La biblioteca de Winterfell siempre había sido su refugio, un rincón silencioso donde podía perderse entre páginas llenas de palabras antiguas y olvidarse, aunque fuera por un rato, de la hostilidad que lo rodeaba. Los estantes altos y las ventanas estrechas mantenían a raya el frío, pero no podían acallar del todo los ecos de las voces que susurraban sobre él en los pasillos. Lady Stark, con su mirada helada y su afilada indiferencia, había sido una sombra en su vida. Nunca lo había golpeado ni humillado abiertamente, pero su desprecio era más contundente que cualquier bofetada. Lo ignoraba como si fuera un fantasma, y Jon había aprendido, a muy corta edad, que el olvido puede doler más que la violencia.
Esta vez, sin embargo, no estaba allí para escapar. No buscaba consuelo ni soledad, sino respuestas. Sus dedos temblorosos pasaban página tras página, revisando tratados de medicina, notas del maestre Luwin, cualquier fragmento que pudiera contener un atisbo de esperanza. La peste había llegado como un lobo hambriento, arrasando con todo a su paso. Primero fue él quien presentó los síntomas: fiebre alta, una debilidad que lo dejaba postrado durante días, y manchas oscuras que aparecían en su piel como sombras. Había sobrevivido, pero apenas. No todos habían tenido su suerte. La sirvienta de lady Catelyn fue la siguiente, luego un guardia en la muralla, y pronto la mitad de Winterfell se encontraba febril y tosiendo sangre.
Jon recordaba haber escuchado las palabras del maestre Luwin: "El Norte es fuerte, pero esta enfermedad no distingue entre señor y siervo". Y no lo había hecho. Ahora, su padre, Eddard Stark, el hombre que lo había criado con más amor del que merecía un bastardo, y su hermano Robb, su héroe y protector, yacían en sus camas, débiles y con el rostro pálido como la nieve que caía afuera. Jon sintió cómo su garganta se cerraba al pensar en ellos. Todo esto cuando solo faltaba una noche para que partiera a su nueva vida. Cuando porfin dejo de ser Jon Snow y para convertirse en Jon Stark, con tierras propias y una identidad legítima. Ahora, la posibilidad de ese futuro parecía tan lejana como el verano.
—Carajo —murmuró para sí mismo, apretando los dientes con frustración. Era una palabra que había escuchado de los hombres del patio, algo crudo, impropio, pero que encajaba perfectamente con lo que sentía en ese momento. ¿Por qué ahora, cuando todo estaba mejorando? Cuando por fin había una esperanza. ¿Era esto un castigo de algún dios cruel? Recordó las palabras de Lady Stark, pronunciadas con una frialdad que aún le hacía estremecerse: "Llévense al niño lejos, a un lugar donde jamás lo vuelva a ver." Había deseado que lo apartaran, incluso que muriera. Y ahora, mientras el castillo entero se tambaleaba bajo el peso de la enfermedad, Jon se preguntaba si sus propios pensamientos de desesperación no eran una forma de ceder al veneno que ella había plantado en él.
El sonido de las campanas todavía resonaba en sus oídos como un eco que no podía acallar. Cada tañido era como un martillo golpeando su pecho, cada grito de las mujeres en el patio era un recordatorio de que el tiempo se estaba acabando, si es que aún quedaba alguno. Jon apretó los dientes mientras pasaba las páginas del libro, sus ojos buscando desesperadamente entre las líneas. Las palabras eran un borrón, confusas y sin sentido; no podía concentrarse con el ruido en su cabeza ni con el peso de la verdad que luchaba por ignorar. Las lágrimas le corrían por las mejillas, calientes y traicioneras, pero no las limpió. No podía permitirse perder el tiempo. Si encontraba algo, cualquier cosa, podría salvarlos. Tenía que hacerlo.
El sonido de las puertas de la biblioteca abriéndose con un crujido pesado lo hizo girar la cabeza bruscamente. Allí estaba el maestre Luwin, con su rostro grave, las líneas de su frente más profundas que nunca. Detrás de él, Jory Cassel, el capitán de la guardia de honor de su padre, entraba con paso firme. Ambos hombres lo miraban con una mezcla de pena y tristeza que hizo que el estómago de Jon se revolviera. Sabía lo que venían a decirle, pero no podía aceptarlo. No aún. No mientras hubiera algo, cualquier cosa, que pudiera hacer.
—Ven conmigo, muchacho —dijo el maestre, su voz suave pero inquebrantable, como un viento que intenta guiar a un barco perdido en la tormenta.
Jon negó con la cabeza, apretando el libro contra su pecho como si fuera un escudo.
—No puedo, maestre. Estoy leyendo. Hay algo aquí, estoy seguro. La medicina de los salvajes, las hierbas que usan, seguro hay algo que hemos pasado por alto. Yo… yo puedo salvarlos, puedo salvarlos a todos.
Su voz temblaba, entrecortada por los sollozos que se esforzaba por reprimir. Pero las lágrimas seguían cayendo, mojando las páginas del libro mientras sus manos temblaban. No quería mirarlos a los ojos, porque sabía lo que vería. Sabía que su esperanza era una mentira que él mismo se contaba. Pero necesitaba esa mentira para seguir adelante, aunque fuera por un momento más.
El maestre no dijo nada al principio, solo lo miró con una tristeza infinita, la clase de tristeza que se reserva para los que aún son demasiado jóvenes para soportar el peso del mundo. Jon siguió leyendo, o al menos pretendió hacerlo, sus dedos moviéndose frenéticamente entre las páginas. Pero el maestre finalmente habló, su voz cargada de compasión.
—Lo siento, Jon.
Antes de que pudiera responder, Jory Cassel dio un paso al frente. Su rostro era un muro de contención, duro y solemne, pero sus ojos traicionaban una chispa de dolor. Se acercó a Jon con pasos firmes y lo agarró por los hombros. Jon luchó, aferrándose al libro como si de ello dependiera la vida de su padre y su hermano.
—¡Suéltame, Jory! —gritó, su voz quebrándose—. ¡Necesito encontrar la cura! ¡Hay algo aquí, estoy seguro! ¡Por favor!
Sus gritos resonaron en la biblioteca, pero Jory no respondió. Evitaba la mirada del chico mientras lo alejaba del escritorio y el libro caía al suelo con un golpe sordo. Jon lloraba abiertamente ahora, sus puños golpeando la pechera de Jory con la fuerza desesperada de un niño que sabe que está perdiendo todo. Finalmente, Jory habló, pero sus palabras no ofrecieron consuelo.
—Jon… mi señor… tu padre quiere hablar contigo.
Jon se detuvo, sus puños aún apretados contra la armadura de Jory. Lo miró con ojos rojos y llenos de lágrimas, esperando que fuera una mentira, que hubiera un error. Pero Jory mantuvo su mirada por un momento, lo suficiente para que Jon entendiera.
El camino hasta la habitación de Eddard Stark fue un borrón. Jon apenas sintió sus propias piernas moviéndose mientras seguía a Jory y al maestre. Todo lo que podía oír eran los gritos y el sonido de las campanas, como si el mundo entero estuviera llorando junto a él. Cuando llegaron, la puerta estaba abierta, y el interior estaba envuelto en un silencio inquietante.
Eddard Stark yacía en la cama, su piel más pálida de lo habitual, casi translúcida bajo la tenue luz de las velas. Los muros de piedra de la habitación parecían más fríos que nunca, como si el invierno hubiera entrado a reclamar a su señor. A pesar de todo, sus ojos estaban abiertos, fijos en Jon, con una calidez que parecía imposible en ese momento. Jon sintió un nudo en la garganta al acercarse lentamente al hombre que siempre había sido su faro, su guía en un mundo que lo rechazaba por lo que era. Eddard Stark, el hombre que lo había criado con justicia, que lo había enseñado a blandir una espada y a ser honorable incluso cuando el mundo no lo era, estaba muriendo frente a él.
Jon se arrodilló al lado de la cama, tomando la mano de su padre antes de que pudiera alzarla por completo. La mano de su padre era pesada, fría como el mármol, y sin embargo, Jon la sostuvo con fuerza, como si pudiera devolverle algo de vida con su toque. Lágrimas silenciosas corrían por su rostro, pero él no apartó la mirada. Nunca había sentido tanto miedo, pero no podía permitirse apartarse ahora. Su padre lo necesitaba.
—Jon —dijo su padre, su voz apenas un susurro, cada palabra un esfuerzo titánico—. Tu hermano… tu hermano se ha ido.
El mundo de Jon se hizo pedazos con esas palabras, pero no dejó escapar un grito ni un sollozo. Por dentro, sentía cómo algo dentro de él se rompía, pero se aferró al silencio, como Ned le había enseñado. Aun así, su mano tembló al apretar la de su padre.
—Te pondrás mejor, padre —dijo, su voz quebrándose a pesar de sus esfuerzos—. Nos despediremos de Robb juntos. Lloraremos por él. Y yo… yo te ayudaré con todo, no seré una carga, te lo prometo. Tú… tú solo descansa. Te pondrás bien.
Ned lo miró, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios, aunque su rostro estaba marcado por el dolor.
—Eres bueno en muchas cosas, Jon —dijo con una voz que apenas podía oírse—. Pero eres pésimo mintiendo.
Jon intentó replicar, pero no encontró palabras. Solo podía apretar más la mano de su padre, como si con ello pudiera detener lo inevitable. Ned respiró profundamente, como si estuviera reuniendo las fuerzas que le quedaban. Sus ojos se oscurecieron, y Jon supo que estaba a punto de decir algo importante.
—Escucha, Jon. No tengo mucho tiempo. Hay cosas que debo decirte… cosas que quizás debí decir antes.
Las lágrimas caían ahora incontrolablemente por las mejillas de Jon, pero permaneció en silencio, escuchando.
—Tu madre… —Ned hizo una pausa, y sus ojos parecieron perderse en algún lugar lejano—. Tu madre era Ashara. La amé más que a nada en este mundo. Era… era tan hermosa. Y tú… tienes su belleza, Jon. Esa manera en que tus ojos brillan, tu porte… Eres como ella. Te quiso mucho, tanto… Perdóname, Jon, por no luchar más por ella.
Jon negó con la cabeza, desesperado. No quería escuchar esto ahora, no le importaba quién fuera su madre. Solo quería salvar a su padre.
—Padre, no digas eso. Vamos a salvarte. Encontraremos una cura, yo…
Ned lo interrumpió, su voz volviéndose más débil con cada palabra.
—Jon… escucha… hay muchas cosas que tengo que decirte, cosas que necesitas aprender, comenzando con cosas fundamentales que tienes que aprender. El hombre que dicta la sentencia debe blandir la espada. El hombre que teme perder ya ha perdido. Un señor debe conocer a la gente que lo sirve. Hay tantas cosas que quise enseñarte, tantas que quise mostrarte…
Ned comenzó a toser, un sonido húmedo y desgarrador que dejó manchas de sangre en sus labios. Jon apretó su mano con más fuerza, como si con ello pudiera sostenerlo en este mundo.
—Jon, no tengo tiempo. Hay algo que debes hacer por mí, algo que debes prometerme.
Jon asintió rápidamente, tragándose el dolor, intentando mostrarse fuerte.
—Lo que sea, padre. Dime qué debo hacer.
Ned lo miró fijamente, y en sus ojos Jon vio una mezcla de amor, orgullo y un dolor profundo que no podía comprender del todo.
—Prométeme, Jon. Prométeme que protegerás a tus hermanas. Que cuidarás del Norte. Que serás fuerte. Que serás… un, que seras Lord Stark.
Jon sintió cómo su corazón se rompía al oír esas palabras. Asintió, sus labios temblando mientras las lágrimas seguían cayendo.
—Lo prometo —dijo con voz rota—. Lo prometo, padre.
Ned sonrió débilmente ante esas palabras. Con su última fuerza, alzó una mano temblorosa y la colocó sobre la mejilla de Jon. Sus dedos eran fríos, pero el gesto estaba lleno de una ternura que Jon recordaría para siempre.
—Eres mi hijo, Jon. Mi sangre. Nunca lo olvides.
Ned cerró los ojos, y Jon vio cómo su respiración se detenía. Sus dedos perdieron fuerza, cayendo junto con su mano. Jon no apartó la suya. Se quedó allí, junto a su padre, mientras las velas titilaban y la habitación parecía llenarse de una quietud que era más aterradora que cualquier pesadilla que Jon haya tenido.
El olor en la habitación era sofocante, una mezcla de hierbas amargas, sudor y la dulzura enfermiza de la muerte inminente, pero en los últimos instantes todo cambió para Eddard Stark. El aroma se tornó suave, un perfume floral que lo transportó lejos de las frías paredes de Winterfell, llevándolo de vuelta a una noche cálida en Harrenhal. Las estrellas habían brillado sobre ellos como joyas en un manto negro, y su risa, la de ella, había sido más dulce que cualquier música. Ashara. Su Ashara. La veía ahora, no como un recuerdo, sino como si realmente estuviera allí, esperándolo al borde de la penumbra. Ned esbozó una sonrisa débil, la última, mientras su visión se desvanecía. El peso de sus párpados se hizo insoportable, y su aliento, ese último aliento, abandonó sus labios en un susurro que nadie escuchó.
La mano de Ned, que Jon había estado sosteniendo con fuerza, perdió su tensión, cayendo suavemente contra las sábanas empapadas de sudor. Por un instante, el mundo se detuvo para Jon. Lo miró, esperando, suplicando en silencio que su padre abriera los ojos una vez más, que volviera a hablar, que regresara de donde fuera que se había ido. Pero no ocurrió. Un temblor lo recorrió desde el pecho hasta las extremidades, y el silencio en la habitación se rompió con un grito desgarrador.
—¡Padre! ¡Padre, por favor! —Jon se abalanzó sobre el cuerpo inmóvil de su padre, sacudiéndolo con desesperación, como si pudiera devolverle la vida. Sus manos se aferraron al pecho de Ned, sintiendo cómo el calor comenzaba a escapar de su cuerpo. Lágrimas calientes caían de sus mejillas, manchando las ropas de lino que envolvían al hombre que había sido su protector, su guía, su refugio en muchas ocaciones.
La puerta se abrió de golpe, y el maestre Luwin entró acompañado por dos guardias. Sus pasos resonaron en la estancia, pero Jon no apartó la mirada del rostro de su padre, que ahora estaba sereno, con una expresión de paz que era casi insultante para el torbellino de emociones que rugía en su interior. Una de las mujeres de la servidumbre, una lavandera con la cara roja y cubierta de lágrimas, cayó de rodillas al pie de la cama, sollozando sin control.
—Mi señor… —murmuró Luwin, pero su voz se apagó en la garganta cuando vio el cuerpo sin vida de Ned Stark. El maestre, un hombre que había sido testigo de tantas muertes, apretó los labios y bajó la cabeza en señal de respeto, sus manos temblando levemente mientras ajustaba la capa sobre los hombros de Jon.
Jon no escuchó nada de lo que pasaba a su alrededor. No escuchó los sollozos de los sirvientes ni las órdenes de los guardias que intentaban restaurar algo de orden en medio del caos. Todo su ser estaba concentrado en el hombre frente a él, en ese rostro que había conocido toda su vida y que ahora parecía tan extraño, tan vacío. Jon alzó la voz una vez más, con un tono que se rompía entre el dolor y la furia.
—¡Padreee! —Su grito fue un alarido que resonó en las paredes de piedra, más profundo y fuerte que cualquier campana. Fue un llamado desesperado, un último intento de alcanzar a Ned antes de que se fuera por completo. Pero no hubo respuesta.
Los guardias se acercaron, Jory Cassel entre ellos, con una expresión de dolor que no podía ocultar. Intentaron apartar a Jon, pero él se resistió, aferrándose a la cama, al cuerpo de su padre, como si soltarlo significara perderlo para siempre. Finalmente, fue Jory quien, con lágrimas en los ojos, tomó al niño en sus brazos y lo apartó suavemente.
—Jon… —dijo Jory, su voz cargada de un dolor que igualaba al del muchacho—. Tu padre ha partido. No hay nada más que podamos hacer.
Jon sacudió la cabeza con fuerza, intentando librarse del agarre de Jory. Sus manos se estiraron hacia Ned, como si pudiera tocarlo una última vez.
—¡No! ¡Tiene que volver! ¡Él no puede dejarnos! —Su voz se rompió en un sollozo, y su cuerpo cedió al agotamiento. Los gritos se transformaron en un llanto silencioso mientras Jory lo sostenía con firmeza.
En un último arrebato de desesperación, Jon susurró algo que no había dicho en años, algo que solía decir cuando era un niño más pequeño y más inocente, cuando aún pensaba que el mundo era justo y que los héroes nunca morían.
—Papi… —La palabra salió de sus labios como un lamento, un eco de todo lo que había perdido.
Esa fue la primera y la última vez que Jon llamó a Ned de esa manera. Y mientras las llamas de las velas parpadeaban, y la habitación se llenaba de lamentos y susurros, Jon sintió que algo dentro de él se rompía, algo que nunca volvería a estar completo. El Norte había perdido a su señor, y él había perdido a su padre. Los días siguientes pasaron como un borrón, una bruma gris que lo envolvía todo. Jon no recordó dormir, ni comer, ni siquiera bañarse. Vagaba por los pasillos de Winterfell como un espectro, con los ojos enrojecidos y las mejillas secas de tanto llorar. A veces, lágrimas nuevas caían sin que él siquiera se diera cuenta. Caminaba entre los muros que habían sido su hogar, sintiendo el peso de una ausencia que nunca podría llenar.
Lady Catelyn estaba peor que él. Sus sirvientes la cuidaban con esmero, obligándola a comer y a descansar por el bien de los gemelos que llevaba en el vientre. Sus ojos, antes tan fríos y calculadores, ahora eran pozos vacíos, hundidos en un rostro pálido. No cruzaba palabra con nadie, ni siquiera con Jon. Si antes lo ignoraba por desprecio, ahora lo hacía porque la carga de su dolor era demasiado grande como para permitir que algo más existiera.
Cuando sus hermanas llegaron, días después, Jon se obligó a mantenerse firme, a ser su refugio. Sansa y Arya llegaron llorando, buscando consuelo, y aunque él estaba tan destrozado como ellas, se armó de valor para abrazarlas, para sostenerlas cuando las lágrimas las hacían temblar. Arya, siempre tan valiente, se aferró a él con fuerza, como si temiera que también él se desvaneciera. Sansa, con el rostro bañado en lágrimas, apenas podía hablar. Ellas lo necesitaban, y Jon no podía permitirse caer, no por ellas. Pero cada noche, cuando se quedaba solo, el peso regresaba. Cerraba los ojos y veía el rostro de su padre, sereno en la muerte, y escuchaba su voz pidiéndole una promesa que ahora parecía un yugo.
El día del funeral llegó demasiado rápido, como un trueno que precede a la tormenta. Las tradiciones antiguas, aquellas que habían renacido con la integración de los pueblos libres al Norte, le daban un aire distinto al duelo. Los druidas, hombres y mujeres vestidos con túnicas de lana toscamente tejidas, entonaban cánticos en la lengua de los primeros hombres. Los perros de Winterfell, inquietos y aullando, parecían sentir la magnitud de la pérdida. El viento soplaba gélido desde el norte, como si los antiguos dioses quisieran marcar su presencia.
Todos los abanderados de la casa Stark habían acudido al funeral. Los Umber, los Karstark, los Manderly y muchos otros se habían reunido bajo las sombrías nubes del cielo invernal para rendir homenaje al hombre que había sido su señor. Jon no recordaba haber visto tantas caras graves, tantos semblantes cargados de dolor. Las palabras de respeto y condolencia le parecían huecas, vacías, y deseó poder apartarse de todo, pero no podía. No cuando debía sostener las manos de sus hermanas, quienes lloraban a su lado. Sansa y Arya entrelazaron sus dedos con los suyos, buscando consuelo en el hermano mayor que intentaba ser fuerte para ellas.
Cuando los hombres levantaron los cuerpos de Eddard y Robb para llevarlos a las criptas, Jon sintió un vacío en el pecho que casi lo hizo caer. La peste, como la muerte misma, había llegado y se había llevado todo. Su hermano, que siempre había sido su compañero de juegos, de espadas y de sueños. Su padre, el hombre que había sido su guía, su escudo contra el desprecio del mundo. Ahora, ambos descendían a las profundidades de Winterfell, al frío abrazo de la piedra, donde descansarían junto a los antepasados de su linaje.
Lady Catelyn, apartada de todos, observaba desde una distancia prudente. Su rostro estaba envuelto en un velo negro, pero sus ojos, enrojecidos y llenos de angustia, seguían cada movimiento de los hombres que portaban el féretro de su esposo. No derramó una lágrima en público, pero Jon sabía que su sufrimiento era insondable. Incluso ahora, después de tantas pérdidas, seguía siendo una figura distante para él. No buscó consuelo en sus hijas ni en sus abanderados. Estaba sola en su dolor, como siempre había estado.
Los cánticos de los druidas se alzaron en el aire, mezclándose con el ulular del viento. Una ráfaga helada azotó la comitiva mientras descendían a las criptas, llevando consigo las cenizas de los cuerpos que habían sido Ned y Robb Stark. Jon sintió que cada paso hacia las entrañas de Winterfell lo hundía más en la realidad de su pérdida. Cuando llegó el momento de despedirse, se adelantó sin soltar las manos de sus hermanas. Sus palabras, aunque apenas un susurro, resonaron con la solemnidad de un juramento.
—Prometo que cuidaré de ellas, padre. Y prometo que protegeré el Norte. Seré lo que tú querías que fuera. —Las lágrimas caían silenciosas por su rostro, pero no las limpió. Frente a las tumbas de su padre y su hermano, dejó que el dolor lo consumiera por un instante, antes de volver a erguirse.
Mientras las puertas de piedra se cerraban con un eco sordo, Jon sintió que algo dentro de él se desgarraba, como un tejido arrancado de raíz. El peso de las promesas que había hecho a su padre era una carga que lo aplastaba, más pesada que cualquier espada, más fría que el viento del invierno. Había prometido ser fuerte, pero en ese momento entendía que la fuerza no bastaba para llenar el vacío que la muerte había dejado en su corazón. Cuando la última luz de las antorchas desapareció tras las puertas, el muchacho que había llorado desconsoladamente en el regazo de su padre ya no existía. Jon Snow, ahora Jon Stark, el bastardo elevado a legítimo por el decreto de un rey lejano, comenzó a transformarse. No era elección suya; el Norte necesitaba algo más que un muchacho roto. Necesitaba un líder.
Los vasallos Stark se reunieron bajo el cielo gris del funeral, sus miradas divididas entre las criptas recién cerradas y el muchacho que se encontraba al frente. Jon lo sentía todo. Las miradas de los señores de Karhold, de Torrhen's Square, de la Atalaya de Aguasgrises. Eran frías, calculadoras, como el viento que barría el patio de Winterfell. Ellos lo estudiaban. Lo juzgaban. No veían a un muchacho de catorce años; veían a un bastardo que ahora ostentaba un título que muchos habrían considerado inalcanzable.
Sus hermanas se aferraban a él, como si él fuera lo único que las mantenía en pie. Sansa y Arya habían regresado apresuradas desde Riverlands, vestidas con ropas de luto y rostros bañados en lágrimas. No se apartaron de su lado desde que bajaron del carruaje, sus manos pequeñas y frías agarrando las suyas con desesperación. Lady Catelyn, por su parte, permanecía inmóvil, un espectro distante y ajeno incluso a sus propios hijos. Su rostro estaba cubierto por un velo negro, pero Jon sabía que ni siquiera las sombras podían ocultar su mirada vacía. Ella no lloraba. No se había permitido el lujo del duelo. Parecía más un cadáver que respiraba que una mujer viva.
Cuando el cuervo llegó del sur, portando el edicto del rey Robert, el destino de Jon quedó sellado. "Jon Stark, Señor de Winterfell y Guardián del Norte", decían las palabras escritas con la caligrafía pesada de un maestre. Pero también dictaban que, hasta alcanzar la mayoría de edad, el muchacho estaría bajo la tutela de un consejo de regencia compuesto por los abanderados de su padre. Jon leyó las palabras con el ceño fruncido, las manos temblando apenas. No por el peso del papel, sino por lo que representaba. Sabía lo que significaba: una prueba. Los norteños lo observarían, lo medirían y decidirían si era digno del legado de los Stark. Y si no lo era, lo aplastarían.
Los murmullos comenzaron de inmediato. Decían que los antiguos dioses habían castigado a los Stark por permitir la construcción de un septo en Winterfell, una profanación a los bosques sagrados. Otros susurraban que Jon era en realidad el hijo de Brandon Stark, el lobo salvaje , y que Ned había usurpado su lugar por piedad. Lady Dustin, siempre aferrada a su rencor hacia Eddard, no perdió tiempo en avivar esos rumores. Pero Jon, con la autoridad que ahora ostentaba, ordenó que los guardias silenciaran cualquier palabra que mancillara el nombre de su padre o su familia. No iba a permitir que tales venenos infectaran el luto de ese día.
Cuando la ceremonia de entierro concluyó, Jon sintió un deseo abrasador de escapar. Quería alejarse de las miradas inquisitivas, de las voces susurrantes, de las preguntas que no podía responder. Quería estar solo. Pero Sansa y Arya no se lo permitieron. Se aferraron a él como si su vida dependiera de ello, y quizá lo hacía. Ellas habían perdido a su padre, a su hermano mayor y, en cierto modo, a su madre. Ahora solo les quedaba Jon.
Jon intentó ser fuerte, aunque no sabía cómo. No era Robb, el heredero que había sido moldeado para liderar. Tampoco era Eddard, el hombre cuya mera presencia inspiraba lealtad. Pero recordó las palabras de su padre en sus últimos momentos, esas que ahora ardían como hierro caliente en su mente. "Prométeme que protegerás a tus hermanas. Prométeme que cuidarás del Norte." Esas promesas lo sostenían, aunque apenas podía mantenerse en pie bajo su peso.
Cuando el sonido de un cuerno resonó en el patio, el murmullo cesó. Uno a uno, los señores norteños se dirigieron al Gran Salón de Winterfell. Los estandartes de los Stark ondeaban en las paredes, sus lobos huargos grises sobre campo de plata, observando con sus ojos cosidos mientras los hombres tomaban sus lugares. Jon se encontraba al frente, con Sansa y Arya a sus lados, sus pequeñas manos todavía entrelazadas con las suyas. Los señores y líderes del Norte se pusieron de pie, un mar de hombres de rostros endurecidos por el frío y los años, sus capas pesadas de piel ondeando con el leve movimiento del aire en el Gran Salón. Jon sintió un nudo formarse en su estómago mientras avanzaba. No se sentía digno de esas reverencias; no las merecía. Pero el muchacho que había llorado por su padre ya no tenía cabida en ese lugar. Con el rostro endurecido, como el hielo que cubría los lagos en invierno, caminó con pasos medidos hacia el estrado donde su padre y su hermano solían sentarse. Sus botas resonaban contra la piedra de Winterfell, el eco profundo parecía arrastrar las palabras de Ned desde un lugar lejano: "El hombre que dicta la sentencia debe blandir la espada." Jon supo que esas palabras no eran solo un recordatorio de la justicia, sino un aviso: ahora, él debía ser el lobo que liderara la manada.
Mientras cruzaba el salón, intentaba recordar las lecciones de Maestre Luwin, las caras de los señores y los estandartes que ondeaban sobre sus espaldas. Cada casa tenía su historia, sus juramentos, sus viejas rencillas. No todas las banderas del Norte se inclinaban fácilmente, ni siquiera para un Stark. Los Manderly, los Karstark, los Bolton, los Dustin. Y ahora, más allá del Muro, los clanes libres que su abuelo Rickard había traído al redil. "El Norte es grande y sus gentes, diversas," había dicho su padre en una de sus pocas conversaciones serias con Jon. "El liderazgo aquí no se gana solo con el nombre. Se gana con respeto. Y ese, hijo mío, es más difícil de obtener que cualquier corona."
El dominio de los Stark ya no se limitaba a las tierras al sur del Muro. Durante casi un siglo, su familia había emprendido una campaña para conquistar las tierras heladas del otro lado. Su bisabuelo, Edwyle Stark, había iniciado esa ambición, aunque sus dos primeras expediciones fueron desastres absolutos. Pero su abuelo, Rickard Stark, había conseguido lo que muchos consideraban imposible. Los cuentos decían que Rickard había enfrentado treinta mil salvajes con apenas diez mil hombres y había salido victorioso. Ahora, los Stark gobernaban desde Winterfell hasta Hardhome, la capital de las tierras más allá del Muro. Pero no todo en esa expansión era gloria. Las palabras de Ned seguían vivas en la mente de Jon: "Las ambiciones sureñas de mi padre fueron la perdición de esta familia." Siempre que su padre hablaba de lord Rickard, había una tristeza oscura en su mirada. Jon nunca supo si era por los sueños imposibles de su abuelo o por la manera en que el rey loco había acabado con su vida.
Tal vez debería haber prestado más atención a las enseñanzas del maestre Luwin. Robb era el que sobresalía en estas cosas; él tenía el don de recordar nombres, estandartes y linajes con una facilidad que Jon siempre envidió. Ahora, al mirar las pancartas que adornaban el salón, apenas podía identificar la mitad. Y sin embargo, allí estaban todos, expectantes, esperando que él diera el primer paso, que hablara, que demostrara que era un Stark y no un muchacho asustado.
Llegó al estrado, donde el trono de piedra de Winterfell se alzaba. Era un asiento sencillo pero imponente, tallado con la forma de un lobo huargo que flanqueaba ambos lados, sus fauces abiertas como si gruñeran a los enemigos invisibles. Jon tomó la silla frente al trono, la que estaba reservada para el Señor de Winterfell, y la arrastró hacia atrás. Se sentó con cuidado, consciente de cada movimiento. Apenas sus pies tocaban el suelo, un recordatorio cruel de que, a pesar de todo, seguía siendo un muchacho. Sus hermanas, Sansa y Arya, lucharon por mover las sillas que estaban a su lado, sus pequeñas manos agarrando los pesados respaldos de madera. La visión de ambas niñas, tan vulnerables, tan frágiles, le dio fuerzas. Las había prometido proteger, y esa promesa era lo único que lo mantenía en pie.
El salón quedó en completo silencio cuando Jon se sentó. Cada ojo estaba sobre él. Cada señor, caballero, líder de clan y salvaje observaba al nuevo señor de Winterfell. Sus miradas eran un peso insoportable, pero Jon no lo mostró. En su rostro había una máscara de calma que no sentía, pero sabía que era necesaria. Si mostraba debilidad, el Norte lo devoraría. Si demostraba fortaleza, tal vez lo seguirían. El aire estaba cargado de expectativa, como si todos los presentes contuvieran el aliento.
Jon miró a los ojos a cada hombre en la sala. No era su padre, ni su hermano, ni siquiera un verdadero Stark según algunos. Pero estaba allí, sentado en el lugar que su padre había ocupado, enfrentando al Norte como su guardián. Sabía que las palabras eran importantes, que el momento requería algo que inspirara, algo que uniera. Pero mientras abría la boca para hablar, solo una frase llegó a su mente, un eco de su padre, tan claro como si estuviera allí con él: "El invierno se acerca." Y esas palabras, pensó Jon, eran suficientes.
Los nobles comenzaron a dar sus juramentos, uno a uno, con reverencias que variaban de leves inclinaciones a gestos más profundos de respeto, pero ninguno tan apasionado como para ocultar las sombras de la duda que se cernían en el aire. Sus votos eran de lealtad eterna, palabras dirigidas a la Casa Stark y a su nuevo señor, pero Jon no podía evitar sentir que muchas eran meras formalidades. Aun así, sabía que debía mantener la compostura. Winterfell no podía permitirse mostrar debilidad, y menos ahora.
—Lord Glover, Winterfell le da la bienvenida. —La voz de Jon sonó firme, pero su estómago estaba tenso, como si un puño invisible lo apretara.
Galbart Glover avanzó, su presencia marcial resonando con cada paso. La barba rojiza que cubría su rostro era como un fuego apagado, y sus ojos lo escrutaban con una mezcla de respeto y análisis. Inclinó la cabeza, apenas un gesto, pero suficiente para cumplir con la etiqueta.
—En estos momentos de dolor, la Casa Glover promete que seguirá siendo fiel amiga de la Casa Stark —declaró con voz grave, que se expandió por el salón como el retumbar de un tambor distante.
Jon asintió, agradecido pero incómodo bajo la intensidad de la mirada del lord. No soy mi padre, pensó, pero mantuvo el rostro sereno. Había aprendido que en situaciones como esta, aparentar fuerza era tan importante como poseerla.
Cuando Lord Glover se retiró, un silencio más pesado se instaló en la sala. Entonces, Jon vio la figura que seguía, y su corazón se hundió. Los ojos gélidos de Lord Roose Bolton lo atravesaron, vacíos y calculadores, como los de un cadáver que aún caminaba. Había algo en su semblante pálido, casi translúcido, que le hizo pensar en la muerte misma.
—Lord Bolton, mis hermanas y yo le damos la bienvenida. —Las palabras salieron más secas de lo que Jon hubiera deseado, pero no retrocedió ante la mirada fija del hombre.
Roose Bolton no sonrió, como era de esperar. Tampoco habló de inmediato, dejando que el silencio pesara sobre todos los presentes. Los guardias más cercanos a Jon, instintivamente, llevaron sus manos a las empuñaduras de sus espadas. La historia entre los Stark y los Bolton no necesitaba ser contada en ese momento; todos la conocían. Sangre y traición habían marcado siglos de tensas relaciones entre ambas casas.
—Lord Stark —dijo finalmente Bolton, su tono tan suave que apenas parecía llenar el espacio—, lamento la muerte de su padre. Será recordado como un gran señor. Tendrás un gran vacío que llenar.
La sonrisa que Jon forzó no le llegó a los ojos. Bajo la mesa, sintió la mano de Sansa agarrar la suya con fuerza. Estaba temblando, y Jon no la culpaba. Bolton era una sombra en carne y hueso, una presencia que helaba hasta los huesos.
—Espero llenar las expectativas, Lord Bolton —respondió Jon, esforzándose por mantener la calma. Sabía que lo estaban observando, que cada palabra sería medida, cada gesto evaluado.
Roose Bolton inclinó la cabeza apenas perceptiblemente antes de añadir: —Este es mi hijo, Domeric Bolton. Mi muchacho se sentiría muy honrado si lo aceptara como su escudero, mi señor.
El murmullo que recorrió la sala fue instantáneo. Era una petición que, aunque aparentemente respetuosa, contenía un filo afilado. En el Norte, aceptar a un hijo como escudero podía interpretarse como un gesto de confianza, pero también como una medida política. Era como ofrecer un rehén disfrazado de servicio, especialmente viniendo de un vasallo con una historia tan manchada de sangre.
Jon dudó por un momento, sus ojos moviéndose hacia el muchacho que se encontraba junto a Bolton. Domeric era casi de su edad, con una expresión que no reflejaba la misma oscuridad que su padre. De hecho, había algo en él que parecía... normal. Incluso amable.
—Me sentiré honrado, Lord Bolton —respondió finalmente Jon, y trató de ignorar el leve asentimiento de Roose, que le pareció una sonrisa disfrazada.
Domeric le dedicó una leve sonrisa al retirarse junto a su padre, y Jon no pudo evitar pensar que, al menos, el hijo no parecía tan espeluznante como el hombre que lo había traído al mundo. Pero el eco de las palabras de su padre resonaba en su mente como un presagio: "Nunca confíes en un Bolton."
—No debes confiar nunca en un Bolton —susurró una voz suave a su lado. Jon giró la cabeza, sorprendido, para encontrarse con los ojos oscuros de Arya. Era la primera vez que la escuchaba hablar con tanta claridad desde que habían regresado del sur. Su tono era firme, pero su expresión reflejaba la misma vulnerabilidad que sentía Jon. Si alguien había sufrido más la pérdida de Ned y Robb, eran sus hermanas.
—Lo sé —respondió en voz baja, intentando que Arya no percibiera la inseguridad que lo carcomía por dentro—, pero las rencillas pasadas deberían quedarse en el pasado.
Arya no dijo nada más, pero la chispa en su mirada parecía insinuar que no estaba completamente de acuerdo. Jon apartó la vista, sus pensamientos girando mientras la ceremonia continuaba, las palabras de su hermana resonando aún en su mente como un eco distante pero insistente. La fila avanzaba, y el siguiente en presentarse fue Lord Karstark. Su imponente figura parecía ocupar más espacio del que realmente debía, y su mirada era tan franca como el filo de una espada desenvainada.
—Mi señor —dijo el lord con un tono solemne que retumbó en el salón como el crujir de un árbol bajo la nieve—, la Casa Stark y los Karstark siempre han sido amigos. Somos familia. Le juro que seguiremos siendo leales hasta el final. Mi hija, Lady Alys Karstark, podría servir como dama de compañía para vuestras hermanas, y mis hijos, Torrhen Karstark y Eddard Karstark, podrían servir con orgullo aquí, en Winterfell.
Jon sintió un nudo formarse en su estómago mientras asentía lentamente. La propuesta era razonable, incluso honorable, pero el peso de las expectativas que recaían sobre él comenzaba a volverse aplastante. Aceptar o rechazar no eran simplemente actos; eran declaraciones, movimientos en un tablero político que apenas empezaba a entender. Con una inclinación de cabeza, respondió:
—Sería un honor para Winterfell recibirlos, Lord Karstark.
El lord sonrió levemente, más como un guerrero satisfecho tras una negociación exitosa que como un vasallo ofreciendo su lealtad. Pero no hubo tiempo para reflexionar demasiado. Otro paso resonó en el salón, y Jon levantó la vista para ver al siguiente en la fila: Mance Rayder, un hombre que su padre había mirado con cautela durante toda su vida. Sin embargo, su abuelo Rickard había confiado en él lo suficiente como para legitimar a los Rayder como una casa noble y otorgarles Hardhome como su feudo.
Mance inclinó la cabeza con una mezcla de respeto y una leve rebeldía en su postura, algo que parecía ser innato en él. —Mi señor, mi familia y yo estamos en deuda con la Casa Stark. Mi esposa y yo ofrecemos a mi cuñada, Lady Val de la casa Valpyr, para servir como dama de compañía. Es joven, fuerte y, como todos los nuestros, leal.
Los murmullos se intensificaron por un momento en la sala. Val, conocida por su belleza y carácter indomable, no era una propuesta cualquiera. Jon aceptó, casi sin darse cuenta, sintiendo que los hilos de la política se enredaban cada vez más alrededor de él.
Luego vino Lady Dustin, cuya presencia parecía cargar el aire con tensión. La historia entre los Dustin y los Stark recientemente era un nudo de lealtades y resentimientos, y Jon no podía olvidar las palabras que había escuchado en susurros sobre su desprecio hacia su padre. Aun así, ella ofreció a su heredero, Rodrik Dustin, un muchacho de su edad. La propuesta fue directa, casi como un desafío, y Jon aceptó con la misma firmeza.
Lord Umber fue el siguiente, una presencia tan grande y ruidosa que parecía llenar el salón con su mera existencia. —Mi señor —tronó el enorme lord, cuya voz resonó como un cuerno de guerra—, ofrezco a mi hijo, Jon Umber. No tan pequeño como su apodo, pero fuerte como un oso y leal como un lobo.
El joven Umber, que debía tener dieciséis o diecisiete años, se adelantó, tan alto como una torre y con manos que parecían capaces de destrozar un yelmo de un solo golpe. Jon le dedicó una leve sonrisa, aceptando la propuesta mientras pensaba que un aliado como él podría ser más útil en batalla que en diplomacia.
Luego vino Wyman Manderly, cuyo tono era amable, pero cuyas palabras estaban cargadas de intención. —Mi señor, mis nietas, Wynafryd y Wylla, serían un honor para su corte. Lindas y educadas, pero también inteligentes y prácticas.
Las dos chicas, con miradas curiosas y expresiones serenas, hicieron una leve reverencia. Jon respondió con cortesía, consciente de que las alianzas matrimoniales y los vínculos familiares que representaban estas ofertas eran tanto un regalo como una carga.
Finalmente, llegó Jeor Mormont, un hombre robusto que parecía más cómodo empuñando un hacha que haciendo reverencias. —Mi señor, la Isla del Oso sigue fiel a Winterfell. Mis sobrinas, Dacey, Alysane y Lyra, están a su disposición. No son refinadas damas del sur, pero tienen el temple de hierro del Norte y la voluntad de una osa.
Jon miró a las tres jóvenes, cuya postura firme y vestimenta práctica decían más sobre ellas que cualquier presentación. Dacey, la mayor, tenía una mirada que hablaba de batallas y resistencia. Alysane y Lyra parecían menos intimidantes, pero Jon sabía que las apariencias engañaban.
—Winterfell agradece su lealtad, Lord Mormont —respondió, intentando no parecer abrumado.
Los ofrecimientos continuaron, uno tras otro, hasta que el peso de las palabras y las promesas parecía ser demasiado para un solo hombre, y mucho más para un muchacho de doce años. Jon sabía que cada nombre, cada rostro, era una pieza clave en el juego político del Norte. No eran solo hijos e hijas; eran rehenes disfrazados de cortesanos, símbolos de confianza que, en realidad, eran un recordatorio constante de las tensiones que subyacían en cada juramento. Y, sin embargo, no podía permitirse rechazar ni uno solo. Winterfell necesitaba aliados, y el Norte no toleraría un líder que no comprendiera el valor de la política tanto como el de la espada.
—Lord Stark—. El salón quedó en absoluto silencio cuando uno de los últimos vasallos se adelantó. Jon tragó saliva, su garganta seca como el desierto de Dorne. Era difícil no sentirse pequeño bajo tantas miradas, cada una cargada de expectativas, juicios o silenciosa duda. Frente a él se encontraba Lord Thenn, de la Casa Thenn, una de las más jóvenes del Norte, formada tras las ambiciones expansionistas de su abuelo Rickard Stark y las conquistas más allá del Muro. Jon sabía que los Thenn eran distintos, más feroces y menos refinados que los antiguos señores del Norte, pero no menos orgullosos.
Jon sintió que su pecho se apretaba. "Esto no debería estar pasando. Robb debería ser quien ocupe esta silla. Padre debió prepararme para estas cosas". Pero los muertos no escuchaban excusas ni lamentos. Jon alzó la barbilla, intentando imitar la compostura de su padre, y habló con voz que tembló más de lo que quería. —Lord Thenn, le doy... le damos la bienvenida a Winterfell.
El nerviosismo en su voz era evidente, y los murmullos que se alzaron entre los señores no ayudaron a calmarlo. Pero Lord Thenn, alto, delgado y severo como las montañas heladas de su tierra, no sonrió ni mostró signo alguno de satisfacción. En cambio, su mano se deslizó hacia su manto, como buscando algo. La reacción fue inmediata: la mitad de la guardia llevó sus manos a las espadas, y algunos señores se alzaron de sus asientos, tensos como arcos a punto de disparar. Incluso Jon sintió el impulso de retroceder. Pero entonces vio un destello, y no era el de una hoja.
—¡Esperen! —ordenó, su voz firme y clara por primera vez en toda la noche. Sorprendido, vio cómo todos obedecían, incluso los más beligerantes. Lord Thenn, impasible, sacó de su manto no un arma, sino un puñado de piedras brillantes que depositó sobre la mesa de Jon con un gesto lento y deliberado.
Las piedras resplandecían bajo la luz de las antorchas, destellos verdes, rojos y azules que parecían contener los colores del amanecer del Norte. Sansa fue la primera en romper el silencio. —Son hermosas —dijo con un asomo de entusiasmo mientras tomaba una de las gemas entre sus delicados dedos. Incluso Arya, siempre indiferente a tales cosas, se inclinó para observarlas con interés.
Jon, aún desconcertado, tomó una de las piedras. Era una esmeralda del tamaño de una nuez, pulida con una perfección que parecía imposible para las tierras agrestes de más allá del Muro. —Es un espléndido obsequio, Lord Thenn. Lo agradezco en nombre de Winterfell —dijo, forzándose a sonreír mientras sus pensamientos giraban como una tormenta invernal. ¿Qué riquezas ocultaban realmente las tierras más allá del Muro?
—Es un regalo de mi gente, mi señor —dijo Lord Thenn, su voz grave y directa—, pero no vengo solo a ofrecer piedras. Mi pueblo es atacado por los clanes que se rehúsan a aceptar el gobierno de Winterfell. Su padre, Eddard Stark, prometió ayuda antes de su trágica muerte. Hoy vengo a pedir que esa promesa sea cumplida.
Las palabras cayeron como un martillo sobre la asamblea, rompiendo la calma que apenas se había sostenido. Antes de que Jon pudiera responder, un grito resonó desde un extremo de la sala. —Las tierras salvajes más allá del Muro ya han causado la muerte de más de veinte mil norteños desde que comenzó la conquista —rugió Jon Umber, su voz potente como un trueno.
Otro señor intervino, su tono lleno de sarcasmo y veneno. —Es irónico que sea un Umber quien diga eso, cuando han instalado dos ramas cadetes en esas tierras. ¿No son tus tíos quienes ostentan los feudos de Snowthorn y Bloodsnow? —La voz pertenecía a uno de los Flint o quizás a un Moss, Jon no estaba seguro. La confusión de voces y acusaciones comenzaba a crecer.
—Entonces tal vez sea tiempo de que los sureños regresen a sus tierras —dijo Lord Thenn con un tono seco que cortó el aire como un cuchillo. No esperó respuesta. Dio un paso atrás, hizo una reverencia rígida y se retiró, dejando tras de sí un silencio cargado de tensión.
Jon miró la esmeralda que aún sostenía en su mano, sus pensamientos tan turbulentos como el aire en el salón. "¿Qué más guardan esas tierras?" Las gemas eran hermosas, casi demasiado perfectas, pero su brillo no era suficiente para distraerlo del hecho de que su sala ahora estaba dividida. Los señores del norte debatían entre ellos con fervor, algunos defendiendo las acciones más allá del Muro, otros clamando por abandonarlas por completo.
Jon intentó alzar la voz para calmar los ánimos, pero sus palabras se perdieron entre los gritos y las discusiones. Miró a Sansa, quien aún sostenía una de las piedras con admiración, y luego a Arya, que observaba la escena con los ojos entrecerrados, como un lobo acechando a su presa. No sabía cómo, pero tendría que encontrar la forma de ser escuchado. Si no podía imponer orden en su propio salón, ¿cómo podría gobernar el Norte?
—¡Silencio!— El grito cortó el aire como el filo de una espada bien afilada, inesperado y efectivo. Jon giró la cabeza sorprendido, buscando al responsable. Fue Domeric Bolton, su nuevo escudero, quien había alzado la voz. El joven se mantenía firme, una expresión serena pero decidida en su rostro, como si el acto de imponer orden en un salón lleno de hombres mayores fuera algo cotidiano para él. El murmullo menguó y las miradas se dirigieron hacia Jon, quien se había puesto de pie casi por instinto.
Por un momento, se sintió como un niño jugando a ser un hombre. "Solo tengo trece años, pensó con amarga claridad, y ya estoy en un lugar que Robb debería ocupar". La sala entera parecía volverse más pequeña, las paredes cerrándose sobre él mientras los rostros de sus vasallos lo observaban, expectantes, juzgándolo. Pensó en escribir a su tío Benjen, en rogarle consejo. Pero un Stark no ruega, ni titubea. Y un Stark nunca, jamás, abdica. Al menos no si quiere sobrevivir.
Jon enderezó la espalda y trató de adoptar la mirada que Eddard Stark reservaba para las reuniones importantes: seria, calma, pero con la fuerza inquebrantable del Norte detrás de ella. Su voz resonó, firme esta vez, llena de la autoridad que aún no sentía pero que sabía debía proyectar. —Les prometo, mis señores, que atenderé todas sus necesidades, desde las tierras del Eterno Invierno hasta las costas de Puerto Dragón Marino, desde los clanes en los Cuellos hasta la isla de Skagos. Pero si por meras palabras entre ustedes actúan como niños peleoneros, entonces veo que tendré más trabajo en estas tierras de lo que cualquier hombre podría soportar.
Jon recorrió el salón con la mirada, asegurándose de fijarla brevemente en los señores más problemáticos, en aquellos cuya lealtad pendía de un hilo. —Si el Norte, ya sea al norte del Muro o al sur de él, no está unido, entonces no somos más que los salvajes que los sureños creen que somos. —El peso de sus palabras llenó el aire. Durante un instante, el salón permaneció en absoluto silencio, y luego, una sonrisa furtiva apareció en los rostros de algunos de los señores presentes. Otros asintieron en reconocimiento, aunque sin comprometerse del todo.
Pero Jon sabía que esto era apenas el principio. Las sonrisas podían desvanecerse, los juramentos romperse con la misma facilidad con la que un río helado cede al deshielo. "Debo aprender más de estas personas, de sus necesidades, de sus aspiraciones. No por ellos. No por el Norte. Sino por Sansa. Por Arya". La promesa que le hizo a su padre pesaba sobre sus hombros, tan fría y sólida como el acero de una espada. Lo había jurado. Las protegería. Y si eso significaba convertirse en un verdadero Lord Stark, entonces así sería.
Un pensamiento fugaz lo atravesó, tan rápido como un cuervo en vuelo. "Tal vez sea tiempo de entender lo que mi abuelo Rickard intentaba lograr. Sus ambiciones, sus proyectos. ¿Qué soñaba ese hombre para el Norte? Su padre había comenzado obras importantes por su cuenta: el canal que habría de incrementar el comercio, los jardines de cristal, los fuertes de guerra y las flotas comerciales, las flotas de guerra que se estaban creando, algo que expandían la influencia norteña. Todo eso debía completarse. Pero también debía recorrer el Norte, ver con sus propios ojos qué fuerzas moldeaban a sus vasallos y qué podía unirlos, más allá del hielo y el hierro.
De pronto, un movimiento llamó su atención. Entre la multitud, Lord Reed le sonrió desde el otro extremo del salón. La expresión del hombre, enmarcada por su rostro sereno, era un recordatorio de la conexión profunda entre sus casas. Howland Reed había sido uno de los hombres más leales a su padre. Pero la sonrisa desapareció tan rápido como apareció cuando el señor del Cuello se giró y comenzó a retirarse, como si supiera algo que los demás ignoraban.
Sin embargo, otra mirada lo atrapó, una que no podía ignorar. Lady Catelyn, desde su lugar en la mesa, lo observaba con una intensidad que casi le hizo estremecerse. Era una mirada llena de odio, pura y sin disimulo, como si cada fibra de su ser repudiara el lugar que él ocupaba. En cualquier otro momento, esa mirada lo habría hecho sentir como un bastardo sin hogar ni lugar en el mundo. Pero esta vez, Jon no se acobardó. Por primera vez, sostuvo la mirada de Catelyn Tully, dejando que su propia ira se asomara en su ceño fruncido. "Puedes odiarme todo lo que quieras, pero esta es mi casa ahora. No la tuya".
Algo en lo profundo de él le susurraba que esa mujer era parte de las desgracias que habían caído sobre su familia. Que de alguna manera, su odio no era solo un problema personal, sino algo que había envenenado Winterfell durante años. Pero no importaba. Jon era ahora el Lord de Winterfell, el Guardián del Norte. Y no permitiría que nadie, ni siquiera Lady Catelyn, lo hiciera dudar de ello.