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Franziska

Julio de 1990

La vieja casa hablaba con ella. Las vigas de madera de la planta superior crujían bajo el sol matutino. El rocío chascaba al gotear junto a las manchas de moho de las ripias del tejado; en la pared que daba al oeste se deslizaba un pedazo de yeso. Era como si un viejo oficial estirara su cuerpo y se preparara para un nuevo día. Gimiendo del esfuerzo, le sonrió. Ese viejo oficial aún estaba muy vivo, y tendría fuerzas para muchos siglos más.

«Tú y yo —pensó ella con una sonrisa—. Quedamos las dos, y las dos nos mantendremos unidas. Un día volverás a ser nueva y joven, y por tus estancias corretearán niños. Confía en mí, yo soy tu espíritu protector, tu amiga. Tu hija».

Durante los últimos dos meses rara vez había abandonado su puesto de vigilancia y nunca de noche. Habían surgido rumores que no podía creer. Había viajado a Schwerin, a Stralsund, a Güstrow y a Rostock. No había conseguido nada: en los departamentos de la RDA reinaba un caos infernal, nadie era responsable, nadie quería pronunciarse con claridad. Decían que cuando el acuerdo de reunificación estuviera firmado por fin tendrían capacidad para actuar.

Franziska no lo creía. Suponía que después se desataría el auténtico caos.

Llamó a un abogado de Frankfurt, el mismo que la había ayudado en la venta del negocio de bebidas. Le explicó que la situación de momento era completamente imprevisible, y que en todo caso debería comunicar sus pretensiones a ver qué pasaba.

—¿Y dónde? —preguntó ella.

—A su debido tiempo crearán departamentos para regular cuestiones de patrimonio pendientes.

—¿Qué significa «a su debido tiempo»? —insistió, con cierta impaciencia.

—Pronto —fue la respuesta imprecisa del abogado.

—¿Podrá arreglarme este asunto, señor Wissendörffer?

—Con mucho gusto, señora Kettler. Me pondré en contacto con usted a su debido tiempo.

No le dio muy buena sensación. Estaba convencida de que había dejado su caso en un montón de expedientes sin resolver y se dedicaba a otros quehaceres que le proporcionaban dinero más rápido. Bueno, un abogado también tenía que vivir de algo.

Aquella mañana de finales de julio, cuando la vieja casa se desperezaba bajo el sol, la desgracia avanzó con paso firme hacia Franziska.

Lo vio cuando detuvo su Wartburg en la calle y bajó. Parpadeó de buen humor, se colocó la gorra en la cabeza y cerró la puerta del vehículo. Esos coches del Este debían de ser de hojalata y plástico duro, por lo menos sonaban igual. «Barato», criticaba Ernst-Wilhelm. Su marido tenía debilidad por los coches caros.

—Buenos días —saludó Gregor Pospuscheit, que le tapó el sol con su silueta rolliza.

—Buenos días. —Franziska estaba sentada como casi siempre delante de la cabaña, tomando café. Entretanto se había hecho con una mesa y dos sillas, y en el interior había instalado algunos lujos modestos, como una hamaca y una estantería de pared repleta de todo tipo de cosas.

—Siento amargarle el día —le comunicó Pospuscheit con una sonrisa—. Pero el día 31 es el último para usted.

Dejó la taza de café con cuidado sobre la mesa de camping. Así que le rescindía el contrato de alquiler, que de todos modos era ilegal. Y eso que había pagado puntualmente.

—¿Por qué motivo?

Él se encogió de hombros e intentó echar un vistazo a la cabaña por la rendija de la puerta entornada. Corrían rumores de que guardaba un arma y munición.

—Por decisión del consejo municipal —respondió Pospuscheit—. La tienda y la oficina municipal también se trasladarán.

Franziska lo miró e imaginó lo peor.

—¿Por qué? —preguntó de nuevo, con más insistencia.

—No tiene por qué saberlo, señora baronesa —repuso él con malicia. Después se dio un golpecito en la gorra y se dispuso a dar media vuelta.

Franziska notó que caía presa del pánico.

—Si quieren derruir la casa —exclamó, alterada—, le espera resistencia. ¡Se lo advierto, señor Pospuscheit!

Oyó lo estridente y temblorosa que sonaba su voz, pero le daba igual. Tenía que saber que estaba dispuesta a llegar hasta el final. ¡Hasta el final de todo!

—¡Bah! —Pospuscheit la observó con una sonrisa. Por lo visto le causaba un gran placer sacarla así de sus casillas—. No se tocará ni una sola viga de la casa, señora baronesa. Al contrario. El municipio ha decidido venderla.

Necesitó un momento para comprender el alcance de semejante afirmación. Querían vender la mansión. La casa que era parte de su herencia. Su propiedad. Si aún existía justicia en este mundo, esa casa le pertenecía a ella.

—No pueden venderla. Hay que devolverla a sus legítimos propietarios.

Sus rasgos adquirieron un aire taimado cuando contestó con aire de satisfacción:

—En eso se equivoca, señora baronesa. Lo que fue confiscado por los rusos entre 1945 y 1949 y repartido entre los campesinos locales no se devuelve. Y así sigue siendo. El terreno pertenece a la cooperativa de producción agrícola, y la casa se queda en el municipio. Podemos hacer lo que queramos con ella.

Había oído rumores sobre eso, pero le habían parecido completamente absurdos. No podía ser, sería una segunda expropiación.

—No crea que me puede intimidar, señor Pospuscheit —dijo, procurando calmar el corazón desbocado—. Si ponen a la venta esta casa o mi terreno, iré a los tribunales. —La expresión taimada desapareció de su rostro, pero Franziska no sabía si sus palabras le habían impresionado.

—Haga lo que pueda, señora baronesa. Si esta cabaña no ha desaparecido a finales de mes, vendremos con la excavadora. Esto es una ocupación ilegal de un terreno propiedad del municipio.

Quiso replicarle que en ese caso tendría que recurrir a la prensa y a su abogado, pues al fin y al cabo tenía un contrato de alquiler sin contar con la bendición del ayuntamiento. Sin embargo, se quedó callada y dejó que se fuera. No tenía sentido discutir con ese tirano. Si le buscaba las cosquillas, estaba en situación de enviarle de nuevo a sus jóvenes seguidores alcohólicos a acosarla. ¿Por qué demonios los vecinos del pueblo habían escogido a esa persona como alcalde?

Lanzó una mirada a la casa y de pronto se sintió sola y desvalida. ¿Qué podía hacer si la vendían? Absolutamente nada, admitió a regañadientes para sus adentros. En el mejor de los casos tendría que litigar durante muchos años para recuperar su propiedad. No le bastaría con la vida que le quedaba. Necesitaba un consejo. Apoyo jurídico. Pero solo se le ocurría el señor Wissendörffer.

Metió la vajilla en la cabaña, guardó también la mesa y la silla y cerró. En esa tierra toda cautela era insuficiente. La barbacoa que compró se la robaron una noche, junto con los cubiertos y el carbón. De haber estado aún el perro, no habría ocurrido.

Por supuesto, podía llamar por teléfono desde casa de los padres de Mücke, los Rokowski, con quien habían entablado cierta amistad. También la familia de Elke, los Stock, y el padre de Jürgen, Krischan Mielke, eran buena gente. Con todo, aquel asunto había que tratarlo con discreción y en un pueblo enseguida corría la voz. Iría a Waren y utilizaría una cabina telefónica. Así por lo menos se desharía de las últimas monedas de la RDA que nadie quería tras la unión monetaria. Eran ligeras como una pluma, como el dinero de mentira que compró tiempo atrás para la tienda de juguete de su hija. De aluminio. O de hojalata.

Tuvo que esperar media hora, pues no era la única que quería gastar con sensatez los peniques y marcos del Este. Tres jubilados parlanchines estaban delante de ella, charlando animadamente con sus parientes, y no terminaron la conversación hasta que no gastaron las monedas de hojalata.

—Tiene usted suerte, señora Kettler —comentó el señor Wissendörffer con alegría—. Estoy entrando por la puerta. ¿Qué fuego hay que apagar esta vez?

La conexión era un tanto inestable, seguramente por culpa de los micrófonos ocultos que la Stasi había instalado por todas partes. Después de explicar su situación, la alegría del abogado se desvaneció.

—Ahí podría haber problemas —afirmó, abatido.

—Entonces ¿pueden hacerlo? ¿Venderla sin más? La mansión no les pertenece.

—Según la legislación vigente, sí —repuso el abogado.

¡Por supuesto! Ya imaginaba que no la iba a ayudar. Blandengue.

—¿Y qué puedo hacer ahora? —preguntó, mordaz.

—Comprar.

Se quedó literalmente de piedra.

—¿Comprar? —preguntó, horrorizada, y se puso a toser—. ¿Yo? ¡No lo dirá en serio!

—Por desgracia sí, señora Kettler. Antes de que la propiedad acabe en manos de otra persona, como un agente inmobiliario o un oligarca ruso, debería echarle mano usted. Si la reclamación llega a buen puerto, puede contar con una compensación.

—¿Y si la reclamación es rechazada?

—Entonces por lo menos habrá salvado su mansión —concluyó el letrado, que luego comentó que lamentaba extraordinariamente no poder ofrecerle una mejor salida y se puso a su disposición en cualquier momento. Si llegaba a haber un contrato de compra, él mismo lo revisaría para que no se llevara ninguna sorpresa desagradable.

—Gracias, me pondré en contacto con usted —balbuceó Franziska, y colgó.

Estuvo un rato mirando incrédula el teléfono y luego salió de la cabina. No le hacían falta más sorpresas desagradables. Al menos no ese día. Iría a hacer la compra y a continuación entraría en una de las cafeterías de reciente apertura para reflexionar con calma. Escogió una pequeña de la calle que ofrecía pastel de manzana con nata, pero no se sentó fuera, por donde pasaban los transeúntes y se quedaban mirando la taza de café, sino en la sala interior.

El mobiliario parecía bastante improvisado, el mostrador de pasteles seguramente había sido adquirido de segunda mano, aunque la cafetera, un monstruo brillante con mucho cromo, parecía nueva. Las mesas y los asientos estaban muy mezclados y daban la impresión de proceder de diversas viviendas desmontadas. Pese a todo, a Franziska le gustó. La cafetería era acogedora y cómoda. Tal vez fuera por el aroma. Olía a una mezcla de café, vainilla, canela, detergente, cojines de sofá y cortinas lavadas con suavizante. Olía a algo más que le costó distinguir.

—Un café y un trozo de pastel de manzana con nata, por favor.

—¿Café con leche y azúcar? —preguntó la camarera, gruñona.

—Solo, por favor.

—Como quiera… —Era una mujer de mediana edad, rolliza, con el cabello teñido de rojo y con permanente, que llevaba unos zapatos desgastados. No era demasiado simpática. Franziska se arrepintió de su elección, convencida de que en la otra cafetería la habrían tratado con más educación.

—Son tres con cincuenta. —La camarera volvió de la cocina y le plantó delante un plato con pastel y la cafetera pequeña.

Vaya, primero se paga y luego se disfruta. Con todo, el trozo de pastel estaba bueno, la nata era abundante, y el café también estaba bien.

—¿Hace usted el pastel? —preguntó Franziska.

—¿No le gusta?

¡Por Dios! Solo quería decir algo amable, pero tal vez por allí solo estaban acostumbrados a los gruñidos.

—Sí, está delicioso. Hacía tiempo que no comía un pastel de manzana tan bueno.

Se oyó ladrar un perro de fondo. Por supuesto, ese era el olor que no era capaz de distinguir. Olía un poco a perro.

—¡Vaya! —exclamó la camarera pelirroja, esforzándose por asimilar el elogio inesperado—. Me alegro. Se lo diré ahora mismo a mi marido. Es él quien hace los pasteles.

—¿Tiene perros?

La mujer asintió. Esta vez no entendió la pregunta como una crítica, así que empezó a hacer publicidad.

—Criamos perros pastores. Buenas razas, sin DC. En la RDA hace años que los hemos eliminado. Nuestros perros pastores están sanos como una manzana y son muy resistentes.

—¿DC? —Miró intrigada a la mujer.

—Displasia de cadera. Es bastante frecuente cuando hay una cría excesiva.

Franziska asintió, había oído hablar de ello.

El perro siguió ladrando. Detrás, alguien rugió:

—¡Calla, maldita sea!

El chucho no se dejó amedrentar.

—¿Tienen cachorros ahora mismo?

—Llegarán dentro de dos semanas. Y luego se quedan ocho semanas con la madre.

Era lógico, esa gente criaba con seriedad. La displasia de cadera era una desgracia con la que se había criado a los pobres animales. Durante un tiempo, la línea del lomo descendiente estuvo muy de moda, por eso las articulaciones de la cadera quedaron fuera de control. A veces estaba tan mal colocada que había que matarlos de cachorros.

—¿Puedo ver sus perros?

—Claro. ¿Quiere comprar uno?

—Tal vez. —A la propia Franziska le sorprendió su respuesta, no era más que una locura. Aunque… Se sentía sola e impotente. Necesitaba un ser vivo a su lado. Un compañero. Un protector. Un amigo.

De pronto la camarera se mostraba muy simpática. Se presentó como Irene Konradi, le contó que hacía ya más de veinte años que ella y su marido criaban perros pastores y que también habían proporcionado sabuesos rastreadores a la policía fronteriza. Cuando Franziska se levantó, la llevó por un pasillo mohoso que pasaba junto a la cocina y las despensas hasta la parte trasera de la casa, y de ahí al jardín. Las perreras eran de madera y no muy grandes, con unas rejas de acero para cerrar las cajas. En una de ellas un perro pastor ladraba fuera de sí.

—¿Qué le pasa? —se quejó Irene Konradi—. Normalmente no monta semejante circo.

Franziska no esperaba nada bueno de ese día, y ahora veía que estaba equivocada. En la estrecha caja de madera estaba sentado Falko, que gemía, se rascaba, mordía desesperado las barras metálicas e intentaba una y otra vez superar la reja con un potente salto.

—¿Puedo tener ese?

—¿Ese de ahí? Era de alguien que ya no podía tenerlo. Es un buen macho para criar.

Irene Konradi tuvo que gritar para hacerse entender porque los demás perros también empezaron a ladrar. Era difícil saber si se solidarizaban con el chucho solitario o querían reprenderlo. Falko se calmó en el acto cuando Franziska se acercó a la reja.

—Siéntate. Así, muy bien. Buen perro.

—Madre mía —murmuró Irene, asombrada—. Lo ha conseguido.

—Falko y yo nos conocemos. ¿Cuánto quiere por él?

Entretanto, su marido había salido de la cocina.

—¿Para qué quiere el perro? —preguntó.

—Tengo una casa con un terreno grande. Necesito un perro que vigile.

Su padre habría dicho que estaba haciendo castillos en el aire. Soñando. Y si…

—¿Dónde? —repuso Irene, intrigada.

—En Dranitz.

El matrimonio intercambió una mirada, ella se encogió de hombros y él arrugó la nariz. El señor Konradi llevaba una camiseta sin mangas que dejaba ver unos impresionantes músculos en el antebrazo.

—Trescientos marcos —exigió.

Franziska dudó. No llevaba tanto encima.

—Doscientos —dijo Irene, que le dio un codazo en el costado a su marido—. Porque ya conoce al perro…

Franziska sacó el monedero y empezó a contar. Falko permanecía sentado, atento, y seguía con los ojos cada uno de sus movimientos. Esperanzado. Confiado.

—Solo llevo ciento ochenta y cinco marcos —dijo al fin.

—De acuerdo. —El criador cogió las monedas que le daba, empujó el pestillo y abrió la reja.

El perro emitió un sonido como si fuera a estornudar, con la mirada aún clavada en Franziska. Era evidente que esperaba sus órdenes.

—Ven aquí —le indicó con firmeza.

Falko salió despacio de su prisión, como un príncipe liberado y orgulloso, le lamió la mano y movió con fuerza la cola. Cuando le acarició la cabeza, levantó el hocico de placer y las orejas.

—Quiere ir con usted —aseguró Irene—. Seguro que le dará muchas alegrías. Es un animal excelente. Si quiere, en primavera puede aparearse con Cora, es nueva. Podrá ganar dinero por el apareamiento y un cachorro sano.

—Ya veremos —contestó Franziska—. Primero necesito una correa.

—Ahora se la damos. Ve a buscar la que dejó Ulli, Paule.

Paule Konradi estaba un poco de mal humor por el descuento que su media naranja había hecho por el perro, pero pese a su complexión fornida, parecía buena persona. Acarició el lomo de Falko y le rascó las orejas.

—Estaba muy triste. No comió nada durante tres días, pensábamos que se nos iba. Ese Ulli es un canalla. Coge un perro y luego no puede quedárselo.

El perro pastor habría seguido a Franziska también sin correa, pero prefería ir con cuidado. En la orilla del Müritz había patos y unos cuantos gansos, en Dranitz al perro le encantaba cazarlos. Falko subió de un salto y sin dudar al asiento trasero del coche, dio dos vueltas, tiró al suelo un paraguas y se sentó. La miró, jadeando. Estaba entusiasmado. Activo.

«Estoy loca —pensó mientras regresaba a Dranitz—. Compro un perro para que vigile una casa que ni siquiera es mía. Pero bueno, se puede empezar la casa por el tejado». ¿Quién decía eso? ¿Su padre? No, el inspector. Gustav Schneyder se llamaba.

Empezar la casa por el tejado… Primero comprar un perro, luego la casa, que de todos modos le pertenecía. Y, en algún momento, más adelante, recuperar el dinero. Tal vez.

No tenía ni idea de cuál podía ser el precio. Seguramente Pospuscheit y su consejo municipal también estaban tanteando en la oscuridad. Tenía que ser rápida, hacer una buena oferta que no pudieran rechazar. Antes de que aparecieran otros interesados y subiera el precio.

La cuestión era si el alcalde estaba dispuesto a venderle la mansión precisamente a ella, la sanguijuela de alta cuna, hija de un terrateniente.

Suponía que incluso querría echarle mano él mismo. Ese tirano era perfectamente capaz. Tenía el mando del consejo municipal, a fin de cuentas era el primer edil. Estuvo a punto de pasarse el desvío a Dranitz, tan absorta estaba en sus oscuros presagios. Falko se puso en pie, apoyó el hocico en la ranura de la ventanilla y se puso a ladrar de contento. Por lo menos él confiaba en volver a tomar posesión de la zona. Seguramente lo primero que haría sería volver a marcar el terreno.

En la carretera, a la altura de la mansión, había un coche rojo. Era un color tan descarado y llamativo que solo podía tratarse de un coche occidental. A Franziska se le aceleró el corazón. Cielo santo, habían sido más rápidos de lo que pensaba. Algún buitre del Oeste había visto la mansión y había hecho una primera oferta.

A Falko le interesó poco el Opel Kadett rojo; pasó corriendo por el lado hacia la cabaña y se quedó ahí, mirando a la derecha. Franziska abrió el maletero y cuando estaba llevando la compra oyó un grito.

—¡Falko! —gritó, asustada.

«Ahora no te busques problemas también por el perro», pensó, afligida. Cerró el maletero y corrió por el bosquecillo hasta su caseta. Allí había una joven, con la espalda contra la pared de la cabaña y los brazos estirados para ahuyentar al perro.

—¡No le va a hacer nada! —gritó Franziska—. Solo quiere olisquear.

La chica levantó la cabeza y se la quedó mirando. La escudriñó.

—¿Abuela? —dijo por fin, vacilante—. ¿Eres mi abuela?

Perpleja, Franziska observó con más atención a la chica. Estaba muy pálida, tenía ojeras como si se hubiera pasado toda la noche bailando. El cabello pelirrojo, bastante desgreñado… era el pelo de Elfriede, su hermana. Y la nariz… Dios mío…

—¿Jenny? —susurró—. ¿Eres Jenny?

—Exacto —dijo, y bajó los brazos.