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Flores de jazmín para mi amado, Mo Li Hua

El fin de la capital era marcado por un desierto de tierra, rocas enormes y oscuridad. Cuando la luz de la ciudad dejó de marcarles el camino, Daimon hizo aparecer aquellas bolas de fuego dando un soplido, naciendo de su propio aliento. Flameantes, tomaron la delantera para guiarlos.

El Príncipe estaba impresionado. ¡No tenía ni idea que podía hacer eso! Así como tampoco tenía idea de que podía volverse completamente humano. Con respecto a lo último, desde hace tiempo tenía una inquietud, de la cual el miedo a la verdad no le permitía preguntar.

Ahora que no podía perderse entre multitudes, su mano fue soltada dejándole una sensación fria en la palma.

Solos en esas inmensas tierras, un profundo silencio los rodeaba. Sus pasos en la tierra y respiraciones, acompañadas con el sonido flameante de las bolas de fuego, era lo que se escuchaba. Sin sonidos de viento, ni de animales nocturnos como los habría en el mundo humano, volvía la atmosfera inquietante. Las enormes rocas parecían gigantes vigilándolos. ¡Demasiado alarmante mirarlas!

Anselin se preocupó cuando de la nada, Daimon dejó de dirigirle la palabra. Le resultó extraño que ni siquiera volteara a mirarlo, y eso lo molestaba. Estaba sin duda confundido; ¿Cómo estaba tan sereno después de haberlo besado? ¿Tan insignificante fue? Trató de ignorar lo sucedido estas últimas horas, sabiendo que no iba a ser algo que olvidaría a la ligera. ¡Solo había sido un gesto provocado por un momento de debilidad! Aunque así fue, ¿¡fue tan insignificante!?

Se sentía idiota por parecer ser el único al que le preocupaba. Mirando a Daimon caminar tan tranquilo ahora, solo lo fastidiaba. Pero tampoco quería hablar sobre ello. ¡Ni siquiera sabía lo que estaba esperando!

Pero este comportamiento repentino por su parte, solo le hacía pensar que en realidad no era como quiso creer, y Daimon estaba realmente irritado por hacerle el favor de ayudarlo por puro compromiso.

No sabía qué hacer para demostrar que en verdad estaba valorando todo lo que hacía por él. Nunca le enseñaron a ser agradecido, porque normalmente, es a él a quien agradecen.

Quería iniciar una conversación sin saber cómo, así que solo dijo lo que le vino a la mente―: Esas bolas tuyas son hermosas.

Daimon se giró a verlo con una expresión difícil de descifrar, entre la sorpresa y diversión. Se había quitado la venda y vuelto a poner alrededor de su muñeca desde hace un tramo, y se podía notar que no había esperado, ni en un millón de años, ese comentario tan torpe.

No se dio cuenta de lo estúpido que había sonado y la manera en la que podía ser interpretado, hasta que miró la reacción del hombre junto a él― Las de fuego. Digo, son geniales. No tenía idea de que podías hacer algo como eso. Increíble.

Agradeció que la luz fuera una miseria, sino, pasaría el doble de vergüenza.

―... Gracias.

Juntó valor para no dejar morir la conversación― ¿Cuándo aprendiste a hacerlo?

Daimon volvió la vista al frente y le contestó con una mirada de reojo― Cuando escapé de Tinopai y... volví a la normalidad, desde ese entonces, fui capaz de hacer muchas cosas que no sabía. Entre ellas, estas bolas de fuego que obedecen mi voluntad.

Sus ojos se clavaron en Anselin y este desvió los suyos con culpa, asintiendo.

―Si te gustan, puedes tocarlas. No te quemaran ―dijo Daimon con una sonrisa diminuta.

Una de las bolas de fuego se deslizó en el aire lentamente frente a él. Este levantó su mano, y el fuego se apoyó sobre su palma. Era cálido, pero no quemaba. Se sentía suave como una seda que acariciaba su piel con el vaivén de las llamas. Era realmente encantador.

― ¡Asombroso! ¿Cómo es que no quema? ―preguntó con los ojos llenos de curiosidad y alegría de un niño.

Definitivamente habían quemado a la arañaplanta hasta reducirla en cenizas. Pero en su mano, parecía un fuego gentil.

―Queman lo que quiero que quemen.

― ¿Dices que tienen vida propia?

―Podría ser el caso.

La bola de fuego se elevó y volvió a su puesto al frente para seguir iluminando el camino junto a su compañera. Anselin las contempló sosegado y desembalado por un tiempo; absorto en la danza de las llamas y en las chispas que parecían luciérnagas extinguiéndose con rapidez para darle el lugar a unas nuevas.

Quizá era por el silencio, la oscuridad y el cálido fulgor rojo que los rodeaba acompañado del sonido arrullador de las flamas, pero probablemente se debió al mal descanso que llevaba teniendo y la adrenalina en su cuerpo que recién comenzaba a reducirse, que comenzó a sentirse extremadamente somnoliento.

Tanto su debilitado cuerpo, como su cabeza -en un no mejor estado que su exterior- le suplicaban encarecidamente un descanso. ¡Ya no podemos resistir por más tiempo, seguimos siendo humanos! Le gritaban.

Pero él discutió que eran tonterías; todavía podía continuar. Era un necio y si decía que iba a persistir por más que le fallen su cuerpo y mente, iba a aguantar.

Entre la penumbra, las rocas parecían cobrar vida y como gigantes monstruosos se movían lentamente. Clavó su mirada en ellas, con ojos filosos y pequeños que se esforzaban por mantenerse abiertos. Su intención, claramente, era intimidarlas para que dejaran de acercarse.

Su andar no se ralentizó, sino que se volvió inestable.

Comenzó a tambalearse de izquierda a derecha, y de atrás hacia adelante en una imagen gravemente patética para alguien del estatus del que provenía.

¡Estaba borracho, pero de sueño!

Al verlo andar de manera inestable por el rabillo del ojo, Daimon se giró justo a tiempo para atraparlo cuando el Príncipe trastabilló para irse de cara al suelo. Con un brazo rodeándole el estómago y con el otro ayudándolo a ponerse en pie.

―Alteza ―lo llamó ante la sorpresa.

El agarre era firme pero delicado, tocando con gentileza sobre la tela. El pobre Anselin, en un estado tan débil, no pudo evitar sonrojarse.

―Atrevido ―soltó. Luego, murmuró en una queja―: ¿Por qué sigues llamándome de esa forma?

La ceja de Daimon se enarcó― ¿Soy atrevido? ―respondió con otra pregunta, ignorando la que le habían hecho.

―Eres atrevido y descarado. Siempre actuando así... ―balbuceó con un tono firme― siempre actuando así para molestarme.

Sus ojos que al principio brillaban con confusión, ahora lo hacían con diversión― ¿Qué actuar de mi parte es el que te causa tanta molestia?

― ¿Dejarás de hacerlo si te lo digo? ¡Da igual! ―se quejó―. Sabes muy bien cuál es, desvergonzado. Lo haces casi todo el tiempo. Eres... ¡eres fastidioso!

El Príncipe arrastraba las palabras y hablaba con desgano. Daimon soltó una carcajada sin evitarlo. Le estaba diciendo sus verdades, con un rojo intenso en sus mejillas. Por supuesto que sabía a qué se refería, pero muy al contrario de sus palabras, el Príncipe jamás se había mostrado disgustado y había sido permisivo.

El pelirrojo ni siquiera podía poner un filtro entre lo que debía pensarse y lo que debía decirse. ¡Su cerebro estaba demasiado exhausto para pensar!

Anselin parpadeó con pereza, antes de pararse erguido―Siempre... haciéndome tener este sentimiento extraño... pero agradable. ―las palabras fueron dichas en un tono tan bajo y balbuceante, que de no ser por el silencio que los envolvía, no hubieran sido escuchadas.

Daimon mantuvo sus ojos fijos en él, observando su rostro alumbrado con la luz cálida que resaltaba el rojo de su cabello. Abrió la boca para decir algo, pero rápidamente fue interrumpido por un sonido proveniente de algún lugar entre la negrura.

Sus ojos se deslizaron casi frenéticos, buscando. Anselin estaba ebrio de sueño, pero no tonto, por lo que le extrañó esa actitud tan repentina. Miró a sus espaldas, pero no logró ver nada, más que las presuntas rocas.

― ¿Mm? ¿No ibas a decir algo? ―dijo volviendo su cabeza a él. ¡No puedes no decir nada después de darme esa mirada!, pensó.

Sin decir una palabra, Daimon le indicó a una de las bolas de fuego que iluminara más allá de ellos.

Obediente, el fulgor flotó con velocidad, cual boomerang, revelando lo que habrían pensado era una enorme piedra, en realidad era una enorme cara con ojos enormes y desorbitados, que los miraba fijamente de una manera que reflejaba toda la locura de este mundo. Su forma era difícil de explicar, pero sin duda tan aterradora que incluso erizó la piel de Daimon cuando la luz iluminó a la criatura tan solo unos segundos.

Este agarró a Anselin con fuerza cuando oyó otro sonido proveniente de aquel lugar. Le ordenó a la bola de fuego que vuelva a iluminar al demonio, para controlar sus movimientos.

Espantosa fue la sorpresa de ambos, más para Anselin que acababa de voltear, cuando vieron a esos enormes ojos más cerca, a solo varios metros. Parecía mirarlos con más intensidad, a la vez que se extendía una larga y macabra sonrisa en su rostro. Cabello largo, negro y liso caía de su cabeza por los costados, dándole una imagen todavía más inquietante.

―Carajo... ―balbuceó Anselin aterrado, pero de alguna manera hipnotizado por esos ojos fijos.

El corazón saltó de su pecho cuando el demonio comenzó a moverse.

Sin esperar a que hiciera algo, la bola de fuego cerca del engendro aumentó sus llamas con la intención de cegarlo. La criatura retrocedió, con el sonido de cien pasos en la tierra.

Anselin fue arrastrado de un brazo por Daimon, que corría a una velocidad adecuada para él. Con terrible susto, por supuesto que el pelirrojo se despabiló y ahora iba a la par de Daimon obligándose a usar la ultima pizca de energía. El sonido de varios pasos, uno detrás de otro, les advertían que lo tenían pisándoles los talones.

Una bola de fuego guiaba la delantera y la otra intentó varias veces incendiar a la criatura en vano, por lo que ahora iluminaba la retaguardia.

Volteó por curiosidad, arrepintiéndose al instante al ver semejante cosa. Aquella criatura de rostro desgraciado, casi femenino, ¡tenía cuerpo de ciempiés! Estos pies se movían sin demasiado apuro, creando un sonido repugnante y molesto. Casi parecía burlarse de ellos con una persecución tan lenta de su parte. Jugando antes de asesinarlos.

Después de un corto lapso, se lo tomó enserio y aumentó considerablemente la velocidad. Su deforme sonrisa se ensanchaba a medida que se acercaba.

― ¡Se está acercando! ―advirtió el Príncipe.

Daimon volteó una milésima de segundos antes de tirar de Anselin y levantarlo entre sus brazos.

Desplegar sus alas no serviría de nada e incluso podría complicarles las cosas. Tanto en el suelo como sobre ellos, las rocas se extendían como riscos que obstaculizaban el camino. Sin olvidar mencionar que si la criatura se lo proponía, podía llegar hasta "el cielo".

Se deslizó lo mejor que pudo entre rocas y riscos, saltando y aterrizando de lugar en lugar cargando a Anselin. Este último estaba tan espantado que ni siquiera tuvo cupo en su cabeza para pensar que una vez más estaba siendo una carga.

El sonido grotesco del ciempiés los perseguía de cerca y de la nada dejaron de escucharlo detrás suyo para comenzar a escucharlo sobre sus cabezas.

Los dos miraron arriba ¡y allí estaba! Deslizándose entre las estalactitas y columnas de piedra como pez en el agua, con el cuello torcido, si es que tenía uno, y sin perderlos de vista.

Varias rocas se desprendieron por el brusco toque de la criatura, cayendo y haciendo un estruendo al tocar el suelo.

El camino se volvía cada vez más estrecho, casi laberintico. Una risa que rosaba entre lo burlona y macabra llegó a sus oídos, erizándoles la piel.

Daimon había priorizado huir en lugar de enfrentarlo, por temor a no poder proteger a Su Alteza durante la batalla. Pero en este punto, estaba fastidiado; ¡se burlaba de ellos!

―Alteza, no sé por cuanto tiempo podemos seguir huyendo ―su voz salió jadeante.

―Lo...

Anselin no pudo terminar su oración. Un estruendo seguido de un grito agonizante de locura estalló en sus oídos. Desde lo alto, el demonio se había tirado de cabeza sobre ellos.

El cuerpo de Anselin se movió por instinto, preparado para hacer algo. Ni siquiera le hizo falta moverse porque Daimon ya había dado un salto girando sobre sí mismo y con un pie pisó la cabeza del demonio, impulsándose hacia atrás.

La cara del demonio se estrelló contra el suelo con un golpe seco que dio impresión.

Hubieran pensado que la persecución acababa ahí, pero el ciempiés se movió alzando la cabeza.

Anselin escuchó a Daimon soltar un Tsk con rabia.

―Alteza, no te muevas.

Fue lo último que pronunció antes de saltar hasta la cabeza del demonio, pisándola con una fuerza que lo hizo volver a hundirse en la tierra. El cuerpo del insecto se sacudía salvajemente mientras Daimon pisaba una y otra vez, hundiendo su pie cada vez más en la carne hasta llegar al cráneo. En un acto desesperado, la cola del gigante insecto se dobló hasta ellos con la intención de derribarlos.

Daimon giró sobre sus talones y la detuvo con un pie. Anselin no podía creer lo que sus ojos veían. ¡Estaba presenciando algo inaudito! ¡Paró el cuerpo gigante del ciempiés, con solo un pie! ¡Uno solo! ¡Y el otro tenía cien! Su pierna apenas temblaba por el forcejeo.

Sintió como se aferró con más firmeza a su cuerpo, sujetándolo antes de hacer un movimiento rápido: volvió a girar sobre su talón antes de levantar la pierna libre y patear la cola del ciempiés. Anselin se aferró a él cuando quedaron suspendidos en el aire por un segundo y cuando Daimon aterrizó de manera casi desequilibrada, pero sin caer.

Varios trozos de carne y lo que sea fueron desprendidos con el golpe, desapareciendo un poco menos de la mitad del cuerpo.

La criatura chilló con agonía mientras se agitaba bajo sus pies. Al volverse inestable, Daimon se apresuró a descender sobre un risco.

Anselin observó al ciempiés retorcerse sobre sí mismo, como una lombriz sobre agua hervida. Era una imagen repugnante.

Esos enormes ojos inquietantes se elevaron para posarse en ellos. Estaban inyectados en sangre y brillan con lágrimas.

― ¿Qué haces? ―Anselin preguntó ante la vacilación y mirada fría de Daimon sobre el demonio.

―Él ya entendió. ―pronunció con voz gélida, más dirigida para la criatura que para Anselin.

El ciempiés tomó la oportunidad y se alejó con lo que le quedaba de cuerpo, desapareciendo otra vez en la oscuridad, derrotado.

La respiración de Daimon estaba ligeramente agitada y su pecho subía y bajaba al compás.

El corazón de Anselin latía con fuerza, acompañado de una sensación extraña en el estómago. Contempló el rostro sombrío de su compañero, con una expresión que no se dio cuenta que estaba haciendo.

Pero cualquier externo que lo hubiera visto, hubiera denominado aquella cara como "idiota".

Una sonrisa encantada se formó en sus labios. ¡Cuánta hostilidad y salvajismo! Ya había presenciado aquella vez en la posada que la forma de luchar de Daimon no era elegante, mucho menos entrenada. Era atroz. Se defendía como un animal salvaje lo haría; brusco, inexperto, violento, feroz, pero efectivo. Anselin siempre fue un admirador de las artes marciales, y no porque lo hayan obligado a practicar la mayoría de ellas, sino porque le gustaba la técnica, precisión y bellos movimientos. Daimon no tenía nada de eso, pero por alguna razón, aquellos movimientos toscos y descuidados lo volvían atractivo.

Pensó que quería ver a Daimon pelear muchas veces más.

Al sentir una intensa mirada sobre él, bajó los ojos hasta el Príncipe que no los apartó. Y entonces, le sonrió.

Dándose cuenta de la posición en la que estaba, le pidió a Daimon que lo bajara. Este obedeció, depositándolo con cuidado en el suelo.

La sonrisa que mantuvo todo ese tiempo, comenzó a desvanecerse poco a poco cuando volvió a mirar al Príncipe.

― ¡Alteza!

 

El cuerpo humano es débil y efímero.

Anselin, a pesar de todo, poseía un cuerpo efímero.

A pesar de las muchas advertencias que le había dado su propio organismo, él decidió ignorar irresponsablemente cada una de ellas, y después de haberlo sobre exigido en aquella huida, de repente se desplomó en el suelo.

Cayó como lo haría un muerto, porque, no era muy diferente de uno.

El joven destituido Príncipe Heredero, poseedor de un halo dorado velado por su antepasado, se confió tanto en sí mismo, confió tanto en sus capacidades físicas y entrenamientos, que olvidó que su cuerpo era mundano.

Había excedido su límite hace mucho tiempo, y siendo justos, eso lo volvía algo sobrenatural. Ningún ser humano, jamás, sobreviviría en estados tan precarios, en un cuidado deshumanizado y tan poco consiente de sí mismo como lo había hecho este hombre que creyó estúpidamente, que su cuerpo se había vuelto inmortal.

Era cuestión de tiempo para que la voluntad de seguir no fuera suficiente para, valga la redundancia, seguir.

La sensación de estar flotando sobre algo tibio lo invadía súbitamente con delicadeza. Sus ojos permanecían cerrados y su conciencia muy lejos de su cabeza; apartado en algún pequeño rincón oscuro del cual no quería moverse. Era cómodo y silencioso. Quería quedarse en ese lugar a descansar eternamente y no volver a despertar.

Cansado... Muy cansado... Se repetía. Cansado de seguir... no quiero seguir...Quiero dormir para siempre en este lugar.

Ya se había esforzado demasiado y dado todo de él. Un susurro infantil le decía que merecía el descanso eterno, y su mente debilitaba lo aceptaba con gusto.

En aquel hermoso silencio, de la nada, una voz... una voz muy dulce, muy atractiva, tan hermosamente suave, cantaba una melodía:

"Hǎo yì duǒ měi lì de mò lì huā,

(Muy hermosas flores de jazmín)

hǎo yī duǒ měi lì de mò lì huā,

(Muy hermosas flores de jazmín)

Fēn fāng měi lì mǎn zhī yā...

(de hermoso perfume llenan las ramas)"

Aquella bella melodía, era cantada lentamente por la voz de un hombre.

No era capaz de entender el significado de las palabras de tan delicada letra, pero se sintió familiarizado con ellas. La nostalgia logró que su cabeza se levantara entre la penumbra, deseando encontrar aquella voz.

"...yòu xiāng yòu bái rén rén kuā

(fragantes y blancas, alabadas por todas las personas)

ràng wǒ lái jiāng nǐ zhāi xià,

(Permíteme que venga a recogerlas)

sòng gěi bié rén jiā, mò lì huā, mō lì huā.

(para regalárselas a mi amado. Flores de jazmín, flores de jazmín)"1

Entonces abrió los ojos.

Su vista borrosa no tardó en enfocarse en el pecho sobre el cual descansaba. Despacio, subió la vista hasta posarse sobre unos ojos que lo miraban expresos de preocupación y miedo. Al verlo moverse, dejó de cantar y no ocultó la triste felicidad de su alivio.

―Alteza... ―Daimon exclamó con un suspiro atenuante.

Anselin mantuvo su vista en él, sin parpadear, sin decir una palabra y Daimon no lo presionó a reaccionar.

Seguían sumidos en la oscuridad y las pequeñas bolas de fuego iluminaban titilantes a su alrededor. Un aroma dulce y agradable los envolvía. Tardó un tiempo antes de darse cuenta de que todo su cuerpo estaba sumergido en el agua y que Daimon lo cargaba, apretándolo contra su pecho.

Anselin se había marchitado como una flor en verano delante de Daimon y este no tardó en cargarlo y correr hasta el manantial. Cuando estuvieron allí, se sumergió con él. Incluso le había abierto la boca para hacer que bebiera del agua cuidadosamente. Y luego, esperó a que despertara, con impaciencia y sin moverse.

Su corazón volvió a latir con tranquilidad en el momento que Anselin puso sus ojos en él.

El demonio siguió mirándolo; buscando cualquier indicio de dolor o molestia en el rostro del Príncipe.

Recibió tanta atención y delicadeza de su parte, que ni siquiera hizo falta que dijera una palabra para provocar que Anselin se estremeciera.

―Daimon... ―murmuró.

― ¿Mm? ―le respondió con suavidad. Anselin sintió su voz vibrar en su pecho.

Sin embargo, no se atrevió a decir lo que estaba pensando. En su lugar dijo―: Esa canción...

―No sé de dónde proviene, solo recuerdo haberla escuchado en algún lado ―lo interrumpió, adivinando lo que iba a preguntar―... ¿La recuerdas?

De repente, un recuerdo invadió su cabeza.

La imagen de un niño envuelto de pies a cabeza en harapos, cantando en las calles por un poco de comida, le estrujó el corazón.

Vaya...

Era aquella misma melodía la que recitaba con la esperanza de recibir la lastima de alguien. Sin embargo era ignorado y cada vez que comenzaba a cantar, la gente procuraba caminar lejos y taparse los oídos, temerosos de ser hechizados por la voz del hijo del diablo.

No importaba cuan melodiosa y bella se volvía su voz con el tiempo; a oídos de otros, era el sonido de la agonía.

Fue un día que Anselin salió a escondidas del palacio, que encontró a un pobre niño siendo apedreado para que se callase.

Ese día lo defendió de los adultos sin temer ni intimidarse. Por supuesto que los súbditos reconocieron al heredero, y por eso, luego se ganó un gran castigo.

Cada vez era castigado por defender al pequeño mendigo; con correctivos severos y reforzando la guardia del palacio para que no volviera a salir. Pero no importaba cuan severo lo tratasen o cuán difícil se volvía salir; él lo volvía a hacer cada vez.

No podía ignorar las injusticias que aquel niño sufría. Jamás le mostró su cara, que permanecía oculta debajo de los harapos andrajosos que lo cubrían con tanto recelo. Pero había oído que el pobre había nacido deforme.

¡No importa cuán feo sea! ¡Mientras esté vivo, incluso después de muerto, todos debemos ser bien tratados!, era lo que su madre le enseñó y se lo repetía a los maestros que le prohibían volver a juntarse con un pordiosero.

De la nada, el niño había dejado de cantar en las calles. Tal vez ocurría que desistió, dándose cuenta de que no ganaría la simpatía de nadie. Pero la realidad era que alguien se la había prohibido. Ese día tuvo tanto miedo, que no volvió a cantarla. Y Anselin jamás supo la razón.

― ¿Por qué dejaste de cantarla, aquella vez? ―preguntó con los ojos fijos en él, sin la más mínima intención de pararse por sí mismo a pesar de ahora estar mucho mejor.

Daimon se confundió un poco con la pregunta― ¿A qué se refiere, Su Alteza?

―Tú... cantabas esa misma canción en las calles del reino, pero un día, dejaste de hacerlo. ¿Por qué?

― ¿Qué la gente me apedreara por ello, no es razón suficiente? ―lo dijo medio en broma, pero a Anselin no le causó gracia.

―La cantabas durante los días y las noches, incluso después de que te apedrearan. Pero de repente, parecías temer cantarla.

El semblante de Daimon se oscureció, pero la luz en sus ojos continuaría mientras siguiera mirando al Príncipe.

―No es necesario que sepas la razón.

Ese comentario que buscaba derribar la curiosidad de Anselin, solo la había hecho crecer más.

Su mirada se intensificó en él, exigiéndole. Ante eso, entonces Daimon dijo―: Esa canción estuvo siempre en mi mente. En aquel entonces, vi como otras personas ofrecían actos a cambio de dinero y cosas valiosas, y pensé que ganaría algo a cambio si les gustaba. Pero no fue así y desistí. ¿Está Su Alteza satisfecho?

¡Claro que no! ¡Esas palabras fueron dichas para que dejara de molestar! A pesar de que sus labios sonreían, sus ojos se habían apagado.

Pero parecía no querer hablar sobre eso, e iba a respetarlo.

Después de un largo silencio pensando en ello, descubrió que la letra de aquella canción no eran palabras inventadas al azar: era la lengua de Fǎnhuí. Le pareció extraño como aquel imperio parecía seguir relacionándose con Daimon. Hace tiempo, había supuesto que ascendía de ese lugar, y eso no lo volvía menos extraño. Los registros textualizaban que no hubo sobrevivientes de aquellos países, solo la familia real, pero de esta nunca se constató la veracidad y solo era un rumor; era sabido que los emperadores eran los hijos del cielo y era imposible que muriesen. Si era cierto, habían escapado para desaparecer sin más.

De otro modo, Anselin no creía posible que ellos fueran los únicos sobrevivientes. ¿Cómo de todos los países y de millones de habitantes, solo cinco habían sobrevivido? Debió haber más que no fueron registrados, como lo sospechaba de la familia Wong. Aunque su padre le había dicho que ellos habían sembrado semilla en Tinopai mucho antes de la caída de Fǎnhuí, así que se mantuvo al margen y no metió su nariz allí.

Casi al instante, su cuerpo comenzó a sentirse vitalizado. Poco a poco se llenó de energía que lo recorría con una sensación vibrante en sus extremidades. Manos, brazos, piernas, cabeza; ¡ya nada le dolía! ¡Ni siquiera esa pequeña uña encarnada que no había tenido tiempo de cuidar! ¡Hace tiempo que no se sentía tan bien! ¡Iba a llorar de felicidad!

Levantó la mano que había sido atacada por Erpeton, con ojos emocionados, pero se desinfló cuando vio que la herida fue cicatrizada sin restaurar su meñique. Ahora se veía como si nunca hubiera tenido un dedo allí.

De todas formas, el cansancio y daño que había sufrido su cuerpo a lo largo de estos meses había desaparecido por completo.

― ¿Cómo te sientes? ―Daimon le preguntó, rompiendo el silencio.

Aceptando que viviría con solo cuatro dedos en una mano, y sintiendo que su cuerpo volvía a ser el de antes; levantó la vista mirando a Daimon con ojos brillantes y sonriéndole con completa felicidad. Una sonrisa tan grande y encantadora, que el demonio creyó que el corazón le había dejado de latir por un momento para volver a hacerlo con un golpeteo fuerte y doloroso.

Su rostro se iluminó con asombro y parecía estar cada vez más cerca del de Anselin, que no se daba cuenta de lo que sucedía hasta que los cables en su cabeza se volvieron a conectar.

Percibió el aire extraño entre ellos, recordándole que seguía muy cómodo en los brazos de Daimon.

Con las mejillas rojas, se apresuró a bajarse. Se movió tan rápido que dio chapoteos en el agua, salpicando a Daimon que quedó perplejo.

― ¡M-muy bien! ¡Demasiado bien! Pero es gracias a ti... ―completamente mojado y con el cabello pegado al rostro, volteó para regalarle una sonrisa llena de ternura y agradecimiento.

Daimon estiró su brazo a él, pero se detuvo antes de tocarlo―Alteza...

Anselin quería creer que era su imaginación la que le hacía ver a Daimon sonrojado.

Optó en observar a su alrededor en lugar de seguir mirando al hombre a su lado, que permaneció en la misma posición como una estatua.

El fulgor rojo iluminaba una especie de caverna. Sus paredes brillaban como si tuviera miles de pequeños diamantes incrustados. El agua del manantial reposaba majestuosa y más adelante, en lo profundo, parecía que algo brillaba; era un brillo solo un poco más claro que las llamas de Daimon, las cuales lo seguían para iluminarlo.

Caminó hasta la orilla. Notó como sobre el agua flotaban tranquilamente flores blancas que caían desde arriba.

Jazmines.

Se preguntó cómo plantas de jazmines llegaron a trepar sobre las paredes de piedra. Algunas flores se desprendían y caían sobre el agua como copos de nieve. Era una imagen muy hermosa a la vista.

Una pequeña flor flotó juntó a él. La observó con cuidado, pensativo. Contempló su reflejo en el agua y quiso reírse de sí mismo al verse tan sucio y desalineado. Se lavó las manos, el rostro y peinó su cabello hacia atrás. Finalmente soltó un suspiró grave y decidido a la vez que contemplaba los jazmines sobre él.

Escuchó a Daimon detrás acercarse.

―Voy a pelear por el reino humano ―soltó sin voltear.

Los pasos se detuvieron de golpe.

1. "Mo Li Hua" es una canción folclórica china muy conocida. Su nombre se traduce como "Flor de Jazmín" y ha existido por siglos. 

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