En el rincón oscuro del pasado, emerge la historia de una vida llena de injusticias y mentiras. En los albores de mi existencia, la sombra de la soledad maternal se cierne sobre mi llegada al mundo.
Desde el inicio de mi existencia, me convertí en una presencia incómoda en su vida, un error que no estaba destinado a ocurrir.
Mi llegada no solo trastornó su mundo, sino que también arrebató la alegría de su juventud a los 22 años y mi padre se esfumó de su vida, dejándola sola para enfrentar las adversidades que se acumulaban. Con el peso de la responsabilidad y la incertidumbre del futuro, su mente concebía la idea de abandonarme incluso antes de que diera mis primeros pasos en este mundo.
Un 15 de septiembre de 1977, en el regazo frío de una casa de acogida, abro los ojos a un universo incierto. El eco de mi origen se debate entre las narrativas que se entrelazan, y las versiones que me han alcanzado son como fragmentos de un rompecabezas inconcluso. El misterio de mi nacimiento se convierte en una fábula insondable: cuentan las historias que mi madre me abandonó allí, sumergiéndome en un océano de incertidumbre. Sin embargo, una figura inquebrantable se alza en el horizonte de mi historia temprana.
Mi abuelo, como un guardián de la verdad, se enteró del abandono y desafió las sombras que amenazaban con cubrirme.
Obligó a mi madre a regresar por mí, aunque a día de hoy, las versiones se multiplican y divergen, creando un enigma que solo el tiempo podría resolver.
Mi madre me llevo con ella a vivir a Madrid y todos los recuerdos y sensaciones, eran de felicidad.
Desde el comienzo de mi vida junto a mi madre, aunque mis recuerdos son escasos, pero los pocos que tengo están llenos de cariño. Sobre todo de mí hacía ahí ella, y de muchas trastadas.
En un día luminoso de la gran ciudad, mi madre y yo deambulábamos por el concurrido centro. Entre la multitud, decidí aventurarme por mi cuenta y me solté de su mano con entusiasmo. Con una sonrisa, le aseguré que la esperaría en la acogedora churrería que se encontraba a tan solo 10 metros de distancia. La fragancia embriagadora de los churros recién horneados llenaba el aire, y podía sentir la anticipación en cada paso que daba.
Allí, frente al mostrador de la churrería, perdida en el delicioso aroma que me rodeaba, observaba ansiosamente a la gente, esperando ver el rostro de mi madre.
El tiempo pasaba, pero ella no llegaba. Mi optimismo inicial comenzó a desvanecerse y minuto tras minuto, la realidad comenzó a hundirse en mí: algo no estaba bien.
Me adentré en las calles con una mezcla de curiosidad y nerviosismo, dejando atrás la churrería que ahora parecía un remoto recuerdo. Mi paso era errático, guiado por el instinto más que por el conocimiento,
Después de un tiempo que parecía una eternidad, me encontré en el parque que solía ser mi refugio de aventuras y risas. Mientras miraba a mi alrededor, la nostalgia se mezclaba con la preocupación. Fue entonces cuando una amable señora se acercó a mí con una expresión de reconocimiento en sus ojos. Sus palabras fueron tranquilizadoras, me tomó de la mano y, como si llevara consigo un sentido de seguridad, me llevó hacia la estación de policía más cercana.
Sentí una mezcla de alivio y gratitud hacia la señora que se había convertido en mi guía inesperada en medio de la confusión.
Mi madre no me localizo hasta la noche, estaba ahí en la comisaría de la calle contigua a 200 m.
¡Los policías se habían portado también conmigo, que en un primer momento no quería volver con ella, pero eso tardo 2 minutos!! ¡Claro que quería volver a sus brazos!!
Otra que recuerdo fue en verano, tenía tres años y medio, estábamos
Juntas en casa, en medio de nuestra rutina, hacía bastante calor y había un ventilador puesto,
mi madre se dispuso a ir a otra habitación y me miró fijamente;
dijo con un tono serio:
"Cariño, no metas el dedo ahí, es peligroso".
Sus palabras vinieron con un aire de advertencia, como un faro que destellaba señales de precaución.
Sin embargo, apenas terminó de hablar, no pude resistir la tentación.
Como buena niña curiosa que siempre he sido, la intriga ganó la partida.
Mis ojos se fijaron en ese punto misterioso, como un imán que atraía mi dedo. Era como si todo en mí se inclinara hacia esa dirección prohibida.
Ignorando por completo las palabras de mi madre, me acerqué cautelosamente.
Mis dedos temblaban con una mezcla de emoción y nerviosismo mientras se acercaban al objetivo.
En un instante, con un gesto rápido y decidido, mi dedo se posó en el lugar en cuestión. Fue un acto impulsivo, como si estuviera desafiando la autoridad de la advertencia.
La reacción no se hizo esperar, un escalofrío recorrió mi espalda cuando mi dedo entró en contacto con algo que definitivamente no debería haber tocado.
Un pinchazo punzante y repentino llenó mis sentidos, y entendí en ese momento el significado de las palabras de mi madre. El dolor en mi dedo y la sangre resbalando por él, era una lección que no olvidaría.
¡También mi madre me recordaba como cogí todas las muñecas un día y dije que estaba muy sucias, me dio por limpiarlas con aceite.!! ¡Qué maravilla les quería sacar brillo!! Pero no veas, me las cargué todas.
La trastada más peculiar de todas y que todavía hay pruebas de ello fue cuando me comí los pendientes.
Yo comía muy bien, era muy glotona.
Un día me llegué a comer las orquídeas que me ponía mi madre en el pelo.
Y cuando me salieron los mis primeros dientes, me comí los pendientes, que eran de oro, pero claro eran de oro hueco, mi madre busco entre los pañales y los encontró, pero con la marca de mis dientes y eso está guardado como oro en paño.
El curso de los acontecimientos guio mi vida hacia un nuevo capítulo cuando mi madre cruzó caminos con un hombre que se convertiría en mi padrastro.
Cuando tenía un par de años, él hizo su entrada en escena y auguraba un cambio que irradiaba promesas de días más luminosos.
Los ecos de risas y complicidad resonaban a mi alrededor, mientras mi madre y mi padrastro trataban de forjar un nuevo destino.
Sin embargo, la vorágine de la vida y el deber llamaban, y los dos se veían inmersos en sus trabajos.
La guardería se convirtió en mi refugio cotidiano, un mundo donde las risas y los juegos coexistían con la oscuridad que acechaba. Allí, las sombras de maltrato oscurecían los rayos de inocencia que deberían haberme iluminado.
Las cicatrices visibles y etéreas atestiguan los momentos oscuros que enfrenté, como la falta de ternilla en mi oreja derecha, un recordatorio permanente de los tormentos pasados.
Sin embargo, como si fuera una de las estrellas de un cuento de hadas, mi abuelo se convirtió en mi salvador. Cuando casi cumplía cinco años, extendió su mano protectora y me liberó de las garras del maltrato. Un viaje hacia León, tierra de ensueño y desafíos, me condujo a la cálida protección de su amor. Aunque las comodidades eran escasas, mi corazón rebosaba de riquezas invaluables, pues cada abrazo, cada sonrisa y cada acto de cariño me hacían sentir la niña más afortunada del mundo.
La relación con mi abuelo era como un tesoro secreto. Compartíamos un código solo nuestro. Aunque mi abuela no le permitía fumar mucho, él encontraba una manera ingeniosa de conseguir su tabaco. Me entregaba dinero y me susurraba al oído: "Ve y cómprame tabaco, y las monedas que sobren son para ti, para golosinas".
La casa de mis abuelos era un lugar mágico, una estructura de madera que crujiendo contaba historias a una niña de cuatro años. Mi habitación estaba en lo alto, lo que me llenaba de temores nocturnos. Pero mi abuela, una alma valiente, me decía que no había nada que temer.
Las mañanas llegaban, y mi abuela se levantaba temprano para regar las tierras. Aprovechando su ausencia, sigilosamente bajaba las escaleras y me refugiaba en la cama de lana junto a mi abuelo. Él siempre decía: "Aquí es donde se está mejor, en la esquina, abrigados". Nos sentíamos invencibles en ese momento, hasta que el regaño de mi abuela, al descubrirnos, nos devolvía a la realidad.