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Jenny

Julio de 1990

¡Menudo triunfo! ¿Cómo había podido dudar de él? Solo había necesitado un empujoncito para deshacerse de la vieja rutina que tanto detestaba. Ahora era suyo. Como siempre había deseado: entero, en cuerpo y alma. Sus pensamientos, sus esperanzas, sus sueños… ahora todo estaba en sus manos.

Ya se daría cuenta de que ella no pensaba en otra cosa que no fuera hacerle feliz. Era su sombra, su amante, su ángel protector, ahora y para siempre.

Por supuesto, tenía que empezar con sensatez. Cuando se plantó en su puerta con la maleta, tan desvalido, tuvo una reacción demasiado visceral. Se lanzó a sus brazos con un grito de alegría. Lo besó como una loca, lo arrastró a su casa, rompió a llorar y lo abrazó muy fuerte, como si se ahogara. Cuando se dio cuenta de que la escena lo estaba sobrepasando por completo y que apenas respondía a sus caricias, se calmó y se puso a pensar.

Simon necesitaba ayuda. Estaba herido. Era una planta arrancada de la tierra, con las raíces hacia arriba, buscando a la desesperada dónde agarrarse. Tenía que ofrecerle un nuevo nutriente. Plantarlo con cariño en una maceta y regarlo. Ahora hacían falta empatía y cuidados. Una bebida fría. Una ducha. Ropa limpia de la maleta. Algo de comer. Dios, la nevera estaba casi vacía. Con lo que había podría hacer como mucho una tortilla de queso.

Le añadiría pan seco y un vino tinto que primero había que enfriar; hacía demasiado calor en su pisito. Ante todo no debía mostrar satisfacción ni malicia, sino maravillarse ante su viril decisión. No podía preguntar por Gisela ni mucho menos por los niños. Tenía que cuidar de él. Dejarlo hablar. Servirle vino. Tal vez ver un poco la tele. Y luego le ofrecería la embriaguez de una larga noche con todas las variantes que conocía. Le gustaría, de eso estaba segura.

Salvo por algunos detalles, el plan salió bien. Bebida fría, ducha, ropa limpia, todo perfecto. Solo que apenas había ropa en la maleta, casi todo eran trajes, unas cuantas corbatas y un montón de papeles. Acciones, títulos de participación, contratos de compra. El libro de familia, ¿para que lo necesitaba? Tal vez para el inminente divorcio. Mejor. Tendría que comprarle algunas cosas. Ropa interior, calcetines, también calzado. No, eso mejor que se lo comprara él.

Se comió su fabulosa tortilla sin hacer comentarios, describió el vino tinto como «mejunje», pero bebió un vaso tras otro. Le dejó hablar a ella, él se sumió en el silencio, encendió el televisor y vio un programa de deportes. En algún momento le pidió el teléfono y llamó a su ama de llaves. Jenny no entendió nada de sus monosílabos, estaba claro que la mujer hablaba por los codos al otro lado de la línea. Cuando colgó, lo miró intrigado.

—¿Todo bien, cariño?

Él le lanzó una mirada entre el reproche y la ironía. ¿Qué podía ir bien cuando su mundo estaba patas arriba?

—Quiero decir…, ¿cómo se lo ha tomado tu mujer? —insistió Jenny.

Simon soltó un bufido, enfadado, y ahogó su frustración en un largo trago de vino tinto.

—Se han ido al aeropuerto.

«Mis respetos», pensó Jenny. Se había ido de vacaciones con los niños con toda su sangre fría. Sin su marido. Bueno, habría sido peor que se hubiera cortado las venas, así tendría a Simon entre la espada y la pared.

—Las vacaciones están reservadas —comentó ella, y le rozó el hombro izquierdo a modo de consuelo.

Él no reaccionó, miraba en silencio el televisor, donde ponían una etapa de montaña del Tour de Francia. Rostros empapados en sudor, espaldas coloridas y encorvadas, los músculos de las piernas que se contraían rítmicamente. En los márgenes de la carretera se veía a los papanatas de siempre, apretujados, con los brazos estirados, aplaudiendo, gritando, saltando como monos exaltados. Cómo podía gustarle eso…

Cuando terminó el programa, se reclinó y miró alrededor. Una cómoda con el televisor encima, un sofá, una mesa, dos butacas pequeñas. Cortinas grises en las ventanas, ninguna alfombra. Conocía su piso, había estado varias veces, pero por lo visto nunca lo había observado con detenimiento. Ella se sentía a gusto, pero en la expresión del rostro de Simon se leía que había vivido en casas más lujosas. De acuerdo, tampoco iban a quedarse allí para siempre.

—Vamos a comer algo decente, cariño —comentó él, y le dio una palmadita en el muslo. El roce fue entre exigente y de camaradería, nada erótico. Bueno, una tortilla se digería rápido, para un hombre solo era un pequeño tentempié. En adelante compraría carne, a poder ser filete, redondo o escalopes de Viena de ternera. La lista de la compra, aún incompleta, era cada vez más larga y cara en su cabeza. Tendría que pedirle su tarjeta de crédito.

—Podríamos comer en el Riz. O en…

Él lo rechazó con un gesto y se levantó para guardar la cartera y los papeles que ella había dejado en la cómoda del dormitorio. Ya había metido el traje polvoriento en una bolsa para la tintorería, y la camisa y la ropa interior las pondría en la lavadora al día siguiente. Sí, cuando quería podía ser perfecta.

—En el centro no. ¿No hay nada por aquí cerca? ¿Una pizzería que esté bien o un bar?

Ahora tenía que adaptarse. Nada de hacerse la ofendida. Nada de refunfuñar porque él seguía teniendo miedo de que lo vieran con ella. Tenía que demostrar altura. A fin de cuentas era todo muy reciente. Necesitaba tiempo.

—Aquí mismo, en la esquina, hay un italiano pequeño. Podemos ir a pie —propuso—. Sería una insensatez conducir después del vino.

Durante la cena y con otra botella de tinto por fin se animó un poco. El primer impacto parecía superado. Charlaron de esto y de aquello, como hacían antes, nada importante, más bien superficial, pero se rieron mucho, y a él se le volvió a encender el fuego en los ojos cuando se cruzaron sus miradas. Le acarició los muslos por debajo de la mesa, luego subió la mano y ella tuvo que retroceder con la silla para que no llegara demasiado lejos.

—¿Vamos? —preguntó él con la voz ronca.

Jenny asintió.

Pagó, dejó una generosa propina y durante el camino de vuelta le rodeó los hombros con el brazo. El frescor del aire nocturno era agradable después del caluroso día, por todas partes en las calles del barrio se veían parejitas o grupos de jóvenes, y una anciana sacaba a pasear a un perrito blanco. Simon se apoyó con pesadez por el vino en los hombros de Jenny, hablaba a trompicones, pero sin parar. Cuando por fin abrió la puerta de casa, él murmuró que se encontraba mal.

Consiguió llegar al baño, vomitó varias veces, se metió bajo la ducha y pidió su pijama.

—¡Te lo has olvidado, cariño! —gritó Jenny desde el dormitorio, donde había buscado en su maleta. Se metió en la cama desnudo y con el pelo mojado, se tapó con la manta y se durmió en el acto.

Jenny retiró la porquería del baño, se duchó y se acostó a su lado. En la medida de lo posible, porque no le había dejado mucho espacio. Como no quería despertarlo, intentó empujarlo un poco a un lado. Al ver que no lo conseguía, se quedó atrapada entre la pared y su cuerpo caliente y lo contempló con ternura. Dormido parecía un niño, una criatura triste y sola. Le dio un beso en la frente, le retiró el pelo húmedo hacia atrás y empezó a urdir planes.

¿Tal vez deberían irse de viaje? ¿Por qué no adelantar las vacaciones juntos? Así él podría disfrutar del lujo al que estaba acostumbrado y ella tendría la oportunidad de hacerle apetecible la vida en común. Se distraería del dolor de la separación y estarían mucho mejor que allí, en el caluroso Berlín, sudando en un piso pequeño.

Poco antes de quedarse por fin dormida pensó en sus hijos. ¿Gisela les habría contado la verdad o algún cuento? «Papá aún tiene trabajo en el despacho, vendrá dentro de unos días». «Llegará más tarde». «No ha podido venir y nos espera en casa…» Confiaba en que Gisela no fuera una mentirosa. No había que mentir a los niños, porque de todos modos descubrían la verdad. Ella siempre sabía que le esperaba otra mudanza, su madre podía contarle lo que quisiera. En realidad Cornelia no le mintió nunca, es que ni ella misma sabía lo que sentía ni lo que iba a hacer. Jenny siempre lo sabía antes que ella.

«Cuando Simon y Gisela se divorcien, los niños podrán venir a vernos tranquilamente», imaginó. Podríamos ir con ellos al zoo o a bañarnos, tal vez también llevárnoslos de vacaciones. Y cuando Gisela superara la separación, seguro que encontraría otra pareja. ¿Por qué no? Su madre siempre tenía un novio nuevo…

De todos modos, ella solo quería a Simon. A él y a nadie más. Para ella sola.

Se quedó dormida tarde y cuando notó los dedos de Simon estaba exhausta. No solo los dedos, también su miembro viril, era evidente que estaba descansado y en plena forma. Empezó el juego, ansioso y casi grosero, pero eso le gustaba. Cuando superó el sopor se sumó a la diversión y lo llevó al límite de lo salvaje. ¡Oh, cómo le gustaba eso de él! Esos gemidos profundos y roncos que le salían de la garganta como sonidos animales. La excitación que ella podía controlar y que los llevaba a los dos al éxtasis en olas cada vez más potentes. Él le había enseñado mucho, pero al final siempre era ella la que dominaba el juego. «Mi alumna aventajada», le decía él. «Eres una pequeña bestia con mucho talento. Mi hada mágica. Mi dulce dueña. Mi bruja seductora…»

Esa mañana no dijo nada al terminar. Se quedaron los dos tumbados, completamente agotados, con el corazón acelerado y sudorosos. Al final Jenny se separó de él. Tuvo que hacerlo muy despacio y con mucho cuidado, pues el calor matutino había hecho que casi se quedaran pegados.

—Voy a buscar unos panecillos —se ofreció ella, y cuando se iba a levantar él la retuvo.

—No, espera…

Se inclinó sobre ella y la miró a los ojos. De pronto volvía a ser Simon, el paternal, despierto y listo, un poco irónico, autocrítico y por tanto lleno de encanto.

—Mi comportamiento de ayer fue imperdonable, Jenny.

Ella sonrió, levantó una mano y se la pasó con ternura por el pelo pegajoso. Era increíblemente espeso, salpicado de algunos hilos blancos. En las sienes, el inicio del cabello retrocedía de manera apenas perceptible.

—¿Quieres que te diga la verdad? —preguntó ella a media voz.

Él le besó en la palma de la mano.

—Mejor no digas nada, cariño. Me da mucha vergüenza. Me comporté como un chaval de dieciséis años.

—Más bien de doce —le corrigió ella entre risas.

—Me preocupa de verdad que me pongas de patitas en la calle.

—¿Qué harías en ese caso?

Levantó la mirada hacia ella; de pronto parecía mucho mayor. Una sensación de ternura se apoderó de ella.

—No lo sé —confesó a media voz. El tono revelaba lo desamparado y perdido que se sentía, y eso le rompía el corazón.

—Bueno —zanjó ella con una sonrisa—. Aún no se ha perdido nada, cariño. Pero solo si vas a buscar tú los panecillos mientras yo preparo café y pongo la mesa…

Él la besó, la castigó con unas cosquillas bajo los brazos, donde ella era tan sensible, y Jenny se vengó con un mordisco en la oreja.

—¡Ay! ¡Animal! —exclamó él, y se llevó la mano a la oreja fingiendo estar enfadado. Luego se levantó, se vistió y salió del piso.

Poco después estaban sentados a la mesa del desayuno que ella había preparado con tanto cariño.

—Ay, Jenny. —Él suspiró, bebió satisfecho un gran sorbo de café y cortó su panecillo—. ¿Me crees si te digo que hacía tiempo que no era tan feliz?

Le sentó bien oírlo. Contestó que entendía tantas dudas, seguro que no le había resultado fácil dar el paso.

—Lo conseguiremos, Simon —le aseguró—. Los dos. Juntos. ¡Ya verás, hoy empieza la vida! ¡Nuestra vida!

Él la observó con una mirada completamente nueva. De admiración, ternura. El padre orgulloso que se asombra al ver a su hija ya adulta.

—¡Brindemos por ello! —exclamó, animado, y levantó la taza de café.

No dijo nada de ir de vacaciones juntos. Más tarde sí, pero no en esa situación. Tenía varios asuntos que solucionar, necesitaba ponerse en contacto con su abogado y acudir a varios departamentos oficiales.

—Para hacerlo de la manera más rápida y sencilla posible, cariño…

Con eso se refería sin duda a su divorcio. ¿Qué había tan importante que arreglar? Tras pensarlo un poco entendió que estaba cambiando el dinero y las acciones a cuentas en el extranjero. A Jenny no le gustaba. ¿Por qué quería engañar a su mujer sobre sus bienes? ¿Tan poco dinero tenía él?

—Tendremos que apretarnos el cinturón —comentó cuando regresaron de un breve paseo matutino por el parque—. Tendré que pagar una pensión para Jochen y Claudia, y por lo menos al principio también a mi mujer.

Evitaba mencionar el nombre de Gisela en presencia de Jenny. Tal vez le resultara demasiado íntimo.

Compraron en un supermercado algo de comida y regresaron a su piso. Del pijama, la ropa interior y los zapatos se encargaría él. Por lo visto hacía años que era así, tenía sus tiendas predilectas. En vez de sentarse en el salón, guardó con ella las cosas en la nevera y le dijo que quería hacer la comida.

—¿Sabes cocinar? —preguntó Jenny, asombrada.

—Y no sabes cómo, cariño. ¡Te encantará!

Ella aceptó su propuesta un poco a regañadientes. En realidad le apetecía cocinar para él. Bueno, entonces aprovecharía para ordenar un poco.

—¿Quieres ayudarme? —preguntó él, que se ató el delantal de cuadros verdes y se arremangó la camisa. Estaba muy raro así. Muy familiar. Hoy papá cocina para nosotros. Y parecía pasárselo en grande. Mientras lavaba y picaba verdura, le dio un discurso sobre cómo tratar un rosbif, acarició la carne roja y brillante con los dedos delicados, la apretó y le dedicó una sonrisa cariñosa.

Tenía un aire depravado, pensó ella, y se sorbió los mocos por culpa de la potente cebolla que estaba cortando en daditos.

Además de cocinar, Simon sirvió, decoró la carne y las guarniciones en los platos, pidió un mantel blanco y le explicó a Jenny dónde tenía que poner el tenedor, el cuchillo y la cuchara, dónde quedaba la copa de vino, cuál era el sitio de la servilleta.

—¿Y bien? —preguntó en tono triunfal, como si hubiera dado el primer paso en la luna—. ¿Qué te parece? Asado al punto. Ligeramente dorado, un aroma suave, rosado por dentro, como debe ser. —Comió con deleite, brindó con ella y estaba tan orgulloso de su obra que ella dudaba si dar su opinión.

—Lo habría preferido un poco más hecho… —comentó por fin, mirando el mar rojo que se extendía en su plato. Odiaba ese sabor a carne que le recordaba a un ser vivo y caliente.

—Ya aprenderás, niña —repuso él, displicente—. Unos días más y tendrás el paladar educado.

¿De verdad quería cocinar todos los días? ¿Y ella tenía que comer carne sangrienta a diario? Muy bien, estaba participando de su vida en común, pero precisamente por eso era importante que no hubiera malentendidos.

—No creo, Simon. Por favor, en adelante deja mi bistec cinco minutos más en el fuego.

Él negó con la cabeza, dijo que era una pequeña paleta y encima testaruda, pero lo hizo de una forma entre tierna e irónica, y al final aceptó la decisión de Jenny, volvió a poner su carne en la bandeja y la metió en el horno.

Después de comer Jenny quiso lavar los platos, y él comprobó perplejo que en su cocina no había lavavajillas.

—Ya lo haremos luego juntos, cariño. Primero vamos a dormir una siestecita —propuso, con un guiño.

¡Era maravilloso! Podían amarse siempre que les apeteciera. Nada de citas presurosas, ni de secretismo, solo había unos pasos hasta el dormitorio, donde se quitaron la ropa y desahogaron de nuevo el éxtasis de sus cuerpos. Esta vez con suavidad, sin prisas, con mucho placer y cariño. A continuación se durmieron muy abrazados, aunque se separaron al cabo de un rato porque hacía demasiado calor.

—Vamos al Wannsee —propuso Jenny cuando se despertaron por la tarde.

Él murmuró algo de un «gentío» y de que no tenía bañador, pero cuando insistió en su propuesta él no se cerró en banda. De camino compraron un bañador de color amarillo chillón y una enorme sombrilla azul con flecos blancos. Más tarde Simon se sentó debajo sobre una toalla en la sombra y observó cómo ella daba saltitos en el agua, sin hacer amago de darse un baño. Según él, enseguida se quemaba y no llevaban crema solar.

Al cabo de un rato Jenny comprendió que los niños que correteaban alegres por allí le hacían sentir melancolía. ¡Claro, cómo podía haber sido tan tonta! Pensaba en Jochen y Claudia, a los que no vería en un tiempo. ¿Conseguiría Gisela la custodia de los niños? ¿O podían decidir ellos si querían vivir con su padre o con su madre? La idea de hacer de madrastra de la niña de nueve años y el niño de trece no le gustaba nada. Sabía muy bien cómo era para un niño, ella misma lo odiaba cuando le presentaban a otro «Armin», o «Basti» o «Michi».

De noche ya no hicieron mucho. Se sentaron frente al televisor, bebieron vino y comieron unos escalopes que Simon rellenó con asado frío, caviar rojo y anchoas. El caviar no le gustaba nada, cada vez estaba más claro que Jenny era una causa perdida para la alta cocina. Poco antes de medianoche se acostaron, se dieron un beso en la mejilla como un viejo matrimonio y Simon se quedó dormido enseguida. Jenny permaneció mucho rato despierta, sopesando si era feliz o no. No halló una respuesta clara, debido también a que sus ronquidos le molestaban. Seguramente estaba de camino a la felicidad, pero aún no había llegado.

La pasión matutina fue más bien discreta, una obligación medianamente aceptable pero que por algún motivo no los satisfizo. A cambio, en el desayuno él no se cansó de decirle cuánto la quería.

—¡No sé qué haría sin ti! Eres una amiga fantástica, una fuerza fiable a mi lado…

La sonrisa de Simon era entre desvalida e irónica, y resultaba encantadora, conmovedora. Seguro que encandilaba a casi todas las mujeres con una frase parecida. Tal vez incluso a Gisela… ¿Por qué pensaba en su esposa justo en ese momento?

Jenny anunció que era su día de limpieza y él dijo que entonces se ocuparía mientras tanto de las compras y otras cosas.

—Las mujeres no están muy seductoras con un aspirador…

A veces sus chistes eran malvados. ¿Pensaba que la casa se limpiaba sola? Claro, en casa de los Strassner tenían ama de llaves y mujer de la limpieza. A Gisela no le hacía falta pasar ningún aspirador.

Jenny limpió el polvo y fregó el suelo, ordenó la cocina, lavó los platos, cambió las sábanas y limpió el baño. Terminó al cabo de dos horas. Simon aún no había vuelto, así que se duchó con calma y se sentó delante del televisor en bragas y camiseta. ¿Dónde se había metido? ¿Estaba con el abogado, comprobando sus opciones para salvar la mejor parte de su fortuna en el divorcio? ¿O en el banco, arreglando sus cuentas? ¿En una tienda de caballeros? ¿Se había encontrado a unos conocidos y se estaba tomando con ellos un capuchino en la calle?

«Me estoy comportando como una esposa celosa —reconoció avergonzada—. Da igual dónde esté y qué haga, confío en él…» ¿O había subido en el primer avión a Portugal?

«Si lo hace quedará todo aclarado —decidió, desconsolada—. Entonces no derramaré ni una lágrima por él». Se levantó con un suspiro y se alisó el vestido de verano que acababa de ponerse para llevar el traje de Simon a la tintorería. Por un momento pensó en dejarle una nota en la mesa, pero no lo hizo. Si volvía y no la encontraba en casa, que le diera unas cuantas vueltas a la cabeza.

—Es lino con algodón, no es fácil de lavar —dijo la empleada cuando desenvolvió la chaqueta y los pantalones—. A veces pueden producirse rasguños finos.

—Entonces haga todo lo que pueda —animó Jenny a la mujer con una sonrisa.

—Siempre lo hacemos. —La joven empleada tanteó la chaqueta con dedos expertos y sacó un papel doblado del bolsillo interior que Jenny no había visto.

—Esto es suyo.

—Gracias. —Cogió el papel de la mano de la mujer, se lo metió en el bolso y pagó, lo que le hizo pensar que su cuenta debía de estar ya bastante vacía, porque también había pagado las compras del supermercado. Era el momento de usar la tarjeta de crédito de Simon.

De regreso a casa dio un pequeño rodeo por el parque, se sentó en un banco en la sombra y observó a un empleado municipal que con una calma estoica regaba el césped reseco. Tres niños y un perro negro no paraban de intentar pasar corriendo por el chorro de agua de su manguera. Él los dejaba, y solo cuando se pusieron demasiado pesados dirigió el chorro de agua directamente hacia ellos. Los niños salieron huyendo entre gritos, pero volvieron enseguida, seguidos del perro, que ladraba entusiasmado.

«En realidad, no hace falta mucho para divertirse», pensó Jenny. El calor del verano y un chorro de agua fría bastaban. La felicidad puede ser así de sencilla. ¿Por qué lo complicamos tanto?

Sus pensamientos se desviaron hacia la hoja de papel doblada que llevaba en el bolso. No tenía por costumbre leer notas que no eran para ella. Sin duda se trataba de algo de trabajo. Una carta importante a un cliente, tal vez. Luego le dejaría el papel sobre la mesa. «Esto estaba en tu traje, cariño… ¿aún lo necesitas?»

Notó que empezaba a sudar. ¿Aún llevaba el desodorante en el bolso? Mientras revolvía en su interior, le cayó la hoja doblada en las manos. «Es una señal, tal vez deberías leerla», intentó razonar. Con los dedos temblorosos y mala conciencia, la abrió.

«… es culpa mía… Gisela… Una desafortunada coincidencia…»

«No lo leas», se dijo. «Te dolerá. Estrújala y tírala a la papelera».

… admito sin reparos que es culpa mía. Me he enamorado, esas cosas pasan de vez en cuando a un hombre de mi edad, no soy ni un ángel ni un santo. Pero debería habértelo dicho desde un principio. Seguramente no me creerás, pero justo hoy estaba decidido a confesarte esta aventura con la esperanza de que me comprendieras. Pero te has enterado por una desafortunada coincidencia y tengo que aceptar tu ira, tu profunda decepción.

Por favor, intenta proteger a los niños pese a todo el dolor. Encontremos la manera de poner fin a esta crisis, de la que solo yo tengo la culpa, por el bien de Jochen y Claudia, de una forma sensata.

Con amor,

SIMON

A Jenny se le iban los ojos a la hoja repleta de texto, se posaban en palabras concretas, las absorbían, se separaban y pasaban a otro punto. Saltaba a la vista que era el borrador de una carta a Gisela. ¿Cuándo la había escrito? Seguramente dos días atrás, antes de ir a su casa.

Se resistió. Se aferró a la esperanza y al mismo tiempo era consciente de que era inútil. No decía en ningún sitio que hubiera encontrado al amor de su vida. Ella era una «aventura». Lo que es peor: ni siquiera había provocado la conversación para explicarle a Gisela que amaba a otra. No, ella había descubierto su amorío, Gisela se había enterado, como fuera. Y ahora Simon se esforzaba por lograr que Gisela le perdonara y salvar el matrimonio por el bien de los niños.

Lo conocía lo suficiente como para saber que tarde o temprano lo conseguiría. Quizá no fuera la primera vez. ¿No le había contado alguien que Simon Strassner tenía un montón de historias con mujeres? ¿Quién había sido? ¿Angelika? ¿Kacpar?

Cerró la mano en un puño, poco a poco, y estrujó el papel hasta formar una bola arrugada. Le caían las lágrimas por la cara. Se las limpió, impaciente, con el dorso de la mano y se metió la hoja en el bolso, luego se levantó y notó un mareo, seguramente por el calor. En casa abriría las cortinas y las ventanas. No serviría de mucho, pero era mejor que nada.

Percibió el olor a carne asada y ajo desde la calle. Así que Simon había vuelto y estaba ocupado en la cocina.

—¡Hola, cariño! —exclamó cuando la oyó en el pasillo, sin apartar la vista de la sartén—. ¿Dónde te habías metido con este calor? He conseguido carne de alce, tierna y jugosa, un poema…

Jenny pasó de largo de la cocina hasta el dormitorio y empezó a recoger las cosas de Simon. No había mucho que meter en la maleta. Dejó encima la nota de la tintorería. La factura ya estaba pagada, solo tenía que ir a recoger el traje. Cuando terminó, puso la maleta delante de la puerta. Fuera.

—Cariño, ¿dónde están las servilletas de papel azules? —gritó él desde la cocina—. Las que compramos ayer.

Jenny se plantó de brazos cruzados en la puerta de la cocina y observó los platos ya servidos. Cogollos de brócoli con crema de patata y alce troceado, por fuera dorado y grasiento, por dentro sangriento.

—Tienes la maleta en la puerta, Simon —le anunció en un tono calmado.

Se la quedó mirando y tardó un momento en comprender. Luego dejó caer los brazos en un gesto dramático y sacudió la cabeza, afligido, como si estuviera siendo víctima de una injusticia.

—Me has visto en la cabina telefónica, ¿no? Jenny, te lo ruego… ¿Por qué me espías? ¿Por qué no confías en mí?

Ella no tenía ganas de discutir. Quien discutía con Simon siempre llevaba las de perder. Jenny prefería luchar en un terreno en el que era mejor que él. Más rápida. Más precisa.

—¡Y llévate tu alce medio muerto!

El primer plato que le lanzó estuvo a punto de darle. Cuando Simon vio que le tiraba un segundo plato, que atravesó la cocina como un platillo volador, tuvo que agacharse y protegerse la cabeza con las manos. En el momento en que Jenny agarró la sartén de los fogones, Simon ya estaba saliendo por la puerta.