La calma era asfixiante. Sobre todo de noche, cuando uno intentaba dormir sobre un colchón mojado bajo una lona. Pese al agotamiento extremo, Humbert contemplaba la oscuridad, notaba el frío en las extremidades y esperaba. Cuando la primera luz tenue brillaba en el horizonte, todo comenzaba de nuevo. Casi todos los ataques empezaban al amanecer.
—Eres de lo que no hay —bromeó el mayor—. Tiemblas tanto que parece que haya explotado una mina.
—Es el frío, mi mayor.
—Pues levántate y mira si mis polainas están secas.
Humbert se levantó y encendió la linterna, lo que provocó la indignación inmediata de sus compañeros.
—Apaga la luz, idiota. ¿Quieres que te lancen una granada a la cabeza?
—Vamos, cierra el pico. A estas horas no pasa nada.
Una rata pasó corriendo muy cerca de Humbert, oyó el ruido de las patitas en la madera. Del susto se le cayó la linterna, que rodó por los tablones de madera; se alegró de que no se hubiera estropeado. Las ratas siempre le causaban pavor, pero su actitud hacia ellas había cambiado. Eran compañeras de sufrimiento de los soldados, estaban con ellos bajo tierra y se asustaban con las sacudidas cuando impactaban los proyectiles, a veces incluso corrían con ellos cuando atacaban, y también acababan destrozadas y desgarradas por los lanzaminas, como las personas. Eran sus compañeras, sus sombras y sus sepultureras, pues se comían los cadáveres.
Humbert tocó las polainas, que había colgado en un cordel con la esperanza de que se secaran, pero seguían mojadas. Allí todo estaba húmedo, desde la ropa interior hasta los abrigos, pero sobre todo los zapatos y los calcetines, pues casi siempre caminaban sobre agua sucia, pese a los tablones de madera.
—Aún no están secas, mi mayor.
—Bueno —gruñó Von Hagemann—. Sube al refugio de los oficiales y espérame allí.
En aquella maraña interminable de zanjas, trincheras y estrechos caminos había distintos tipos de refugios. Algunos eran bastante cómodos, si se podía usar esa expresión; eran de madera y estaban provistos de estufas y estructuras de camas. Se habían instalado en la primera fase de la lucha. Más tarde, cuando cada vez cavaban más zanjas, se creó todo un sistema subterráneo para las ratas y los soldados, y los refugios eran provisionales, una lona extendida y unas cuantas tablas de madera, y mantas que nunca se secaban y olían a podrido, eso era todo. Hacían sus necesidades en un agujero, por la mañana uno de ellos lo tapaba a paladas y cavaba otro agujero en otro sitio. En realidad daba igual, ya que el hedor a pólvora, tierra podrida y cadáver lo impregnaba todo, de manera que ni siquiera lo notaban.
—No te las arreglas nada mal, chico —comentó Von Hagemann cuando Humbert salió de debajo de la lona—. Pensaba que al primer ataque te quedarías inconsciente, pero has cumplido como es debido con tu deber, Humbert. De verdad, muy bien.
Tosió. Ahí abajo todos estaban helados, no era de extrañar con esa humedad constante. Con los dedos entumecidos, Von Hagemann sacó un paquete de cigarrillos del abrigo, cogió uno y le ofreció a Humbert.
—Gracias, mi mayor.
Fumaba siempre que se le presentaba la ocasión. También bebía el licor que se repartía cuando estaban de descanso, y se inflaba a chocolate. Los turnos consistían en ir al frente, estar de guardia y descansar para recuperarse de la fatiga de las batallas en el frente. El descanso era el mejor momento, los llevaban a un alojamiento detrás de la línea del frente y podían dormir mucho; les daban ropa seca, buena comida y podían bañarse, y para los oficiales también había casino y chicas. El turno de guardia lo pasaban agazapados detrás de las trincheras en agujeros en la tierra, apenas protegidos de los lanzaminas del enemigo, y se remendaban la ropa, fumaban, se buscaban piojos y esperaban la orden de «¡A las trincheras!».
Los piojos eran fatales porque transmitían el tifus.
—Ni yo mismo lo entiendo, mi mayor —confesó Humbert—. Antes me desmayaba con solo oír el ruido de una granada.
Von Hagemann le acercó el mechero prendido y Humbert encendió el cigarrillo, dio con placer una calada profunda y notó que se mareaba. Era un mareo agradable que iba asociado a una extraña lucidez. La absurda película de su vida pasaba por su cabeza con gran precisión, cada imagen tenía una nitidez impecable. Lo malo era que él no interpretaba ningún papel en ella.
Von Hagemann colocó la linterna entre la lona y un puntal, el haz de la luz recorría en diagonal la minúscula estancia y pintaba un círculo amarillento en los tablones que sujetaban la pared lateral. Aparte de dos cajas de munición vacías que servían de asiento, solo había un montón de mantas de lana húmedas, dos cajas con provisiones y un hornillo de gas al lado de una olla y tazas de café.
—Es una orden sin sentido, maldita sea —renegó Von Hagemann en voz baja—. Mantener la posición. Donde no hay nada que ganar. Nos dejan al margen. Otros luchan y se coronan, y yo aquí agazapado en un puesto perdido.
Humbert entendía el enfado de su mayor, pero no sentía mucha empatía. Él estaba encantado de acabar allí. Ojalá ya hubieran llegado al punto en el que no hubiera más batallas. Había órdenes de suspender los ataques alemanes desde septiembre, pero por desgracia los franceses no tenían intención de contestar de la misma manera ese feliz mensaje. Al contrario, seguían avanzando. Donaumont, la fortaleza, estaba de nuevo en sus manos, igual que Fort Vaux, cuya ocupación tantas bajas había costado a los alemanes. Qué locura. Tantos muchachos desangrados entre la mugre, sus cadáveres aún yacían en los cráteres originados por las bombas y entre el alambre de espino, pues era demasiado peligroso rescatarlos. ¿Y para qué? Para nada. Los franceses recuperaban lo que antes les pertenecía.
—Es para volverse loco, Humbert —masculló Von Hagemann. Fumaba con ansia, dando muchas caladas pequeñas. Apagó el primer cigarrillo y acto seguido encendió el segundo—. Arriba hay un montón de idiotas que no saben nada de táctica militar. Tres semanas y habríamos tomado Verdún. Podríamos haber repelido a los franceses. Tres regimientos, dos en las alas y uno en el centro. Rodeados y borrados del mapa. Y luego hacia París. Pero ese Pétain lo ha estropeado todo. Hemos esperado demasiado. Nos hemos consumido en estas malditas trincheras.
Humbert asintió y aspiró con placer el humo del cigarrillo del mayor. Dos días más, eso calculaba él, y los reemplazarían y volverían a uno de los alojamientos de descanso. Dormiría como un tronco. Día y noche. Tal vez luego todo habría terminado. Cuanto más se entregaba al efecto del tabaco, más se convencía de que llevaba semanas manteniéndolo con vida: no iba a morir, solo era un espectador de esta sórdida película, no un actor. El mayor seguía desvariando acerca de la rápida victoria sobre Francia que el imperio había desaprovechado porque las autoridades militares estaban compuestas por estúpidos e indecisos. Humbert no entendía ni una palabra de las jugadas estratégicas que Von Hagemann le relataba con todo detalle y que habrían conducido a la victoria, pero le dejaba hablar y no paraba de asentir, como si siguiera sus explicaciones con gran interés. Una cosa estaba clara: Von Hagemann no estaba afligido por la multitud de jóvenes que habían saltado por los aires, lo que lo entristecía era que su carrera se hubiera estancado. Y eso que el año anterior había empezado con muchas perspectivas: su ascenso a mayor; la condecoración en la campaña del Marne; el ataque en Amberes. Bélgica en general.
—De hecho, ya es hora de pasar unas vacaciones en casa, ¿no? —preguntó Humbert, inofensivo.
Von Hagemann bostezó y luego hizo un gesto de rechazo. No, eso no estaba en sus planes. Bostezó de nuevo y volvió a ofrecerle un cigarrillo. El mayor también empezaba a acusar el sueño, era el momento del reemplazo. Humbert se encendió un segundo cigarrillo y, mientras expulsaba el humo, oyó los familiares pasitos. Probablemente eran dos ratas jóvenes, debían de estar debajo de las mantas de lana. Esperó que no se las comieran.
—Casa —dijo Von Hagemann, pensativo—. En realidad ya no sé dónde está mi casa. Ahora me dirás que está en Augsburgo, con mi mujer, mis padres… Eso solo son apariencias. Por supuesto, soy responsable de mis padres, debo velar por ellos, sobre todo económicamente. ¿Y Elisabeth?
Soltó un profundo suspiro. Elisabeth era una persona decente, una compañera de vida, pero no conseguían descendencia. Ya llegaría… Más tarde, después de la guerra.
Se quedó callado un rato, pensativo, y a Humbert tampoco se le ocurrió nada que decir. El humo del tabaco flotaba como un ser fantasmal bajo el haz de luz de la linterna, daba vueltas, formaba figuras y se desintegraba en polvo gris. En algún lugar alguien roncó, en la zona de los franceses se oyó un tiro, supuso que disparado sin objetivo ninguno. Humbert tosió, maldito resfriado, volvía a dolerle la garganta cuando tragaba. Ojalá tuviera al menos los pies secos.
Von Hagemann tenía ganas de hablar, seguramente se debía al insomnio. Sabían que los franceses habían iniciado una contraofensiva, al amanecer se pondrían manos a la obra. Allí o en otro lugar de la trinchera. Humbert esperaba con toda su alma que atacaran por algún lugar lejano, en el oeste.
—Antes era conmovedora —Von Hagemann reanudó el monólogo—. Muy paciente. Estaba increíblemente feliz de que al final me decidiera a pedir su mano. Elisabeth es una buena persona, no se puede decir nada en contra de ella.
«Aun así la engañas, canalla», pensó Humbert.
Von Hagemann estaba sentado a horcajadas en la caja, con la espalda inclinada, la mirada fija al frente. Sin duda, ella no era su gran amor.
—¿Sabes cómo es eso, Humbert? —dijo a media voz, mirándolo de soslayo con una media sonrisa—. ¿Cuando ves a una chica y de repente ya no eres el mismo hombre de antes? ¿Cuando empiezas a comportarte como un tonto porque en tu corazón y tu cerebro solo está ella?
Se echó a reír. Bueno, sabía que Humbert estaba libre de esas locuras, aunque no de otras. Él, en cambio, Klaus von Hagemann, había sido un idiota en el amor.
—Su hermana. Ella era la que me volvía loco. La dulce y angelical Kitty. ¡Esa maldita víbora!
A Humbert aquella expresión le pareció bastante ofensiva. Si estuvieran en la villa de las telas, habría defendido a su joven señora, pero estaba en las trincheras, entre el lodo y las ratas, mientras el enemigo preparaba el ataque. Teniendo en cuenta la situación, pasaría por alto aquel agravio.
—¡Es increíble! —murmuró Von Hagemann, y buscó la petaca en el bolsillo del abrigo—. Que se la haya llevado precisamente ese tío blando y soso. ¿Qué tiene Alfons Bräuer aparte de un montón de dinero?
Desenroscó el tapón y le dio un trago. Dudó un momento y le ofreció a Humbert. Era evidente que estaba contento de que alguien lo escuchara, y quería recompensarlo.
—Whisky —dijo con una sonrisa—. Seguramente es de contrabando, pero no está mal.
En realidad a Humbert no le gustaba ese brebaje, además le dolía la garganta, pero no podía rechazar la invitación; Von Hagemann se lo habría tomado mal. Así que bebió un trago pequeño, notó el líquido como fuego en la garganta y torció el gesto.
—Quema, ¿eh? —bromeó el mayor, que volvió a coger la petaca—. Bueno, en la vida uno no siempre consigue lo que quiere, ¿no?
Humbert negó con la cabeza, no podía hablar porque le ardía la garganta.
—Caroline —dijo Von Hagemann en tono afectuoso—. Se parece mucho a Kitty. Cabello oscuro, ojos grandes, pechos pequeños y redondos, es delgada y flexible. Tiene unos pies preciosos… Caroline de Grignan. Solo tiene diecisiete años, y su madre la vigila como un dragón.
Se interrumpió porque en aquel momento se produjo una detonación, un estallido infernal, más intenso que todo lo que habían vivido hasta entonces. También vieron un resplandor. Se tiraron al suelo, alrededor se oían chasquidos, correteos, crujidos, como si las zanjas se fueran a desmoronar. Los gritos de los soldados a los que habían arrancado del sueño cada vez se oían más cerca.
—¡Le han dado al depósito de municiones!
—¡Malditos cerdos! ¿Oís sus gritos de júbilo?
En efecto, entre las explosiones se oyó a los franceses, que chillaban entusiasmados y disparaban con los fusiles.
—Cuidado, van a atacar —gritó Von Hagemann, que se había levantado del suelo y luchaba contra la lona caída—. Ocupad vuestras posiciones. Preparad las armas. ¡Hay que repeler el ataque!
Tosió y maldijo porque la tropa no ocupaba su puesto con la rapidez suficiente. Humbert se deshizo de la lona mojada y se dirigió a trompicones hasta su catre, donde había dejado el fusil. El negro nocturno se había teñido del amarillo y rojo de las llamas, las detonaciones casi consecutivas hacían vibrar la tierra. El depósito estaba como mucho a doscientos metros, protegido con muros de mampostería. O habían acertado de casualidad, o alguien había revelado al enemigo dónde se encontraban las municiones. Humbert tropezó con otros compañeros que ya corrían a sus puestos, mientras él, rezagado como de costumbre, aún tenía que encontrar y cargar su arma. Se acercaba el ataque francés. Los impactos de las minas sacudían las trincheras alemanas, se oían salvas de fusiles, las órdenes corrían por todas partes, la madera se astillaba.
—¡Ahí están! —oyó la voz de Von Hagemann entre el caos—. Tomaos vuestro tiempo, chicos. Cada tiro, un acierto. Ni un francés pasará el alambre de espino, como me llamo Von Hagemann.
Humbert apartó su abrigo de encima del catre y buscó a tientas su fusil, pero no estaba. Se quedó mirando atónito la oscuridad que brillaba de amarillo, su arma había desaparecido, alguien debía de haberse confundido y se la había llevado. Con la mente en blanco y las extremidades ateridas de frío, trepó hasta el parapeto, donde sus compañeros, tumbados detrás de sacos de arena, disparaban contra los franceses. Los superaban en número en el ataque, cada vez pasaban volando más siluetas oscuras, se acercaban a trompicones, dando tumbos, a las posiciones alemanas. Corrían agachados y disparaban, se lanzaban al suelo, volvían a levantarse, algunos permanecían tumbados, otros se arrastraban como lagartos en el lodo.
«Tanto esfuerzo por este pedacito de tierra yerma», pensó Humbert. Un temblor conocido se apoderó de él y no pudo evitar soltar una risita. ¿Quién quería eso? Hacía años que allí no crecía ni la hierba. A su lado, un camarada emitió un breve sonido sordo y acto seguido dejó caer la cabeza. Un tiro directo al pulmón o al corazón. Humbert no sintió miedo, era el día a día en la guerra, uno estaba fuera de sí, veía la vida pasar como en una película. Bajó el cuerpo inerte dentro de la trinchera, donde ya había otros heridos, y luego se encaramó para apoderarse del arma de su compañero, que se había quedado arriba. Con el resplandor del depósito en llamas se veían grupos de atacantes que se acercaban a sus propias líneas. Las detonaciones desde ambos lados atronaban en los oídos. Tras ellos, donde se encontraban las posiciones alemanas, la artillería no cesaba de disparar. Humbert notó que su cuerpo adquiría una ligereza extraña, era liviano como un espíritu, como una hoja llevada por el viento. Clavó la mirada en el enemigo que se acercaba: intentaban a la desesperada traspasar el alambre de espino y fracasaban uno tras otro. «Como en la feria», pensó, y soltó una risita. Había caído en la locura, disparaba a las sombras negras y comprobó que solo había un cartucho en el fusil. La atracción se hallaba en Maximilianstrasse, delante de la fuente de Hércules. La caseta estaba pintada de rojo y azul y tenía dibujadas unas imágenes de lobos y leones. Por ahí pasaban unas figuras de cartón, y había que disparar contra ellas. Se oyó reír a media voz y comprendió que estaba a punto de perder la cordura. Sin embargo, carecía de voluntad para frenar aquel proceso.
—¡Que no pase ninguno del alambre de espinos, chicos! Retenedlos. ¡Fuego!
Algo se movió junto a sus piernas, le subió por la espalda, saltó por encima de su cabeza y se deslizó por la oscuridad, ensordecedora por los disparos. ¡Una rata! Se estremeció, se puso de rodillas, miró alrededor por si había más roedores tras él.
—¡Abajo, idiota! —rugió un compañero.
En efecto, una segunda rata lo miró con ojos brillantes, dementes; tenía el bigote desplegado y el pelaje gris mojado e hirsuto.
—¡Túmbate, imbécil! ¿Quieres que te atreviesen el cerebro con una bala?
—¡Sujétalo, se ha vuelto loco!
A Humbert le retumbaban los oídos, le temblaba el cuerpo, los impactos atronadores lo atravesaban, era como una cáscara vacía, ligera como una ramita carbonizada.
—¡Humbert! —rugió una voz que le resultaba conocida—. ¡Humbert! ¿Adónde vas?
¿Quién hablaba con aquel tono autoritario, claro y penetrante? No lo recordaba, tenía el cerebro vacío. La rata había pasado como un rayo por su lado y había desaparecido entre la lluvia de balas. Humbert la siguió. Corrió agachado, sus manos casi rozaban el suelo, hacia la noche, hacia la tierra de nadie, donde el fuego de las armas salpicaba el suelo.
—Continuad, chicos. No miréis atrás. De todos modos, está perdido.
No era precisamente fácil seguir a una rata, costaba ver a esa bestia pequeña en la penumbra. Podría estar en cualquier parte, escondida en las ondulaciones del terreno, entre el ramaje quemado, detrás de los soldados que yacían en el suelo tras el alambre de espino. Algunos se movían, gritaban algo, se quejaban, rugían. Uno le apuntó con el fusil, disparó a través del alambre y luego se desplomó con el fusil en la mano. Notaba pitidos y silbidos en los oídos, algo caliente le acarició la mejilla.
Ahí estaba, la pequeña excursionista. Se agachó muy cerca de él, lo miró con esos ojillos negros y brillantes y se limpió el bigote. Qué animalillo tan adorable. Le sonrió, le vio los dientes afilados. Luego movió el morro en un gesto muy dulce de un lado a otro.
—No me atraparás —le susurró, burlona, la rata—. Soy demasiado rápida y lista.
Él se abalanzó sobre ella, pero solo atrapó la cola y se le escurrió entre los dedos. Ahí estaba él, en el lodo frío, justo delante del alambre de espino. Medio metro más y se habría quedado enganchado en el alambre. La rata, en cambio, tan pequeña, salió disparada y desapareció tras un francés caído.
—Espera…, ¡ahora te atrapo!
Tuvo que apretarse mucho contra el suelo, porque le pasó una granada por encima y cayó en la zona francesa. ¡Pum! Saltaron terrones por todas partes, piedras, ramas, extremidades. A Humbert le temblaba todo el cuerpo, se reía contra la tierra mojada, notó su sabor, un poco salado, escupió, se limpió la boca con la mugrienta manga.
Al girar la cabeza vio el tenue amanecer lechoso en el horizonte. «Demasiado tarde», pensó, y soltó otra risita. Llegaba sin más, no podía hacer nada para evitarlo. La risa surgía por su cuenta cuando le venía en gana.
Aprovechó la breve pausa tras la detonación de la granada para ponerse en pie y trepar con cuidado por el alambre de espino. Aun así, se le desgarró la chaqueta y se hizo daño en el brazo izquierdo, por no pisar los cuerpos inmóviles de los franceses. Por supuesto, hacía tiempo que la rata había huido esquivando todos los cráteres de las bombas.
Caminó en zigzag, sin rumbo, siguiendo el rastro de la rata, entre balas y fuego de ametralladora. No sentía los pies ni las piernas, tenía la sensación de volar, una odisea descabellada por la tierra revuelta, sangrante. Oyó el ruido de motores y vio dos aviones ingleses de reconocimiento que sobrevolaban el campo de batalla, les hizo un gesto y se quedó asombrado al ver que de la mano derecha le goteaba un líquido rojo.
«Estoy sangrando», pensó, y soltó una risita tonta. «Estoy herido».
Agitó los brazos como si quisiera alzar el vuelo y se precipitó hacia las líneas francesas para echar a volar delante del enemigo en el cielo matutino.
—Laisse… il est fou! —gritó alguien.
—Mais c'est un allemand!
—Tant pis!
Vio a dos soldados enfrente con el uniforme equivocado. Además, los fusiles que le apuntaban al pecho no eran los de siempre. Pero la rata estaba agazapada en un tocón quemado y se limpiaba el bigote gris con sus patitas color rosa. «Vamos», le dijo. «Son enemigos. Hazlos prisioneros. O por lo menos mátalos de un tiro».
—Il n'a pas de fusil…
Se acercaron a él sin dejar de apuntarle. Humbert oyó un susurro en los oídos, luego se apoderó de él esa risa absurda. Se retorcía de la risa, se doblaba, se daba golpes en los muslos. Cuando pasó el arrebato, vio las bocas de dos fusiles. De pronto sentía las extremidades pesadas como el plomo, le daba la sensación de que iba a hundirse en el suelo blando.
—Je suis… allemand —se oyó tartamudear, y le sorprendió oírse hablar en francés—. Nous sommes… —Lo intentó de nuevo—. Sommes… prisonniers de guerre.
Vio que sonreían y sintió un orgullo infinito por recordar aquella expresión francesa.
—Prisonnier de guerre —repitió.
Les tendió una mano y, al ver el líquido rojo que seguía goteando y ya empapaba la manga, se sintió mal. Se abrió un remolino ante él, un agujero negro que daba vueltas y lo engulló.
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