El funeral del teniente Máximo Prymer fue conmovedor, o al menos eso me dijeron. Su esposa había llorado al término de un discurso conmovedor que la hizo ver como una mujer fuerte frente a un mar de tiburones que no dudarían en asaltarla por la espalda a la primera distracción. Después de todo, en el testamento figuraba que la mayoría de las herencias del teniente iban a manos de su esposa e hijas, y, ya que nadie podía oponerse a su voluntad, muchos hombres no le veían de otra que esperar a que las cosas se calmaran e intentar algo con la afligida mujer, pero pocos sabían que, detrás de esa fachada de ama de casa y esposa perfecta, se hallaba una antigua asesina retirada debido a lesiones severas en uno de sus riñones, lo cual le impidió seguir ejerciendo su trabajo.
Era información clasificada y, el único motivo por el cual lo sé, es por la rotación semestral.
Cada seis meses intercambiamos lugares con los esclavos de Máximo, Lance, Albedo y Caspios. Caspios era un señor algo regordete, pero bien cuidado que había acompañado al primer batallón junto a un puñado de esclavos bien educados en el campo médico y otros pocos rápidos para aprender. Hace bastante que no se sabe nada del célebre médico, ¿Quién sabe? A lo mejor y está muerto, un completo desperdicio teniendo en cuenta que era el único de nuestros cuatro amos que nos curaba y no nos azotaba por cualquier estupidez. A mí en lo personal, no me terminaba de agradar, tal vez se debiera a que, como no sé leer, no podía seguirle el ritmo y él terminaba por mandarme a empujar camillas o hacer mandados.
Hoy tocaba acomodar los muebles y barrer los salones debido que los habían utilizado para la ceremonia de despedida del esposo de nuestra nueva ama. Claro, como somos considerados posesiones no tienen reparo alguno en entregarnos a disposición de la melancólica, pero estricta mujer.
No me tomó mucho levantar todas las mesas y acomodarlas en el almacén de atrás. De reojo podía ver como el resto de mis compañeros hacían lo mismo, mientras algunas chicas y los más pequeños se apresuraban a barrer y recoger botellas de algún vino que la anfitriona había terminado por ofrecer.
Me distraje por un segundo y terminé por embestir con el borde de la mesa la cabeza de un niño de no más de ocho, tirándolo al suelo y provocando que me tambaleara hacia atrás y me doblara de mala manera un tobillo. Solté una especie de gruñido y maldije en voz baja debido al dolor, pero no dije nada más antes de lanzarle una mirada que casi hace que se orine del miedo.
Tomó la botella que se le había caído y salió corriendo a toda prisa en dirección contraria. Estúpido, por ahí no están los contenedores de basura.
Seguí con mi tarea, cojeando adolorido y cada tanto tomándome dos segundos para descansar, pero volviendo a mi trabajo rápidamente para evitar el escenario del día anterior. No me apetecía ser el primero en probar la paciencia de nuestra nueva dueña.
Cuando terminé de llevar las mesas, luego de casi tres horas, me volví hacia algún lugar donde necesitarán mi ayuda. A los amos no les gusta vernos holgazanear cuando llegan, incluso si les explicas que no habían más tareas por hacer. Ellos no atienden a razones.
Me acerqué a una chica que parecía estar quitándole el polvo al decorado plateado de una puerta antigua. Creo que estaba demasiado concentrada en su tarea, porque cuando me acerqué y le toque el hombro, pegó un brinco y se encogió creyendo que la golpearía.
– Terminé mi parte, ¿Alguna otra tarea? – decidí ignorar deliberadamente el ojo morado y las marcas en su cuello, parecía que le habían dado una paliza horrible y algo más, pero no estaba tan loco para preguntar. Aquí, cada quien con sus problemas, que ni yo podía resolver los míos. Ella negó con la cabeza, pero pareció pensárselo mejor al ver mi clara frustración.
– Puedes ayudarme a limpiar del otro lado de la puerta, la ama ordenó solo hasta la puerta y no tocar nada dentro. – murmuró mientras me entregaba un paño y volvía a sus cosas, cabizbaja.
Me limité a hacer mi trabajo con una delicadeza que ni yo mismo me creería capaz de lograr con mis toscos y callosos dedos, ignorando por completo lo que sucedía alrededor hasta que lo escuché.
Era un silbido. Una melodía, no podía estar del todo seguro. Decidí ignorarlo, tarde o temprano se detendría y sino, seguramente se callaría cuando los amos llegaran. Pero ese odioso sonido, lejos de parar, fue volviéndose cada vez más intenso e insoportable.
Miré de reojo a la chica, pero ella parecía no notarlo. Daba igual, seguro la paliza que le dieron afectó su audición. Suele pasar si te golpean muy duro en la cabeza y no dudaba que a ella le hubiese sucedido.
Aun así, me esforcé por terminar mi tarea rápidamente. No quería pasar ni un segundo más oyendo esa melodía del infierno. Sentía mis tímpanos palpitar y una jaqueca horrible que no se detuvo por más metros que me alejé del lugar.
Apresuré la marcha, pero ni con ello el agudo dolor menguaba. Tal vez el golpe de ayer afectó mi audición y esto son secuelas, pensé, porque nadie más parecía notarlo y eso me crispaba los nervios. No quería quedarme sordo. Si ser un esclavo marcado ya es un problema, no me quiero imaginar lo que sería ser uno discapacitado. Sería mi ruina.
Pero es que ese asqueroso pitido no remitía y se volvía cada vez más insoportable a medida que me alejaba e intentaba no escucharlo. Finalmente, no pude más y caí al suelo justo al llegar al patio trasero, cerca del almacén. Era más de lo que podía tolerar. Cubrí mis oídos con fuerza, en vano, ya que el ensordecedor sonido se volvía cada vez más doloroso.
Me harté y, tomando impulso, me aventuré hacia donde creí sería el origen. Me adentré a la casa por la puerta trasera y, a medida que avanzaba, el dolor iba menguando y el sonido blanco pasó a ser, nuevamente, esa melodía demasiado aguda. Como si alguien estuviese silbando una cancioncita sacada del mismísimo averno de Lucifer.
Conforme iba adentrándome a la zona prohibida, más miedo me daba, pero más agradable se volvía la melodía. Ahora parecía la exquisita composición de un violín de la más alta calidad. Era una canción hermosa y, muy a mi pesar, me encontré atravesando los pasillos reservados solo para los sirvientes, siendo atraído como polilla al fuego. Corriendo el riesgo de que los amos me encontraran y, como mínimo, me apalizaran.
Pero era demasiado, era una canción bellísima que no daba lugar a cavilaciones a la hora de disfrutarla, y yo quería disfrutarla cara a cara. Quería ver quien había compuesto tal obra de arte, incluso si eso me costase mil latigazos. Yo solo quería ver al autor de tal espectáculo auditivo.
Me tomó cerca de media hora dar con la dichosa habitación en el mar de laberintos de cerámica cara y cientos de habitaciones sin uso alguno, pero finalmente llegué. La tenía al alcance de la mano y estaba ansioso como nunca antes lo había estado en mis dieciséis años de vida. Quería ver, quería oírlo, quería tocarlo. Era tal la necesidad que no reparé en el cuarto en el que estaba a punto de entrar.
Cuando giré el pomo, mi mundo se detuvo.
Literalmente, sentí como si estuviese en otra dimensión y el tiempo se hubiese detenido. La penumbra del cuarto y el silencio abrupto eran una tortura para mis sentidos. Yo quería dar con la fuente del sonido, no detenerla.
Por más que observé, por más recovecos que inspeccioné y papeles levanté, no hallé absolutamente nada. Era una mierda, necesitaba saber de donde provenía ese sonido que ahora ya no notaba. Moriría si no daba con él.
De repente, oí algo. Era al sonido de pasos y una charla en voz baja. No sé si el estar oyendo la melodía por tanto rato ahora me dio una mejor audición o fue simplemente el sentido de alerta que adopté cuando era pequeño y que me evitaba problemas cuando los niños más grandes querían robarme mi plato de comida, pero de algo estoy seguro, casi entro en pánico.
Corrí y me encerré en la primera habitación que vi. Un armario del tamaño de una habitación mediana repleto hasta el tope de ropa de mujer y zapatos por doquier. Era la habitación de mi ama. Había irrumpido en la habitación de quien me daba de comer.
Estaba tan muerto.
Dejé de respirar cuando la oí a través de la delgada, pero refinada madera blanca al rebuscar algo entre los muebles donde yo ya había buscado y dio con un compartimiento secreto debajo de un cajón. Abrí solo lo necesario para descubrir que era lo que estaba haciendo.
– ¿Qué crees que debería hacer con él? – levantó un libro de tapa dura y bastante deteriorado por el pasar del tiempo. La cubierta parecía hecha de piel humana y daba bastante mal rollo que contara con un bordeado de colmillos y escamas oscuras. Justo en el centro podía detallarse un cristal de lo que parecía ser una bestia Kyoran blanca, pero estaba algo rajado.
– ¿Otra vez con eso, Isabelle? Te dije que te deshicieras de esa cosa vieja o, al menos, véndesela a Caspio que es al único lunático al que puede interesarle un ese pedazo de cartón inútil. – otra mujer de la misma edad y similar apariencia parecía no querer ni acercarse el libro de pasta gruesa que mi dueña portaba al aire. Probablemente su hermana, nunca la conocí.
– No lo sé, Máximo lo atesoraba mucho. – abrazó el libro con algo de fuerza, mirando hacia el vacío como si vagara entre recuerdos. – Era importante para él.
La otra mujer de cabellera igual de castaña suspiró, pero no se detuvo.
– Aún así, deberías pensar en dárselo a alguien más. Ese libro no trae sino desgracia a quien lo encuentra, recuerda a sus anteriores dueños. Ninguno terminó bien y, por más que me pesé decírtelo, Max fue uno de ellos.
Isabelle la miró con fuego en los ojos, pero su hermana no se intimidó ni un pelo.
– Está bien, supongo que se lo daré a Caspios y él sabrá que hacer para finalmente abrirlo. Ni siquiera Máximo logró que se moviera la cerradura, por más magia que usó. – cedió y dejó el libro a la vista, perfecto para que alguien lo robara. – En todo caso, si no lo consigue, aun puede enviarlo a la corte escarlata y ellos ya se encargarán de solucionarlo. Debe ser un libro importante si posee tantos sellos.
Cuando las mujeres abandonaron la habitación y cerraron, para mi suerte, sin llave, permanecí unos minutos más por si acaso volvían, pero no parecía ser este el caso. Salí y lentamente comencé a acercarme al dichoso libro.
Justo cuando para cuando iba a tocarlo, la melodía volvió a su marcha y contemplé, maravillado, que la pequeña piedra en el centro brillaba y parecía estar llorando mientras cantaba la más desoladora sonata. Acerque aún mas mi mano, sin importarme si esto podía ser una especie de trampa.
Lo necesitaba, había algo en el fondo de mi cabeza que me impulsaba a acercarme, una presión en mi pecho que me pedía, hasta casi rogar, que tocara el dichoso libro. Y yo no podía resistirme, había perdido esa lucha apenas caí al suelo por primera vez.
Finalmente, hice contacto y pude sentir como si algo en el fondo de mi pecho vibrara de entusiasmo. Como si hubiese ansiado este momento desde hacía siglos.
Pestañeé y él libro había desaparecido.
– ¿Pero qué...?
Un fuerte mareo me sobrevino y no duré dos segundos antes de caer de forma aparatosa contra el suelo, envolviendo mi mundo en penumbras.
«Bienvenido anfitrión. ¿Desea configurar su sistema de acuerdo con sus características actuales?»
«Esta pregunta volverá a estar disponible dentro de veinticuatro horas a partir de ahora»