parecía respirar un poco más tranquila. Jon dejó escapar un suspiro y se sentó al borde de la mesa donde descansaba el bebé. Sus ojos se fijaron en el fuego que crepitaba en la chimenea, y por un momento, deseó tener la misma seguridad en los dioses antiguos que tenía Val. Pero el mundo al sur del Muro era mucho más complicado. Aquí, los dioses no respondían preguntas. Dejaban que los hombres tomaran las decisiones y enfrentaran las consecuencias.
Jon observó al bebé una vez más, con la mandíbula apretada y los ojos llenos de incertidumbre. Era un niño pequeño, frágil, pero seguía respirando, aferrándose a la vida con una fuerza que parecía desmentir su apariencia. Jon no sabía si el pequeño sobreviviría a la noche. Todo indicaba que no lo haría, pero mientras tuviera aliento, él estaría allí para protegerlo. Winterfell era su hogar, y los Stark no abandonaban a los suyos, no mientras pudieran luchar.
La puerta se abrió despacio, y Sansa entró. Caminó con paso lento y se sentó en una silla que había pertenecido a su padre, aquella de respaldo alto que siempre había dominado la sala. Jon alzó la vista hacia ella, pero Sansa no le devolvió la mirada. Parecía más pequeña de lo habitual, más frágil, como si el peso de las últimas horas hubiera caído sobre sus hombros. Durante un breve momento, el silencio reinó entre ellos.
—Mi madre sigue en el parto, —dijo finalmente, con una voz sin inflexión, como si el significado de esas palabras no le alcanzara del todo. Jon alzó una ceja, incrédulo, preguntándose si había escuchado bien. Al verla más de cerca, notó que los ojos de Sansa estaban aguados. Sabía que ella comprendía lo que significaban esas horas interminables. Lady Catelyn llevaba más de un día entero batallando para dar a luz.
—Va a estar bien, ya lo verás, Sansa, —murmuró Jon, intentando que su voz sonara segura.
Sansa asintió levemente y tomó la mano de Jon con fuerza. No añadió nada, y los dos se sumieron en un silencio que parecía extenderse infinitamente. El tiempo avanzaba con una lentitud exasperante. Ambos sabían que había poco que podían hacer, salvo esperar. Jon apretó los labios y se obligó a mantener la calma, aunque su interior estuviera al borde de estallar.
De repente, un grito rompió el aire. —¡Rápido! Es Lady Stark. Ha perdido demasiada sangre. —Una doncella irrumpió en la sala, llevando en brazos a un bebé. Entró apresuradamente y colocó al recién nacido sobre la cama antes de girarse para irse, dejando a Jon y Sansa con el niño. Las otras damas en la sala intercambiaron miradas antes de marcharse también. La habitación quedó sumida en un caos sordo, con los ecos de los gritos resonando en los pasillos y los pasos apresurados de los sirvientes que iban y venían, llevando agua, paños y lo que pudieran necesitar los maestres para intentar salvar a la señora del castillo.
Jon y Sansa permanecieron en la sala, ignorados en el tumulto que parecía haber absorbido a todos los demás. Nadie les prestaba atención. Fue Sansa quien rompió el hechizo, soltando la mano de Jon y levantándose lentamente. Caminó hacia la esquina de la cama, donde yacía el bebé recién depositado.
—Es una niña, —dijo, su voz apenas un susurro, pero lo suficientemente fuerte como para que Jon la escuchara.
Él se levantó y se acercó con cautela. Miró a la pequeña y sintió una punzada en el pecho. Era tan diminuta, tan perfecta en su quietud. Sus rasgos eran Stark, no Tully, y en un instante, Jon recordó a Arya cuando había nacido, aunque esos recuerdos eran vagos, envueltos en la niebla de su niñez.
—Está muerta, —murmuró Jon. Su voz apenas salió de su garganta, y al decirlo sintió el peso de las palabras como una piedra que caía en su estómago. La niña no se movía, no respiraba. Su piel, aún rosada, comenzaba a perder color lentamente, convirtiéndose en un pálido gris. Pero antes de que Jon pudiera decir algo más, vio a Sansa recoger a la niña con cuidado. La llevó junto al pequeño niño en la cama y los colocó juntos.
—¿Qué haces? —preguntó Jon, confundido y un poco alarmado.
Sansa no respondió. En cambio, alisó las mantas alrededor de ambos bebés y dijo con firmeza, aunque su voz temblara ligeramente: —Vinieron unidos. Lo más justo es que se vayan juntos.
Jon apretó los dientes y apartó la mirada. No podía soportar la idea de que su hermano también muriera. Quería gritar, quería rebelarse contra todos los que ya habían escrito el destino de esos dos pequeños. Pero las palabras de Domeric Bolton resonaban en su mente, crueles en su pragmatismo. Incluso si vive, ¿qué clase de vida le espera? había dicho el joven Bolton con ese tono suave que hacía que las verdades más duras sonaran aún más implacables. Si no muere esta noche, morirá cuando llegue el invierno.
Jon cerró los ojos por un momento, recordando las historias que había escuchado junto a Robb cuando eran niños. Relatos sobre los antiguos reyes del invierno, que llevaban a los niños débiles al bosque y los dejaban allí como ofrendas para los lobos. Eran historias antiguas, pero la crudeza de esas tradiciones aún resonaba en el Norte, donde la supervivencia rara vez mostraba misericordia.
Un grito desgarrador interrumpió sus pensamientos. Una figura entró corriendo a la habitación, con el rostro pálido de terror. —¡Lady Stark está empeorando! ¡No sabemos cuánto tiempo más podrá resistir! —Jon giró la cabeza hacia la puerta justo cuando Sansa se levantaba de la cama, dejando a los bebés detrás.
—¡Quiero verla! —gritó Sansa, con una determinación que sorprendió a Jon. Antes de que pudiera detenerla, su hermana salió corriendo de la sala, dejando a Jon solo con los dos pequeños. Miró a su alrededor, la soledad cayendo sobre él como un manto pesado. Arya no estaba en ninguna parte. La habían estado buscando, pero la niña se había escapado. Había mandado guardias tras ella, pero no había noticias aún.
Se acercó a los bebés y se quedó allí, en silencio, observándolos. Una pequeña figura inmóvil y otra que apenas respiraba, cada aliento un desafío al destino, cada jadeo un acto de pura voluntad. Jon respiró hondo mientras el frío de la noche se filtraba a través de las gruesas piedras de Winterfell. Las antorchas titilaban en las paredes, proyectando sombras alargadas que parecían danzar con malicia, como si se burlaran de su impotencia. Decidió, con una resolución silenciosa, que mientras él estuviera allí, no los dejaría solos. Aunque todos los demás los hubieran olvidado, él sería el escudo que los protegería, aunque solo fuera con su presencia. Porque eso era lo que significaba ser un Stark: no abandonar nunca, ni siquiera en los momentos más oscuros.
De pronto, la puerta se abrió bruscamente, y Jon se giró para encontrar a Domeric Bolton entrando, seguido de Torrhen y Eddard Karstark, Jon Umber y Rodrik Dustin. Iban armados, con dos o tres guardias de sus casas detrás de ellos, además del doble de hombres con el emblema del lobo huargo de los Stark en sus tabardos. Domeric, siempre observador, llevaba una expresión que Jon no pudo descifrar por completo, mezcla de preocupación y determinación. En sus manos había una espada, que extendió hacia él.
—Los guardias Tully se están moviendo demasiado —dijo Domeric, su voz baja pero cargada de significado—. Ya han tomado pocisiones por si algo llegara a pasar. Por si acaso, estamos aquí para cuidarte.
Jon les miró a todos y asintió con un movimiento breve. No tenía energía para responder, ni siquiera para preocuparse por lo que sugerían esas palabras. Su atención estaba fija en los dos pequeños en la cama. Su mundo se había reducido a ellos, a sus respiraciones, o la ausencia de ellas.
Y entonces, el silencio se rompió. Un llanto débil, apenas un gemido, surgió de la garganta del bebé. Jon se giró hacia él con incredulidad, sus ojos clavados en el pequeño rostro que ahora se contorsionaba ligeramente. El niño soltó un suspiro, y Jon lo vio, un aliento gélido que escapó de su diminuta boca como una niebla helada, desvaneciéndose en el aire.
No tuvo tiempo de procesar lo que había visto cuando otro sonido le atravesó: un llanto fuerte y claro que provenía de la niña. Ella, que había parecido inmóvil e inerte momentos antes, ahora lloraba con una fuerza inesperada, como si estuviera reclamando su lugar en el mundo. Jon sintió que su corazón se detenía, y luego, con un latido potente, se aceleró.
—¿Qué demonios...? —murmuró Domeric, su voz quebrada por la sorpresa.
Jon no entendía lo que había pasado, pero sabía que necesitaba ayuda. Salió corriendo de la habitación, sus pasos resonando en los pasillos. Buscó a las doncellas, pero solo encontró a dos figuras al pie de una escalera: Wynafryd y Wylla Manderly, conversando con sus escoltas. Fue Wynafryd quien reaccionó primero al verlo, su expresión de alarma inmediata.
—¡Los bebés! —exclamó, y sin esperar explicación, ambas hermanas corrieron tras Jon hacia la habitación.
Una vez dentro, Wynafryd no perdió tiempo. Su educación y sus instintos parecieron tomar el control mientras se dirigía a la niña, levantándola con cuidado y envolviéndola en una manta gruesa. Intentó calmar su llanto con suaves murmullos, mientras Wylla se inclinaba sobre el niño. Domeric, que se había acercado a la cuna improvisada, sugirió en tono firme que la niña debía llorar más fuerte, para ganar fuerzas, pero Wynafryd lo ignoró, centrada en protegerla del frío que llenaba la habitación.
Jon apenas podía escuchar. Su atención estaba fija en el niño, que había dejado de moverse. Su pequeño cuerpo parecía inmóvil, y el pálido tono de su piel se tornaba más marcado con cada segundo que pasaba. Jon lo tomó en sus manos, con cuidado al principio, luego con más urgencia.
—No, no... —murmuró, sacudiendo al pequeño con suavidad al principio, y luego con más fuerza—. No te vayas, no ahora.
El frío que había sentido antes parecía envolverlo por completo ahora, como si emanara del propio bebé. El niño no respondía, y Jon sintió cómo una ola de desesperación comenzaba a arrastrarlo. —¡Llamen al maestre! —gritó, su voz desesperada rompiendo el silencio de la habitación—. ¡Necesitamos ayuda, ahora!
Los guardias se movieron con titubeo al ver a Jon Umber, joven pero ya imponente a sus dieciséis años, tomando a Jon por los hombros. Su agarre era firme, casi brutal, y sus ojos brillaban con una mezcla de pena y determinación. El pequeño Umber no había tenido tiempo para la fragilidad ni para las dudas; en el Norte, la vida y la muerte se decidían con un pragmatismo frío.
—Es suficiente, mi lord —dijo con dureza, aunque su voz temblaba levemente—. El niño nunca habría sobrevivido en el frío Norte.
Jon forcejeó con todas sus fuerzas, pero el peso y la altura de Umber eran imposibles de vencer. Era como intentar mover un roble joven. —¡No lo entiendes! —rugió Jon, pero sus palabras se quebraron a mitad de camino, dando paso a un sollozo que no pudo contener. El dolor lo atravesaba como un cuchillo, y las lágrimas comenzaron a correr por su rostro, calientes en contraste con el frío que se filtraba por los muros de Winterfell. Cuando Umber finalmente lo arrastró lejos de la cama y la puerta se cerró con un golpe seco, Jon quedó en el pasillo, solo.
El eco del portazo se disipó, dejando un silencio pesado, como un sudario. Su mente era un caos, llena de preguntas sin respuesta. ¿Por qué había llorado el niño solo para morir después? ¿Por qué la niña había sobrevivido cuando su hermano no? El frío lo envolvía, el mismo frío que siempre había sido un recordatorio de la dureza del Norte. Pero esta vez no era un frío externo. Era algo que se había instalado dentro de él, un vacío gélido que ni las llamas más vivas podrían disipar.
Dacey Mormont encontró a Arya al amanecer, deambulando entre los árboles del Bosque de los Lobos. La niña estaba cubierta de nieve, sus pequeños pies descalzos marcando el suelo helado. No opuso resistencia cuando Dacey la tomó en brazos, sus ojos grandes y grises llenos de lágrimas, pero sin el brillo de la rebeldía que solía definirla. Cuando llegaron a Winterfell, Arya solo lloró, sollozos profundos y desgarradores que resonaron por los pasillos como el lamento de un fantasma.
Sansa, por otro lado, estaba cambiando de una manera más silenciosa pero no menos inquietante. Se mostraba más seria, más distante. Había algo en su mirada, una dureza recién nacida que no encajaba en una niña de su edad. Parecía haber comprendido algo que Jon aún no podía descifrar, algo oscuro y permanente.
Unos días después, se celebró un pequeño funeral para el niño. Fue Jon quien tuvo que elegir un nombre, y el que se le vino a la mente fue Brandon. Brandon Stark, un nombre que resonaba como un eco en las criptas de Winterfell, un nombre que hablaba de antiguos lobos y viejas historias. Con las palabras solemnes de un maestre y la compañía de los norteños más cercanos, el cuerpo del niño fue enterrado en las profundidades de las criptas, junto a los huesos de sus antepasados. La tierra que cubría su pequeño ataúd parecía más pesada de lo que debería ser, como si el propio Norte lamentara su partida.
Lady Catelyn, que había sobrevivido al parto, no asistió al funeral. Su recuperación fue rápida, pero su actitud era fría y distante, incluso más que antes. Un día, sin previo aviso, se marchó de Winterfell. No se despidió de Jon, ni de sus hijas, ni de la pequeña bebé que había sobrevivido al parto contra todo pronóstico. Jon fue quien tuvo que nombrarla. "Lyarra Stark", dijo finalmente, en honor a su abuela. No era un nombre escogido a la ligera; era un intento de darle a la niña una conexión con el linaje Stark, una afirmación de que, aunque su madre la hubiera abandonado, ella siempre pertenecería al Norte.
Arya y Sansa parecían resentir profundamente a su madre por haberlas dejado atrás. Sansa, con su reciente dureza, evitaba hablar del tema, pero sus silencios eran más elocuentes que cualquier palabra. Arya, en cambio, se mostraba abiertamente hostil cuando alguien mencionaba a Catelyn. Jon decidió no intervenir. No era su lugar y, aunque intentaba ser un pilar para ellas, sentía que estaba luchando contra un mar de emociones que no entendía del todo.
Con la muerte de Brandon y la partida de Lady Catelyn, el consejo de los norteños exigió que Jon, aún menor de edad, eligiera a un regente para gobernar Winterfell hasta que cumpliera la mayoría de edad. Después de largas deliberaciones, Jon eligió a Howland Reed. Entre todos los hombres del Norte, Howland era el amigo más cercano a su padre que aún vivía, y Jon confiaba en su juicio. Los norteños aceptaron su decisión con cierta reticencia; los crannogmen no eran los más queridos entre los señores de las grandes casas, pero Jon sabía que el deber estaba por encima de las viejas rencillas.
El Norte seguía siendo un lugar implacable, pero Jon entendía cada vez más lo que significaba gobernar. La muerte de Brandon, el abandono de su madre, las nuevas responsabilidades... Todo ello parecía ser parte de una lección más grande, una que apenas comenzaba a comprender. En el Norte, la fuerza no era solo una cuestión de músculo o acero. Era una cuestión de resistencia, de seguir adelante incluso cuando todo parecía perdido, incluso cuando el frío se colaba hasta los huesos.
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Jon Arryn intentó controlar su enojo mientras releía el informe que acababa de recibir. Sus dedos, largos y delgados, tamborileaban con impaciencia sobre la mesa de roble en su despacho. La noticia que había llegado con alas negras era inquietante: varios de los hijos bastardos del Rey Robert habían sido asesinados en circunstancias sospechosas. Para muchos en el Consejo, aquello no era más que una trivialidad, algo que se podía ignorar con facilidad, pero para Jon era mucho más que eso. Era una señal, un movimiento calculado, una advertencia de que alguien estaba eliminando posibles reclamaciones al trono. Y eso, en los Siete Reinos, siempre significaba peligro.
El peso de la responsabilidad lo aplastaba como una montaña, más aún desde la muerte de Eddard Stark, su querido Ned. El recuerdo lo golpeaba como un martillo, una y otra vez, especialmente en las noches solitarias, cuando las copas de vino se acumulaban sobre la mesa y el silencio de la Torre de la Mano se volvía insoportable. Había amado a Eddard como a un hijo, y su pérdida le había dejado un vacío que ningún deber o alianza política podía llenar. A menudo se encontraba preguntándose si aquello había sido su culpa. Si no hubiera enviado a Petyr Baelish al Norte, si no hubiera presionado a Ned con los impuestos y la legitimación de su bastardo, ¿estarían las cosas ahora diferentes?
Petyr había regresado del Norte con noticias contradictorias. "Lord Stark goza de excelente salud", había informado Baelish con su sonrisa serpenteante. Pero también había mencionado lo poco cooperativo que había sido Ned respecto a los impuestos reales. "Un chantaje apenas disfrazado", había dicho Stark, dejando claro que no tenía intención de ceder fácilmente. Pero todo aquello había quedado atrás cuando llegaron los cuervos. Alas negras, mensajes negros.
La peste había golpeado Winterfell con una ferocidad que Jon jamás hubiera imaginado. Primero cayeron los campesinos en las aldeas cercanas, luego los hombres de armas, después los sirvientes del castillo. La enfermedad no hizo distinciones: ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos sucumbieron ante ella. Finalmente, el propio Eddard y su primogénito Robb habían sido reclamados por aquella plaga. Jon había leído la carta con manos temblorosas, el corazón latiendo con un dolor profundo y sordo. La única vida que había sido perdonada por la enfermedad era la del bastardo, un hecho que muchos consideraban una simple casualidad, pero que a Jon le parecía un cruel capricho del destino.
La pérdida de Eddard había devastado al Rey Robert de una forma que nadie habría anticipado. Su amigo de toda la vida, el hombre que había sido su roca durante la Rebelión, ya no estaba, y Robert se había sumido en una melancolía oscura y venenosa. No era que Robert hubiera sido alguna vez un rey entusiasta; el trono no le interesaba más que las cadenas de mando o los pergaminos cargados de sellos reales. Pero la ausencia de Ned había vaciado cualquier resto de vitalidad en él. Jon podía verlo en su andar torpe, en las copas de vino que llenaba con demasiada frecuencia, en los banquetes donde su risa resonaba hueca y sin alegría.
Era un hombre que había nacido para la guerra, no para el gobierno. Lo había demostrado en los primeros años de su reinado, cuando Dorne se negó a doblar la rodilla tras la Rebelión. Fue Robert quien marchó con un ejército a las marcas de Dorne, aplastando a los señores locales en combates brutales. Las historias de sus victorias eran recordadas con orgullo: cómo Ned Stark había tomado Wyl, la fortaleza de la Casa Wyl, y cómo habían derrotado a una avanzada de las casas Uller e Yronwood. Sin embargo, esas victorias no habían sido suficientes para quebrar la voluntad de Dorne, y Robert, presionado por sus lores, había firmado la paz.
Jon recordaba bien esos días. La reina Cersei había perdido a su primer hijo durante esa campaña, y los rumores decían que Robert había llorado en privado, aunque pocos se atreverían a mencionarlo. Fue entonces cuando los cadáveres de Elia Martell y sus hijos, Aegon y Rhaenys, fueron devueltos a Dorne como parte del acuerdo de paz. En aquel tema, Ned y Tywin Lannister, hombres de naturalezas opuestas, habían estado sorprendentemente de acuerdo. Las tierras verdes del Dominio y las Tierras de la Tormenta clamaban por estabilidad, y prolongar la guerra solo habría debilitado el reino naciente.
Pero esas viejas heridas nunca habían sanado del todo, y ahora, más de una década después, los fantasmas del pasado parecían regresar. Jon se inclinó sobre la mesa, apretando los dedos contra sus sienes mientras intentaba organizar sus pensamientos. La muerte de los bastardos de Robert no era un acto aislado. Alguien estaba moviendo las piezas del tablero, y cada movimiento lo acercaba más al borde de una revelación que, temía, podría destruirlo todo.
Había perdido a Ned. Había perdido a un hijo adoptivo, un amigo, un pilar. Pero no podía permitirse perder también el reino que ambos habían ayudado a construir. Mientras el viento de King's Landing susurraba a través de las ventanas abiertas, Jon Arryn se permitió un momento de introspección, un breve respiro en el tumulto que lo rodeaba. La muerte de Eddard Stark había golpeado al reino más fuerte de lo que muchos podrían imaginar. No eran solo los norteños los que sentían el vacío dejado por su partida; la corte entera estaba afectada, aunque pocos lo admitirían abiertamente. Incluso Robert, el gran y poderoso Rey Robert Baratheon, lo había sentido.
Por las noches, los gritos del rey resonaban en la Fortaleza Roja. Ebrio y lleno de furia, Robert exigía al aire que Ned regresara, como si sus palabras pudieran hacer que su viejo amigo se alzara de entre los muertos. "¡Basta de tonterías, Stark, ven y regresa a mi lado!", rugía, golpeando su copa de vino contra la mesa con tanta fuerza que el líquido rojo como la sangre manchaba los manteles de lino. Pero el rey no recibía respuesta, solo el eco de su propia voz en las vastas y frías paredes del castillo. El reino, mientras tanto, languidecía bajo su mirada descuidada. La administración de Robert siempre había sido débil, pero ahora era casi inexistente. La corona se desmoronaba lentamente, y Jon Arryn lo sabía mejor que nadie.
Y ahora, como si el peso de la mano del rey no fuera suficiente, habían comenzado a asesinar a los bastardos del rey. Era un acto cobarde, pero metódico, y Jon no podía ignorar lo que significaba. Sabía que debía proteger a Mya Stone, la bastarda que había quedado bajo su cuidado desde hacía años. Pero, ¿dónde podía enviarla? King's Landing estaba lejos de ser seguro, y si no podía protegerla aquí, ¿qué esperanza tenía de mantenerla a salvo en otro lugar?
Jon tomó su pluma y comenzó a escribir. El único lugar que se le ocurría era el Norte, un lugar donde el honor todavía significaba algo, incluso si eso lo convertía en una tierra tan dura como sus inviernos. Además, el hijo de Ned, el muchacho legitimado recientemente, estaba buscando damas de compañía para sus hermanas. Jon sabía que enviar a Mya sería un movimiento arriesgado, pero no podía pensar en una mejor opción. El muchacho había sido bastardo hasta hacía poco, y Jon confiaba en que entendería lo que significaba eso. Era una esperanza tenue, pero en tiempos como estos, las esperanzas tenues eran todo lo que tenía.
Mientras escribía, sus pensamientos se desviaron hacia Ned y su enigmático pasado. Había sido un hombre honorable, demasiado honorable, pensaba Jon, para haber tomado a una mujer de manera tan casual como para engendrar un bastardo. Y sin embargo, allí estaba el muchacho, Jon Snow, ahora Jon Stark. Recordó las palabras de Petyr Baelish durante el consejo en el que discutieron la legitimación del niño. "Una fiel copia de su padre", había dicho Baelish con esa sonrisa maliciosa que siempre parecía esconder algo. "Aunque su cabello es más oscuro, su piel más pálida, y esos ojos grises casi negros con destellos violáceos... Sí, será atractivo para las damas, más de lo fue su padre en su juventud."
Petyr, siempre Petyr. Jon sabía que no debía fiarse de él, pero sus palabras siempre le dejaban un eco en la mente. Ned no había sido el hombre más apuesto, aunque sí lo suficientemente atractivo como para llamar la atención de muchas damas. Pero entonces, ¿quién era la madre de este niño? ¿Qué mujer había hecho que Eddard Stark, el hombre más honorable que Jon había conocido, rompiera sus votos matrimoniales?
La respuesta que le venía a la mente una y otra vez era Ashara Dayne. Recordó aquellos días en Harrenhal, cuando Ned había corrido hacia él buscando consejo. "He fallado en mi honor", le había confesado en voz baja, casi como un niño admitiendo una travesura. Ned quería casarse con Ashara, deseaba redimirse a través del matrimonio, pero la Rebelión había estallado antes de que pudiera hacerlo. Después vino la muerte de Brandon, y Ned tuvo que asumir la carga de liderar su casa y tomar a la prometida de su hermano como esposa. Fue una tragedia silenciosa, una historia que nunca se contaría en canciones.
Pero Jon recordaba los días de Harrenhal. Recordaba a Ned, serio como siempre, pero con una luz en los ojos que rara vez veía en él. Era feliz en aquellos días, tanto como podía serlo un Stark. ¿Y si esa felicidad había quedado en Ashara? ¿Y si Jon Snow era el último vestigio de esa unión? Jon Arryn se preguntó si Ned había amado tanto a esa mujer como para finalmente legitimar a su hijo, incluso después de todos esos años.
Jon Arryn dejó la pluma y miró el pergamino frente a él. Había escrito la carta, pero sus pensamientos seguían nublados. Había demasiadas preguntas, demasiadas piezas en el tablero, y pocas respuestas. Pero sabía una cosa con certeza: debía proteger a Mya Stone, así como Ned había protegido a su propio hijo bastardo. Si el reino se desmoronaba, al menos habría hecho lo correcto, aunque fuera por una sola vida.
Más atractivo que Ned. La frase no dejaba de rondarle la cabeza a Jon Arryn mientras su pluma descansaba sobre el pergamino. ¿Qué había querido decir Petyr con eso? Ned no era un hombre especialmente hermoso, pero había un magnetismo en su seriedad, en su porte honesto y firme. Sin embargo, la descripción del muchacho—cabello negro como el azabache, ojos grises casi violetas, piel pálida—dibujaba una figura más cercana a la belleza de una dama del sur que a la austeridad de un hombre del Norte. Si el muchacho se parecía tanto a su madre, como sugería Baelish, ¿acaso la madre podría haber sido Ashara Dayne?
Ashara... Jon Arryn cerró los ojos por un momento, dejando que el nombre trajera consigo los ecos de un pasado que parecía lejano y nebuloso. Recordaba a la dama de la Casa Dayne, la joya de Harrenhal durante el famoso torneo. Su cabello negro y brillante era como una cortina de seda, y sus ojos violetas, profundos como el crepúsculo, podían capturar a cualquier hombre con una sola mirada. Si Jon Stark era hijo suyo, entonces Ned había tenido más que un desliz; había sido un hombre profundamente enamorado. Pero Ned, el honorable Ned, no habría permitido que un hijo suyo, especialmente de un linaje tan ilustre como el de los Dayne, creciera como bastardo. ¿Podía eso explicar su decisión de legitimar al chico y ofrecerle Moat Cailin, una fortaleza clave en el Norte?
El pensamiento era intrigante, pero también inquietante. La semilla de los Stark siempre había sido fuerte, transmitiendo su apariencia de generación en generación: piel pálida, cabello oscuro, ojos grises como el cielo sobre Invernalia. Jon Stark tenía esas características, sí, pero había algo más en él, algo que sugería una mezcla de sangres nobles. Jon Arryn se preguntó si, de haber sido una chica, el muchacho habría sido el vivo retrato de Ashara, con su gracia y belleza deslumbrante.
Jon Arryn dejó la pluma a un lado y frotó sus sienes. Había algo en la historia de ese niño que no encajaba del todo, un hilo suelto que, si lograba jalarlo, quizás desenredaría un tapiz mucho más complicado de lo que imaginaba. Intentó pensar en los niños que conocía: su propio hijo, Robert Arryn, era una copia casi exacta de Lysa Tully, tanto en aspecto como en fragilidad. Los príncipes de la corte, en cambio, reflejaban más a su madre que a Robert. Joffrey, en particular, le recordaba más a Jaime Lannister, o incluso a Lancel, que a su supuesto padre.
Jon suspiró profundamente, sintiendo cómo el vacío en su interior se hacía más grande. Había algo delante de sus ojos, algo importante, pero los hilos se le escapaban antes de que pudiera conectarlos. La frustración crecía, pero no podía permitirse detenerse. —¡Guardias!—gritó con firmeza, su voz resonando en la sala.
Dos hombres entraron rápidamente en la habitación. Eran caballeros de la Casa Arryn, vestidos con armaduras de brillante acero plateado. El diseño era elegante y funcional, con el halcón de los Arryn grabado en el peto y el yelmo. El escudo que portaban lucía reluciente, un círculo blanco sobre un fondo azul celeste, el emblema del halcón alzando vuelo sobre la luna creciente. Sus yelmos estaban decorados con intrincados detalles plateados, y las plumas que coronaban sus cabezas ondeaban suavemente con cada paso.
Jon Arryn los observó durante unos instantes, su mente trabajando rápidamente. Finalmente, tomó una decisión y se inclinó sobre el escritorio para escribir dos cartas. La primera estaba dirigida a Jon Stark. Informaba al joven señor de Winterfell que una dama sería enviada al Norte para ser criada bajo su cuidado. Alegó que se trataba de un compromiso entre su difunto padre y la Corona. Por un momento, consideró añadir una línea pidiendo que la niña fuera tratada con respeto, pero descartó la idea. Ned había inculcado honor en sus hijos, y Jon confiaba en que el muchacho no haría menos.
La segunda carta estaba destinada al Nido de Águilas. Ordenaba que Mya Stone fuera preparada y enviada al Norte con la mayor urgencia. Cuando terminó ambas cartas, las entregó a uno de los guardias, un hombre robusto con el rostro severo y la mirada de alguien acostumbrado a la lealtad inquebrantable. —Entrega esto con la mayor rapidez posible—ordenó Jon.
El guardia asintió con una breve inclinación y salió de la sala, dejando a su compañero atrás. Este último, un hombre de porte elegante y expresión atenta, se quedó esperando más instrucciones. Jon lo miró por un momento antes de hablar. —Convoca al Gran Maestre. Dile que es urgente.
El caballero inclinó la cabeza y salió sin una palabra. Jon Arryn se reclinó en su silla, frotándose los ojos cansados. Necesitaba respuestas, y no solo sobre los bastardos de Robert. La fuerza de las semillas de las grandes casas siempre había sido algo digno de estudio. Los Stark, los Tully, los Baratheon... Todos transmitían rasgos que parecían implacables en su dominancia. Incluso los hijos de los Baratheon, con sangre Targaryen en sus venas, habían heredado el cabello oscuro y los ojos azules tormentosos de los Baratheon. Entonces, ¿por qué no era así en todos los casos? ¿Por qué los hijos del rey parecían tan diferentes?
Jon sintió cómo una sombra se cernía sobre él, una inquietud que no podía apartar. Había algo más, algo oculto, y estaba decidido a descubrirlo. Las genealogías de las grandes casas siempre le habían fascinado, pero ahora se habían convertido en una herramienta esencial. Quería saber más, mucho más, y no descansaría hasta entender los hilos que unían a los poderosos de Poniente.
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Tyrion caminaba con una sonrisa ladeada por los amplios pasillos de Casterly Rock, sus botas resonaban en el suelo de mármol pulido, mientras silbaba una melodía que conocía bien. Era una tonada que, a juzgar por los gestos mal contenidos de los guardias, irritaba tanto como el sonido de un ratón atrapado en una despensa. En especial, los hombres que custodiaban la entrada al gran salón parecían contenerse de fulminarlo con la mirada. Tyrion disfrutaba de aquello más de lo que debería, pero ¿acaso no era el menor de los placeres lo único que quedaba cuando la vida parecía conjurarse para menospreciarte?
Aún así, su entusiasmo no era genuino. Aunque caminaba erguido y su expresión irradiaba confianza, no estaba deseoso de atender la convocatoria de su padre. Tywin Lannister no llamaba a sus hijos a menos que tuviera algo importante que ordenar, y lo importante para Tywin rara vez significaba agradable para Tyrion. Por desgracia, Jaime no había acudido, probablemente entretenido con alguna nueva aventura que requería una espada o una sonrisa deslumbrante. El deber recaía en él, el hijo menor, el bufón que debía aguantar las miradas de desdén del gran león.
Era una lástima. Había estado disfrutando del día en compañía de Tysha, su esposa. Sus pensamientos regresaron brevemente a ella, al sonido de su risa y al calor de sus caricias. Tyrion había aprendido a no esperar demasiado de la vida, pero Tysha le hacía soñar, y eso era peligroso.
Los guardias en la entrada del gran salón se enderezaron al verlo acercarse. La Guardia de Honor de Casterly Rock era algo más que soldados; eran un despliegue resplandeciente de opulencia y poder. Cada hombre se alzaba como una estatua de fuerza, su armadura un ejemplo de la riqueza de Occidente. Placas de acero carmesí con detalles en oro pulido reflejaban la luz como espejos, deslumbrando a cualquiera que se atreviera a mirarlos demasiado tiempo. Los yelmos, diseñados en forma de cabezas de león rugientes, eran tanto una obra de arte como una advertencia. Los ojos de los portadores, apenas visibles tras la visera, brillaban como brasas, y las capas de terciopelo rojo que ondeaban tras ellos completaban la imagen de majestad.
Cada detalle estaba calculado para intimidar: hombreras con forma de garras listas para desgarrar, escudos curvados que portaban el emblema del león rampante, y espadas largas con empuñaduras adornadas por rubíes tallados en forma de ojos de león. Eran más que armas; eran símbolos. Tyrion no pudo evitar sonreír mientras los observaba. La pomposidad y la teatralidad eran tan características de los Lannister como su oro.
Cuando uno de los guardias avanzó para abrir las puertas del salón, Tyrion levantó una ceja y murmuró con un tono que bordeaba el sarcasmo: —Siempre es un placer ver la dedicación con la que representáis nuestra gloria. No sé cansan de ser tan espléndidos.
El guardia no respondió, pero Tyrion captó el leve endurecimiento en la mandíbula del hombre. "Un día de estos, ese león dorado se atragantará con su propia lengua", pensó Tyrion, divertido.
Cuando las enormes puertas se abrieron, revelaron el interior del salón: una cámara amplia y sombría, con altos techos abovedados y paredes adornadas con estandartes que ondeaban suavemente con la brisa que se filtraba por las ventanas altas. El trono de Tywin se encontraba al final, un asiento de madera oscura tallada con la forma de un león que parecía estar a punto de saltar. El león no era una simple decoración; era una amenaza, como todo lo que rodeaba a Tywin.
El sonido de las puertas cerrándose con un estruendo tras él lo sacó de sus pensamientos. Su sonrisa se ensanchó ligeramente mientras avanzaba, sus pasos resonando en el suelo de piedra. Sabía que lo observaban, sabía que lo despreciaban, pero eso no le preocupaba. Lo único que realmente le preocupaba era qué nuevo desafío o humillación le esperaba al otro lado de la sala.
Al acercarse al trono, Tywin levantó la mirada de los documentos que tenía frente a él. Su rostro, pétreo como una escultura de mármol, apenas reflejaba emociones, pero Tyrion notó una ligera tensión en las comisuras de su boca. ¿Era disgusto? Era difícil decirlo. A lo largo de su vida, el enano había sido testigo de aquella expresión tantas veces que ya no sabía si era una respuesta a su presencia o al mundo mismo que no encajaba a la perfección con los designios del gran León de Casterly Rock. Tywin Lannister era el epítome de la disciplina, el control y el poder absoluto, y Tyrion era todo lo que su padre despreciaba: una mancha en el linaje dorado de los Lannister.
Sus ojos, tan fríos como el acero, se posaron en Tyrion con el peso de una montaña, evaluándolo, juzgándolo, siempre buscando algo que nunca encontraría. Tyrion inclinó la cabeza ligeramente, como un actor saludando a su público antes de que se alzara el telón. —Padre —dijo, dejando entrever un tono irónico que sabía que su progenitor odiaba—. Agradezco la invitación. Estoy seguro de que esta conversación será tan agradable como enriquecedora.
Sin esperar indicaciones, Tyrion se dejó caer en una silla que conocía bien: una pieza especialmente diseñada para él, fabricada bajo las instrucciones de su esposa, Tysha. El respaldo era curvo y bajo, adaptado a su pequeña estatura, y los brazos estaban tallados con motivos de leones rampantes, un gesto que Tysha había insistido en incluir para reforzar su orgullo como Lannister. Tyrion sonrió al recordar el día en que ella le había entregado aquel regalo. Sin embargo, su atención pronto se desvió hacia una copa que reposaba sobre la mesa de su padre.
Era una obra de arte en sí misma: hecha de cristal oscuro, con un tallo dorado que terminaba en la forma de una garra de león, sosteniendo el cáliz como si fuera un trofeo. Tyrion estiró la mano para alcanzarla, pero, frustrado por la distancia, se vio obligado a levantarse sobre su silla. A pesar de su incomodidad, no dejó de pensar: "Esto va a ser una conversación larga".
Cuando estuvo a punto de tomarla, Tywin, con un movimiento deliberado y calculado, agarró la copa y la deslizó hacia el otro extremo de la mesa, donde sabía que Tyrion no podría alcanzarla. —Siéntate correctamente —ordenó, su voz seca y autoritaria como siempre.
Tyrion bajó de la silla y se dejó caer de nuevo en ella, obedeciendo como un cachorro reprendido. —Pensé que tu matrimonio pondría fin a tus libertinajes —añadió Tywin, sin molestarse en mirar directamente a su hijo, mientras volvía su atención a los papeles frente a él.
Tyrion sonrió para sí mismo, un gesto cargado de cinismo. —Tysha me mantiene alejado de los burdeles, padre, pero el vino... bueno, eso es otro asunto.
La mención de su esposa provocó que Tywin levantara la mirada nuevamente, sus ojos centelleando con algo más que desaprobación. Tysha, la hija de Damion Lannister de Lannisport, hermana del castellano de Casterly Rock y parte de una familia de sangre pura Lannister, había sido un matrimonio arreglado por su padre para, en sus palabras, "mitigar las desventajas de tu existencia". Aunque Tywin había dado su bendición al matrimonio, Tyrion siempre sospechó que esperaba que fracasara. Pero no había sido así. Tysha era astuta, leal y más capaz de lo que Tywin parecía dispuesto a admitir.
—Tu hermana —comenzó Tywin, con un tono que dejó claro que el tema no sería agradable. Tyrion alzó una ceja, intrigado. Siempre encontraba entretenido escuchar sobre las últimas maniobras de Cersei. —Se ha estado dando demasiadas libertades últimamente. Aprovechándose del desconsuelo del Rey tras la muerte de Eddard Stark, ha comenzado a ordenar asesinatos a diestra y siniestra, eliminando a los bastardos de Robert.
Tyrion ocultó una mueca de disgusto detrás de su copa, aunque seguía prestando atención. Cersei era, en muchos sentidos, incluso más imprudente que Robert Baratheon. Sus amoríos con Jaime y otros hombres, sus decisiones precipitadas y su inclinación por el poder absoluto la habían llevado a cometer errores costosos. Pero esto era diferente. Asesinar a los hijos bastardos del Rey, niños que llevaban su sangre, era una jugada peligrosa incluso para ella.
—Cuando el Rey recupere su ánimo y regrese a sus libertinajes, no quedará complacido con Cersei —continuó Tywin, su voz tan afilada como una espada.
—Eso, claro está, si alguna vez se entera de su existencia —murmuró Tyrion, sin molestarse en ocultar su sarcasmo.
—Tal vez. Pero eso es lo de menos ahora. Lo que importa es que Jon Arryn quiere enviar a la niña bastarda del Valle al Norte. —Las palabras de Tywin fueron precisas, cargadas de significado. La noticia parecía ser una pieza más en el intrincado juego que su padre jugaba con maestría.
Tyrion inclinó la cabeza, intrigado. "Esto podría volverse interesante", pensó, aunque sabía que las intrigas de su padre rara vez eran entretenidas para alguien que no fuera Tywin mismo. El aire en la habitación parecía más pesado, cargado con la tensión que siempre acompañaba las audiencias con el Señor de Roca Casterly. En ese instante, Tyrion recordó un nombre, un destello en la memoria que trajo consigo las historias que había escuchado: Mya Stone. La bastarda del Valle, la primera hija reconocida de Robert Baratheon. Se decía que su parecido con el Rey era innegable, con el cabello negro como la noche y los ojos azules que podían helar el corazón de cualquiera que los mirara. Algunos murmuraban que Robert había llegado a amarla, aunque fuera por un breve momento, antes de que su embriaguez constante y su corazón voluble la relegaran al olvido.
—El gran y vasto Norte —dijo Tyrion, dejando que su voz adoptara un tono casi ceremonioso mientras recitaba palabras que parecían extraídas de viejas leyendas—. Se dice que es tan inmenso que el resto de los Siete Reinos podrían caber dos veces en su extensión. Que cada soldado norteño vale por diez sureños y que sus tierras son tan salvajes que aún se hacen sacrificios de sangre a los arcianos. Ahora, un niño verde ocupa el trono ancestral del Invierno.
Tywin alzó la mirada brevemente, sus ojos afilados evaluando a Tyrion. No había reproches ni comentarios; simplemente volvió a centrar su atención en los documentos que tenía frente a él. Tyrion, frustrado, intentó disimular su impaciencia al alcanzar la copa y la jarra de vino que se encontraban al otro extremo de la mesa. Movió las piernas que colgaban de su silla, encontrando cierta diversión infantil en el movimiento, como si fuera un niño pequeño balanceándose en una mecedora. "Por los dioses, ¿qué tan larga será esta conversación?", pensó.
—No voy a correr riesgos. Ese ebrio de Robert podría legitimar a la niña solo para unir su casa con los Stark.
Tyrion alzó una ceja, genuinamente sorprendido por las palabras de su padre. Era una posibilidad, claro, pero no creía que Robert tuviera la iniciativa para algo tan calculado. —Si eso te preocupa, Myrcella es joven. Cuando crezca, podría...
El golpe sobre la mesa resonó como un trueno en la habitación. Tywin apenas se movió, pero el impacto de su acción hizo callar a Tyrion al instante. —No enviaré a mi nieta al salvaje Norte. Pero tampoco permitiré que una bastarda sea legitimada junto con sus descendientes. Nadie, por mínima que sea la amenaza, pondrá en riesgo el poder de la Casa Lannister.
Tyrion, que había estado a punto de soltar una observación mordaz sobre cómo Cersei era, sin duda, la mayor amenaza para la familia, decidió guardársela. Tywin no toleraba bromas cuando se trataba de los intereses de su casa.
—¿Qué quieres que haga, padre? —preguntó finalmente Tyrion, su tono desprovisto de la usual ironía. Sabía que este no era el momento para juegos.
Tywin lo observó con esos ojos que parecían capaces de ver a través de él, calculando cada movimiento. —¿Todavía tienes esas desagradables amistades en Lannisport?
Tyrion pensó por un momento. "Amistades" era una palabra generosa para describir las conexiones que tenía en el gremio de burdeles, pero no vio el sentido de corregir a su padre. En lugar de responder, simplemente asintió.
—Bien. Buscarás a la prostituta más confiable, una que sea fácil de silenciar una vez terminado el trabajo. Quiero que le enseñe algunas técnicas de seducción a Joy Hill.
Tyrion alzó una ceja, desconcertado. Joy Hill. La bastarda de Gerion Lannister, su prima. ¿Estaba su padre sugiriendo lo que él creía? —¿No enviarías a tu nieta al salvaje Norte, pero sí a tu sobrina? —preguntó, intentando ocultar su desagrado.
—Joy Hill solo es una niña, padre. Apenas está a punto de cumplir su doceabo día del nombre.
Tywin lo miró con una frialdad que parecía congelar el aire a su alrededor. —Es miembro de la Casa Lannister. Aprenderá lo que deba hacer por el bien de la familia.
"Es miembro de la Casa, pero no es una Lannister", pensó Tyrion, aunque sabía que no sería prudente decirlo en voz alta. Había límites incluso para su insolencia.
—Si puedo dar mi opinión sobre esto, padre... ¿Por qué no simplemente legitimamos a Joy y enviamos un cuervo con la oferta de matrimonio?
Tywin se levantó de su asiento, caminando alrededor de Tyrion con la gracia depredadora de un león. Sus pasos eran lentos, deliberados, cada uno cargado con un propósito que solo él entendía. —¿Crees que no lo he considerado? Si lo hago, Mya podría ser legitimada. Robert siempre ha querido unir su familia con los Stark. Sabe que Cersei jamás aceptará a un bastardo como esposo de su hija. Incluso podría matarlo para evitarlo. Y para proteger al niño, simplemente buscaría otra hija... o tal vez no le importe y case a mi nieta con un salvaje que hace poco fue legitimado.
Tyrion escuchó las palabras de su padre con atención, aunque su sonrisa amarga persistía en el rostro. Tywin Lannister siempre tenía la capacidad de convertir a cualquier persona, incluso a su propia sangre, en una pieza más en el intrincado tablero de su juego de poder. El Norte no era solo una extensión lejana de hielo y bosques interminables; era un reino que aún conservaba el eco de tiempos antiguos, donde los dioses de sangre y madera observaban a través de los ojos carmesí de los arcianos, y las leyendas susurraban historias de lobos gigantes y reyes de hielo.
El Norte no era un lugar para los débiles. Era una tierra de fieros guerreros, endurecidos por inviernos que los sureños solo podían imaginar en sus pesadillas. Se decía que cada norteño valía por diez hombres del sur, y que su lealtad a los Stark era tan profunda como las raíces de los arcianos. Inexpugnable, imponente, salvaje. Para Tywin, el Norte representaba una amenaza, pero también una oportunidad. Si se controlaba al Norte, se controlaba una de las mayores fortalezas del reino.
Tyrion suspiró, dejando que sus pensamientos se alinearan con las palabras que estaba a punto de pronunciar. —Claro, un matrimonio entre dos casas tendría que ser aprobado por la Corona. La legitimación de Joy debería pasar por el Consejo, y eso llamaría la atención de Robert, ebrio o no, solo porque el asunto llevaría el sello de los Lannister. Y sabemos que Robert buscaría cualquier oportunidad para fastidiar a Cersei. —Dejó que una pausa cargada de significado se extendiera antes de añadir—. Y no olvidemos a Jon Arryn. Ese viejo halcón podría adelantarse solo para evitar que los Lannister tomen el Norte en alianza. Lannister y Stark juntos serían demasiado peligrosos para su gusto.
Tywin asintió ligeramente, un gesto casi imperceptible, pero suficiente para indicar que estaba considerando las palabras de Tyrion. Su padre no hablaba a la ligera, pero tampoco escuchaba consejos con frecuencia. Era una rara ocasión que Tyrion pretendía aprovechar. —Tal vez Shae sea una buena opción —dijo con cierta picardía, observando la reacción de su padre—. Ella puede enseñarle a Joy cómo hacer feliz al chico. Ya sabes, esas cosas que las damas suelen ignorar pero que tanto importan en un matrimonio. Y si el joven lobo se deja llevar por la lujuria y tiene un hijo con Joy... bueno, podríamos chantajearlo. Por lo que he escuchado, es un Eddard Stark en miniatura, recto y honorable. Esos son los más fáciles de manipular cuando cometen un desliz.
Tywin, que había estado observando a Tyrion con sus ojos gélidos, tomó finalmente la jarra de vino y llenó un vaso. Tyrion casi suspiró aliviado, esperando que el vino fuera para él. Tywin lo dejó en la mesa, al alcance de su hijo, pero con un gesto que parecía decir: "Solo porque quiero, no porque lo merezcas".
—Asegúrate de que Joy aprenda también algo sobre venenos —dijo Tywin con voz calmada, pero con un filo que cortaba el aire como una cuchilla bien afilada—. Cuando todo esté listo, enviaré una carta al Norte. Por lo que sabemos, el chico busca doncellas para sus hermanas. Joy tiene la misma edad que ellas. Será enviada al Norte para observar, vigilar y, si es posible, asegurar nuestra influencia allí. El Norte puede ser salvaje, pero no podemos ignorar lo que representa. Es el reino más grande de los Siete, y sus defensas son inexpugnables para la mayoría de los ejércitos del sur. Además, su ejército es de los más curtidos del reino. Cuando Joffrey sea rey, debemos asegurarnos de que tenga el menor número de enemigos posible.
Tyrion escuchó cada palabra, dejando que se asentaran en su mente. La lógica de su padre era impecable, como siempre, pero no podía evitar el sabor agrio que le dejaban esas palabras. Joy Hill, una niña de apenas doce años, iba a ser sacrificada en el altar de las ambiciones de los Lannister. Era irónico cómo Tywin despreciaba a los bastardos y al mismo tiempo no dudaba en utilizarlos como piezas en su juego. Joy no era una verdadera Lannister, no a ojos de Tywin, pero sí lo suficiente como para servir a sus propósitos.
—Por supuesto, padre. Todo sea por el bien de la familia —dijo Tyrion, alzando la copa de vino en un brindis irónico antes de beber profundamente. El vino era fuerte, con un toque amargo que encajaba perfectamente con el momento. Sabía que necesitaría mucho más para soportar el sabor real de lo que acababa de escuchar.
Cuando dejó la copa, sus pensamientos se desviaron hacia el Norte una vez más. Visualizó los parajes helados, las fortalezas que parecían parte misma de la tierra, los hombres y mujeres que no temían a la muerte, porque la muerte era tan común como el frío en sus vidas. El Norte no era un lugar para jugar. Incluso el mismísimo Tywin Lannister, con toda su astucia, lo sabía. Y mientras su padre caminaba de regreso a su escritorio, Tyrion se preguntó si las decisiones de ese día no serían el inicio de algo que ni siquiera el gran león podría controlar.
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Jaime Lannister despertó con un sobresalto, el sudor frío resbalando por su frente mientras el eco de aquellas palabras lo perseguía aún en la vigilia. "Promételo, Jaime. Promételo." Una súplica, una orden, un grillete invisible que llevaba consigo desde aquella noche, desde el momento en que aquella pequeña criatura fue puesta en sus brazos. El rostro de Rhaenys, entonces un bebé apenas consciente del horror que la rodeaba, estaba grabado en su mente como una herida que nunca sanaba.
Respiró hondo y miró a su alrededor. Su cama, sus aposentos en Casterly Rock, el calor del hogar que debería reconfortarlo, no lograban disipar las sombras que lo perseguían. "Solo fue un mal sueño", se dijo a sí mismo, aunque sabía que era mucho más que eso. No era un sueño, sino un recuerdo. Un recuerdo que lo atormentaba porque, por primera vez en su vida, había hecho una promesa que estaba decidido a cumplir.
Jaime se sentó al borde de la cama y se pasó una mano por el cabello dorado, ahora ligeramente desordenado. Su espada descansaba en el rincón de la habitación, siempre al alcance, como si el filo del acero pudiera protegerlo de los fantasmas del pasado. Se levantó, tomó la espada y la abrochó con un movimiento mecánico, el cinturón ajustándose como un ritual que había repetido miles de veces. Tenía asuntos que atender, decisiones que tomar, y, sobre todo, una vida que seguir fingiendo.
Rhaenys Targaryen, o más bien Joanna Lannister, como todos la conocían ahora, dormía en la habitación contigua. Tenía once años, y su rostro, aunque marcado por la herencia dorniense de su madre, conservaba vestigios de los Targaryen en la curva de su mandíbula y la intensidad de su mirada. Jaime la había presentado como su hija, fruto de su unión con Allyria Dayne, una mentira que había construido con tal cuidado que incluso su padre, Tywin, la había aceptado. No porque creyera en la historia, sino porque le convenía creerla. Tywin siempre había entendido el valor de las apariencias.
Recordó el momento en que Varys, el eunuco maestro de los susurros, apareció ante él aquella noche fatídica, llevando consigo a la niña. Jaime nunca había confiado en el hombre, pero aquella noche, por razones que aún no comprendía del todo, decidió creerle. "Una vida por otra," había dicho Varys, antes de desaparecer en las sombras con otro niño en brazos. El bebé lloraba, y el fuego comenzaba a consumir la ciudad, pero Jaime no tuvo tiempo de pensar. Solo tuvo tiempo de actuar.
Había acogido a Rhaenys como si fuera suya, y con los años había llegado a amarla más de lo que jamás había imaginado. Pero la culpa lo perseguía. No había podido salvar a Aegon, no había podido cumplir con todas las promesas que había hecho esa noche. Se había jurado protegerlos a todos, pero el destino, como siempre, tenía otros planes.
Allyria Dayne había sido la pieza perfecta en su juego de mentiras. Hermana menor de Ashara Dayne, había servido como doncella de Elia Martell en los últimos años de su vida. Cuando Jaime la encontró, rota por la guerra y buscando un propósito, le ofreció uno. Un matrimonio, una nueva identidad, y una niña a la que cuidar como suya. Allyria había aceptado, no sin dudas, pero con una lealtad que Jaime respetaba profundamente. Su relación no era de amor, al menos no en el sentido romántico, pero había un entendimiento entre ellos. Una alianza forjada en mentiras, pero sólida como el acero.
Jaime se rió para sí mismo mientras recordaba la reacción de Cersei. Ah, dulce Cersei. La furia en sus ojos cuando se enteró de que Jaime había tomado a otra mujer y la había llevado a Casterly Rock era un fuego que podía rivalizar con el del Rey Loco. "Traidor," le había susurrado, una y otra vez, cada vez que sus caminos se cruzaban. Pero Jaime había soportado su ira, igual que había soportado la mirada crítica de su padre. Lo hacía por Rhaenys. Por Joanna.
Tywin había aceptado la mentira porque servía a sus propósitos, pero nunca había mostrado afecto alguno por la niña. "No importa," pensaba Jaime, "no necesito que la ame. Con que la tolere, es suficiente." La verdadera prueba llegó cuando nació Tytos, el hijo que Jaime tuvo con Allyria. Aquel niño, con su cabello dorado y su sonrisa traviesa, era la viva imagen de los Lannister. Tywin no podía ignorarlo, y por eso, a su manera distante, lo aceptó como su nieto.
Jaime acarició el pomo de su espada, su mente regresando al presente. Había hecho tantas promesas, tantos juramentos, y todos los días se preguntaba si el honor tenía algún valor real. La palabra honor era una broma cruel en su vida, un eco vacío de lo que debería haber sido. Pero cuando miraba a Rhaenys, cuando veía a Tytos jugar en los patios de Casterly Rock, sabía que haría cualquier cosa para protegerlos. Mataría a cuantos Aerys fuera necesario, rompería tantos juramentos como hiciera falta.
"La protegeré. Los protegeré a todos." Susurró aquellas palabras en la soledad de sus aposentos, sin saber exactamente a quién iban dirigidas. Quizá a Rhaenys, quizá a Tytos, quizá a sí mismo. Pero en el fondo, sabía que, pase lo que pase, seguiría adelante. Siempre adelante. Porque eso era lo que hacía Jaime Lannister. Fingía. Luchaba. Y, a su manera retorcida, cumplía sus promesas.