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IV ZIARA

Desperté cuando el sol ya brillaba con fuerza. La música de la celebración había dado paso a un silencio confortable solo roto por el sonido de los árboles desperezándose.

Desde que vivía en Faroa había descubierto la energía de la naturaleza. No la llamaban «Ciudad de los Árboles» solo porque sus viviendas se hallasen sobre ellos, sino porque aquel espacio ocupado en realidad era suyo, de esos gruesos troncos ancestrales cuyas raíces formaban parte del suelo que pisábamos. Por las noches, oía sus susurros. Al principio resultaban casi imperceptibles, pero con el paso de los días comencé a distinguir sus suspiros entremezclados con el viento, el sigilo de sus movimientos, sus ramas mecidas por la brisa y sus serenas respiraciones, que hacían que la mía se calmara y me ayudaban a dormir.

Aprendí enseguida que los Hijos de la Luna respetaban profundamente la naturaleza de un modo que los humanos no comprendíamos. Asumí con inevitable decepción que los hombres nos creíamos superiores a las otras razas, como si contáramos con un poder implícito —que nadie más que nosotros mismos nos había otorgado— y que, en cambio, los Hijos Prohibidos vivían en equilibrio con lo que los rodeaba, en armonía, aceptando con naturalidad que

el mundo no era más suyo que de cualquier otro ser que respirase. La tierra que los sostenía, el agua que les calmaba la sed, los árboles que eran su hogar, todo lo cuidaban como en una relación de igual a igual, como si compartieran espacio y mundo. Como los humanos jamás habíamos sido capaces.

Aquellas revelaciones chocaban de forma ineludible con mis lecciones de historia, con lo que había visto desde que salí de la Casa Verde y con las consecuencias de la guerra, la muerte y el dolor que había presenciado en aquellos a los que ya quería.

La humanidad, supuesta víctima, se alzaba verdugo en realidad, haciéndome dudar de todo lo conocido; incluso de mí misma.

Me levanté y me asomé a la ventana circular de la casa que me habían cedido. Se encontraba en una posición privilegiada, en la parte central del bosque y con una vista magnífica de las montañas. Todo era cómodo hasta el exceso: la cama, la suavidad de los tejidos que me abrigaban de noche, la ligereza de unas prendas con las que podría haberme subido a Thyanne y haber cabalgado sin el más mínimo esfuerzo. Todo era extremadamente agradable sin necesidad de esmerarse por ofrecérmelo, como sí que ocurría en Onize. En el castillo de Dowen, todo resultaba postizo, forzado, mientras que junto a los Hijos de la Luna se respiraba un ambiente sin artificios, tan natural en sí mismo que era imposible no desear encajar en él.

No obstante, me sentía incómoda. Tal vez fuese porque no me abandonaba la sensación de que no había llegado allí por voluntad propia. Primero había aceptado un destino obligado de manos de Hermine y el concilio y, cuando creía que la decisión de huir había sido solo mía, descubría que Arien me había buscado por otros intereses para con su raza. Sentía que saltaba de una mano a otra

sin poder hacer nada para remediarlo. Una moneda con la que comerciar. Una mercancía que no llegaba a pertenecerse a sí misma. O quizá se debiera a que, cada vez que pensaba que aquel lugar y sus gentes eran hermosos, el sentimiento de traición para con los humanos se intensificaba y se me clavaba muy dentro.

Había transcurrido una semana desde mi llegada y seguía sin encontrarme, sin conocerme. ¿Continuaba siendo Ziara, aquella chiquilla curiosa que había crecido en los límites blancos y verdes del hogar custodiado por Hermine? ¿Quedaba en mí algo de la joven que había pasado a formar parte del ejército nómada de Ziatak? ¿Aún era la esposa del comandante de Asum, la misma que había llegado a disfrutar de aquel pueblo vivo con olor a sal? ¿O tal vez todo se había evaporado al darme de frente con un pasado inesperado? ¿Cuánto habría de los Hijos de la Luna en mi interior? ¿En algún momento despertaría la Ziara en cuyas venas corría sangre plateada? ¿Qué quedaría de la que había sido hasta entonces? ¿Y qué era lo que había sucedido en mi ceremonia de renacimiento que había asustado tanto a la emperatriz?

Entre tanta incertidumbre, había algo que no me dejaba descansar: tenía que admitir que era tan humana como de aquel lugar. Medio hija de unos y otros. Mitad hermana, mitad enemiga. Me hallaba en una línea que dividía mi propio mundo en dos sin saber hacia qué lado saltar.

Suspiré, me preparé para salir y asumí que, si ansiaba obtener respuestas a todas aquellas dudas, había llegado el día de plantear las preguntas a la persona indicada.

—Acompáñame, Ziara. Quiero enseñarte algo.

Caminé junto a Missendra a través de la ciudad dormida. Se acercaba el mediodía, pero tras la ceremonia de mi renacer pocos eran los que habían abierto los ojos. Ella parecía descansada, pese a que me constaba que su noche se había alargado hasta el mismo amanecer. Había comprobado que, a la hora de divertirse, los humanos se parecían más de lo que les gustaría a sus enemigos.

La emperatriz llevaba un fino vestido dorado con ribetes plateados, un color que la hacía destacar como un sol en medio del cielo estrellado que formaban los habitantes de Faroa, y sus cabellos cortos trasquilados le daban el aspecto de un pequeño duende. No me pasó desapercibido el hecho de que se había cubierto las manos con unos guantes hasta el codo. Un complemento que en Onize se consideraría elegante, pero que en la sencillez de aquel lugar destacaba; además, yo sabía que solo podía deberse a un motivo. Inconscientemente, abrí y cerré la mano, y me observé la palma. No me había quedado marca, pero sí percibía una leve tirantez por el recuerdo del fuego en mi piel.

Los interrogantes me revolvían el estómago.

Salimos del entramado de árboles y nos adentramos en un sendero que llevaba a un pequeño campo de flores silvestres. Sus colores eran muy vivos, azules, rosas y amarillos, y contrastaban con la blancura del hogar de los Hijos de la Luna. Su presencia parecía no encajar con el paisaje, como si los dioses lo hubieran lanzado desde el cielo, pero quizá por eso su belleza era aún mayor, así como la sensación de serenidad que regalaba. En el centro, dos árboles desnudos se alzaban y trenzaban sus ramas entre ellos formando un techado bajo el que descansaba un altar de roca blanca. Los rayos

del sol se colaban entre el abrazo de los ramajes, dándole al lugar una calidez especial. Motas de plata flotaban. Pese a que era habitual verlas allí, no acababa de acostumbrarme a su belleza mágica.

—Nunca pudimos recuperar sus restos, pero aquí duerme su recuerdo.

De eso se trataba, de un lugar sagrado. Un remanso de paz que rendía tributo al origen de su raza.

Missendra se quitó el guante y apoyó la mano en la tumba. Sentí su dolor por la pérdida. Me acerqué y observé el dibujo trazado sobre la piedra: las siete flores talladas, de la primera, una rosa trepadora, a la séptima, el lirio de invierno que representaba a Essandora, mi verdadera madre.

Me abracé cuando una brisa repentina me estremeció. Se me erizó el vello de la nuca. No quise reconocer que uno de esos presentimientos había despertado en mi piel, alertándome de una presencia invisible e inesperada a nuestro alrededor. No estábamos solas, pero no me sentía preparada para asumir quién nos acompañaba.

Cerré los ojos para concentrarme en lo que me había llevado en busca de la emperatriz y para así alejar los susurros de los espíritus que el viento me traía en forma de silbidos.

—Siento su pérdida, Missendra.

Ella negó con la cabeza y me respondió con una sonrisa triste. —No es verdad, pero te entiendo. Aún es pronto para que

comprendas. Aún no percibes el hilo de plata que os une.

Tragué saliva, un tanto violenta por la situación, porque Missendra tenía razón. No podía sentir pesar por la muerte de unos seres que

habían intentado exterminar mi raza. Ni siquiera aunque uno de ellos fuera mi madre. Solo el hecho de pensarlo me originaba una aflicción pegajosa de la que me costaba deshacerme. Igual que imaginar sus siluetas espectrales velando alrededor de aquel altar me provocaba escalofríos.

—¿Te duele?

Señalé su quemadura con los ojos y la tapó con el guante. No me respondió y supuse que aún era pronto para hablar sobre lo que había sucedido en mi ceremonia, solo siguió caminando y nos adentramos en el espesor del campo de flores que rodeaba el altar. Era un bonito día de verano y el aroma dulce que nos acompañaba era tan fuerte como para que el escenario pareciera fruto de un sueño; un día en el que, por fin, obtendría respuestas y se me desvelarían secretos.

—Los tuyos las llamaban Sibilas de la Luna, pero para nosotros solo eran las Madres. Su pureza era embriagadora. Sus poderes, también. —Me tensé al pensar en lo que esas capacidades habían hecho con los míos y mi parte humana despreció en lo que me había convertido cuando acepté formar parte de ellos—. Solo eran siete, pero podían haber hecho suyo el mundo. Eran tan parte del cielo como de la tierra de la que brotaron en forma de flor. El linaje más joven y pequeño de todos, aunque el más fuerte.

Recordé la imagen que Hermine me había mostrado. Sus cabellos blancos, su pálida tez, sus vestimentas, tan similares a las que cubrían a las Novias del Nuevo Mundo. Sus coronas de flores. Sus ojos negros. Un aspecto que se alejaba de la mortalidad, pero que tampoco parecía encajar en ninguna de las razas mágicas que había conocido en los libros. Distaban tanto de sus propios hijos que

costaba entender que tuvieran un origen común. Eran únicas. Habían llegado a nuestra tierra, pero era obvio que venían de un lugar muy lejano que ni siquiera alcanzábamos a comprender.

—¿Por qué no lo hicieron? ¿Por qué no erigieron un imperio si tan poderosas eran?

La mirada de la emperatriz se tiñó de una triste decepción antes de que comenzaran a dibujarse remolinos de oro en su interior.

—Porque no era su destino. Ellas solo querían vivir en paz. Crear una familia y cuidar de la tierra que les dio la vida. Ni su espíritu ni su corazón ansiaban más.

Los ojos de hechicera de Missendra se convirtieron en un tornado igual al que me había transportado al claro de agua de mi infancia solo unos días atrás. Sentí que me tambaleaba un momento antes de recuperar la compostura y recordar lo que había sucedido en el pasado y que había supuesto el fin del equilibrio de nuestro mundo.

—¿Y los niños que asesinaron? ¿Y los hechizos? ¿Vas a decirme que su mágica misión, fuera cual fuese, justificó aquellas muertes? ¿Que cuidar de su familia pasaba por destrozar la de los demás?

El relato de Hermine reverberaba en mi interior cada vez que pensaba en mis verdaderos orígenes. Los pilares de todo lo que conocía se basaban en esa historia de horror y desolación provocada por las Sibilas. Ellas habían desencadenado la Gran Guerra. Ellas eran las culpables. Y yo no podía cambiar el pasado, pero sí renegar de quien había sido capaz de matar a niños humanos por sus intereses egoístas.

Puede que Essandora fuera mi madre, pero yo jamás sería su hija. —No, y voy a contarte lo que te han ocultado durante años.

—¿Y por qué debería creer vuestra versión y no la de los que me han mantenido a salvo hasta ahora? —repliqué con evidente desafío.

—Porque yo no solo voy a contártela, sino que voy a mostrártela.

No me di cuenta de dónde nos encontrábamos hasta que el viento me trajo el aroma de la ciudadela. Las flores a nuestro alrededor habían desaparecido y fueron sustituidas por las columnas de piedra grisácea de una plaza. No había estado nunca allí, pero sabía que aquella era la Plaza de las Rosas de Onize por los rosetones que adornaban el suelo empedrado y los escudos de Cathalian bordados en banderas que portaban guardias reales. El olor de la muchedumbre, una mezcla a sudor y heno, se internó por mi nariz.

Missendra, gracias a esa parte hechicera más desarrollada que la hacía única, me había transportado con ella al pasado, a ese momento en el que el rumbo del destino de nuestro mundo cambió para siempre.

Observé aturdida cómo los soldados preparaban un tablado de madera en la parte central.

—Aquel día, las Sibilas estaban exhaustas pero dichosas. Habían asistido al parto de una de ellas durante toda la noche y la vida siempre era motivo de felicidad.

La plaza se desdibujó y, de pronto, estábamos en una cueva. Tuve que abrir los brazos para retomar el equilibrio y no trastabillar. La sensación era igual que subirse a una roca resbaladiza. Dentro de ella, había una laguna similar a la que yo había encontrado siendo una niña, pero más grande y con el agua enturbiada. En su interior, las seis mujeres blancas se mecían en una danza extraña, con las manos entrelazadas. En una posición central se hallaba la séptima,

con la tripa abultada y los ojos entrecerrados. En su cuello se balanceaban dos colgantes exactamente iguales al mío.

—Ella es...

—Es Essandora.

Contemplé fascinada a aquel ser. Sus cabellos blancos formaban

ondas tan largas que se perdían bajo el agua. Su rostro era de una belleza sobrecogedora, de facciones suaves, dulces y armónicas. No me parecía nada a ella, ningún rasgo me resultaba familiar, y aquello me afectó de un modo inesperado. La imagen de las siete y el sentimiento que transmitían resultaban conmovedores, aun sin saber por qué. Bondad, pureza, una ternura infinita.

Los ojos se me colmaron de lágrimas.

La mano de Missendra encontró la mía y la apretó con cariño.

—Y, ahí, estás tú.

Resoplé desconcertada cuando comprendí lo que la emperatriz me

estaba mostrando. Era tan imposible que me costaba digerir lo que estaba presenciando. Entonces el torso de Essandora se dobló en dos, un gemido agónico salió de sus labios, sus hermanas la acogieron entre sus brazos y de su cuerpo surgió otro que ascendió entre las aguas y rompió en llanto.

—Soy... Soy yo. No es posible...

Pero lo era. Essandora abrazaba a un bebé de pelo cobrizo mientras a su alrededor las Sibilas lanzaban un cántico desconocido y el agua blanquecina se teñía de la sangre plateada que su cuerpo había expulsado.

La escena era sobrecogedora. Tan íntima. Tan real, pese a que fuese el resultado de una ensoñación. Tan llena de un sentimiento

indescriptible que jamás habría asociado con las Sibilas de la Luna y que retumbaba con fuerza en mi corazón.

Parpadeé y me sequé las mejillas húmedas.

La imagen se difuminó de nuevo y unas sombras que viajaron aún más atrás nos rodearon mientras Missendra continuaba con su relato. Unas sombras que se convirtieron en un paisaje verde y plateado en el que las Sibilas vivían felices rodeadas de sus hijos. Escenas de ellas bailando descalzas, con tiaras y collares de flores frescas. De niños riendo y jugando a construir castillos con los elementos de la naturaleza, de tierra y agua, de musgo y ramas. De noches en las que observaban el cielo y dormían sobre el regazo de sus madres. Niños que fueron creciendo a lo largo de los años hasta convertirse en los grandiosos Hijos de la Luna que conocía. Un escenario único y especial en el que crearon un hogar mágico que otros destruirían.

No vi dolor. No vi orgullo. Ni venganza. Tampoco humanos muertos por sus manos de diosas, mucho menos niños. No vi nada que no fuera candor y ternura. Amor. Todo aquello que me habían enseñado y en lo que aún creía acerca de su linaje se hizo pedazos.

—Son unos seres horribles, Ziara. No saben amar, así que... nos quitaron lo que más nos definía como humanos.

Las palabras de Hermine se repitieron en mi cabeza, de repente, sin sentido alguno.

Los esquemas de mi vida se deshacían como un trozo de hielo bajo el sol de invierno.

No nos habían arrebatado el amor porque para ellos no tuviera cabida, sino porque nosotros habíamos acabado con el más puro que conocían. Uno tan inmenso y visceral como yo jamás había visto

otro. Los humanos los habíamos destrozado y solo quedó espacio para la venganza más vil y despiadada.

Miré a Missendra y atisbé una honda tristeza en los colores de sus ojos.

—Esta era su vida, Ziara. Eran seres que amaban su hogar, jamás lo habrían puesto en peligro. Vivían para sus hijos y solo se relacionaban con otras razas para garantizarles un futuro seguro. Los seres mágicos las respetaban como las diosas que eran. Los humanos... Los humanos las temían y por eso les permitían asentarse en este lugar mientras la paz estuviera asegurada para todos.

—Las Tierras Altas.

No pude evitar recordar al esposo destinado a Maie, un tal Isen Rinae, miembro de ese linaje desterrado de sus propias tierras. Me pregunté dónde se encontrarían en aquel momento. Allí, pisando ese suelo que un día podría haber sido suyo, eché a Maie profundamente de menos y sentí que la necesitaba a mi lado más que nunca.

Rezaba cada noche por que siguiera viva.

Me hallaba exhausta. Demasiadas emociones, demasiadas revelaciones y verdades, demasiado dolor para cargarlo sola. Eso sentía, una soledad sin igual que me angustiaba. Si reflexionaba sobre ello, toda mi vida había sido un sinfín de despedidas. Primero mis padres, Maie y aquel hogar verde y blanco que había dejado lleno de recuerdos y chicas de mirada esperanzada. Después Thyanne, Syla, Leah y un pueblo con olor a mar que me había aceptado con cariño sincero. Incluso Sonrah, Nasliam, Yuriel y todos los soldados con los que había compartido momentos que

rememoraba con afecto. Y Redka. No quería pensar en Redka, su despedida me provocaba una punzada en el pecho, pero no podía dejar de hacerlo. Habíamos vivido algo especial y no entendía cómo había podido no darme cuenta hasta que ya se encontraba lejos. Me había centrado tanto en las condiciones que me habían llevado hasta él, en las ganas de escapar, en todo lo que desconocía de un mundo que no comprendía, que había pasado por alto lo que había crecido entre ambos.

Lo había perdido mucho antes de tenerlo.

Pensaba en todos aquellos que conformaban la que era mi vida hasta entonces para al momento descubrir que ninguno me acompañaba. Estaba completamente sola, rodeada de extraños, y obligada a aceptar la verdad de un mundo en el que se me consideraba una pieza clave y del que yo solo ansiaba huir sin saber bien por qué.

—Exacto, las Tierras Altas. El señor de Rinae, su gobernante, era bondadoso. Igual que las Sibilas, solo deseaba proteger a los suyos, así que les cedió la punta norte y de ese modo pudo nacer Faroa. La magia ayudó a que los árboles brotaran con más fuerza y nos acercaran al cielo. La convivencia con los hombres de la zona siempre fue magnífica. Nos respetábamos en espacio y costumbres, e incluso nos ayudábamos, de ser necesario. Con el linaje Rinae, jamás habría estallado una guerra.

Sentí un gran alivio ante esas palabras que, aunque no tenían por qué incumbir al esposo destinado a Maie, me ayudaban a volver a tener esperanza por mi amiga.

Las sombras se tornaron plateadas y viajamos hasta otro instante, uno en el que Essandora alzaba al bebé recién nacido hasta que la

luz de la luna rozaba su piel. Un destello las atravesó a ambas mientras la madre recitaba unas palabras con una voz melódica que me recordó a una nana infantil.

—Hija de la Luna, que la diosa te cuide y te proteja, sea cual sea tu sangre. Que la tierra te acoja en su hogar y el cielo vele por tu alma pura. Su luz vive en ti. Su magia eres tú.

Se me encogió el corazón. Sentí su amor a través del tiempo y la distancia, a través de las barreras de la magia que Missendra me estaba mostrando, y asumí que aquella diosa blanca me amaba. Yo la había odiado desde que supe de su existencia y ella me había querido con todo su ser.

—Es tu ceremonia de nacimiento.

Reparé en que se encontraba sola, sin sus hermanas, aunque sí con la compañía de tres tornados de plata que revoloteaban a sus pies.

—¿Por qué no están las demás?

—Pese a que cualquier nacimiento les provocaba dicha, no aceptaban a los híbridos. Jamás ninguno vivió en Faroa. Tú eres la primera. —Missendra apartó la mirada antes de dedicarme una leve mueca de desagrado y hablarme de mi parte humana—. Sé que no es lo que te han contado los tuyos, pero las Sibilas eran cautas, luchaban por controlar sus instintos primarios y castigaban a su modo a quien no lo hacía. Sin embargo, el espíritu de una de ellas siempre fue más imprevisible que el del resto. Tu madre, Ziara. Era más terrenal que ninguna. La más joven e imprudente. Únicamente tuvo tres Hijos de la Luna puros, pero también sació su sed en otras razas. Tenía especial predilección por los humanos. Se relacionaba con ellos más de lo conveniente.

Los tornados que la acompañaban cesaron en su ímpetu y distinguí que uno de ellos era Arien. Miraba a su madre con devoción y bailaba alrededor del círculo de luz que la magia de la Luna había creado en torno a mí, ese bebé de pelo rojo y piel de leche que dormía plácidamente en los brazos de su madre. Arien era el mayor de las tres figuras que acompañaban a Essandora, su aspecto era prácticamente igual que el actual, y me pregunté quiénes serían los otros dos y dónde estarían. También percibí la esperanza naciendo en mi interior al digerir que, una vez, tuve una familia auténtica. Había sido hacía mucho tiempo y ni siquiera podía recordarla, pero había existido.

Un mareo me abordó cuando la luz se volvió de un color rojizo intenso y comencé a atisbar el uniforme del ejército de Cathalian, el mismo que tantas veces había visto cubrir el cuerpo de Redka. Vi con mis propios ojos cómo los soldados se colaban con sigilo en Faroa y atacaban a las seis Sibilas, dormidas todas juntas sobre un lecho de flores tras el agotamiento por mi alumbramiento. Observé que no se defendieron, sino que solo cubrieron el lugar con un velo de magia para evitar que sus hijos se despertaran y fueran testigos de su final; luego cerraron los ojos con resignación y aceptaron su destino. Contemplé que, en otro punto de la ciudad, Essandora, entonces sola, se encontraba arrodillada lavándome en un arroyo; al oír los sonidos de la emboscada, huyó conmigo en brazos a través del bosque hasta llegar a una pequeña cabaña escondida entre la maleza. Las lágrimas caían por sus mejillas y el pánico ante la posibilidad de que la atacaran con su bebé en brazos y que pudieran hacerle daño desencajaba su precioso rostro. La vi quitarse un collar de los dos que colgaban en su cuello y esconderlo bajo la manta que

envolvía mi cuerpo. Una mujer humana abrió la puerta y me acogió entre sus brazos antes de abrazar a Essandora con un amor inaudito entre ambas razas. Un amor que habría considerado impensable que existiera en Cathalian entre una humana y una Sibila.

Aquella mujer era Lorna, mi madre. Ambas lo eran. Una me había dado la vida, la había protegido hasta su último aliento y se la había entregado a otra que me había proporcionado cobijo y un hogar durante los siguientes cuatro años. Dos madres que tenían en común su profundo amor por mí.

Las piernas me temblaron y caí sobre la hierba.

No era capaz de hablar. No podía reaccionar a todo lo que estaba descubriendo. Me costaba controlar el pesar intenso que me embargó al ver de nuevo el rostro de mi madre, la que me había querido, abrazado y alimentado durante cuatro años, pese a no ser de su propia carne.

¿Qué relación tendría con Essandora? ¿Dónde iría tras abandonar también aquella granja en la que crecí? ¿Habrían regresado a esa cabaña de la que acababa de descubrir que se hallaba muy cerca de mi nuevo hogar?

No podía respirar sin notar la falta de aire y el sabor salado del llanto en los labios.

Sin embargo, Missendra no cedió a mi debilidad y me llevó de vuelta a Faroa a través de sus ojos mágicos. Allí, un grupo de soldados rodearon a Essandora con sus espadas y arcos en alto.

—Sibila de la Luna, queda arrestada por orden del rey Dowen por cometer alta traición a la corona de Cathalian.

Essandora cerró los ojos y extendió sus manos hacia delante, rindiéndose a su destino.

En aquel instante deseé que la historia cambiara, que Missendra me enseñase la forma en la que mi madre alzaba sus brazos y de ellos brotaba una luz cegadora que los derribaba a todos. Me esforcé por comprender por qué su condición etérea se rendía y no luchaba hasta su último aliento, como tampoco lo habían hecho sus seis hermanas, pero no lo logré. Anhelé que me abrazara y que, junto a mis tres hermanos, nos escondiera para siempre en la frondosidad de Ciudad de los Árboles, ajenos al resto del mundo, convirtiéndonos en parte de esa tierra que ellas tanto amaban. Ansié con todas mis fuerzas el hogar que el rey Dowen me había arrebatado.

Y lo odié. Odié con ímpetu a ese hombre que nunca me había despertado simpatía y sí una desconfianza instintiva, y que se me mostraba como el mayor enemigo de todos y el culpable de cuanto dolor conocía. Deseé la venganza con una profundidad que me heló la sangre. Sin ser consciente de lo que sucedía, me vi posicionándome en un bando, aunque solo fuera por el odio en común que me unía a los Hijos de la Luna contra el hombre que gobernaba el reino desde el trono de Cathalian.

—¿Por qué no se defendieron? ¡No lo entiendo! Si eran tan poderosas como dices, podrían haberlo hecho.

—No funciona así, Ziara. Su condición de diosas no les permitía usar la magia en contra de su destino. El río sigue el cauce que le marca la tierra. Solo la sangre humana intenta imponerse a las leyes de la naturaleza.

Giramos sobre nuestros talones y volvimos a estar en el lugar del principio: la Plaza de las Rosas. Todas las Sibilas caminaban encadenadas de pies y manos bajo los murmullos de asombro, terror e inquina de los ciudadanos de Onize. La muchedumbre se había

reunido alrededor del retablo. Algunos hombres cargaban azadas y espadas que alzaban al cielo clamando venganza. Las mujeres sollozaban llenas de tristeza y odio, y los jóvenes maldecían. Hasta había niños siendo testigos de aquella muestra vil del poder y orgullo humanos disfrazada de justicia. El odio hacia las siete Madres era tan visceral que sentí una opresión en la boca del estómago que acabó en arcada. Un odio que Missendra me había enseñado que no tenía razón de existir, motivo por el cual resultaba aún más espantoso.

Las Sibilas caminaban en silencio, con la cabeza en alto y sus ojos negros fijos en la luna que las alumbraba y que había acudido a despedirse de ellas, aun siendo de día. Sus vestidos blancos y sus pies descalzos destacaban como luces sobre las sombras. Essandora cerraba la comitiva, sus pasos eran más lentos y un reguero de sangre de plata se dibujaba tras sus pasos.

—Una de ellas acababa de alumbrar. ¿Dónde se encuentra el bebé? —dijo un soldado que, por su posición y actitud, debía de ser el comandante. Sus ojos claros destacaban sobre un rostro curtido por la batalla y el sol. Los de ella expresaron tal vacío que hasta yo sentí el estremecimiento que despertó en aquel experimentado soldado.

—Murió en el parto —susurró ella.

Compartieron una mirada que pareció hablar en silencio. Como si sus ojos se reconocieran y los del comandante se debatieran entre ver engaño o verdad en los de la diosa. Su estado débil y quebradizo hizo que sus palabras lo conmovieran y el comandante dio la orden.

Siete piedras. Siete horcas. Siete Sibilas muertas frente a un pueblo que lloraba por los asesinatos de unos niños que nunca

ocurrieron. Siete madres que dejaron una ciudad de huérfanos con sed de venganza; una familia aún profundamente dormida bajo el poder de su magia que, cuando despertara, descubriría el horror y el dolor de su corazón roto.

Las siete se colocaron sobre la piedra y observé la escena sin disimular no solo el miedo que se había instaurado en mí, sino también el desconcierto al descubrir las semejanzas de esas siete diosas con la mayoría de los recuerdos de mi infancia; con una infinidad de chicas vestidas de blanco corriendo descalzas y celebrando su plenitud con coronas de flores sobre sus cabellos. Aquella similitud no podía ser una casualidad.

Cuando vi a los soldados empujar la piedra bajo sus pies y el sonido de los cuellos partiéndose, sentí la luz de la luna activándose dentro de mí.