—¿Cómo has podido?
Marie negó con la cabeza, desesperada. Debería haberlo sospechado, pero Kitty era Kitty, hacía lo que le dictaban sus sentimientos, y a veces eran contradictorios.
—No te pongas así, Marie —intentó calmarla Kitty—. Ni siquiera era una carta, solo unas cuantas palabras escritas en un papel…, frases de cortesía. En el fondo no era nada.
Se puso bien el pañuelo de lana que Alicia le había dado por precaución. En la villa también ahorraban en combustible, y el salón rojo solo se calentaba un poco por la noche. Abajo, en el hospital, habían encendido la chimenea abierta para que los enfermos no se congelaran, pero proporcionaba poco calor y engullía mucha madera. Lo único bueno era que el calor que subía de la chimenea calentaba parte de las habitaciones de arriba.
—Si no hubiera sido nada, querida Kitty, no habría contestado, ¿no?
Kitty soltó un profundo suspiro y miró por la ventana. Era última hora de la tarde, el cielo se cernía como una tela pesada y gris sobre la ciudad, en el parque bailaban los primeros copos de nieve sobre el césped. Pronto llegaría la Navidad, las tiendas de la ciudad ya estaban decoradas, aunque la oferta era escasa.
—Ya sabes cómo son los hombres —dijo, y se encogió de hombros—. Les das la mano y… Jesús bendito, ni siquiera fue la mano. Fue un soplo. Un saludo amable. Deseos de que mejorase.
Marie se sentía como una estricta institutriz. No le gustaba ese papel, pero su cuñada Kitty, tan imprudente como encantadora, la obligaba a desempeñarlo. Necesitaba una persona sensata a su lado, y Alfons, que había cumplido esa función con discreción y cariño, había vuelto al frente. Estaba en Francia, le había contado Kitty, en algún lugar remoto, en el oeste.
—¿Le escribiste a Gérard que ahora estás casada?
Kitty puso cara de desesperación, como si la pregunta fuera obvia.
—Por supuesto que sabe que estoy casada.
—Entonces se lo has dicho —insistió Marie.
—Bueno, lo sabrá cuando vea el remitente, ¿no?
Marie se rindió. Lo que Kitty le había escrito a Gérard Duchamps había animado al joven a responder con una carta larga que ella guardaba en el bolso.
—No pongas esa cara, Marie —se quejó Kitty antes de inclinarse y servirse un té—. No, de verdad, Marie. Si te pones tan seria, me arrepiento de haberte enseñado la carta. Solo le escribí porque creía que estaba al borde de la muerte. Nadie podía saber que se recuperaría. No es que lo lamente. Está bien que un soldado se recupere de sus heridas. Aunque sea francés.
—Por supuesto —admitió Marie—. Nadie le desea nada malo a Gérard. Pero debe saber que eres una mujer casada y que no tiene sentido escribirte cartas.
Kitty endulzó el té con varias cucharadas de azúcar y torció el gesto al probarlo.
—Su carta es inofensiva, Marie —comentó, y dejó la taza con un gesto de repulsa—. Ya la has leído. El tono es amable, y no hay ninguna alusión a… a… al pasado.
«Salvo la mención de su separación», pensó Marie, y soltó un suspiro. Por mucho que le dijera a Kitty, si a ella no le convenía, simplemente no escuchaba. Diez minutos antes Marie le había dicho que Gérard no era un soldado cualquiera, sino su antiguo amante. Que le hubiera hecho llegar la carta a través de un amigo alemán del hospital belga era inaceptable y una bofetada en la cara para su marido. ¿Acaso no lo entendía? ¿Quería causar esa pena a Alfons, el padre de su pequeña Henni?
—Por el amor de Dios, Marie. Alfons está en el frente. No se enterará, así que tampoco puede entristecerse por eso. Imagínate, ayer me llegó una carta suya, están luchando junto al río Marne contra los ingleses. Son mejores soldados que los franceses, según él. ¿No te parece interesante? A mí los ingleses me resultan un poco grotescos, tan rígidos y secos…
Marie calló y dejó que Kitty continuara con su verborrea. Bien pensado, en realidad no era tan grave como le pareció en un primer momento. Kitty quería a Alfons, tenían una hija pequeña, era muy improbable que cometiera una estupidez. Además, estaba la guerra. Gérard se encontraba en Lyon, según le había escrito. No pisaría Augsburgo ni podría hacer llegar una segunda carta a Alemania.
—¿Lo sabe Elisabeth? ¿Y tu madre? ¿Alguien más?
—¿Y qué me dices de esas horribles prendas confeccionadas con ese sucedáneo de tela? ¡Son rígidas a más no poder! Con eso puesto, una parece una institutriz. Lo único bueno es que ahora las faldas se llevan más cortas, pero yo tengo los tobillos demasiado finos. ¡A algunas mujeres se les ven las pantorrillas! Dios mío, esas faldas siempre las llevan las que no pueden permitírselo.
—¡Kitty, por favor! No cambies de tema.
—¿Qué?
—Que si alguien más sabe lo de la carta.
—No, eres la única, Marie. Quería hablarlo a solas contigo porque eres mi mejor amiga y mi persona de confianza. Tienes toda la razón en reñirme, Marie. Pero, mira, en realidad no lo pensé, ya me conoces.
—Bien —dijo Marie—. Entonces escucha mi consejo.
Kitty dijo que era toda oídos y removió la taza, distraída.
—Yo en tu lugar arrojaría la carta al fuego enseguida y no volvería a mencionarla jamás.
Kitty la miró con sus ojos azules muy abiertos. Aquella mirada infantil conmovió a Marie, transmitía pavor y una tristeza profunda.
—¿Te refieres a… quemarla?
—Sí.
Kitty paseó la mirada por el salón, se detuvo un momento en un cuadro, un paisaje nevado, el marco dorado destacaba sobre el papel pintado en tonos rojos. Luego miró preocupada su bolsito bordado con perlas que había dejado en una butaca.
—Sí —susurró, y respiró tan hondo que casi pareció un sollozo—. Sí, será lo mejor. ¿Sabes, Marie? Es una lástima que no se pueda querer a dos hombres a la vez.
—¡Kitty! —la reprendió Marie—. Ni se te ocurra decir eso delante de Lisa o de mamá. Tal vez en Bohemia, entre artistas, se admitan conductas tan peculiares. Pero no creo que Alfons lo entendiera.
—Gérard tampoco —dijo Kitty con una sonrisa soñadora—. No, él seguro que no.
Agarró el bolsito, lo abrió, sacó un pañuelo con el borde de encaje y se sonó la nariz. Luego cogió un frasco diminuto de perfume, de color azul claro. Desenroscó el tapón dorado, se puso una gotita en la muñeca y estiró el brazo hacia Marie.
—Es el aroma del paraíso, Marie. Un soplo de bergamota y ámbar. Huélelo.
Marie no hizo ademán de acercarse a aspirar ese olor paradisíaco, así que Kitty retiró el brazo y sacó del bolso la carta doblada.
—Hazlo tú, Marie —le pidió con gesto triste—. Yo no puedo. Dice cosas muy bonitas. Sé que no volveré a verlo nunca, pero me alegro mucho de que no esté muerto.
Se secó los ojos con el pañuelo, y Marie sintió un gran alivio al ver que en realidad no estaba llorando. En cambio, hablaba sin pausa. Que cuando terminara la guerra iba a hacer un viaje por Italia con Alfons. Se lo había prometido. Milán, Roma, Nápoles. Quería ver el Vesubio, y luego Sicilia. Tal vez también podrían ir a África. Marruecos tenía que ser un país fascinante. Y, por supuesto, Egipto, las pirámides…
Marie cogió la prueba del delito a regañadientes. Estuvo a punto de decirle a Kitty que llevara a cabo ella aquel acto de destrucción. Pero le preocupaba que se guardara la carta en el costurero en vez de arrojarla al fuego de la chimenea. Kitty no era de fiar, había que protegerla de sí misma. Marie se guardó la carta en la manga.
—Yo… creo que me voy a ir a casa —dijo Kitty, que de repente parecía muy aliviada—. ¿Te he contado que Henni se sube a todas las sillas y butacas? En unos días estará caminando. Voy a escribirle una carta larga a Alfons y añadiré algunos dibujos. Y encargaré fotografías de Henni…
Le dio un abrazo a su «queridísima Marie», le aseguró que le estaba infinitamente agradecida y le pidió que no contara nada de la carta, menos aún a Elisabeth. Lisa se había vuelto muy estricta y patriótica. Aunque había mejorado desde que volvía a vivir en la villa.
—En realidad, a mí también me gustaría instalarme de nuevo aquí —dijo ella con gesto pensativo—. Pero mientras este incordio de hospital tenga la villa patas arriba, prefiero vivir en Frauentorstrasse.
Había ido a pie porque ya no se disponía de gasolina para vehículos privados. No parecía que le molestara. Marie observó desde la ventana del salón a Kitty, bien arropada en su abrigo de pieles, caminando por el sendero del parque en dirección a la ciudad. Llevaba las manos metidas en un manguito de visón negro, y se paraba continuamente a contemplar los copos de nieve que aterrizaban en el suelo oscuro.
Marie notó la carta en la manga y se dirigió al comedor, donde la estufa de azulejos que Auguste había encendido por la mañana aún conservaba las brasas. La abrió y metió la carta en la cámara de combustión, sopló con suavidad para animar las brasas y esperó a que el papel se hubiera quemado del todo.
«Ya está, monsieur Gérard», pensó satisfecha, y cerró la puerta de la estufa. «Se acabó. En un futuro estaremos libres de sus tejemanejes».
Desde la galería se oían alegres gritos infantiles. Rosa no solo estaba cuidando de los gemelos, también vigilaba a la pequeña Liesel y a Maxl para que Auguste pudiera hacer su trabajo sin que la molestaran. El viejo Bliefert sufría un obstinado refriado y se alegró de no tener que ocuparse de ellos. De Gustav casi no recibían noticias, estaba en algún lugar en Rusia o Rumanía, y a juzgar por sus breves cartas ni él mismo lo sabía del todo.
—¡Else! ¿Hanna ya ha terminado?
Else estaba en la sala de los caballeros, sacudiendo los cojines y limpiando el polvo de los muebles de madera de roble con arabescos. Apareció con el plumero en la mano y se dirigió presurosa a la escalera de servicio para ir a mirar en la cocina. Hacia el mediodía, Hanna llevaba el almuerzo a los prisioneros de guerra de la fábrica, y se había instaurado la costumbre de que la joven señora Melzer la acompañara. Oficialmente, Marie lo hacía para supervisar a Hanna y ayudarla a tirar del carretón, pero en realidad aprovechaba la oportunidad para informarse sobre el curso de la producción. Johann Melzer se había deshecho en elogios hacia Marie delante de toda la familia, valoraba sus conocimientos técnicos, pero no soportaba que estuviera en su despacho o en los talleres. Le había preguntado varias veces si no tenía nada mejor que hacer que dar vueltas por su fábrica y habían tenido un acalorado intercambio de pareceres:
—¿Acaso crees que tienes que controlar a mis trabajadores?
—Solo traigo algunos borradores para las muestras de tela, papá.
—¿Y qué buscas arriba, donde se imprimen las telas?
—Estaba viendo los rodillos y hablando con el grabador sobre cómo podrían modificarse de forma sencilla las muestras que ya tenemos.
—¡Con mi grabador hablo yo y nadie más! ¡Maldita sea!
Johann Melzer convivía con dos seres en su interior. Respetaba a Marie, su talento para el dibujo, su capacidad para entender cómo funcionaba una máquina. Alicia nunca había mostrado esas habilidades, la educaron para ocuparse del bienestar de la casa y la familia, la fábrica siempre le había parecido algo ajeno e incomprensible. Marie era distinta: intervenía, quería hablar sobre la fábrica, exigía a su suegro que le explicara esto o aquello. Incluso hacía propuestas de mejora y aportaba ideas nuevas. Por una parte le gustaba, pero por otra no. Se negaba en redondo a aceptar sus ideas. Tal vez porque era mujer, pero sin duda también porque defendía con terquedad sus opiniones. Él, Johann Melzer, era el director de la fábrica de paños Melzer. Él decidía, y no iba a dejarse mangonear por su nuera. Aunque tuviera razón.
Marie lo entendía muy bien. Debía tener paciencia, no empezar la casa por el tejado, lo primero era que el señor director se acostumbrara a sus intervenciones, despacio pero con constancia. No solo a la hora de tomar decisiones, también quería compartir la responsabilidad. Al principio lo hizo por Paul, para que los dibujos de las máquinas no se perdieran, se llevaran a la práctica y tuvieran un efecto beneficioso para los Melzer. La chispa había prendido y ahora, cuando visitaba la fábrica, quería aportar sus propias ideas.
—Hanna ya está con la carretilla en el patio, señora —anunció Else, sonrojada por la carrera.
—Me pondré el abrigo de lana gris, el gorro azul claro y el chal que me tejió Tilly.
Else comentó con cautela que sería más conveniente ponerse las pieles, pues soplaba un viento frío de diciembre, pero Marie se negó. No era adecuado aparecer en la fábrica vestida como una dama rica cuando muchas de las trabajadoras ni siquiera tenían un abrigo decente.
Hanna esperó obediente junto al arriate circular, ahora cubierto de ramitas de abeto para proteger del frío los bulbos de los tulipanes y los narcisos. La comida para los prisioneros de guerra iba en una gran olla envuelta con trapos dentro de una caja de madera. Para que el guiso de zanahorias y nabos no se derramara durante el irregular trayecto, la tapa estaba atada al asa con cordel de paquetería. Aun así, había que ir con cuidado. La comida era un bien preciado. El plato de potaje con un pedazo de pan de acompañamiento seguramente sería la única comida que recibirían los prisioneros de guerra al día.
—En la fábrica de máquinas, la comida es mucho peor —dijo Hanna mientras emprendía la marcha con cuidado—. Solo les dan un poco de sopa clara de avena, y el pan es de virutas de madera.
El trayecto hasta la fábrica no era largo, pero las dos mujeres caminaban deprisa con la carretilla. Nadie debía saber lo que hacían: en la ciudad, y también en los barrios de los obreros de las fábricas, había gente dispuesta a pegar e incluso matar por unas cucharadas de puchero.
—¿Cómo sabes lo de la sopa de avena?
Hanna se cohibió un poco, y luego dijo que se lo había oído a los prisioneros de guerra. Todos se alegraban de trabajar con los Melzer, sobre todo los que estaban abajo, en la máquina de vapor, porque ahí hacía calor.
Marie sonrió ante tanta ingenuidad. Meter carbón a paladas en la máquina de vapor era un trabajo agotador que no envidiaba a los hambrientos prisioneros de guerra. Pero ¿quién iba a hacerlo si no? Los jóvenes alemanes estaban en la guerra, acababan lisiados por la patria y, si los hacían prisioneros, bregaban en territorio enemigo en minas de carbón o de otros minerales hasta que se quedaban sin fuerzas. ¡Qué locura!
—¿Hablan alemán contigo? Pensaba que solo sabían ruso o francés.
Hanna le contó que algunos habían aprendido alemán. No podía ser de otra manera, necesitaban entender las órdenes de los alemanes.
—Por supuesto, no había pensado en eso.
La vida había vuelto a la fábrica. Cuando el portero Gruber les abrió la puerta, Marie vio en el patio a varios trabajadores que llevaban rollos de papel a la hiladora. Desde la sala se oían los sonidos habituales, los siseos y el arrastre, el zumbido y los chirridos, los silbidos y los ejes, todo se mezclaba en un ruido ensordecedor que las trabajadoras sentían en el cuerpo horas después de terminar su turno. Hanna se dirigió con la carretilla a la sala de embalaje, donde dos mujeres ayudarían a repartir la comida. Huntzinger, el antiguo capataz, vigilaba que la máquina de vapor no perdiera presión mientras los prisioneros de guerra comían con tranquilidad. También los dos soldados del frente nacional, dos muchachos pálidos que no tenían ni dieciocho años, estaban en el reparto y recibían un plato de comida. Las miradas de envidia de los demás trabajadores eran inevitables.
—Comen hasta saciarse mientras nuestros niños se mueren de hambre en casa.
Marie se separó de Hanna para dar una vuelta por las salas. Poco después había inspeccionado la hilandería y comprobado que solo funcionaban cuatro máquinas, mientras que la quinta ya tenía un rollo nuevo. Tuvo ocasión de observar los trabajos y sacar sus propias conclusiones. Todo sería más fácil si construyeran un carro para transportar los pesados rollos hasta las máquinas. Así los hombres solo tendrían que levantarlos y colocarlos en el eje. ¿Y por qué se utilizaban esos enormes rollos de papel? El peso era un problema: al principio costaba ponerlos en movimiento, y una vez que el papel empezaba a desenrollarse, iba demasiado rápido y se producían irregularidades. Esos hilos no se podían usar para telas finas.
«Si los rollos fueran la mitad de gruesos, las máquinas funcionarían de manera regular y sin desperdicio», pensó Marie. Aun así, eso obligaría a interrumpir el trabajo con frecuencia para cambiar los rollos. Habría que contar con ello.
Cuando salió de la hilandería, vio a Hanna en la puerta de la sala de embalaje, con el pañuelo de lana sobre los hombros y el cabello oscuro lleno de copos de nieve. Estaba hablando con un joven, un prisionero de guerra que sujetaba en la mano un plato de guiso humeante. Era un muchacho apuesto, tenía el pelo negro y rizado y unos brillantes ojos negros. Pensó en Gérard Duchamps, tenía unos ojos similares y era todo un seductor. Este parecía ruso, y estaba tan empeñado en engatusar a Hanna que incluso se olvidaba de la comida.
—¿Hanna? —la llamó ella.
La chica dio un respingo. Su cara de culpabilidad hablaba por sí sola. Marie se asustó. Hanna acababa de cumplir quince años, era su protegida, y estaba orgullosa de ella porque durante los últimos meses había trabajado con prudencia y dedicación tanto en la casa como en el hospital. Y ahora tenía tratos con un prisionero de guerra ruso.
—¡Será mejor que entréis! —dijo Marie.
Recibió una breve mirada furiosa de los ojos negros del hombre y un «Sí, señora» de Hanna. Dentro, bajo las atentas miradas de los compañeros y los dos vigilantes, el joven no tenía oportunidad de regalarle los oídos a Hanna.
En el departamento de impresión de telas solo estaban en marcha dos de las varias impresoras de Rouleaux. Normalmente las hacían funcionar unos cuantos hombres, pero ahora las mujeres habían asumido aquella dura tarea. Jürgen Dessauer, el viejo grabador, estaba sentado en un banco del taller metiendo un patrón nuevo en uno de los pesados cilindros metálicos. El patrón que se grababa en el cilindro no debía dejar huecos, de lo contrario luego se vería el corte en la tela. Dessauer había encendido la luz eléctrica, pues su vista iba perdiendo facultades.
—¿Cómo le va? —preguntó Marie al tiempo que miraba con curiosidad el patrón.
Dessauer se quitó las gafas y se limpió los ojos con el dorso de la mano.
—Saldrá, señora Melzer. Es un patrón muy bonito. De verdad. Uno de los más bonitos que he perforado nunca.
—Está usted exagerando, señor Dessauer; temía que fuera demasiado complicado de grabar por todos esos zarcillos sinuosos…
Él sonrió y afirmó que para él era un orgullo. Sí, tal vez podría ser su obra maestra, pero no quería gafarlo, al fin y al cabo aún no estaba terminado.
—Y luego también depende de cómo quede impreso —la instruyó—. Cuando imprimamos la tela. Ese es el momento de la verdad, señora Melzer.
Se puso las gafas, colocó bien la lámpara y reanudó el trabajo. Marie vio fascinada cómo surgían las delicadas ramas y hojitas del metal, se entrelazaban, se enredaban con las flores y despacio, muy despacio, iban ocupando la superficie lisa del cilindro. Para cada motivo solo había una oportunidad. Un movimiento equivocado, un desliz con el punzón, y el cilindro se echaba a perder. Sin embargo, Jürgen Dessauer había grabado patrones para la fábrica durante veinte años, y ahora que tenía el pelo y la barba canos cada punzada caía exactamente donde debía. Marie observó los rollos de tela que se estaban imprimiendo en las dos máquinas; eran patrones bonitos, pero nada especial. Puntitos sobre un fondo monocolor, bastante aburrido, pensado para delantales y ropa de trabajo. La calidad de la tela era buena, firme y al mismo tiempo ligera, aunque un poco rígida. No podía compararse con el algodón, con el que se podían fabricar muchos tejidos distintos, desde la franela hasta la delicada batista. De todos modos, si su diseño quedaba tan bonito en la tela de papel como esperaba, se podrían confeccionar blusas y vestidos. Ya tenía pensados algunos patrones de corte, sencillos pero elegantes, y todo tipo de planes para aplicarlos, pero de momento era mejor no contárselo al severo señor director.
Se despidió, hizo otra ronda por la sala de tejer, donde ya se estaban fabricando telas de tres calidades distintas: gruesas para mochilas, más finas para gorros y delantales, y especialmente finas para faldas, blusas y trajes. Por supuesto, estaban muy lejos de llegar al nivel de producción anterior, pues la mayoría de las máquinas estaban paradas en todas las salas, pero se estaba trabajando, la fábrica estaba viva y alimentaba a varias personas.
Cuando cruzó el patio en dirección al edificio de administración, echó un vistazo a la sala de embalaje. Los prisioneros de guerra habían terminado el almuerzo; estaban en parejas o en grupos de tres delante de la puerta, daban patadas contra el suelo y respiraban el frío aire del invierno antes de regresar a las ruidosas salas o bajar a las palas de carbón. No vio a Hanna, supuso que estaría lavando la vajilla con las mujeres antes de volver con la carretilla a la villa. Marie se propuso tener más tarde una conversación seria con la muchacha. Estaba terminantemente prohibido hablar más de lo necesario con un prisionero de guerra o tratarlo con amabilidad. Si, como se temía, Hanna se había enamorado de ese apuesto muchacho, su conducta podría llevarla a la cárcel.
Arriba, en la antesala del despacho del señor director, Henriette Hoffmann la saludó con una sonrisa educada. Su compañera Ottilie Lüders estaba inclinada sobre la máquina de escribir, concentrada, y no reparó en la presencia de la joven señora Melzer. Por supuesto, como muestra de apoyo a la opinión de su jefe, las damas no apreciaban demasiado las visitas de Marie y las consideraban más bien una molestia. «Qué desagradecidas», pensó Marie. «¿Sabrán al menos quién se ha preocupado de que pudieran volver al trabajo? No, ni lo saben ni lo quieren saber. Para ellas el señor director es Dios. Omnipotente y omnisciente». Marie, en cambio, solo era la nuera que se entrometía en asuntos de hombres.
—¿Anuncio su visita, señora Melzer?
La señora Hoffmann se situó delante de la puerta para proteger el sanctasanctórum, seguramente había recibido instrucciones de despachar su visita diaria con una excusa. El día anterior, le dijo que el señor director estaba hablando con Berlín y no podía molestarlo, lo que luego resultó ser falso.
—Gracias, señora Hoffmann. Ya se lo digo yo.
Marie fue hacia ella y agarró el pomo de la puerta, así que Henriette Hoffmann se apartó a un lado con resignación.
—¿Papá? ¿Molesto?
Estaba sentado tras el escritorio, con un viejo archivador abierto, un montón de papeles delante de las narices y un vaso de coñac al alcance de la mano.
Marie olfateó con discreción: por supuesto que había fumado. Alicia se había percatado de que el humidificador de la sala de los caballeros estaba casi vacío: Johann Melzer se había llevado los puros a la fábrica a escondidas para fumar sin fastidiosas amonestaciones.
—¿Molestar? ¿Cómo iba a molestarme una artista con tanto talento? —dijo él, malhumorado, y cerró una de las carpetas—. Dessauer está maravillado con tus patrones. Pasa de una vez, Marie. ¡Ya que estás aquí!
—Muchas gracias, papá. Es un detalle que me dediques un rato.
Marie vio que él captaba la ironía, igual que ella tenía que aceptar sus comentarios burlones y ariscos.
—¿Sobre qué quieres acosarme hoy a preguntas?
—¡Pero papá! Solo quiero participar. Echarte una mano si puedo…
Se dirigió con paso lento al escritorio y observó el caos con una sonrisa.
—Sé que eres capaz de leer el papeleo aunque esté al revés —masculló él—. ¿Se trata de los encargos de Berlín? ¿Quieres saber si han aceptado nuestros patrones de telas?
Marie se sentó en la pequeña butaca de piel y asintió. Sí, le gustaría saberlo, apenas había podido dormir en toda la noche de la tensión.
—Bueno —dijo él al tiempo que se levantaba para servirse otro coñac—. Para empezar, nos han encargado diez pacas de tela gruesa para lonas de tiendas y cinco para mochilas.
Ella lo miró esperanzada, pero él no añadió nada más. Eso significaba que no habían aceptado el patrón para uniformes y gorros.
—¿Y por qué no la tela fina?
Él torció el gesto y se bebió el coñac de un trago. Luego se encogió de hombros.
—Porque la de la competencia es de mejor calidad. Por eso. No olvides que somos nuevos en este negocio, Marie. En Jagenberg, en Düsseldorf, hace años que trabajan con celulosa y papel.
Marie negó con la cabeza con obstinación. No. Eso no era cierto. Había investigado las telas de Jagenberg y en absoluto eran mejores que las de los Melzer.
—Yo creo que ahí hay alguien que conoce a alguien que tiene buenos contactos. Y así recibe el encargo —protestó ella.
Johann Melzer se volvió hacia ella con una mezcla de enfado y aprobación en el rostro, y luego sonrió.
—Eres una chica lista. Es muy probable que lleves razón, pero de momento no estamos en situación de hacer nada contra eso. Tendremos que ofrecer nuestras telas finas en otra parte.
—Tal vez sea mejor así —comentó ella, decidida—. Queríamos prestar un servicio al país fabricando telas para los uniformes del ejército, pero no quieren nuestros productos. Peor para ellos. Encontraremos otros compradores. ¡Y que paguen mejor!
—En cuanto a eso… no sería difícil.
En efecto, el Estado era un cliente fiable pero poco lucrativo, no ofrecía mucho por las pacas de tela. Johann Melzer ya había escrito a algunos antiguos clientes. Marie pidió una libreta y un lápiz y apuntó los nombres de algunas casas de moda, además de talleres de corte y tiendas de telas. No le costó mucho, pues Kitty la acorralaba constantemente con revistas de moda y folletos.
—Sobre todo confecciones de caballero —dijo—. Pero también trajes y vestidos de señora.
A punto estuvo de irse de la lengua, pero se guardó sus planes de futuro. Melzer cogió la hoja, leyó por encima la lista de empresas y se encogió de hombros.
—Intentémoslo. Lüders puede buscar las direcciones y los números de teléfono.
Marie estaba contenta.
—Papá, tengo algunas ideas más que me gustaría comentarte.
Él hizo un gesto de hastío y volvió a poner el tapón en la botella de coñac. Tintineó un poco porque le temblaba la mano. Luego regresó a su escritorio y soltó un pequeño bufido al sentarse.
—Esta tarde, Marie. Cuando tomemos el pan de centeno y el té de menta.
Marie atravesó la antesala con una sonrisa triunfal y se alegró al oír a su suegro gritar: «¡Lüders!». Ottilie Lüders abandonó la máquina de escribir, cogió a toda prisa una libreta y un lápiz y entró presurosa en el despacho.
Cuando Marie salió al patio, la recibió una fuerte ventisca. Se refugió un momento en la entrada y contempló los copos que subían y bajaban formando remolinos; el patio y la cornisa del edificio ya estaban cubiertos de polvo blanco. «Blanca Navidad», pensó. «Antes nos alegrábamos con la nieve. ¿Y ahora?».
Hacía dos semanas que no recibía carta de Paul. Estaba en Rusia, donde la nieve llegaba tan alto que un caballo se hundía en ella hasta la barriga. Donde el termómetro llegaba a veinte, treinta grados bajo cero. Era la tierra donde el gran ejército de Napoleón acabó congelado y muerto de hambre.
Para colmo, aún no había obtenido respuesta a su intento de que el soldado Paul Melzer regresara a Augsburgo.
«Tienes que ser fuerte», se dijo, y sintió que la desesperación quería apoderarse de ella. «No pierdas jamás la esperanza. Volveremos a vernos. No puede ser de otra manera. Lo sé, lo sé…».