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Franzi

9 de agosto de 1940

Él había llegado a última hora de la tarde, la mesa estaba puesta para la cena y Franziska estaba repartiendo centros de mesa de flores junto con su madre y la tía Susanne. Jobst había visto el vehículo militar desde el jardín y se dirigió hacia el comandante Iversen junto con Heini y el primo Kurt-Erwin. Ella corrió a la ventana del cuarto de caza y vio cómo bajaba del coche y le daba un abrazo fraternal primero a Jobst y luego a Heini. Franzi no entendía lo que decían, pero se reían mucho y parecían estar de muy buen humor.

—Va con conductor —dijo la tía Susanne, que estaba tras ella y también miraba hacia el patio—. Dios, un comandante como testigo habría causado mejor impresión que un mero subteniente. —Luego se fue corriendo para ayudar a su hermana con las tarjetitas de los nombres.

Franziska respiró hondo para deshacerse del absurdo temblor que se había apoderado de su cuerpo. Él estaba allí, en la mansión Dranitz, en cualquier momento podía estrecharle la mano y confundirla con una sonrisa.

Cuando salió con su madre a la terraza bañada por el sol ya había conseguido dominarse. Los abuelos Wolfert y la abuela Dranitz estaban sentados en las sillas blancas bajo una sombrilla, el tío Bodo se había unido a ellos y en ese momento también estaba su padre. Jobst presentó a su amigo, el comandante Walter Iversen, que explicó que había estado a punto de no tener vacaciones debido a sus importantes compromisos en Berlín. Entonces Walter la vio y se acercó a ella con un brillo en los ojos.

—Estimada señorita —saludó y le agarró la mano—. ¡Me alegro muchísimo de volver a verla!

Tenía que guardar las formas delante de tantos parientes reunidos.

—Yo también me alegro, señor comandante.

Se aguantaron la mirada, sus ojos decían lo que no podían expresar con palabras.

Su madre le invitó a sentarse un ratito con ellos hasta que los muchachos hubieran bajado el equipaje, luego seguro que el señor comandante quería «asearse» un poco. Walter Iversen se lo agradeció, se sentó y le sirvieron un café. Estuvo conversando animadamente con los abuelos Wolfert, hizo reír a la abuela Dranitz y charló con su padre de vinos italianos. A Franziska le dirigió la palabra una sola vez para preguntarle cómo estaba su perro Bijoux, que se había clavado una espina en la pata cuando la conoció.

—Hace tiempo que está curado —contestó ella, contenta de que se acordara.

Al ver que su mirada descansaba unos segundos de más en ella, Franziska sintió vergüenza y se apresuró a preguntar cuáles eran los importantes compromisos que debía atender en Berlín.

—¿O son obligaciones secretas de las que no le está permitido hablar, señor comandante? —Sonó desafiante, pese a que no era su intención, pero él se echó a reír, al parecer encantado con su curiosidad.

—Así es mi hermana Franzis —intervino Jobst—. Siempre quiere saberlo todo.

—¿Por qué no? —repuso Walter Iversen—. Tu hermana es una joven muy lista. Me merece un gran respeto.

La abuela Wolfert alzó la vista desesperada hacia el cielo, convencida de que una chica soltera debía esmerarse en ocultar cualidades como la inteligencia si no quería acabar siendo una vieja solterona.

—Ahora mismo estoy destinado a la formación de oficiales —explicó el comandante—. Además, viajo mucho a ver a nuestras tropas para dar discursos. Tratan sobre todo de batallas históricas y táctica militar moderna, pero también de la esencia alemana, la poesía nacional y el espíritu alemán.

Jobst aseguró a todos los presentes que los discursos de su amigo eran increíblemente arrebatadores, que tenía el don de encender a su público y siempre cosechaba aplausos apasionados. Franziska no dijo nada, pero notó la mirada esperanzada del comandante y su alegría cuando ella mostró su entusiasmo.

Un sirviente anunció que la habitación del señor comandante ya estaba preparada.

Walter Iversen pidió que lo disculparan un rato, se levantó y salió de la terraza.

—Es un chico muy simpático —le dijo el abuelo Wolfert al padre de Franziska, que bebía café en silencio—. Pero no es un luchador, sino más bien un charlatán.

—¡En absoluto! —repuso Jobst, enojado—. Walter participó en la campaña de Polonia y fue condecorado. Su padre era oficial del Estado Mayor, cayó en 1918 en el frente occidental.

—Impresionante —reconoció su madre, y escudriñó con la mirada a Franziska, un tanto preocupada. La abuela Dranitz aconsejó a su nieta practicar la modestia y la discreción, como correspondía a una chica joven casadera.

Franziska se alegró cuando sonó la campana que los llamaba a cenar y los dos criados salieron al jardín para pedir a los invitados que entraran en la casa. Ay, todo era tan difícil. Tan complicado. La presencia del comandante, que la alteraba por completo. Los comentarios de la abuela. La sonrisa de advertencia de su madre. El silencio precavido de su padre. Sin embargo, lo peor era ese potente anhelo, el deseo irracional e inmoral de estar a solas con él. Tocarlo. Entregarse a él.

—Oye, Franzi —dijo Elfriede cuando ocuparon sus sitios en la mesa—. ¿Quién es ese oficial tan guapo que está al lado de la tía Irene?

Elfriede tenía que poner siempre el punto sobre la i.

—Es el comandante Walter Iversen. Un buen amigo de Jobst.

Elfriede le sonrió. Inocente como una niña y al mismo tiempo con una capacidad de seducción nueva que ya no era nada infantil.

—¡Antes, en la escalera, me ha besado la mano!

El banquete festivo la víspera de la boda fue un tormento para Franziska, aunque fue culpa suya. ¿Tenía que mirar constantemente por encima del centro de mesa de rosas? Hacia donde él estaba sentado, entre la tía Irene y Brigitte, manteniendo una conversación animada con sus compañeras de mesa y bromeando continuamente con Heini y Jobst. Levantaban las copas y brindaban, se reían, charlaban, disfrutaban de los sustanciosos platos y se lo pasaban de maravilla. De vez en cuando la mirada de sus ojos azules la atravesaba como una flecha, y entonces ella se sentía pillada en falta, humillada, y se enfurecía porque creía ver una sonrisa triunfal en los rasgos del comandante. Encima tenía que aguantar las miradas escrutadoras de su madre, la abuela Wolfert con sus impertinencias y la cháchara de Elfriede.

—Es un hombre muy guapo, Franzis. ¿Has visto? Tiene los dientes blancos como la nieve. Y qué alto es… ¡Tiene los labios muy ardientes y elásticos! —Su hermana estaba desbocada.

Serenidad, diría la abuela Dranitz. Siempre había que mantener la serenidad. Aunque costara.

—¿Elásticos? ¿De dónde sacas eso? —repuso Franziska.

—Porque antes me ha besado la mano…

—No vuelvas a decir eso, Elfriede. Es poco elegante y desagradable. Menos mal que mamá no te ha oído.

—¿Por qué?

«Dios mío, haz que el tiempo pase rápido», suplicó Franziska para sus adentros. Ya no se atrevía a mirarlo porque sabía que se iba a ruborizar sin querer. Era increíble, su hermana pequeña… «Ardientes y elásticos», ¡por el amor de Dios! ¡Pero qué precoz!

Sin embargo, el tiempo no tenía ninguna prisa. Transcurría a paso de caracol, avanzaba con una lentitud cruel de un segundo a otro. Tuvo que oír las quejas de la tía Susanne sobre su modista, que había cortado mal cinco metros del mejor tejido de lana inglés, y las opiniones del tío Bodo sobre la futura cosecha de colinabos, que ese año caería, por desgracia.

Al otro lado de la mesa el abuelo Dranitz cada vez alzaba más la voz, bajo los efectos del vino tinto francés.

—¡Un civil como ese Adolf Hitler no pinta nada en el alto mando militar! Un ejército llega a la victoria guiado por generales con experiencia en la guerra. ¡Bah, Francia! Eso fue pura suerte, nada más. ¡Ese advenedizo no tiene ni idea!

—No te alteres, padre —intentó calmarlo el padre de Franziska.

—¡Cierra la boca, Heinrich! —bramó el abuelo, enfadado, y se volvió con brusquedad hacia Walter Iversen—. ¡Usted debería saberlo, comandante! ¿Su padre no fue oficial adjunto en Hindenburg?

—Cierto. —Oyó que contestaba Walter Iversen con calma y amabilidad—. En principio le doy la razón, barón.

—¿No comes nada, Franzi? —preguntó Wilhelm von Dranitz, el compañero de mesa de Franziska—. ¡El guiso de carnero con judías es una delicia!

En efecto, apenas había probado nada, y en cambio había bebido tres copas de vino del Mosela, lo que aún la aturdía más. Cuando por fin llegaron a los dulces, el licor de fruta y el café moca, fuera ya oscurecía, y Liese, la criada, encendió en la terraza los farolillos de papel. Estaba precioso. Las lunas amarillas y las esferas rojas flotaban en la penumbra, en las mesas blancas del jardín titilaban las linternas y alrededor revoloteaban todo tipo de aves nocturnas en busca de luz.

Poco a poco se fue vaciando la sala. El grupo se dispersó, se dividió en grupitos sueltos, algunos fueron a ver el lugar, las damas se cambiaron de ropa, la abuela Dranitz se acostó, los jóvenes salieron a la terraza a probar el ponche de fresa. Franziska también quiso subir la escalera para ir a buscar en el armario el pañuelo de seda cuando de pronto alguien la agarró del brazo.

—Siéntate con nosotros, hermanita —rogó Jobst—. Aquí hay alguien que tiene muchas ganas de verte.

A Franziska se le aceleró el corazón. Miró a Walter, que estaba al lado de Jobst, con una sonrisa esperanzada en el rostro.

—¡Claro! —exclamó Heini en ese momento. Saltaba a la vista que había bebido una copa de más—. Hace meses que no nos vemos, Franzi. Elfriede me ha contado que quieres ser fotógrafa, ¿es cierto?

¡Dios, qué vergüenza! Por supuesto, había creído que era Walter el que tenía ganas de verla. Qué ingenua era. Qué conducta tan vergonzosa. ¿Cómo se le había ocurrido la ridícula idea de que pudiera sentir lo mismo que ella?

—Entonces ya somos dos —dijo Walter Iversen, y puso un brazo sobre el hombro de Heini—. Yo he pedido primero su compañía, joven baronesa.

Qué comprensivo era. Con qué habilidad la había ayudado a superar la vergüenza, y parecía hablar completamente en serio. Explicó aliviada que iba a buscar un momento el pañuelo y rogó a los caballeros que le guardaran una silla.

Arriba, en su cuarto, le costó abrir el armario ropero porque Brigitte había colgado el vestido de novia, la ropa interior, el velo y todo lo demás en la parte externa. Se quedó un momento ahí, sumergida en el blanco inmaculado del vestido nupcial, admirando el encaje, el delicado bordado de perlas en el escote y el dobladillo, soñando con su propia boda…

El alboroto que armaba Elfriede, que le llegaba por la ventana abierta desde la terraza, la sacó de sus pensamientos.

—¡Pero yo quiero sentarme aquí!

Se colocó a toda prisa el pañuelo sobre los hombros y bajó la escalera dando brincos, por lo que estuvo a punto de chocar con la tía Irene, que subía los escalones entre gemidos para ponerse un calzado más cómodo. Abajo, Heini ya había llevado otra silla para que Elfriede también pudiera unirse a ellos, pero el sitio junto a Walter Iversen seguía libre.

—Ha sido una dura batalla —reconoció el comandante con una sonrisa, y se levantó para apartarle la silla—. Pero hemos llegado a un acuerdo, ¿no es cierto, jovencita?

Elfriede torció el gesto en una mueca malhumorada y se volvió hacia su hermano Heini. Brigitte hizo un gesto de desaprobación ante semejante actitud de mocosa maleducada y Jobst sirvió ponche de fresa en el vaso de Franziska. Brindaron, y Walter Iversen afirmó que hacía mucho tiempo que no pasaba una velada en una compañía tan agradable. Sus ojos estaban oscuros, solo brillaban de vez en cuando, cuando se reía o cuando miraba a Franziska de reojo, pensativo.

La conversación fue relajada como en la mesa, Jobst y Heini contaron algunas experiencias emocionantes del campo de batalla, Elfriede dijo tonterías, Brigitte confesó su pánico escénico ante el día que le esperaba. Walter se divertía. De vez en cuando se inclinaba hacia Franziska para comentar algo con ella a media voz, y entonces solo los separaban unos centímetros y sentía la atracción mágica que ejercía el cuerpo del comandante en ella. Su cabello espeso y oscuro brillaba bajo la luz de la lámpara, percibía el olor de su uniforme, de su piel, notaba su calor. Una especie de escalofrío se apoderó de ella, le costaba dar respuestas sensatas.

Gerlinde y su hermano Kurt-Erwin se unieron a ellos, atraídos por las risas. Llamaron a Liese para que llevara más vasos, pero la chica estaba ocupada porque el tío Alexander acababa de tirar de la mesa varios vasos de ponche en un arrebato al emocionarse hablando.

—Iré yo —se ofreció Franziska, y se levantó.

El cuarto de caza, que en invierno era el centro de todas las reuniones familiares, estaba ahora desierto. Había solo un farol sobre la mesa, que arrojaba su luz inestable sobre la chimenea de obra, el viejo reloj de pie, los trofeos de caza en las paredes y las vitrinas donde su madre guardaba los vasos de cristal caros. Franziska agarró la llave que estaba arriba, sobre el armario con vitrina, y abrió la puerta para sacar dos copitas cuando de pronto oyó por detrás un leve crujido. Se dio la vuelta, asustada.

—No tenga miedo —musitó Walter Iversen—. Solo soy yo.

Franziska sintió un mareo. ¿Había provocado ella esa situación? Por supuesto. Aunque fuera de manera inconsciente, pero con la misma seguridad que un sonámbulo.

—Es usted muy amable por ayudarme a llevarlas —bromeó ella, un tanto desvalida—. Las copas son de cristal de Bohemia y pesan bastante.

No obstante, él no le siguió la broma, se acercó mucho a ella, le quitó las dos copas de la mano y las dejó en la mesa.

—Llevo mucho tiempo pensando en qué hacer para estar a solas con usted —dijo—. Y ahora el azar acude en mi ayuda.

¿Se estaba riendo de ella? Franziska quiso decir algo, pero él le puso el dedo índice sobre los labios con suavidad.

Ella empezó a temblar.

—Chist —susurró él con una sonrisa—. Por favor, no me distraiga. Soy torpe en las declaraciones amorosas y me lío con facilidad…

Ella guardó silencio, esperó con el corazón acelerado. De pronto eran cómplices, dos ladrones en plena noche, dos personas que se acercaban, a escondidas, apasionadamente y al mismo tiempo con miedo de dar un paso en falso.

—No soy una hoja en blanco, Franziska —empezó él a toda prisa—. De hecho, sería raro en un hombre de mi edad. Pero sé que he encontrado lo que siempre había buscado. Lo sé con toda certeza.

Se detuvo y la escudriñó con la mirada. Franziska calló y lo miró, fascinada, bebió con ansias sus palabras, deseosa de más.

—Tenía que ser como tú. Tan delgada y morena, tan lista y testaruda. Tenía que amar la naturaleza y sus criaturas, ser una Diana a caballo, una amiga alegre y una compañera fiel. Un remanso de paz en mi inquieta vida, un puerto seguro, un refugio y al mismo tiempo mi mayor tesoro, que defendería hasta mi último suspiro. Todo eso lo veo en ti, Franziska. Dime si voy por buen camino.

¿Qué es la felicidad? Un éxtasis que se apodera de nosotros, nos atraviesa, nos empujar a cometer locuras que de ser plenamente conscientes no haríamos jamás. Franziska levantó los brazos, le rodeó el cuello, notó cómo él la acercaba hacia sí y respiró durante unos dichosos segundos la pura felicidad.

—No lo sé —se oyó susurrar a sí misma—. Exiges mucho…

El beso del comandante no fue ni tierno ni cauteloso; la dejó sin respiración, le provocó un mareo, jadeó.

—Disculpa —susurró él—. Es mi impaciencia. Estamos en guerra, y la vida puede terminar en cualquier momento.

—Pero no, pronto habrá un acuerdo de paz —murmuró ella, como si pretendiera consolarlo.

Los labios del comandante estaban tan cerca de su boca que el deseo de un beso casi le dolía.

—Me temo que te equivocas…

Un mínimo movimiento hacia él, y sus labios se encontraron de nuevo. Una pasión dulce, salvaje, prohibida invadió a Franziska cuando las manos de Walter avanzaron con cautela, le acariciaron la espalda y fueron ascendiendo. Mientras, fuera, en la terraza, se oían risas, cháchara y la voz del tío Alexander pidiendo cerveza a gritos. Se quedaron abrazados, notaron la respiración y el latido de sus corazones y creyeron estar unidos para siempre.

—Dime si me quieres, Franziska…

Ella le susurró la respuesta al oído, y la recompensó con una lluvia de besos y murmurando que era la persona más feliz sobre la faz de la tierra.

—¿Dónde se ha metido Franzi? —exclamó Gerlinde fuera, en la terraza—. ¿Vamos a tener que beber con las manos?

Se separaron, él se disculpó con un gesto, le apretó las manos y se dirigió al salón para no aparecer en la terraza al mismo tiempo que ella.

¡Qué noche! Franziska se sentía salvada, todos los miedos se habían desvanecido y habían sido sustituidos por una sensación de felicidad extrema. No le importó cuando Elfriede puso el grito en el cielo porque quería un segundo vaso de ponche, y le dio un golpecito en la espalda a Gerlinde con paciencia cuando se atragantó con una fresa.

Más tarde fueron todos juntos al jardín, entre risas y gritos, cogidos de las manos para no caerse en la penumbra. Walter siempre estaba cerca, de vez en cuando la agarraba de la mano, y una vez la llevó detrás de un enebro para besarla. Jobst y Heine habían abierto la casa guardabotes y sacado los botes de remos.

—¡Dame la linterna! —gritó Jobst, travieso, al chico que su madre les había enviado por precaución—. ¡Si no, asustaremos a la dama del lago!

Subieron entre risitas y gritos de terror a los botes oscilantes, los caballeros agarraron los remos, las damas se sentaron en la popa, alguien empezó a cantar una canción popular y los demás se unieron.

—… que no quería, que no quería, que no quería navegaaaar…

A Franziska le habría gustado salir de paseo por el lago oscuro sola con Walter, pero por desgracia Elfriede subió al bote con ellos y estuvo todo el rato hablando sin parar. Sin embargo, Franziska se sentía demasiado feliz en ese momento para enfadarse con su hermana pequeña.