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Tercera parte 03 - LOS ALCALDES (05)

Tercera parte 03 - LOS ALCALDES (05)

—A mí —repuso Lee— me gustaría

que se hicieran otras cosas primero. Por

ejemplo, ¿qué hay de climatizar a

Sermak? Una bonita y seca celda a

veinticinco grados centígrados durante

todo el año sería ideal.

—Y

entonces

yo

necesitaría

realmente guardaespaldas —dijo Hardin

— y no sólo esos dos. —Señaló a dos de

los gorilas de Lee, sentados delante con

el chófer, con su mirada dura fija en las

calles vacías, y las manos sobre sus

armas atómicas—. Evidentemente quiere

incitar una guerra civil.

—¿Yo? Hay otras ascuas en el fuego

y no necesita mucho para inflamarse, se

lo aseguro. —Empezó a contar con los

dedos—. Uno: Sermak provocó un

escándalo ayer en el Consejo Municipal

al pedir que lo procesaran por alta

traición.

—Estaba en su pleno derecho de

hacerlo —respondió Hardin, fríamente—.

Además de lo cual, su moción fue

derrotada por 206 a 184.

—Exactamente. Una mayoría de

veintidós cuando habíamos contado con

sesenta como mínimo. No lo niegue; sabe

que es así.

—Más o menos —admitió Hardin.

—Muy bien. Y dos: después de la

votación, los cincuenta y nueve

miembros del partido activista se

levantaron y salieron de la Cámara del

Consejo.

Hardin guardó silencio y Lee

prosiguió:

—Y tres: antes de irse, Sermak

declaró que usted era un traidor, que iba a

Anacreonte para recoger sus treinta

piezas de plata, que la mayoría de la

Cámara, al negarse a votar el proceso,

había participado en la traición, y que el

nombre de su partido no era «activista»

por nada. ¿A qué le suena eso?

—Problemas, supongo.

—Y ahora se escabulle al amanecer,

como un criminal. Tendría que

enfrentarse con ellos, Hardin… y si tiene

que hacerlo, ¡declare la ley marcial, por

el Espacio!

—La violencia es el último recurso…

—… Del incompetente. ¡Cuernos!

—Muy bien. Ya lo veremos. Ahora

escúcheme atentamente, Lee. Hace

treinta años, se abrió la Bóveda del

Tiempo, y en el quincuagésimo

aniversario del inicio de la Fundación

apareció una grabación de Hari Seldon

para darnos la primera idea de lo que

realmente sucedía.

—Lo recuerdo. —Lee asintió

ensimismado, con una media sonrisa—.

Fue el día en que nos hicimos cargo del

gobierno.

—Así es. Fue nuestra primera crisis

grave. Ésta es la segunda…, y dentro de

tres semanas será el octogésimo

aniversario del principio de la Fundación.

¿No le parece muy significativo?

—¿Quiere decir que volverá?

—No he terminado. Seldon nunca

dijo nada de volver, compréndalo, pero

esto es una pieza de todo su plan.

Siempre ha hecho todo lo posible para

impedir

que

conozcamos

los

acontecimientos

por

adelantado.

Tampoco se puede decir si la cerradura de

radio está preparada para abrirse de

nuevo…, probablemente esté preparada

para destruir la Bóveda si intentáramos

abrirla. Voy allí todos los aniversarios

después de la primera aparición, por si

acaso. No ha aparecido nunca, pero ésta

es la primera vez desde entonces en que

realmente hay crisis.

—Entonces, vendrá.

—Quizá. No lo sé. Sin embargo, ésta

es la cuestión: la sesión de hoy del

Consejo, inmediatamente después de

anunciar que me he ido a Anacreonte,

anunciará, de forma oficial, que el

próximo 14 de marzo habrá otra

grabación de Hari Seldon, con un

mensaje de la mayor importancia acerca

de la reciente crisis satisfactoriamente

resuelta. Es muy importante, Lee. No

añada nada más, aunque le atosiguen a

preguntas.

Lee le miró fijamente.

—¿Se lo creerán?

—Eso no importa. Les confundirá,

que es lo único que quiero.

Preguntándose si es verdad o no, y lo que

yo me propongo conseguir con ello si no

lo es… decidirán posponer la acción

hasta después del 14 de marzo. Yo habré

regresado mucho antes.

Lee pareció indeciso.

—Pero eso de «satisfactoriamente

resuelta»… ¡Es una mentira!

—Una mentira extremadamente

turbadora.

¡Ya

estamos

en

el

espaciopuerto!

La nave espacial se destacaba

sombríamente en la oscuridad. Hardin

atravesó la nieve en dirección a ella, y en

la puerta de entrada se volvió con la

mano extendida.

—Adiós, Lee. Lamento muchísimo

tener que dejarle en esta sartén en aceite

hirviendo, pero no confío en ninguna otra

persona. Por favor, no se acerque

demasiado al fuego.

—No se preocupe. La sartén está

bastante caliente. Cumpliré sus órdenes.

—Retrocedió y la portezuela se cerró.

6

Salvor Hardin no fue directamente al

planeta Anacreonte, el cual había dado

nombre al reino. No llegó hasta el día

antes de la coronación, tras haber hecho

rápidas visitas a ocho de los mayores

sistemas estelares del reino, no

deteniéndose más que el tiempo justo

para conferenciar con los representantes

locales de la Fundación.

El viaje le produjo la opresiva

impresión de la enormidad del reino. Era

una pequeña astilla, una insignificante

manchita comparado con las extensiones

inconcebibles del imperio galáctico, del

cual había formado una parte tan

distinguida; pero para alguien cuyos

hábitos mentales han sido construidos

alrededor de un solo planeta, que además

está escasamente poblado, el tamaño y la

población

de

Anacreonte

eran

impresionantes.

Siguiendo cerradamente los lindes de

la antigua Prefectura de Anacreonte,

abarcaba veinticinco sistemas estelares,

seis de los cuales incluían más de un

mundo habitable. La población de

diecinueve billones, aunque aún muy

inferior a la del apogeo del imperio,

crecía rápidamente con el desarrollo

científico cada vez mayor alentado por la

Fundación.

Y sólo entonces Hardin se sintió

aterrado ante la magnitud de esa tarea. En

treinta años, sólo el mundo principal

había sido dotado de energía. Las

provincias exteriores aún incluían

inmensas extensiones en que la energía

atómica no había sido reintroducida.

Incluso el progreso realizado habría sido

imposible de no ser por las reliquias aún

en funcionamiento que había abandonado

la marea creciente del imperio.

Cuando Hardin llegó al mundo

capital, encontró todos los negocios

habituales en absoluta paralización. En

las provincias exteriores aún había

celebraciones; pero en el planeta

Anacreonte ni una sola persona dejaba de

tomar parte febril en las fastuosas

ceremonias religiosas que anunciaban la

mayoría de edad de su dios-rey, Leopold.

Hardin sólo pudo charlar media hora

con un ojeroso y presuroso Verisof antes

de que su embajador tuviera que irse a

supervisar otro festival en el templo. Pero

la media hora fue de lo más provechosa,

y Hardin se preparó, muy satisfecho, para

los fuegos artificiales de la noche.

En todo esto actuó como observador,

pues no tenía estómago para las tareas

religiosas en que indudablemente tendría

que tomar parte si se conocía su

identidad. De modo que, cuando la sala

de baile del palacio se llenó con una

reluciente horda de la nobleza más alta y

distinguida del reino, se encontró pegado

a la pared, casi inadvertido o totalmente

ignorado.

Había sido presentado a Leopold

como uno más de una larga lista de

invitados, y a una distancia prudencial,

pues el rey permanecía apartado en

solitaria e impresionante grandeza,

rodeado por su mortal aureola de

radiactividad. Y antes de una hora, ese

mismo rey tomaría asiento en el macizo

trono de rodio-iridio, con incrustaciones

de oro, y luego el trono y él se elevarían

majestuosamente en el aire, rozando las

cabezas de la multitud para llegar a la

gran ventana desde la que el pueblo vería

a su rey y le aclamaría con frenesí. El

trono no hubiera sido tan macizo,

naturalmente, si no hubiera tenido que

albergar un motor atómico.

Eran más de las once. Hardin se

impacientó y se puso de puntillas para ver

mejor. Resistió la tentación de subirse a

la silla. Y entonces vio que Wienis se

abría paso entre la multitud en dirección

hacia él y se tranquilizó.

El avance de Wienis era lento. Casi a

cada paso tenía que cruzar una frase

amable con algún reverenciado noble

cuyo abuelo había ayudado al abuelo de

Leopold a apoderarse del reino y a

cambio de lo cual había recibido un

ducado.

Y luego se libró del último par

uniformado y alcanzó a Hardin. Su

sonrisa se transformó en una mueca y sus

ojos negros le miraron fijamente por

debajo de las enmarañadas cejas con

brillo de satisfacción.

—Mi querido Hardin —dijo, en voz

baja—, debe usted de aburrirse mucho,

pero como no ha revelado su identidad…

—No me aburro, alteza. Todo esto es

extremadamente

interesante.

En

Términus no tenemos espectáculos

comparables, como usted sabe.

—Sin duda. Pero ¿le importaría ir a

mis aposentos privados, donde podremos

hablar largo y tendido y con mucha más

intimidad?

—Desde luego que no.

Cogidos del brazo, los dos subieron

las escaleras, y más de una duquesa viuda

alzó sus impertinentes con sorpresa,

preguntándose

quién

sería

aquel

desconocido insignificantemente vestido

y de aspecto poco interesante al que el

príncipe regente confería un honor tan

señalado.

En los aposentos de Wienis, Hardin

se puso a sus anchas y aceptó una copa de

licor servida por la propia mano del

regente con un murmullo de gratitud.

—Vino de Locris, Hardin —dijo

Wienis—, de las bodegas reales. Tiene

dos siglos de antigüedad. Es de la

cosecha de diez años antes de la rebelión

zeoniana.

—Una bebida verdaderamente real —

convino Hardin, cortésmente—. Por

Leopold I, rey de Anacreonte.

Bebieron,

y

Wienis

añadió

blandamente, en una pausa:

—Y pronto emperador de la Periferia,

y más adelante, ¿quién sabe? Es posible

que algún día la Galaxia pueda volver a

unirse.

—Indudablemente;

¿gracias

a

Anacreonte?

—¿Por qué no? Con la ayuda de la

Fundación,

nuestra

superioridad

científica sobre el resto de la Periferia

sería incuestionable.

Hardin dejó su copa vacía y dijo:

—Bueno,

sí,

excepto

que,

naturalmente, la Fundación debe ayudar a

cualquier nación que solicite su ayuda

científica. Debido al alto idealismo de

nuestro gobierno y el propósito

grandemente moral de nuestro fundador,

Hari Seldon, no podemos tener

favoritismos. Es algo que no se puede

evitar, alteza.

La sonrisa de Wienis se ensanchó.

—El Espíritu Galáctico, para usar la

expresión popular, ayuda a los que se

ayudan a sí mismos. Comprendo

perfectamente

que

la

Fundación,

abandonada a sí misma, nunca

cooperaría.

—Yo no diría eso. Hemos reparado el

crucero imperial para ustedes, aunque mi

junta de navegación lo deseaba para fines

de investigación.

El regente repitió irónicamente las

últimas palabras.

—¡Fines de investigación! ¡Sí! No lo

hubiera reparado si yo no le hubiera

amenazado con la guerra.

Hardin

hizo

un

gesto

de

desaprobación.

—No lo sé.

—Yo sí. Y esta amenaza sigue en pie.

—¿Incluso ahora?

—Ahora es un poco demasiado tarde

para hablar de amenazas. —Wienis había

lanzado una rápida mirada al reloj de su

escritorio—. Mire, Hardin, usted ya ha

estado una vez en Anacreonte. Entonces

era joven; los dos éramos jóvenes. Pero

incluso entonces teníamos formas

completamente distintas de considerar las

cosas. Usted es lo que llaman un hombre

de paz, ¿verdad?

—Supongo que sí. Por lo menos,

considero que la violencia es una forma

antieconómica de obtener un fin. Siempre

hay caminos mejores, aunque a veces no

sean tan directos.

—Sí. Ya he oído su lema: «La

violencia es el último recurso del

incompetente». Y sin embargo —el

regente se rascó suavemente una oreja

con fingida abstracción—, yo no me

considero exactamente un incompetente.

Hardin asintió cortésmente y no dijo

nada.

—Y a pesar de esto —continuó

Wienis—, siempre he sido partidario de

la acción directa. He creído en abrir un

camino recto hacia mi objetivo, y

seguirlo después. He logrado muchas

cosas de este modo, y espero conseguir

mucho más.

—Lo sé —interrumpió Hardin—.

Creo que está usted abriendo un camino

tal como lo describe, para usted y sus

hijos, que lleva directamente al trono,

considerando la reciente muerte del padre

del rey, su hermano mayor, y el precario

estado de salud del rey. Está en precario

estado de salud, ¿verdad?

Wienis frunció el ceño ante el ataque,

y su voz se endureció.

—Le aconsejo, Hardin, que evite

ciertos temas. Debe usted considerarse

privilegiado como alcalde de Términus

para hacer…, uh…, observaciones

imprudentes, pero si lo hace, por favor,

no se engañe en el concepto. No soy

persona que se asusta con palabras. Mi

filosofía de la vida es que las dificultades

desaparecen cuando se les hace frente

con intrepidez, y hasta ahora nunca he

dado la espalda a ninguna.

—No lo dudo. ¿A qué dificultad en

particular rehúsa dar la espalda en este

momento?

—A la dificultad, Hardin, de

persuadir a la Fundación para que

coopere. Su política de paz, como usted

sabe, le ha llevado a realizar

equivocaciones muy graves, simplemente

porque ha subestimado la intrepidez de su

adversario. No todo el mundo teme tanto

la acción directa como usted.

—¿Por ejemplo? —sugirió Hardin.

—Por ejemplo, ha venido a

Anacreonte solo y me ha acompañado a

mis aposentos solo.

Hardin miró a su alrededor.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Nada —dijo el regente—, excepto

que fuera de esta habitación hay cinco

guardias, bien armados y dispuestos a

hacer fuego. No creo que pueda irse,

Hardin.

El alcalde enarcó las cejas.

—No tengo deseos inmediatos de

irme. ¿Tanto me teme, entonces?

—No le temo en absoluto. Pero esto

puede servir para impresionarle con mi

decisión. ¿Podemos llamarle un gesto?

—Llámelo como quiera —dijo

Hardin, con indiferencia—. No me

incomodaré por el incidente, como quiera

que lo llame.

—Estoy seguro de que esta actitud

cambiará con el tiempo. Pero ha

cometido otro error, Hardin, uno más

grave. Parece ser que el planeta Términus

está casi completamente indefenso.

—Naturalmente. ¿Qué tenemos que

temer? No amenazamos los intereses de

nadie y servimos a todos por igual.

—Y mientras permanece indefenso

—continuó Wienis—, usted nos ayuda

amablemente a armarnos, sobre todo en

el desarrollo de nuestra propia flota, una

gran flota. De hecho, una flota que, desde

su donación del crucero imperial, es

completamente irresistible.

—Alteza, está perdiendo el tiempo.

—Hardin hizo un ademán como si fuera a

levantarse—. Si lo que pretende es

declararnos la guerra, y me está

informando de ese hecho, me permitirá

que me comunique inmediatamente con

mi gobierno.

—Siéntese, Hardin. No le estoy

declarando la guerra, y usted no va a

comunicarse con su gobierno. Cuando la

guerra sea iniciada, no declarada, Hardin,

iniciada, la Fundación será informada de

ello a su debido tiempo por las

explosiones atómicas de la flota

anacreontiana bajo el mando de mi

propio hijo, que irá en el buque insignia

Wienis, antiguo crucero de la flota

imperial.

Hardin frunció el ceño.

—¿Cuándo ocurrirá todo esto?

—Si realmente le interesa, las naves

de la flota hace cincuenta minutos justos

que han salido de Anacreonte, a las once,

y el primer disparo se hará en cuanto

avisten Términus, que será mañana al

mediodía. Usted puede considerarse

prisionero de guerra.

—Así es exactamente como me

considero, alteza —dijo Hardin, sin

desarrugar el ceño—. Pero estoy

decepcionado.