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Franzi

Junio de 1940

El sol de mediodía brillaba intenso y ardiente sobre el paisaje. Los cerros parecían olas del mar de color verde plateado sobre las que crecía el cereal y el maíz, no se levantaba ni una brisa, ni un soplo de aire movía los tallos. El lago reflejaba el cielo azul claro de verano, se veían los destellos de unas pequeñas olas que se clavaban en los ojos para luego desaparecer de nuevo. Dos botes de remos dibujaban círculos con parsimonia. Arriba, donde la gente del pueblo podía bañarse, había unos cuantos chicos agachados con sus cañas de pescar artesanas en el agua.

Franziska se sentó en el banco de la caseta del timón y se protegió los ojos con la mano mientras contemplaba con añoranza las mareas frescas y relucientes. Se moría de ganas de darse un baño en el lago, como solía hacer con Elfriede y sus hermanos, pero sus dos hermanos estaban en el campo de batalla y Elfriede tenía amigdalitis. Su madre le había prohibido bañarse sola. También porque sobre esa hora los chicos del pueblo se refrescaban en el lago y, por tanto, no existía la distancia necesaria que debía mantener la joven hija de un barón.

Suspiró y sopesó si era mejor regresar a la mansión para tranquilizar a su madre, que, una vez más, sufría demasiado por Elfriede, pero luego recordó que la tía Irene había avisado de que haría una larga visita la semana siguiente con Kurt-Erwin, Gabriel y Gerlinde. Lo más sensato era disfrutar de la apacible calma junto al lago y enfrascarse en la lectura del volumen de poemas que se había llevado. Para tener reservas, por así decirlo. Cuando sus dos primos subieran a los botes de remos y el alboroto de Elfriede y Gerlinde se oyera por todo el parque se acabaría la paz en la mansión Dranitz. Kurt-Erwin, de dieciséis años, estaba especialmente insoportable porque se moría de ganas de ir a la guerra, pero aún era demasiado joven. «Espero que no firmen la paz antes de que cumpla dieciocho años», le dijo poco antes a su padre, el tío Alwin. Aquel comentario le valió una buena bofetada, y eso lo tenía amargado. La tía Irene escribió a su madre que por desgracia Kurt-Erwin estaba en la edad del pavo y había que disculparle algunas cosas.

Pues ese muchacho enojado se iba a llevar una sorpresa. Su madre podía ser muy enérgica. Por no hablar de su padre y del abuelo Dranitz, esos nunca habían «perdonado» nada a Jobst y Heini. Con Gabriel había sido más fácil, solo tenía catorce años y, salvo algunos «patinazos», era un buen chico. Gerlinde era realmente insoportable, sobre todo cuando se juntaba con Elfriede, lo que sucedería durante esa visita conjunta.

Franziska suspiró. Por supuesto, las dos dormirían en la habitación de Elfriede, así que viviría las peleas en primera persona, pues la suya estaba justo al lado. Su única esperanza era la señorita Sophie, que seguía trabajando en la mansión Dranitz como institutriz y se ocupaba sobre todo de su hermana pequeña. El único rayo de luz era la bondadosa tía Irene, cada vez más regordeta con el paso de los años, y que nunca perdía el buen ánimo. Su madre la quería mucho, solía decir que el cabezota de su hermano Alwin había tenido mucha suerte de encontrar a una mujer tan encantadora como Irene. Aunque la buena de Irene solo fuera una Kunkel y no perteneciera a la nobleza.

Franziska decidió refrescarse por lo menos los pies. Se quitó sus sofisticadas sandalias nuevas, pisó con cuidado el banco y caminó hacia el embarcadero. La madera se había calentado al sol y ardía en las plantas de los pies desnudos. Se sentó deprisa en el borde de la pasarela y sumergió las piernas en el agua del lago, que al principio le pareció helada. Chapoteó con los pies, hizo salpicar el agua y vio dos pececillos como sombras oscuras que salían huyendo. En el lago había carpas y tencas, y en las corrientes del río se encontraban cangrejos. Antes, cuando eran pequeños, iba a buscar cangrejos al riachuelo, seguramente los gemelos y Elfriede harían lo mismo la semana siguiente. Bueno, al final era muy agradable tener invitados de verano en la finca. Seguro que habría peleas, pero luego volverían a llevarse bien.

Franziska dejó de chapotear, se reclinó y se imaginó a todos saliendo a caballo a primera hora de la mañana. Los perros correrían con libertad a su lado y, cuando luego volvieran de buen humor y despejados a la mansión, les estaría esperando el desayuno. Con café, pan recién hecho, paté de hígado, jamón ahumado y, por supuesto, las incomparables mermeladas que Hanne preparaba varias veces al año.

De día casi siempre estarían fuera: los dos chicos deambulando por el lago, Elfriede y Gerlinde construyendo en el parque un «palacio-carpa» con ramas y pañuelos y disfrazándose con cosas que nadie usaba que encontrarían en la buhardilla en un gran baúl. Y ella, Franziska, se esmeraría con la cámara nueva que su padre le había regalado por Navidad. Era pequeña y manejable, fabricada por Zeiss, con un estuche de piel que se abría con un botón a presión y que no podía perder porque iba colgado de la cámara. También incluía un aparato que medía la luz y la distancia para poder colocar la cámara correctamente. Franziska se había montado un laboratorio en el sótano donde revelaba sus fotografías. Era toda una hazaña que ya dominaba bastante bien. Con la lámpara se proyectaba la imagen en papel fotográfico, luego el papel pasaba a un líquido que previamente había vertido en una fuente plana de plástico. Al final pasaba a un baño de fijación y tenía que secarse en papel secante. Listo.

Sí, le gustaba la cámara. Así tenía algo que hacer y no estaba siempre absorta en sus sueños absurdos. Y eso que nunca había sido una soñadora. Había heredado la mente recta y realista de los Von Dranitz, como decía siempre su padre. Seguro que pasaba por un momento un poco «romántico» por las cartas de Jobst. Por las cartas y por los recuerdos.

Fuera todo. No eran más que tonterías. Sensiblerías.

Recordó cómo se sentaban todos por la noche en la terraza, los adultos con una copa de ponche de fresa en la mano y los jóvenes con un vaso de limonada. Franziska les enseñaba sus fotografías, que eran objeto de admiración. Algunas de las imágenes se las regalaría a la tía Irene. Para su padre había captado una preciosa imagen de la mansión que quería ampliar y enmarcar. Tendría que esperar a Navidad para recibir su regalo, hasta entonces la guardaría con celo en su cómoda de la ropa interior.

Apoyada sobre los codos, se sujetó la cara un rato hacia el sol y luego parpadeó hacia la mansión. ¿Esa no era su madre, con el vestido floreado y el sombrero de verano? Por supuesto, bajaba por el sendero de arena hacia el lago y muy pronto estaría a su lado. Era algo extraordinario que su madre se concediera una pausa junto al lago durante el día, por lo que dedujo que quería mantener una conversación muy íntima.

—Ahí estás, Franzi… ¿Interrumpo la lectura?

Franziska negó con la cabeza, se levantó y volvió al banco de delante de la casa guardabotes, de donde retiró los restos de una corona de flores secas para que su madre pudiera sentarse. El día antes, Elfriede había estado elaborando coronas con dientes de león y francesillas, pero luego se las dejó en la casa guardabotes.

—Qué calor —se quejó su madre con un suspiro mientras se colocaba bien el sombrero de verano y se acomodaba en el banco.

—¿Está mejor la pequeña Elfriede? —preguntó Franziska.

—Mañana volverá a pasar el doctor Albertus. Es la tercera amigdalitis de este año. Tiene la fiebre muy alta, espero que no sea difteria.

Elfriede siempre estaba enferma. A menudo no se sabía si fingía o iba en serio. La hermana pequeña de Franziska era muy buena actriz, podía fingir indigestiones, cistitis, dolores corporales o incluso una fiebre alta para cumplir sus deseos. Pero siempre que Franziska estaba convencida de que ese pequeño bicho estaba fingiendo de nuevo, estaba enferma de verdad.

—Esperemos que se recupere para la boda —comentó.

Su madre asintió y sacó el pañuelo de bolsillo para secarse el sudor de la frente. Las dos llevaban vestidos de algodón por encima de la rodilla y unas sandalias a juego. La abuela Dranitz solía hacer un gesto de desaprobación al ver las «faldas cortas» y la «ropa interior a la última moda» que llevaban las mujeres hoy en día. Ella seguía vistiendo un corsé ceñido que Liese le tenía que atar todas las mañanas, y sus largas faldas negras solo dejaban ver los zapatos de cordones.

—¿Has terminado de escribir las direcciones? —preguntó su madre.

—Sí, salvo las últimas cinco. Me ocuparé más tarde de los Hirschhausen y los de Berlín. ¿Tenemos que escribirles a todos por separado?

—Queda mejor, Franzi.

La boda de su hermano Jobst con Brigitte von Kalm estaba fijada para el 10 de agosto, y había que imprimir las tarjetas de invitación que su madre remataba con unas palabras personales. Franzi había asumido la tarea de escribir las direcciones en los sobres.

—Esperemos que la guerra no nos desbarate el plan. —Su madre suspiró de nuevo—. Ahora hemos vencido a los franceses, se han rendido, el armisticio está firmado. Dios quiera que el Führer aspire a una paz estable.

Franziska era de la misma opinión. La paz siempre era mejor que la guerra, por mucho que Jobst y Heini lamentaran no poder seguir destacando en «el campo del honor». Sobre todo Jobst, que no estaba nada satisfecho con su rango de subteniente y anhelaba un rápido ascenso. Su hermano pequeño, Heinrich, también era subteniente, así que ¿cómo quedaba él como hermano mayor? La Wehrmacht alemana no dejaba de cosechar victorias, de ahí tenía que salir como mínimo un rango de comandante para todo un Jobst von Dranitz.

—Pase lo que pase, queremos que la boda de Jobst en la mansión Dranitz sea una celebración bonita y festiva. Papá está muy contento de que nuestro Jobst se case con una Von Kalm. Por supuesto, todos esperamos que pronto tengan criaturas…

«Hijos», pensó Franziska. Eso era lo que quería decir en realidad su madre. Descendientes para que el mayor se hiciera cargo de Dranitz con el tiempo. Las hijas eran secundarias. A ella le entristecía pensar que un día la mansión quedaría en manos de Jobst y Brigitte, ya que le tenía mucho cariño a Dranitz. Sin embargo, quedarse implicaría someterse a su cuñada, y eso no le apetecía lo más mínimo. Quería hacer algo mejor con su vida.

—¿Qué te escribe Jobst? ¿Hay novedades? —preguntó su madre como de pasada, y contempló el lago, donde ahora se veían las cabezas de algunos valientes nadadores.

Franziska comprendió que su madre quería «ir al grano», y enseguida sintió miedo. No tenía intención de revelar bajo ningún concepto el lío sentimental que se había desatado en su interior.

—Bah, escribe de todo. Lo han conseguido, están alojados en casa de un conde polaco. Espera que lo destinen a Francia.

Su madre se rio y espantó a una abeja fisgona de la falda con el pañuelo de bolsillo.

—¡Eso ya me lo imagino! —exclamó con alegría—. Quiere ir a París. Ver la capital francesa. El Louvre. La torre Eiffel. Las Tullerías… Dios, cuánto tiempo ha pasado desde que Heinrich y yo estuvimos allí de viaje de novios…

—Casi treinta años, mamá —respondió Franziska, con la esperanza de que su madre siguiera hablando de París. Sin embargo, por desgracia no lo hizo.

—¿Y qué más escribe?

Franziska se encogió de hombros.

—Bueno, escribe sobre su compañero, el comandante Iversen. ¿Te acuerdas de él? Estuvo unos días en Dranitz en octubre del año pasado y luego se fue con Jobst a Polonia.

Como temía, su madre estaba al corriente. Preguntó por cómo estaba el comandante Iversen y si también estaba alojado en casa del conde polaco.

—Sí, por supuesto. Incluso comparten habitación.

—Ah, ¿sí? Qué bien. Entonces seguro que charlarán…

Franziska se aclaró la garganta. Era inútil, a la mirada escrutadora de su madre no se le escapaba nada.

—Jobst lo ha invitado a su boda. De ser necesario, si no le dan vacaciones a Heini, actuará como testigo.

Su madre no se mostró muy entusiasmada, pero por supuesto respetaría la decisión de Jobst.

—¿Y qué más? —insistió, y miró a Franziska con las cejas levantadas.

—¿Más? Bueno, escribe todo tipo de tonterías. Como que es evidente que el comandante Iversen se siente atraído por mí y quiere volver a verme sin falta.

Su madre asintió en un gesto apenas perceptible. Era justo lo que suponía, o más bien lo que temía.

—Bueno —comentó—. Me pareció que en el breve desayuno estuvisteis conversando la mar de bien.

—Sí, el comandante Iversen es un conversador muy agradable —repuso, procurando mostrar indiferencia, pero su madre no se dejó engañar.

—Seguro que lo es. Es simpático y tiene buenos modales. Con todo, me parece un poco inconstante, con un carácter inestable. Ya sabes a qué me refiero.

—En absoluto —repuso Franziska, que notó cómo se iba indignando.

Walter no se podía comparar con Jobst. Su hermano tenía ideas fijas para todo, la mayoría tomadas de su padre. Walter Iversen, en cambio, era curioso, se mostraba abierto a la vida como un niño que investiga el misterio del mundo con alegría y asombro. Precisamente esa inestabilidad, esa búsqueda en el carácter era lo que la había conmovido tanto. Cielo santo, pero ¿qué le estaba pasando? ¿No estaría enamorada?

—Bueno —continuó su madre, que había sabido interpretar el tono de la hija—. Sin duda es una persona interesante y, además, de aspecto estupendo. No tiene ni treinta años y ya es comandante, seguro que en eso algo tuvo que ver la muerte heroica de su padre.

—Jobst me ha contado que Walter Iversen ya fue condecorado durante la campaña en Polonia —intervino Franziska, pero se arrepintió en el acto, pues seguro que a oídos de su madre había sonado como si quisiera defenderlo. Su madre se levantó del banco con una sonrisa y le puso una mano en el hombro a su hija, una tierna caricia.

—Eres una chica lista y sensata, Franzi —dijo—. Seguro que harás lo correcto.

Para ella, esa confianza maternal era como una carga. Calló. Seguramente sus padres ya habían hablado del tema «Walter Iversen» y, por muy ridículo que fuera, ya lo habían evaluado y descartado como candidato para una boda. Así era en la familia: pensaban en el futuro, sopesaban quién podía considerarse marido de la hija mayor, y seguro que ya habían dado pasos cautelosos que la guerra había esfumado.

—Entonces voy a ver a Elfriede —suspiró su madre—. Mine está con ella y le está poniendo compresas frías. ¡Ay, qué propensa a enfermar es esta niña!

—Ahora mismo voy —prometió Franziska.

Su madre le indicó que se quedara sentada tranquilamente leyendo y descansara un poco. Después llegarían las chicas a recoger cerezas y necesitarían todas las manos disponibles. Todas las mujeres de la mansión ayudaban a deshuesar los brillantes frutos granates con un cuchillo de cocina afilado para hacer mermelada o conservas en tarros de cristal.

Siguió a su madre con la mirada. El vestido claro brillaba entre los cedros y los arbustos de enebro que había plantados en grupitos por todo el recinto del parque. Un camino de arena transcurría entre los prados, pasando por pedestales de piedra y pequeñas estatuas. Se bifurcaba varias veces, ofrecía al paseante bancos pintados de blanco para descansar y terminaba en la mansión. A Franziska le encantaba ese jardín, por donde correteaba de niña. Generaciones de descendientes de los Von Dranitz habían trepado a aquellos árboles, jugado a saltar el potro en los prados y bañado en el lago. En algún momento uno de los niños se ahogó, una desgracia que su madre jamás olvidaba mencionar cuando iban a bañarse.

Se enderezó en el banco duro, estiró las piernas y observó los dedos de los pies desnudos en sus sandalias con correas. Se las había enviado la tía Guste por Navidad desde Berlín. La última moda. Elfriede se puso hecha una furia porque la tía Guste le había regalado una muñeca. Ya tenía catorce años y no jugaba con muñecas. Por mucho que disfrutara de ese momento de sosiego, Franziska seguía teniendo el corazón agitado, aunque intentara pensar en otra cosa que no fuera Walter Iversen.

Empezó aquella mañana en la que el comandante entró en la casa con Jobst y besó la mano de su madre con galantería. Era alto, tenía el pelo oscuro y los ojos muy azules. De un azul brillante. Cuando le sonrió con esa expresión infantil y sincera, con esa predisposición a descubrir cosas nuevas, a entusiasmarse, de pronto se le aceleró el corazón. Era muy distinto de todos los hombres jóvenes que conocía. Más tarde estuvieron un rato sentados juntos, hablando de todo un poco, ya no recordaba de qué. Solo se acordaba de su mirada intensa y cálida, su manera de formular preguntas que no se le ocurrían a nadie más, de ir al fondo de las cosas y lanzar una mirada de soslayo, pícara y desafiante.

Franziska recordó cómo jugaba con la servilleta con la mano. Tenía los dedos delgados pero fuertes, regulares, las uñas arqueadas, el vello oscuro sobre la piel clara. Llevaba un anillo de sello de oro con un blasón. «Espero volver a verla pronto», le dijo al despedirse, y ella supo que lo decía en serio. Quiso darle una respuesta, decirle que también deseaba un reencuentro, pero en ese momento Mine le tiró del vestido y cuando se estaba dando la vuelta su madre acaparó a Walter Iversen. Mine le susurró alterada que tenía que subir a ver a su hermana enseguida, que estaba muy enferma, pero su madre no podía enterarse. Resultó ser que Elfriede, ese mal bicho, se había bebido la noche anterior varias copas de vino tinto a escondidas y le habían sentado tan mal que de verdad creía que se iba a morir.

Tuvo que despedirse muy deprisa, y todo por culpa de Elfriede. Se había pasado la noche entera en vela, reprochándoselo. ¿Qué pensaría de ella? Que era una engreída. Que lo rechazaba y que solo había estado charlando con él por educación. Cuando luego Jobst le escribió contándole que el comandante hablaba de ella casi a diario, al principio no se lo creyó. Sin embargo, seis semanas después llamó. Fue como un milagro. Una mañana despejada, cuando su padre recorría los campos con el inspector para supervisar la reciente siembra y su madre se había ido a Waren a comprar con Elfriede y la señorita Sophie. El abuelo le pidió que contestara al teléfono, no soportaba ese aparato, ya no tenía buen oído y apenas entendía lo que decían.

—Una llamada interurbana desde Berlín —le comunicó la señorita de la centralita.

—Comuníqueme… —accedió Franziska. Supuso que Jobst o Heini estaban al aparato, quizá la tía Guste o el tío Albert. Aun así, de pronto se acaloró y se le aceleró el pulso.

—Al habla el comandante Iversen, ¿con quién hablo?

Su voz. Un poco débil y metálica, pero clara y nítida. Tuvo que sentarse en la silla del despacho de su padre.

—Al habla Franziska von Dranitz… —respondió con la voz ronca.

¿Por qué tenía calor de repente?

—¡Estimada señorita! —exclamó él—. Qué suerte. ¿Sabe que pienso mucho en usted? En la conversación que tuvimos en noviembre en Dranitz, cuando fui a recoger a Jobst. Tal vez hace tiempo que lo ha olvidado…

—Claro que no. Yo… la recuerdo muy bien. Fue una conversación muy intensa y yo…, quería decirle al despedirme cuánto me había gustado, pero por desgracia no tuve tiempo.

No paraban de oírse chasquidos en la línea, y Franziska temió que se cortara la comunicación, pero el comandante seguía ahí y la había oído.

—Entonces mi intuición no me engañó —dijo—. Hay momentos en la vida que son como puntos de luz, Franziska. No me malinterprete, por lo que más quiera. Lo que quiero decir es que me dio la sensación de reencontrarme con una querida amiga de mucha confianza. Una persona a la que me sentía unido, con la que podía ser sincero, un alma gemela.

¡Pero qué adulador! Aun así, sus palabras eran como champán, le embriagaban los sentidos y le provocaban una dicha que no había vivido en su vida hasta entonces.

—Yo tuve una sensación parecida —admitió ella.

—¡Eso era lo que quería oír, Franziska! Se lo agradezco de todo corazón.

—¿El qué? Solo estaba siendo sincera.

Se levantó de un salto, se inclinó sobre el escritorio y se acercó el aparato. Solo con la voz era como si estuviera en aquel despacho y se acercara a ella con una sonrisa. Era tan feliz que ni siquiera advirtió que el abuelo estaba en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó en voz alta.

La voz del abuelo rompió el hechizo y la devolvió con rudeza a la realidad. El comandante Iversen también debió de oír la pregunta, pues la sorteó con destreza.

—Quería enviarle a usted y a su familia saludos de Jobst. En este momento está en Francia y seguramente pronto les escribirá.

—Muchas gracias, comandante —contestó ella en un tono formal, y se volvió hacia su abuelo—. Es el comandante Iversen. Manda saludos de Jobst. Lo han destinado a Francia.

El abuelo asintió y se retiró de nuevo al salón verde.

—Espero que no haya oído nada —le oyó murmurar Franziska. Cuando cerró la puerta, comprobó que se había cortado la línea con Berlín.

—Que vaya bien —susurró al auricular—. Hasta pronto…