Escribir en este lugar es como intentar construir algo en medio de un desierto de cenizas. La celda es fría, húmeda, y el tiempo parece haberse detenido aquí. Me dieron papel y un lápiz después de mucha insistencia. Tal vez piensan que escribir mis memorias es una especie de terapia, un intento de arrepentirme. No podría estar más lejos de la verdad.
Cada palabra que trazo es una despedida, no de mi vida, sino de lo que fui. Este no es un acto de redención; es mi testimonio. Quiero que alguien lea esto y sepa la verdad. Quiero que alguien entienda por qué lo hice, por qué elegí este camino sabiendo que terminaría aquí, en esta jaula, esperando que mi corazón deje de latir por el veneno que me inyectarán.
El silencio aquí es ensordecedor. Es curioso, pensé que estaría lleno de gritos, de lamentos de los otros condenados, pero lo único que escucho es el eco de mis propios pensamientos. A veces, cierro los ojos y puedo sentirla. Amada. Su risa, su voz suave cuando me llamaba "tonto" después de una de mis bromas. Su mirada protectora cuando nuestra madre me insultaba.
Escribo para ella, porque sé que, donde sea que esté, merece que su historia sea contada. No solo el horror que vivió, sino también la luz que fue para mí. Amada me salvó tantas veces. Me enseñó que podía ser algo más que lo que nuestra madre veía en mí. Me defendió cuando no tenía fuerzas para defenderme a mí mismo.
Pero no pude salvarla.
Ese pensamiento me consume cada día. No importa cuántas veces lo racionalice, no importa cuántas veces me diga que hice todo lo que pude. Cuando cierro los ojos, la veo, tirada en esa camilla fría, irreconocible, y me siento como el niño indefenso que siempre fui.
El juicio fue un espectáculo grotesco. No hubo espacio para mi verdad, solo para los discursos de abogados que hablaban de "justicia" y "orden" mientras yo me ahogaba en mi propio silencio. Cuando declararon la sentencia, sentí que una parte de mí ya había muerto. No me defendí. ¿Qué sentido tenía? Había hecho lo que creía necesario, lo que el sistema se negó a hacer.
Ahora, sentado en esta celda, solo queda esperar. Mi ejecución está programada para dentro de unos días. Hasta entonces, tengo tiempo para escribir. Y mientras lo hago, trato de recordar los momentos felices. Los pocos que tuvimos.
Recuerdo a Amada preparándome el desayuno en nuestro pequeño departamento, mientras yo me quejaba del trabajo. Recuerdo cómo se reía cuando leía en voz alta uno de esos libros densos de Derecho, y yo fingía entender. Recuerdo cómo me abrazaba, fuerte, como si con ese gesto pudiera protegerme del mundo.
Esos recuerdos son mi única compañía aquí. No tengo visitas, ni cartas, ni amigos que vengan a despedirse. No los necesito. Lo único que importa es que estas palabras lleguen a alguien, a cualquiera que pueda entender.
Quiero que sepan que no fui un monstruo. Fui un hermano que amaba con toda su alma a la única persona que le dio un hogar en este mundo. Fui un hombre al que le arrebataron lo más valioso, y que decidió actuar cuando nadie más lo haría.
Quizá esta será mi única herencia. Un puñado de hojas escritas con manos temblorosas, llenas de tinta y lágrimas secas. Tal vez nadie las lea. Tal vez se perderán, como yo.
Pero al menos lo intenté.