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THE CRACK

En el nuevo y despiadado mundo de Koinus, un planeta donde todo gira en torno al poder, las riquezas y el estatus, donde lo importante son las habilidades y la familia a la que pertenezcas, un simple humano como yo no tiene valía alguna. Aquí no soy considerado más que un objeto del que todos pueden disponer, un pedazo de carne que solo sirve para alimentar a las bestias o un sirviente que lame el suelo por el que alguien más fuerte ha pasado. Aquí no soy nadie y, sin embargo, tengo una historia. Una historia propia. ¿Cuántos más héroes podrán decir lo mismo? ¿Cuántos habrán pasado por lo mismo que yo? Aventúrate a mi historia si deseas averiguarlo. *** Esta es la primera vez que escribo una historia de este tipo y en otra plataforma que no sea la que suelo visitar, así que apreciaría alguna crítica constructiva. Además, la historia en sí no gira en torno al sistema únicamente, así que habrá capítulos en los que se aborden otros temas. Cabe recalcar que solo escribo por gusto, no para complacer a masas, así que si no te gusta la historia, hay un amplio abanico de otras posibilidades a leer en esta plataforma. Te invito a que salgas y busques lo que más te gusta.

Bolita_de_Odio · Fantasy
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16 Chs

Carbón.

Máximo Prymer murió alrededor de las seis de la mañana un sábado despejado de verano, apuñalado múltiples veces por un asesino de apariencia austera y simpática, que aprovechó el cambio de turno de los guardias en el campamento en el que se refugiaban los soldados de la Corte del León Dorado.

La tarde anterior se había despedido de su mujer y abrazado a sus dos niñas pequeñas, recordándoles con voz melancólica que cuidaran de su madre mientras él protegía el reino de los malvados monstruos que nos atacaban día y noche sin descanso alguno. Las pequeñas lloraron desconsoladamente sobre sus hombros y su mujer de prominente vientre y piel tirante, se dio pequeñas caricias mientras murmuraba palabras de calma hacia el primer hijo varón que la familia esperaba. Él la acompañó en sus muestras de cariño hacia el no nacido y se permitió darle un beso en plena vía pública. Él era un gran soldado y un padre ejemplar.

Al término de la despedida, montó su caballo blanco y ordenó a su batallón emprender la marcha de la muerte hacia sus enemigos. Fueron despedidos con un aluvión de aplausos y buenos deseos por parte de la población completa y varios altos mandos que se quedaron en los puestos más armados de la muralla que delimitaba el oscuro bosque que representaba un peligro por la plaga de saltamontes de cristal que arrasaba los cultivos día con día, matando lentamente de hambre a todo el pueblo entero.

Como era de esperarse, cuando la desoladora noticia de su fallecimiento llegó a oídos del pueblo, se armó un revuelo y gran parte de los hombres y mujeres que lo vieron partir se amontonaron en las calles para darle una última despedida al ataúd donde descansaba el cuerpo ensangrentado del general.

Pero, cuando el mismo hombre que lo había asesinado también fue trasladado al pueblo para su pronto enjuiciamiento, los lugareños explotaron en abucheos y gritos rabiosos, condenando al homicida a recibir golpizas y pedradas todo el camino al castillo de La leona, donde se llevaría a cabo un juicio que, lamentablemente, dictaminaría su sentencia de muerte a las pocas horas.

Podía verlo, cuando el hombre fue llevado a la horca y amarrado como un animal frente a una multitud enardecida que clamaba por sangre culpable. Podía verlo, y sabía que él me estaba viendo. Tardó, pero finalmente, luego de buscarme con la mirada por un par de minutos, me encontró justo al fondo, oculto en la completa penumbra que un edificio a medio construir me obsequiaba.

Él me miró con esos ojos pardos y tristes mientras sonreía y soltaba palabras de despedida al viento. Una oración que solo nosotros entendíamos.

"Ahora puedes descansar, hermano".

Contesté, justo antes de que bajaran la palanca que accionaba la compuerta donde estaba parado y la gravedad hiciera su trabajo, ahorcándolo lenta y tortuosamente. Sofocándolo por lo que me parecieron horas de completa tortura.

Ahí iba mi último hermano. Él último al que le solté un te quiero.

Di media vuelta y volví a mis labores. Casi de forma mecánica me alcé al hombro una bolsa de cemento y la descargué varios metros después para, acto seguido, vaciarla sobre una gran palangana y mezclarla con agua y arena.

Repetí la acción varias veces sobre los siguientes baldes vacíos, ignorando las constantes punzadas de dolor en mi pecho y tratando de tragar la pesada bola de angustia que se había alojado en mi garganta para no desaparecer por más horas que pasaran.

Limpié las gotas de sudor en mi frente de un manotazo, porque eso eran, sudor, solo sudor que resbaló hasta mis ojos y los tornó rojos. No tenia nada que ver con su muerte, no tenía nada que ver con que mi último hermano haya preferido la venganza antes de permanecer conmigo. Antes de preferir mi vida y no una muerte tan injusta.

A medida que el sol quemaba, más me costaba descargar las bolsas de cemento y más se me emborronaba la vista. No había bebido agua desde hacía horas y, por más cambios que haya hecho con mis compa��eros para tomar un poco de sombra en sus puestos más cubiertos, seguía sintiéndome mal.

Llegó un punto en el que tuve que apoyarme contra una pared para evitar caer al suelo debido a un repentino mareo que no remitía y ganaba en intensidad al resto de los que había tenido esa calurosa tarde. Quería descansar unos minutos, solo unos minutos necesitaba y volvería al trabajo. Solo eso, pensaba mientras me deslizaba por la rugosa superficie hasta tocar al suelo.

– ¡Arriba, holgazán! No te compré para estar descansando. – la molesta voz del senil hombre resonó por todo el lugar, seguido del chasquido de ese ensangrentado látigo para espolear ganado provocó al impactar contra el suelo, cerca de mis piernas. – De pie, si no quieres veinte latigazos más por esta insolencia. – prácticamente me escupió a la cara.

Hice lo que pude, ayudándome de la pared, pero volví a caer el dar el primer paso. Apreté los dientes cuando lo sentí acomodarse para el primer latigazo, no era tan doloroso si no lo miraba. Ni tampoco sentiría tantas ganas de mutilarle la cara al viejo de mierda ese.

Nada de eso pasó, pero lo que vino después, sin duda alguna, fue peor.

– Carboncito, ¿Otra vez tomándote un descanso? – esa voz me heló de pies a cabeza, dejándome paralizado en la misma posición, pero con una ira que, lentamente, iba carcomiéndome por dentro. – Pero si es que ayer te tomaste uno, que chico más malo.

La burla impresa en su voz me dio el valor necesario para enfrentarlo y plantarle mi mejor expresión de desprecio total. Él muy maldito no pareció tomarle importancia, de hecho, podía jurar que se estaba conteniendo para no romper a carcajadas. Sonrió como el enfermo mental que era y siguió hablando con esa petulante e insoportable voz.

– Pero mira Carboncito que yo no soy ningún tirano. – odiaba con toda mi alma ese horripilante apodo, era la cosa que más odiaba después de él. – Albedo, ¿Qué no ves que Carboncito solo tiene sed? Ya vez que con un traguito se recupera y dobla su jornada de trabajo, ¿No lo crees, amigo?

Supe por la mirada que le dedicó que lo que estaba a punto de hacerme no debía ser visto por los transeúntes, así que, rápidamente, Albedo le ordenó a los demás que revocaran las paredes externas y le indicó a un par de guardias que los vigilaran. Cuando volvió a mirarnos, su rubio compañero ya me tenía agarrado del pelo y tiraba con saña de él para conseguir acomodarme como más le gustara sobre la pared.

Albedo miró un poco incómodo la escena, no era algo común y sin duda alguna, resultaba repugnante para cualquiera.

Cuando se bajó la bragueta, miré hacia otro lado y, como si fuesen a darme cien latigazos, apreté los dientes y me enterré las uñas en la palma de las manos, impotente y sintiendo la angustia de no saber que era lo que quería está vez este loco.

Pero, poco después lo sentí. Una asquerosa y caliente lluvia dorada bañando mi rostro, recorriendo mis oscuras cejas y entrando a mis ojos antes de lograr cerrarlos a tiempo, terminando por caer como cascada por mi recta barbilla y bañar por completo mi única prenda limpia.

Ni siquiera hice el amago de cubrirme, no quería tentar a la suerte porque sabía que nunca estaba de mi lado. No quería perder un dedo como otros que conozco y lo han hecho enojar.

Cuando oí el sonido de su cierre al subirse y el murmullo de su ropa acomodándose, me atreví a mirarlo abriendo apenas los ojos, siendo recibido por esa cínica sonrisa de dientes blancos.

– ¿Lo ves? Carboncito solo necesitaba un poco de líquido. – seguido, su semblante alegre cambió radicalmente. Me dio una patada en el rostro que me dejó atontado en el suelo e, incapaz de mirarlo por miedo a represalias, mantuve la vista fija en el sucio piso mientras lo sentía pegar su rostro a mi maloliente ser. – Escúchame bien, pedazo de animal idiota. Vuelve a negarte a cumplir tu trabajo y me cercioraré de que quedes aun peor que la golfa que tuviste el descaro de cogerte en mi establo. Te sacaré los putos ojos y te daré a mis perros como hice con esa niña, ¿Cómo se llamaba? ¿Sofie? – divagó. – Bah, me da igual. De todas formas, ni siquiera sabía chuparla bien.

¿Estaba saliendo con Sofie? Con mi Sofie. Imposible, era casi seguro que la había forzado. Ella era parte de sus posesiones, después de todo. ¿Ese monstruo la había forzado? ¿Había violado a mi delicada Sofie?

– Antes de que comiences a divagar, no, no la forcé. De hecho, teníamos un acuerdo mutuo en el que me dejaría follarla a placer y yo le obsequiara medicina y vendajes a cambio. Veo que el trato le fue bastante útil, juzgando que, luego de recibir más de cien azotes durante tu estancia allí, sigues con vida. La niña si que tenía ovarios para desafiarme sabiendo lo que le esperaría, una lástima que los perros no estuviesen del todo hambrientos. Sin embargo, debo admitir que los cerdos son un muy buen sustituto. – pegué mi frente contra el suelo y cubrí mi boca, estúpidamente creyendo que lograría ahogar mi lastimero gemido de dolor. Que Lance no notaría mi patético llanto, que ese monstruo sonriente no se daría cuenta de mi sufrimiento.

Oí su siniestra risa mientras me tomaba con asco del cabello y me obligaba a exhibirle mi descompuesto rostro. Solo quería que parara, que siguiera otro día. Era demasiado por hoy, demasiadas pérdidas a lo largo de los años.

– Escúchame bien Carbón, tú solo eres un esclavo. Una posesión sin derecho a nada, un objeto con el que yo puedo hacer lo que me plazca. – me miró tan seriamente que no tuve el valor de siquiera pestañear. Era tanta angustia y dolor que ya no me importaba que me viera como la mierda miserable y asustadiza que tantas veces me había escupido en la cara que era. – ¿Entendiste, esclavo?

Me soltó y, por costumbre, apoyé mi frente sobre su lustrosa bota antes de murmurar:

– Sí, amo.