Tercera parte 03 - LOS ALCALDES (06)
Wienis sonrió despectivamente.
—¿Es eso todo?
—Sí. Yo había creído que el
momento
de
la
coronación,
a
medianoche, ya sabe, sería el momento
lógico para que zarpara la flota.
Evidentemente, usted quería empezar la
guerra mientras aún era regente. Hubiera
sido más dramático del otro modo.
El regente le miró fijamente.
—Por el Espacio, ¿de qué está usted
hablando?
—¿No lo entiende? —dijo Hardin,
suavemente—. Yo había dispuesto mi
contraataque para medianoche.
Wienis se levantó de su silla.
—Está fanfarroneando. No hay
ningún contraataque. Si confía en el
apoyo de otros reinos, olvídelos. Sus
flotas combinadas no pueden vencer a la
nuestra.
—Ya lo sé. No pretendo disparar un
solo tiro. Es sencillamente que, hace una
semana, se dio la consigna de que a
medianoche de hoy el planeta Anacreonte
entraría en interdicto.
—¿En interdicto?
—Sí. Si no lo comprende, puedo
explicarle que todos los sacerdotes de
Anacreonte van a declararse en huelga, a
menos que yo dé la contraorden. Pero no
puedo
hacerlo
mientras
esté
incomunicado; ¡ni lo haría, aunque no lo
estuviera! —Se inclinó hacia adelante, y
añadió, con súbita animación—: ¿Se da
cuenta, alteza, de que un ataque a la
Fundación no es nada menos que un
sacrilegio de la mayor magnitud?
Wienis luchaba visiblemente por
recobrar el control de sí mismo.
—Déjese de cuentos, Hardin.
Resérveselos para el pueblo.
—Mi querido Wienis, ¿para quién
cree que me reservo? Me imagino que
durante la última media hora todos los
templos de Anacreonte han sido el centro
de una gran multitud que escucha a un
sacerdote que les habla de este mismo
tema. No hay ni un solo hombre ni una
mujer en Anacreonte que no sepa que su
gobierno ha lanzado un infame ataque no
provocado contra el centro de su religión.
Pero ahora sólo faltan cuatro minutos
para medianoche. Será mejor que vaya a
la sala de baile y observe los
acontecimientos. Yo estaré aquí a salvo,
con cinco guardias detrás de la puerta. —
Se recostó en su silla, se sirvió otra copa
de vino de Locris, y miró hacia el techo
con perfecta indiferencia.
Wienis atronó la atmósfera con un
juramento
ahogado
y
salió
apresuradamente de la habitación.
Sobre la elite que llenaba la sala de
baile cayó un profundo silencio cuando
se abrió un ancho camino que conducía al
trono. Leopold estaba sentado en él, con
los brazos cruzados, la cabeza alta, y el
rostro
impasible.
Los
enormes
candelabros habían sido apagados y en la
amortiguada luz multicolor de las
diminutas bombillas de Átomo que
adornaban como lentejuelas el techo
abovedado, la aureola real se destacaba
brillantemente, elevándose sobre su
cabeza para formar una corona llameante.
Wienis se detuvo en las escaleras.
Nadie le vio; todos los ojos estaban fijos
en el trono. Apretó los puños y
permaneció donde se encontraba; Hardin
no le obligaría a hacer tonterías por
medio de fanfarronadas.
Y entonces el trono se movió. Se
elevó en silencio y avanzó. Fuera del
estrado, bajó lentamente los escalones, y
después, a quince centímetros sobre el
suelo, avanzó en horizontal hacia la
enorme ventana abierta.
Al sonar la profunda campana que
daba la medianoche, se detuvo frente a la
ventana… y la aureola del rey se
desvaneció.
Durante un segundo de estupefacción,
el rey no se movió, con el rostro torcido
por la sorpresa, sin aureola, meramente
humano; y entonces el trono vaciló y bajó
los quince centímetros que lo separaban
del suelo, estrellándose con un golpe
sordo, justo cuando todas las luces del
palacio se apagaban.
A través de la bulliciosa oscuridad y
confusión, se oyó la atronadora voz de
Wienis:
—¡Las antorchas! ¡Las antorchas!
Dando codazos a derecha e izquierda,
se abrió paso entre la multitud y llegó a la
puerta. Desde fuera, los guardias del
palacio se habían internado en la
oscuridad.
Las antorchas llegaron de algún modo
a la sala de baile; las antorchas que
debían utilizarse en la gigantesca
procesión de antorchas a través de las
calles de la ciudad después de la
coronación.
De nuevo en el salón de baile, los
guardias pululaban con antorchas…
azules, verdes y rojas; y las extrañas
luces iluminaban rostros asustados y
confusos.
—No hay daños —gritó Wienis—.
Manténganse en su puesto. La
electricidad volverá dentro de un
momento.
Se volvió hacia el capitán de la
guardia, que esperaba atentamente a su
lado.
—¿Qué ocurre, capitán?
—Alteza —fue la instantánea
respuesta—, el palacio está rodeado por
la gente de la ciudad.
—¿Qué quieren? —gruñó Wienis.
—Hay un sacerdote a la cabeza. Ha
sido identificado como el supremo
sacerdote Poly Verisof. Reclama la
inmediata libertad del alcalde Salvor
Hardin y el cese de la guerra contra la
Fundación. —El informe fue hecho con
el tono inexpresivo de un oficial, pero sus
ojos se desviaban incómodos.
Wienis gritó:
—Si cualquiera de ellos intenta pasar
las puertas del palacio, dispárele a matar.
Por el momento, nada más. ¡Déjelos
gritar! Mañana pasaremos cuentas.
Las
antorchas
habían
sido
distribuidas, y la sala de baile volvía a
estar iluminada. Wienis corrió hacia el
trono, aún junto a la ventana, y ayudó a
levantar al asustado Leopold pálido como
la cera.
—Ven conmigo. —Lanzó una mirada
por la ventana. La ciudad estaba
completamente a oscuras. Desde abajo
llegaban los roncos y confusos gritos de
la muchedumbre. Sólo hacia la derecha,
donde estaba el templo Argólida, había
iluminación. Juró irritadamente y arrastró
al rey lejos de allí.
Wienis entró como una tromba en su
habitación, con los cinco guardias tras los
talones. Leopold le siguió, con los ojos
desorbitados, enmudecido por el susto.
—Hardin —dijo Wienis, vivamente
—, está jugando con fuerzas demasiado
grandes para usted.
El alcalde ignoró al regente.
Permaneció tranquilamente sentado a la
luz nacarada de la bombilla de Átomo de
bolsillo que tenía al lado, con una sonrisa
irónica en su rostro.
—Buenos días, majestad —dijo a
Leopold—. Le felicito por su coronación.
—Hardin —gritó Wienis de nuevo—,
ordene a sus sacerdotes que regresen a
sus quehaceres.
Hardin levantó fríamente la vista.
—Ordéneselo usted mismo, Wienis, y
averigüe quién está jugando con fuerzas
demasiado grandes. En este momento, no
gira ni una sola rueda en Anacreonte. No
hay ni una sola luz, excepto en los
templos. En la mitad invernal del planeta
no hay ni una sola caloría de calefacción,
excepto en los templos. No hay una sola
gota de agua corriente, excepto en los
templos. Los hospitales no aceptan a más
pacientes. Las plantas de energía están
paradas. Todas las naves están posadas en
el suelo. Si no le gusta, Wienis, usted
mismo puede ordenar a los sacerdotes
que vuelvan a sus quehaceres. Yo no
quiero.
—Por el Espacio, Hardin, lo haré. Si
ha de ser una demostración, lo será.
Veremos si sus sacerdotes pueden
enfrentarse con el ejército. Esta noche,
todos los templos del planeta estarán bajo
supervisión del ejército.
—Muy bien, pero ¿cómo va a dar las
órdenes?
Todas
las
líneas
de
comunicación
del
planeta
están
interrumpidas. Descubrirá que la radio no
funciona, la televisión no funciona y las
ultraondas no funcionan. De hecho, el
único medio de comunicación del planeta
que funcionaría, fuera de los templos,
naturalmente, es el televisor de esta
misma habitación, y yo lo he arreglado
para que sirva únicamente de receptor.
Wienis luchó inútilmente por recobrar
el aliento, y Hardin continuó:
—Si lo desea, puede ordenar a su
ejército que entre en el templo Argólida,
a pocos metros del palacio, y utilizar los
aparatos de ultraondas para comunicarse
con otras partes del planeta. Pero si lo
hace, me temo que el contingente del
ejército sea hecho pedazos por la
multitud, y entonces, ¿cómo protegerían
su palacio, Wienis? ¿Y sus vidas, Wienis?
Wienis dijo, atropelladamente:
—Podemos aguantarlos, demonio.
Esperaremos a que amanezca. Deje que la
multitud grite y la energía siga cortada,
pero aguantaremos. Y cuando llegue la
noticia de que la Fundación ha sido
tomada, su preciosa multitud descubrirá
lo vacía que era su religión, y se alejarán
de sus sacerdotes y se volverán contra
ellos. Le doy hasta mañana al mediodía,
Hardin, porque usted puede detener la
energía en Anacreonte, pero no puede
detener mi flota. —Su voz graznó
exultantemente—. Están en camino,
Hardin, con el gran crucero que usted
mismo ordenó reparar, a la cabeza.
Hardin repuso con ligereza:
—Sí, el crucero que yo mismo ordené
reparar…, pero a mi manera. Dígame,
Wienis, ¿ha oído hablar de un relevador
de ultraondas? No, ya veo que no. Bueno,
dentro de unos dos minutos descubrirá lo
que uno de ellos puede hacer.
Conectó la televisión mientras
hablaba, y se corrigió:
—No, dentro de dos segundos.
Siéntese, Wienis, y escuche.
7
Theo Aporat era uno de los sacerdotes de
Anacreonte de más alta categoría. Sólo
desde el punto de vista de la jerarquía,
merecía
su
nombramiento
como
sacerdote jefe de la nave insignia Wienis.
Pero no sólo tenía rango o prioridad.
Conocía la nave. Había trabajado
directamente bajo los sagrados hombres
de la misma Fundación en la reparación
de la nave. Había arreglado los motores
bajo sus órdenes. Había vuelto a montar
los circuitos de los visores; había
reinstalado las comunicaciones; había
blindado el casco abollado y reforzado
las cuadernas. Incluso se le había
permitido ayudar mientras los hombres
sabios de la Fundación instalaban un
dispositivo tan sagrado que nunca había
sido colocado en ningún otro buque,
siendo reservado para aquel magnífico y
colosal crucero… el relevador de
ultraondas.
No era extraño que le dolieran los
propósitos para los que el glorioso buque
estaba destinado. Nunca había querido
creer lo que Verisof le dijo… que la nave
iba a ser empleada contra la gran
Fundación. Dirigida contra aquella
Fundación donde había estudiado en su
juventud y de la cual procedía toda
bondad.
Pero ahora ya no podía seguir
dudando, después de lo que el almirante
le había dicho.
¿Cómo era posible que el rey,
bendecido por la divinidad, permitiera
aquel acto abominable? ¿No sería, quizá,
una acción del maldito regente, Wienis,
con total ignorancia del rey? Y el hijo de
ese mismo Wienis era el almirante que
cinco minutos antes le había dicho:
—Atienda a sus almas y bendiciones,
sacerdote. Yo atenderé a mi nave.
Aporat
sonrió
torcidamente.
Atendería a sus almas y bendiciones… y
también a sus maldiciones; y el príncipe
Lefkin se lamentaría bastante pronto.
Acababa de entrar en la habitación
general de comunicaciones. Su acólito le
precedía y los dos oficiales de servicio no
hicieron ademán de interferir. El
sacerdote tenía derecho a entrar
libremente en todos los lugares de la
nave.
—Cierre la puerta —ordenó Aporat, y
miró el cronómetro. Eran las doce menos
cinco. Lo había calculado bien.
Con rápidos movimientos derivados
de la práctica, movió las pequeñas
palancas
que
abrían
todas
las
comunicaciones, de modo que todas las
partes de la nave, cuya eslora era de tres
mil metros, estuvieran al alcance de su
voz y su imagen.
—¡Soldados del buque insignia real
Wienis, prestad atención! ¡Os habla
vuestro sacerdote jefe! —Sabía que el
sonido de su voz llegaba desde la cámara
de lanzamiento de cohetes, a popa, hasta
las mesas de navegación de la proa.
»Vuestra nave —gritó— está
comprometida en un sacrilegio. ¡Sin
conocimiento vuestro, está realizando un
acto tal que las almas de todos vosotros
serán condenadas al frío eterno del
Espacio! ¡Escuchad! La intención de
vuestro comandante es conducir esta nave
a la Fundación y allí bombardear esa
fuente de todas las bendiciones hasta
someterla a su voluntad pecaminosa. Y
puesto que ésta es su intención, yo, en
nombre del Espíritu Galáctico, le retiro su
mando, pues no hay mando cuando las
bendiciones del Espíritu Galáctico han
sido retiradas. Ni siquiera el divino rey
puede mantener su reino sin el
consentimiento del Espíritu.
Su voz adquirió un tono más
profundo, mientras el acólito escuchaba
con veneración y los dos soldados con
creciente miedo.
—Y como esta nave se propone un
fin tan diabólico, la bendición del
Espíritu también la abandona.
Levantó los brazos con solemnidad, y,
ante un millar de televisores en toda la
nave, los soldados se acobardaron cuando
la augusta imagen de su sacerdote jefe
dijo:
—En nombre del Espíritu Galáctico,
de su profeta, Hari Seldon, y de sus
intérpretes, los sagrados hombres de la
Fundación, maldigo esta nave. Que los
televisores de esta nave, que son sus ojos,
queden ciegos. Que las garras, que son
sus brazos, se paralicen. Que los cohetes
atómicos, que son sus puños, pierdan su
fuerza. Que los motores, que son su
corazón, dejen de latir. Que las
comunicaciones, que son su voz,
enmudezcan. Que su ventilación, que es
su aliento, cese. Que sus luces, que son su
alma, se desvanezcan. En nombre del
Espíritu Galáctico, así maldigo a esta
nave.
Y con su última palabra, al dar la
medianoche, una mano, a años luz de
distancia en el templo Argólida, abrió un
relevador de ultraondas que, a la
velocidad instantánea de las ultraondas,
abrió otro en el buque insignia Wienis.
¡Y la nave murió!
Pues la principal característica de la
religión de la ciencia es que actúa, y que
las maldiciones como las de Aporat son
mortalmente reales.
Aporat vio la oscuridad adueñarse de
la nave y oyó el súbito cese del suave y
distante runruneo de los motores
hiperatómicos. Se regocijó y extrajo del
bolsillo de su larga túnica una bombilla
Átomo que llenó la estancia de una luz
nacarada.
Contempló a los dos soldados que,
aunque indudablemente eran hombres
valientes, se retorcían de rodillas en el
último extremo de un terror mortal.
—Salve nuestras almas, reverencia.
Somos pobres hombres, ignorantes de los
crímenes de nuestros dirigentes —
lloriqueó uno de ellos.
—Seguidme
—dijo
Aporat,
severamente—. Vuestra alma aún no está
perdida.
La nave era un torbellino de
oscuridad en la que el temor era tan
grande y palpable que olía a miasmas.
Los soldados se apiñaban alrededor de
Aporat y su círculo de luz, luchando por
tocar el borde de su túnica, implorando la
más
insignificante
migaja
de
misericordia.
Y su respuesta era siempre la misma:
—¡Seguidme!
Encontró
al
príncipe
Lefkin
abriéndose paso por la sala de oficiales,
lanzando juramentos en voz alta por la
falta de luz. El almirante contempló al
sacerdote jefe con ojos de odio.
—¡Aquí está usted! —Lefkin había
heredado los ojos azules de su madre,
pero la nariz aguileña y el ojo bizco le
señalaban como el hijo de Wienis—.
¿Qué significan sus traidoras acciones?
Devuelva la energía a la nave. Yo soy el
comandante aquí.
—Ya
no
—dijo
Aporat,
sombríamente.
Lefkin miró a su alrededor,
desesperado. Ordenó:
—Detengan
a
este
hombre.
Arréstenlo, o por el Espacio, enviaré al
vacío a todos los que me están oyendo.
—Hizo una pausa y después chilló—: Es
vuestro almirante quien lo ordena.
Arréstenlo.