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Jenny

Julio de 1990

Rara vez se había sentido así. ¡Qué demonios, le había dado su merecido! No, no era de esas mujeres a las que se les podía tomar el pelo tan fácilmente. ¡Que lo hiciera con su Gisela, pero no con ella!

Simon se había ido del piso deprisa y corriendo, y fuera tropezó con su maleta. De todos modos no debió de ser una caída grave, porque poco después oyó arrancar el motor de su BMW. Cuando se fue, ella se quedó un rato acurrucada en el sofá del salón, saboreando el triunfo. Simon se había creído que podía hacer lo que quisiera con ella, que no servía para nada, pero en eso se equivocaba. No se lo iba a tolerar.

«La amante del jefe», la había llamado Kacpar para decirle que podía hacer algo mejor con su vida. Cuánta razón tenía. Bien, hasta ahora se pasaba el día haciendo tareas auxiliares anodinas. Fotocopias, preparar el correo, hacer café… Y, una vez terminada la jornada laboral, estar en el sofá con Simon. Él siempre miraba el reloj porque tenía que irse a casa con Gisela y los niños, que lo esperaban para cenar.

¡Era libre! ¡Viva! Tenía que hacer algo con su vida. Iniciar unos estudios o recuperar las prácticas en un banco. Tal vez podía incluso hacer el examen de bachillerato y estudiar medicina. O arquitectura. Pero solo si su madre no se enteraba. No quería concederle esa victoria.

Se detuvo dos veces en medio de sus planes de futuro, corrió a la ventana y se quedó mirando la calle con el corazón acelerado. Por supuesto, no paró ningún BMW en el arcén de la calle. ¿Por qué iba a hacerlo? Ya estaba todo dicho. Simon no era de los que se arrastraban. Y mucho menos después de haberle lanzado el bistec de alce sangriento a la pared de la cocina.

Jenny decidió consultar con la almohada su decisión sobre la estrategia profesional que debía seguir y encendió el televisor. Primero vio una película divertida con Bud Spencer y Terence Hill, y luego una policíaca con la que finalmente se quedó dormida. En algún momento de la noche se despertó, apagó el aparato y se metió en la cama.

Cuando por la mañana la arrancaron del sueño los gritos de los vecinos turcos, no notó nada más que un cansancio muy pesado. Se arrastró hasta la cocina, fue esquivando las esquirlas y los pedazos de carne y se preparó un café. Su cerebro era una cavidad llena de algodón, le dolían las sienes y tenía la garganta irritada. ¿Es que había cogido una gripe de verano? Seguramente. No era de extrañar, los virus flotaban por todas partes. Llevó la cafetera al dormitorio y se metió en la cama.

No era una gripe. La tristeza se apoderó de ella como un manto oscuro, pesado y pegajoso del que costaba deshacerse. Para colmo, la ropa de cama aún olía a él, emanaba una mezcla de gel de ducha, sudor masculino y loción de afeitado con ámbar, un aroma que le provocaba añoranza y deseo. ¡Maldita sea! ¿Por qué lo había echado? ¿Y si todo había sido un malentendido? Esa hoja solo era un borrador. Un intento de calmar los ánimos para tener menos disputas después en la separación. Dios, lo había estropeado todo por precipitarse.

Por lo menos ahora podía llorar. Berrear con todas las de la ley. Cuando el sollozo fue remitiendo poco a poco, se tumbó boca arriba, con la mirada fija en el techo de la habitación, la cabeza apoyada en la almohada húmeda y la sensación de dirigirse sola hacia un témpano de hielo en la Antártida. Estaba sola. El gran amor al que había dado alas durante un año había terminado. Se había desvanecido en el aire. ¿Dónde había quedado esa dicha maravillosa y embriagadora?

En octubre, cuando todos corrieron de noche hacia la puerta de Brandemburgo, Simon y ella estuvieron entre la multitud, muy juntos, y se besaron. La noche en que se abrió el Muro, la noche en que los sueños se hicieron realidad. Entonces estaba segura de que su amor era grande y eterno, aunque en un momento dado, cuando Simon se dio cuenta de que estaba la televisión, la soltara con brusquedad por miedo a salir en el telediario. Se enfureció y, cuando la multitud se puso en marcha, hizo que ella caminara por delante. Era evidente que tendía a exagerar en sus reacciones.

«He arruinado mi vida», pensó desesperada, y rompió a llorar de nuevo.

La fase de autocompasión duró hasta el mediodía, luego se animó y recogió la porquería de la cocina. A continuación quitó las sábanas de la cama, las metió junto con la colcha en la lavadora y se fue a la ducha, donde se enjabonó bien, como si quisiera eliminar todo rastro de él.

Ropa interior sexy negra, fuera esa mierda. Fuera todos los trastos, la cadenita del cuello y los pasadores para el pelo, las barras de labios, los bolsos de piel de España, las sandalias con correas de Marruecos. Metió todos sus regalos en una bolsa y la tiró al cubo de la basura. De lo único de lo que no se quiso desprender fue del gran osito de peluche marrón colocado en el respaldo del sofá. Se lo había comprado el año anterior en el mercado de Navidad.

Decidió que podía quedarse ahí, de recuerdo.

Con la casa libre de todo rastro de Simon pudo volver a pensar con claridad, y le sentó bien en cierto modo. El problema era muy sencillo: Simon y ella tenían ideas completamente distintas del amor. Jenny soñaba con un gran amor eterno, mientras que él buscaba lo que no recibía en casa: la pasión, el éxtasis. Una compensación por la agotadora e insatisfactoria vida familiar. Al mismo tiempo, estaba unido a su esposa y sus hijos y no los abandonaría nunca por voluntad propia.

Una cosa sí se podía decir de los tipos que deambulaban por los pisos compartidos de su madre: todos fueron más sinceros que Simon. A menudo tenían algo con dos o incluso más mujeres a la vez, pero nunca lo mantenían en secreto.

«En el fondo, el amor está muy sobrevalorado», pensó Jenny, y se dejó caer en una silla de la cocina, exhausta. ¿Para qué sirve, aparte de para garantizar la procreación? Bueno, en eso sí que había tenido cuidado. Tomaba la píldora. Simon le daba mucha importancia, ya tenía dos niños y sabía lo que significaba asumir la responsabilidad de la descendencia.

¿Cuánto tardaría Simon en tener una nueva aventura? Solo con pensar que se acostaba con otra, que le susurraba las mismas palabras dulces al oído que a ella, sintió una puñalada en el corazón.

Al día siguiente a primera hora escribiría su carta de dimisión y la enviaría al despacho, así Simon la tendría sobre la mesa cuando volviera de las vacaciones. En cuanto al aspecto económico, tendría que pensar algo. Aún le quedaba un sueldo, pero luego se acabó. Llamó a dos amigas con las que había empezado las prácticas en el banco. Tal vez pudieran darle algún consejo. No localizó a ninguna de las dos, probablemente estuvieran de vacaciones. Ahora se arrepentía de haber abandonado a sus viejas amigas. Las amistades hay que cuidarlas, de lo contrario se enfrían, pero ella llevaba un año entero viviendo solo para Simon.

Su madre estaría encantada si volvía a estudiar. Cornelia la habría acogido en su casa y la habría ayudado económicamente. Seguro. Pero Jenny no lo quería bajo ningún concepto. Por principios. Antes se iría a un cuartucho de estudiantes y se pondría a limpiar. Suspiró. Ya no podría permitirse en un futuro próximo una casita con tres habitaciones, cocina y baño. Como mucho en el Este. Aquel año había estado dos veces con Simon, que fue a ver edificios, pero no le gustó nada. Todo era gris y estaba destartalado. La gente era rara.

No entendía del todo a los del Este. Unos se hacían los simpáticos, otros se mostraban hostiles y envidiaban el supuesto bienestar de los occidentales. Se sorprenderían. Y todos tenían algo en la cara. Una expresión de ofensa que decía: «¿Qué sabes tú, tía del Oeste? No tienes ni idea de cómo fueron las cosas aquí». A decir verdad, tampoco quería saberlo. Ya se darían cuenta de que aquí a nadie le daban nada gratis. No, a Berlín del Este no quería ir. Aunque ahora hubieran derribado el Muro.

Podría llamar de nuevo a su abuela. No para pegarle un sablazo ni nada por el estilo. En absoluto. Simplemente necesitaba a alguien con quien hablar. Si seguía allí sola, se iba a volver loca.

La hoja con el número de Franziska Kettler estaba en la cómoda, bajo la guía de teléfonos. De nuevo saltó el contestador, la cinta parecía estar llena, pues se le cortó la línea.

Vaya. Una mujer mayor debería estar en casa, tejiendo calcetines. También podía ser que su abuela no fuera como las demás. No sería raro en su familia. Por otro lado, no paraban de oírse historias de ancianos que yacían muertos en su piso durante meses porque nadie se ocupaba de ellos. Qué idea tan horripilante. «Se acabó. Voy a llamar a casa de mamá, en Hamburgo». A fin de cuentas, Franziska era su madre, aunque la llamara por el nombre de pila.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para marcar ese número. Si su madre se había mudado, le costaría encontrar la información.

Contestó una voz de hombre.

—¿Sí?

—Soy Jenny Kettler. La hija de Cornelia. ¿Puedo hablar un momento con mi madre?

—¿Conny? ¡Ven, tu hija al teléfono!

—¿Jenny? ¿Eres tú? —sonó unos segundos después la voz incrédula de su madre en el auricular. Jenny respiró hondo.

—Soy yo, mamá.

—Mejor me llamas Conny. Da igual, ¿cómo estás? ¿Y por qué abandonaste la formación profesional? No es de mi incumbencia, pero…

—Tienes razón, no es de tu incumbencia —replicó, pero luego recobró la compostura. Quería hablar con su madre, no discutir con ella—. Estoy bien —mintió—. Te llamo por la abuela.

—¿Por Franziska? ¿Qué pasa con ella? ¿Es que te ha prestado dinero? Típico de ella. Pero no creas que lo hace de forma desinteresada. Si Franziska te presta dinero, solo quiere una cosa: comprarte. Así es ella. Solo quiere tener, tener, acumular, no desprenderse de nada…

A Jenny le dieron ganas de colgar el teléfono. No iba a aguantar más de tres minutos hablando con su madre, aunque solo fuera por teléfono.

—¡No me ha prestado nada!

—Ah, entonces ¿por qué llamas?

«¿Porque tenía ganas de hablar contigo? ¿Porque eres mi madre? ¿Porque tengo problemas?», pensó Jenny, pero no dijo nada de eso.

—La abuela no me ha prestado dinero. ¿Por qué iba a hacerlo? —dijo, en cambio—. No contesta al teléfono, es por eso. La he llamado varias veces, y siempre salta el contestador.

—¿Y? Estará de vacaciones. Se forró con la venta del negocio de bebidas, puede permitírselo…

¿Su madre se enfadaba porque la abuela tenía dinero y ella no? Antes, Cornelia siempre hablaba de los capitalistas de mierda y los explotadores.

—Entonces ¿no sabes dónde puede estar? —preguntó, vacilante.

—No tengo ni idea. Cuéntame qué es de ti. ¿Dónde estás? ¿Y de qué vives? Deberías entrar en razón de una vez y recuperar el bachillerato…

Eso era lo que acababa con Jenny cuando hablaba con su madre. Cornelia solo seguía su propia línea, Jenny siempre tenía que devolverla a su rumbo una y otra vez.

—¡Por Dios, mamá! ¿No podría ser que le hubiera pasado algo? La abuela ya es mayor, ¿no?

—La abuela, la abuela… ¿Qué te pasa con ella? —preguntó Cornelia sin rodeos—. Franziska solo tiene setenta años, goza de una salud de hierro y es indestructible. ¡Me encantaría haber heredado su aguante!

«Sin duda lo has heredado, mamá», pensó Jenny.

—Está bien… —dijo al auricular—. Tienes razón. Con setenta años no es una vieja.

—Escucha. Sé que no vas a dejarlo. —En el auricular sonó un bufido malhumorado—. Franziska siempre escondía la llave de su casa debajo del tiesto grande de la terraza. Para llegar hay que subir por detrás, entre los setos, que no es muy fácil.

«¿Y qué es fácil?», pensó Jenny.

—¿Crees que sigue ahí?

—Seguro. Ah, Jenny… si vas a casa de Franziska, ¿podrías traerme las fotografías?

Eso era típico de su madre. No dejar pasar ni una ocasión. A Cornelia no le interesaba lo más mínimo si la señora mayor estaba bien o no.

—¿Qué fotos? —preguntó, un tanto irritada.

—Bueno —continuó su madre un poco abochornada—. Las viejas de antes. De cuando era pequeña. Franziska me preguntó hace tiempo si quería tenerlas, de lo contrario las tiraría.

¡Vaya! Jenny estuvo a punto de soltar una carcajada. Su abuela le había lanzado un ultimátum a su madre. Y Cornelia estaba a punto de ceder. ¡Era realmente gracioso!

—Intentaré acordarme. ¡Adiós, mamá, que vaya bien!

—No tan rápido, Jenny. Aún no me has contado dónde estás ni qué haces…

—Otro día —dijo, colgó y respiró hondo.

¡Vaya esfuerzo! Se reclinó en los cojines del sofá y estiró las piernas. Una llave debajo del tiesto. ¿De verdad seguiría ahí? ¿Y si iba hasta allí y no podía entrar en la casa? Daba igual. Al día siguiente por la mañana volvería a llamar, y si no contestaba nadie se subiría al coche y se acercaría a casa de su abuela. Seguro que los vecinos tenían una llave.

Aquella noche durmió como un tronco. Ni los gritos de los niños ni las reprimendas maternales penetraron en su profundo sueño. Solo el sonido agudo del timbre la sacó del sueño de un susto. Salió disparada de la cama, se puso a toda prisa la bata y fue corriendo a la puerta. Era el cartero, con un certificado en la mano.

—Muchas gracias.

Jenny firmó, cogió la carta y cerró la puerta. La carta era de Simon, que le comunicaba oficialmente que estaba despedida. Por motivos empresariales. Las cuatro semanas del plazo legal de preaviso se contarían con las vacaciones pendientes. No hacía falta que volviera a aparecer por el despacho de arquitectos.

¡Ese maldito canalla había sido más rápido! Ahora sí que estaba furiosa con él. Ni siquiera le había dejado el triunfo de plantarle su dimisión delante de las narices. Seguramente ahora mismo estaba en un avión rumbo a Portugal para anunciarle a Gisela que hacía tiempo que había terminado su «aventura». Que era la única mujer a quien quería de verdad. ¡Ja!

Se hizo un café, fue con él al teléfono y echó un vistazo al reloj. Ya eran más de las ocho. ¿Y si la abuela aún dormía? Qué va, los viejos se levantaban pronto. ¿Cómo lo llamaban? Insomnio senil.

Jenny marcó el número, ya se lo sabía de memoria, y como siempre enseguida saltó el contestador. ¿Y si su abuela estaba realmente de viaje de vacaciones? Daba igual, iba a ir a Königstein. Algo le decía que tenía que hacerlo. Un instinto. Aunque su intuición ya le había fallado en varias ocasiones.

Preparó con rapidez una pequeña bolsa de viaje, cerró las ventanas y metió dinero y la tarjeta de crédito en el bolso. Necesitaba con urgencia poner gasolina en el Polo rojo, hasta Frankfurt había unos quinientos kilómetros, y por suerte su cuenta aún tenía fondos. Menos mal que los estúpido controles fronterizos en tránsito ya no existían, que tanto tiempo y nervios le costaban. Ahora se pasaba sin más, nadie registraba el coche ni hacía preguntas absurdas. La reunificación era fantástica. Salvo por la gente del Este, claro.

A Jenny le gustaba conducir. Puso un casete tras otro, oyó varias veces a sus grupos favoritos y cantó a voz en grito los mejores temas. En Jena paró en un área de servicio, se permitió un capuchino y un bocadillo y llenó el depósito. De momento los del Este tenían precios decentes. Claro, el marco occidental ya era moneda oficial. Antes también se podía pagar con marcos occidentales, pero a precios de oro, y si no era imprescindible poner gasolina era mejor dejarlo. De todos modos el capuchino estaba imbebible, era tan dulce que resultaba repugnante.

La siguiente pausa la hizo en Fulda, donde tomó una taza de café con leche y comió un trozo de pastel de cereza. Luego continuó por carreteras comarcales por la cordillera del Taunus, una zona preciosa con colinas bajas, bosques, prados y mucho entramado de madera. ¿Por qué no lo recordaba? Cuando fue con su madre al entierro del abuelo tuvo que pasar por el Taunus.

Königstein no se parecía en nada a un típico pueblo del Taunus. Estaba construida con suntuosidad y recordaba a un balneario. En la búsqueda de la Talstraße comprobó que había un montón de villas con un gran jardín. Así que a su madre no le faltaba razón, la abuela no era una mujer pobre.

El número 44 no daba la impresión de ser una villa de lujo. Parecía una casa de guardabosque, anticuada, con el tejado rojo en punta y contraventanas verdes. Delante de algunas ventanas había una reja de hierro forjado, y unas rosas trepaban por la pared junto a la entrada con porche. Jenny aparcó delante de la casa y se dirigió a la entrada del jardín. Se quedó mirando un rato la casa, se movió entre sus recuerdos y le costó bastante encontrar algo. ¿Había estado allí alguna vez? Seguramente sí, pues en la placa de latón del poste decía muy claro «Kettler».

Las contraventanas verdes estaban abiertas, así que había alguien en casa. Jenny respiró hondo y apretó el botón del timbre que había junto al interfono. No hubo reacción. Tampoco con el segundo timbrazo. Así que se dirigió a los setos. Por detrás, había dicho su madre. ¿Y cómo iba a hacerlo? Los terrenos de los vecinos a derecha e izquierda del número 44 también estaban vallados y rodeados de setos.

Tal vez los recuerdos de infancia de su madre necesitaran una revisión. En todo caso, Jenny no tenía ganas de colarse en jardines ajenos, así que se puso a observar el cercado del terreno de su abuela. «El típico refugio de capitalistas», oyó decir a su madre. El murete que llegaba a la altura de las rodillas tenía puntas de lanza de hierro forjado incrustadas, y detrás se veía un seto de boj, espeso como la selva brasileña. El punto débil del jardín eran los dos postes anchos y destartalados, fáciles de escalar usando los preciosos ornamentos de las puntas de lanza para apoyar el pie. Dicho y hecho, y ya estaba en el terreno de la abuela. Con un poco de suerte no la había visto ningún vecino.

Se acercó al edificio a grandes zancadas, miró por una de las ventanas y vio un salón con muebles de felpa. Por fin un recuerdo. Ya temía que su memoria hubiera dejado de funcionar. Dentro sonó el teléfono. Tres veces, cuatro veces, cinco veces, luego se hizo de nuevo el silencio. Un silencio inquietante.

Jenny rodeó la casa con sigilo y llegó a un jardín maravilloso. Césped, árboles altos, antiguos, arbustos, una sinfonía de plantas sombrías. Así que allí había pasado su madre su infancia. No estaba mal. Era un pequeño paraíso, ¿de qué se quejaba tanto?

La terraza estaba techada y medio invadida por las malas hierbas, y había un montón de tiestos. Dentro crecían tomates, calabacines, pimientos… Por lo visto la abuela tenía mano para las verduras. Debajo de los tiestos había sobre todo cochinillas grises que huían en desbandada cuando levantaba la maceta. Debajo de los tomates no había nada. Tampoco de los calabacines. En los pimientos encontró algo. Una bolsa de plástico, y dentro una llave plana y dentada. ¡Qué bien, esas costumbres irresponsables de la anciana!

Jenny abrió la puerta con el corazón acelerado y entró. Olía bastante a moho, por la cantidad de muebles antiguos y alfombras gruesas.

—¿Abuela? ¿Hola? ¿Estás ahí?

Silencio. Fue de habitación en habitación, vacilante, preparada para encontrar a su abuela enferma, quizá muerta. Una cocina del pleistoceno. Un comedor con papel de pared floreado y muebles con filigranas y arabescos. Un bufé antiguo tallado. Y luego el salón con esa imagen sobre el piano. De eso sí se acordaba. Una fotografía antigua descolorida, de color sepia, en la que se veía una casa. Era una mansión bonita, bastante grande, con un porche con columnas. A derecha e izquierda se veían más edificios.

¡Ring!

Jenny se estremeció del susto y se quedó mirando el teléfono. Por un momento dudó si debía contestar, pero de pronto percibió un movimiento. No estaba sola en la casa. Alguien había bajado la escalera y acto seguido apareció una silueta de mujer en la puerta del salón.

Cuando vio a Jenny profirió un chillido y retrocedió dando tumbos hacia el armario del pasillo.

«Mi abuela», pensó Jenny. Está viva. Gracias a Dios.

—¿Abuela? No te asustes, soy yo, Jenny.

La mujer no contestó. Con la respiración entrecortada, Jenny se quedó con la espalda apoyada en el armario, jadeando. Era baja y rechoncha, y llevaba el pelo teñido de negro. En su memoria su abuela era un poco distinta…

—¿Jenny? —soltó la mujer—. No conozco Jenny.

Era extranjera. Entonces no era la abuela. El teléfono seguía sonando. Jenny se dirigió decidida a la mesa y cogió el auricular. En efecto, seguía existiendo la funda de seda verde con ribete dorado.

—¿Jenny? ¿Eres tú? —dijo una voz conocida y enérgica al aparato.

Ella se aclaró la garganta y luego hizo un gesto amable con la cabeza a la mujer temblorosa.

—Sí, mamá.

—Tienes que llamarme Conny. Escucha, se me ha ocurrido dónde podría estar Franziska. Quería ir a Dranitz.

—¿A Dranitz? ¿Qué es eso?

—La maldita mansión en Mecklemburgo-Pomerania Occidental. Se cree que puede volver a jugar a ser la señora de la casa.

—¿Y no se te ha ocurrido hasta ahora? —repuso, furiosa, y colgó el auricular en la horquilla.