El segundo era Javier. Más fuerte que Lucas, más seguro de sí mismo, pero igual de despreciable. Si Lucas era el perro que ladraba sin morder, Javier era el que disfrutaba ver cómo los demás sufrían. Había algo en su sonrisa, en la forma en que caminaba, que siempre me hizo pensar que se creía intocable.
Pero todos caen.
Seguí a Javier durante días. Su rutina era metódica, como si viviera sin miedo. Su gimnasio, sus reuniones en bares caros, sus citas con mujeres que seguramente no conocían quién era en realidad. No podía evitar preguntarme si alguna de ellas notaría el monstruo detrás del traje.
La noche que decidí actuar, esperé fuera de su edificio. Javier vivía en un departamento de lujo, con seguridad privada y cámaras en cada esquina. Pero todo ese despliegue era inútil contra alguien como yo, alguien que ya no tenía nada que perder.
Se acercaba la medianoche cuando finalmente salió. Lo vi dirigirse a su auto, un SUV negro que parecía tan pretencioso como él. Caminaba con esa confianza desmedida, como si el mundo entero estuviera a sus pies.
Sabía que no podía atacarlo allí, en la seguridad de su edificio. Así que lo seguí en silencio, dejando que él marcara el camino. Conducía rápido, como si siempre tuviera prisa, como si nunca pudiera quedarse quieto. Lo seguí hasta un polígono industrial abandonado, donde solía encontrarse con amigos para carreras ilegales. Esta vez estaba solo.
Aparcó cerca de un almacén desierto, encendió un cigarrillo y salió del auto, probablemente esperando a alguien que no llegaría.
Yo ya estaba ahí.
-Bonito lugar para morir -dije desde las sombras.
Se giró bruscamente, sorprendido por mi presencia. Sus ojos se encontraron con los míos, y durante un segundo vi algo que no esperaba: reconocimiento.
-Tú... -empezó a decir, pero no terminó. No me molesté en responder. Cargué contra él con una fuerza que no sabía que tenía, golpeándolo contra el capó de su auto. Javier era fuerte, pero no estaba preparado para pelear por su vida.
-¿Te acuerdas de Amada? -gruñí, sujetándolo por el cuello mientras él intentaba zafarse.
No respondió. Su silencio me enfureció más que cualquier palabra que pudiera haber dicho. Lo golpeé con el puño cerrado, una y otra vez, hasta que su nariz sangro y sus ojos se llenaron de lágrimas.
-¡Habla! -grité, mi voz resonando en el vacío del lugar.
-No... no quería hacerlo... -balbuceó, escupiendo sangre-. Fue... fue idea de Adrián...
El sonido de su Voz, esa patética excusa, me hizo reír. Una risa amarga, cargada de odio y desesperación.
-¿ldea de Adrián? ¿Eso crees que te salva? -le grité mientras lo pateaba en el suelo.
Javier intentó levantarse, pero no le di tiempo. Abrí el bidón de gasolina que había traído conmigo y lo rocié sin dudar. Su rostro se transformó en puro terror mientras el líquido empapaba su ropa.
-Por favor... no.. -suplicó, retrocediendo mientras yo sacaba el encendedor de mi bolsillo.
Me detuve un momento, mirando cómo intentaba alejarse, cómo su cuerpo temblaba de miedo. Una parte de mí quería detenerse, quería dejarlo vivir con el peso de lo que había hecho. Pero luego recordé a Amada, su sonrisa, su risa... y su silencio eterno.
-Esto es por ella -dije, encendiendo la llama.
El fuego lo envolvió al instante, y sus gritos Ilenaron el aire. Me quedé allí, viendo cómo ardía, cómo su figura se retorcía en el suelo hasta que no quedó nada más que silencio.
Cuando terminó, me alejé sin mirar atrás. El humo y el olor a carne quemada me perseguirían por el resto de mi vida, pero no me importaba. Ya no era una cuestión de justicia; era una cuestión de equilibrio.
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