Aquí tienes la continuación del capítulo anterior
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El generador emitió un sonido cada vez más agudo, como un lamento metálico, casi como si el mismo aparato sufriera. Verne sentía el calor abrasador filtrarse por sus placas de metal y atravesar su piel. No podía mover la palanca de emergencia; su creación estaba más allá de su control.
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Sabía que no tenía mucho tiempo, así que, con la respiración entrecortada, dio media vuelta y corrió hacia el núcleo de su laboratorio, donde se encontraban las muestras genéticas y sus archivos digitales. Si al menos lograba guardar parte de su trabajo, quizás podría escapar con lo esencial y reconstruirlo en otro lugar. Pero cuando llegó al terminal principal, la computadora comenzó a fallar. Las luces parpadearon y el monitor mostró una serie de errores en rojo que Verne nunca había visto.
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"No, no ahora…," murmuró, forzándose a no caer en la desesperación. Había estado a una semana, solo una semana, de resolver el enigma de la hibridación genética. La posibilidad de transformar a la humanidad, de permitir que cualquier persona pudiera tener la velocidad de un guepardo, la fuerza de un toro o la agilidad de una pantera, estaba a punto de realizarse, y ahora todo se derrumbaba.
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En un acto de desesperación, Verne se conectó al sistema manualmente. Había diseñado un puerto que, al conectarse a su propio sistema nervioso, le permitía transferir información directamente de la computadora a su cerebro. Era peligroso y poco confiable, pero en ese momento era su única opción. Colocó el conector en la base de su cuello y activó la transferencia de datos.
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Una oleada de información comenzó a fluir dentro de su mente: datos, imágenes, fórmulas. Su cerebro, acostumbrado a procesar información a gran velocidad gracias a las modificaciones que había realizado en su propio sistema neuronal, trataba de absorber todo lo que podía. Pero la presión era abrumadora. Su visión se volvió borrosa, su corazón latía con una fuerza inusual, y el metal en su cuerpo parecía vibrar con cada impulso eléctrico.
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Entre fragmentos de datos y gráficos genéticos, Verne comenzó a experimentar recuerdos que ni siquiera había tenido en años. Imágenes de su juventud, de las personas que había abandonado en nombre de su misión, de los colegas que lo advirtieron sobre el peligro de su proyecto, de una familia que solo existía en sus recuerdos desvanecidos. Por un momento, la nostalgia lo golpeó. Sintió el peso de cada elección, cada renuncia que había hecho. Y ahora, de pie en medio de su propio infierno, se preguntó si tal vez no había cometido un error irreversible. Aunque muy en el fondo no quería abandonar el fruto de su trabajo, muy en el fondo había una obsesión, anhelo de ese poder y evolución al que deseaba llegar alocadamente.
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Las alarmas comenzaron a sonar, una serie de luces rojas destellaban en todo el laboratorio. La sobrecarga estaba alcanzando su punto máximo. Verne sintió un escalofrío recorrer su columna cuando comprendió que no había manera de detenerlo. Pero aun así, su mano se movió casi por reflejo hacia el panel de control, tratando de hacer cualquier cosa para salvar su trabajo, aunque fuera inútil.
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De repente, el generador principal estalló en una explosión sorda que lo lanzó contra la pared. El impacto resonó en su cuerpo, y un dolor agudo se extendió por sus costillas y brazos. A duras penas, abrió los ojos y miró alrededor. A través del humo y el polvo, observó como las llamas comenzaban a consumir su equipo. El calor era sofocante y el aire se llenaba de un olor acre, mezcla de químicos y metal quemado.
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Aun así, no pudo evitar intentar arrastrarse hacia el banco de muestras genéticas, el centro de su investigación. Cada centímetro de esfuerzo era un tormento; sentía su propio cuerpo rebelarse. La carne y el metal de su brazo comenzaban a separarse, resultado de las constantes modificaciones que él mismo había hecho sin considerar las consecuencias a largo plazo. Cada paso lo acercaba a su trabajo, pero también le recordaba su límite humano. Sus implantes, su cuerpo... todo era frágil, contradictorio. Él, que había soñado con crear una nueva raza de seres humanos, ahora estaba desmoronándose en el suelo.
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Finalmente, alcanzó el banco de muestras, su último refugio de esperanza. Con sus dedos temblorosos, logró sacar una de las pequeñas cápsulas que contenían el tejido genético modificado, el fruto de su obsesión. "Al menos uno", susurró, con una sonrisa rota en el rostro. Si lograba salvar una sola muestra, su sueño, su visión para la humanidad, podría sobrevivir a su fracaso.
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Pero el sistema del laboratorio estaba programado para destruir cualquier cosa en caso de emergencia extrema. Mientras miraba la cápsula, un destello de luz se encendió en el techo: el sistema de purga había activado una lluvia de ácido químico para asegurar la destrucción de cualquier rastro de su investigación.
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Verne, horrorizado, intentó cubrirse mientras la sustancia comenzaba a corroer su piel y metal. Sabía que era inútil escapar. Su creación, su obsesión, ahora lo estaba consumiendo en un final irónico y brutal. Sentía la carne arder, su piel ceder bajo el ácido, y los implantes desprendiéndose de su cuerpo. Era como si la misma ciencia a la que había dedicado su vida se vengara de él, castigándolo por su arrogancia.
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Su visión comenzó a desvanecerse, y mientras el ácido destruía la última cápsula que contenía su trabajo, Verne experimentó un último destello de lucidez. En su mente, veía a las personas que había sacrificado, las vidas que había destrozado, y se dio cuenta, en sus últimos segundos, de que el verdadero propósito de su vida no era la obsesión desmedida, sino algo mucho más simple: la humanidad que había abandonado.
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Con ese último pensamiento, mientras el laboratorio se llenaba de llamas y el ácido lo consumía, Verne cerró los ojos. Su sueño, su ambición y su legado se desvanecieron en el fuego, mientras el laboratorio que había sido su cárcel y su santuario desaparecía en una gran explosión, borrando todo rastro de su existencia.
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——————[Cambio de Perspectiva]
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Tras la muerte de Verne, su laboratorio se convirtió en un campo de ruinas calcinadas, un recuerdo silencioso de la obsesión que lo había consumido. Las paredes ennegrecidas por la explosión y los escombros metálicos retorcidos eran los únicos testigos de su vida y su trabajo.
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El olor acre de químicos quemados y metal derretido impregnaba el aire, mientras los fragmentos de sus máquinas y muestras destruidas yacían esparcidos por el suelo, irreconocibles. Lo que alguna vez había sido un santuario de ciencia radical y prohibida, ahora era una tumba de silencio, una cicatriz más en el paisaje remoto, borrando toda huella del hombre que había intentado desafiar a la naturaleza misma.
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