desdibujaban.
—¿Alguna novedad?
Negué a Nasliam y me colé en las caballerizas. No soportaba que mis hombres me mirasen a la cara, no cada vez que les mentía. Desde que mi mundo se había desestabilizado, lo hacía constantemente y la sensación de que algo malo estaba a punto de suceder no me abandonaba. Quizá se debía a la culpabilidad que sentía o, tal vez, a esa tensión permanente que se respiraba en cada maldito rincón del castillo.
Desde el instante en el que se había avisado de la fuga del prisionero, se había iniciado una investigación paralela al estado de alerta. Los soldados se habían dedicado en vano a la búsqueda del Hijo Prohibido, mientras en palacio el consejo del rey se ocupaba de otra búsqueda muy diferente: la de un culpable. Pese a la magia con la que aquel ser contaba, resultaba obvio que había necesitado un cómplice para escapar; más aún, al haberlo hecho con dos rehenes. Se creía que Ziara y Feila habían sido secuestradas por el Hijo de la Luna, quizá con intención de utilizarlas para negociar su libertad en caso de necesidad. Era una buena coartada para ellas, aunque intuía que no se mantendría firme durante mucho tiempo.
Los demonios de plata eran fuertes, pero después de días de encierro y tortura, aquel ser estaría demasiado débil como para poder pasar por encima de todo el ejército de la corte él solo, así que la teoría de que alguno de los nuestros lo habría ayudado cobraba fuerza. Algo se nos escapaba. Y ese algo era la traición, nada menos, del comandante real de Ziatak.
¿Por qué lo había hecho? ¿Qué me había empujado a traicionar no solo a la corona, a mi pueblo y a los míos, sino también a mí mismo?
Ella.
Ella lo había roto todo en pedazos. Todo en lo que creía, los pilares en los que basaba mi vida y la única razón que me hacía levantarme con un objetivo por las mañanas. Proteger a mi raza era mi destino, lo único seguro y certero con lo que contaba. Yo era un soldado. Había soñado con serlo desde niño y me había convertido en uno desde el momento en que mi familia murió a manos de los Hijos Prohibidos. No conocía nada más allá del ruido de las espadas, del olor de la tierra bajo mis pies y de la piel curtida por el sol. Tampoco lo deseaba. Lo único que necesitaba era, batalla tras batalla, acercar a mi pueblo a esa victoria y a la paz que merecía después de tanto sufrimiento.
Y, de repente, Ziara había aparecido en mis sueños y todo en lo que creía se había tambaleado. No solo me había hecho cuestionarme mis actos con sus interminables preguntas, sino que había provocado que las respuestas me abrieran los ojos y observara desde otro prisma el mundo que me rodeaba. Uno que, ciertamente, no me agradaba del todo.
Ella había despertado una versión de mí mismo que nadie había sido capaz de activar. De pronto, no solo estaba el soldado, sino
también el hombre; un hombre con deseos, con instintos, con algo más que sed de venganza. Con esperanza. Un hombre que creí que había muerto junto a los míos hacía demasiado tiempo, pero que solo aguardaba agazapado a la espera de algo por lo que mereciera la pena regresar.
Sus gestos, sus sonrisas, su fuerza, su curiosidad inquietante, su viveza, el desafío constante de sus miradas. Cada parte de ella me había empujado a abrir aquella puerta por la que no solo había permitido que escapara uno de mis enemigos, sino también mi lealtad y mi integridad.
Ziara había acabado con el guerrero y solo había quedado un hombre perdido que ansiaba que ella fuera feliz.
Aquella noche que cambiaría mi vida para siempre había pospuesto todo lo posible el aviso sobre la ausencia de mi esposa. El duque de Rankok estaba tan centrado en sí mismo que no había sido consciente de que la suya tampoco se hallaba en el castillo; por una vez, su egoísmo y estupidez habían servido de ayuda. Fue una dama la que explicó que Feila se había excusado antes de la cena para acudir al tocador con la muchacha del comandante. «La muchacha del comandante», así la había llamado y las palabras habían caído sobre mí como un jarro de agua helada. No tenían ni idea, porque Ziara era menos mía que el suelo terroso que en ese momento pisaba. Ziara no pertenecía a nadie más que a sí misma y así debía ser. Ni el destino había podido frenarla en su empeño por marcharse. Ni el miedo, si es que lo había sentido en alguna ocasión, porque hasta de eso dudaba. Daba igual el maldito concilio cuando el instinto luchaba por salir y en ella primaba de un modo que me había asustado desde el principio.
Lo único que yo sabía hacer bien era proteger a los demás, pero de su naturaleza impetuosa no podría protegerla jamás.
Todavía con su imagen en mis pensamientos, sentí una presencia a mis espaldas y me volví. Nasliam me observaba con cautela, aunque sin miedo a lo que se pudiera encontrar, como les sucedía a tantos otros. Todos estaban preocupados por su comandante; los rumores sobre la desconfianza del consejo de Dowen se alimentaban cada día un poco más y en algunos de ellos yo era el protagonista. Temían por mi cargo, por las consecuencias que la huida del Hijo de la Luna y la pérdida de Ziara pudieran tener para mí e, incluso, por que finalmente se descubriera que lo que se decía fuera verdad. Pero los que me conocían bien se preocupaban, además, por mis sentimientos.
—Redka, ¿quieres que hablemos de ella? Ya sabes que...
Levanté la mano y Nasliam calló. Cerré los ojos y los recuerdos regresaron con fuerza.
El temor en su mirada de miel cuando los encontré escondidos en las caballerizas. Su agradecimiento sincero cuando los escolté hasta la puerta y la abrí sin hacer preguntas. El dolor que sentí cuando la vi marchar. Su beso, inesperado y embriagador, igual que había sido su llegada a mi vida.
—Soy un soldado, Nasliam. —Noté que él tragaba saliva y apretaba los puños por la impotencia; es imposible ayudar a un hombre que no lo desea—. Estoy forjado de acero, no de palabras. Llama al armero. Dowen ha ordenado entrenar a los nuevos ejércitos.
Asintió y se marchó, aunque sabía que lo hacía intranquilo no solo por su líder, sino por su amigo. También por una situación política
que comenzaba a descontrolarse.
El rey había reunido a sus comandantes para informarnos de que
debíamos estar preparados. La huida del Hijo Prohibido no había hecho más que avivar las ascuas de una guerra en ciernes y se esperaba una respuesta por su parte. Dowen llevaba tiempo buscando aliados y formando ejércitos no solo humanos, sino de diferentes razas con las que había negociado su apoyo. Aquello me incomodaba, pero comprendía que era parte del juego. Y ahora mi misión consistía en preparar para la batalla a jóvenes, la mayoría inexpertos, que creían fervientemente en la palabra de su rey. Jamás me había sucedido, pero últimamente me preguntaba a menudo cuántos de ellos aún vivirían cuando todo acabara. También, si merecerían la pena las muertes de los que no.
Recordé la primera vez que acudí al castillo. Llegué con dieciséis años, un caballo etenio y toda la rabia del mundo en mis huesos. Tenía edad para alistarme, aunque no estaba lo suficientemente preparado para formar parte del ejército real. Dowen me lo había dejado claro nada más verme.
—Muchacho, la rabia solo te hará morir antes de que seas consciente de estar luchando, y tu padre, que los dioses lo guarden, no me lo perdonaría jamás.
—Quiero servirle, majestad.
—¿Estás seguro? Vuelve a tu aldea, pronto soñarás con una joven hermosa. Podrás formar una familia y disfrutar de lo que tu hermano no pudo.
Pero yo no ansiaba una esposa. Yo solo quería luchar.
Rechiné los dientes al oír que nombraba a Guimar. Pensar en mi hermano o en mis padres hacía que la furia creciera en mi cuerpo y que la ira brillase en mis ojos. El rey vio esa fuerza en mi mirada y ladeó el rostro.
—Te pareces a él.
Cuadré los hombros con un orgullo evidente.
—Todos dicen que Guimar y yo éramos como dos gotas de agua
de Beli.
Para mi sorpresa, el rey negó con la cabeza.
—No hablaba de tu hermano. Te pareces a tu padre. La misma
fortaleza, el mismo arrojo.
En sus ojos vi la nostalgia de quien ha perdido a alguien que le
importaba. En los míos se reflejó una emoción intensa. Jamás me habían comparado con mi padre. Mucho menos el rey, para quien había sido un amigo de verdad y no solo el comandante de su ejército.
—Gracias, majestad.
No pude ocultar el temblor de mi voz.
—Ve al Patio de Batallas y pregunta por el entrenador. Él te
instruirá. Cuando considere que estás preparado, si todavía quieres luchar para mí, ven a buscarme y te daré lo que me pidas.
Y así había sido. Cuatro años había estado bajo la tutela del mismo entrenador que había formado a mi padre: Roix, un hombre que parecía llevar cien vidas a sus espaldas, de cuerpo arrugado y pelo canoso, pero aún con la fuerza de mil hombres y el espíritu de todo un ejército. Incansable, cruel en ocasiones y silencioso como un fantasma a punto de devorarte. No había sido fácil, pero había aceptado cada dificultad como un reto que me acercaba más a mi
padre. Era la única razón que hallaba para que mereciera la pena seguir respirando. Tras ese periodo, más largo de lo que jamás pensé, me había presentado frente al trono de Dowen y había dejado rodar a sus pies la cabeza de un Hijo Prohibido, la última prueba de una formación un tanto peculiar que había superado con éxito. Me constaba que ningún otro había tenido que pasar por tal calvario. Mucho menos, cazar a un enemigo por mí mismo, sin ayuda. Había estado a punto de morir, la cicatriz que me atravesaba el costado y subía por mi espalda me lo recordaría cada día de mi vida, pero lo había vencido.
El rey observó aquella cabeza de ojos grises apagados y asintió con una sonrisa en los labios. Ni siquiera mostró asombro por mi proeza. Yo ya sabía que no conocería jamás a otro soldado capaz de enfrentarse solo a uno de ellos y salir victorioso. En eso me habían convertido. En un cuerpo de acero, furia y corazón helado.
—Igualito que él. Terco como una bestia —susurró Dowen—. ¿Qué quieres, Redka de Asum?
Sonreí entre dientes sin poder evitarlo.
Mi momento, por fin, había llegado.
—Quiero un ejército.
Lo había conseguido. Durante los cinco años siguientes había
comandado a algunos hombres que habían visto morir a mi padre y a otros que había formado yo mismo y que me eran leales. Había acabado liderando un grupo de guerreros provenientes del mismo hogar, una aldea de sal y flores que no parecía tener nada especial, pero que constituía un rincón de esperanza que luchaba por mantener vivo.
Dowen me había responsabilizado del control de la Tierra Yerma de Thara, un terreno áspero e inhóspito con el que Ziatak compartía frontera y que había sido prácticamente asolado durante la Gran Guerra, pero en el que aún se desataban conflictos. No solo eso, sino que también era habitual zona de paso de los Hijos de la Luna y otras de sus razas aliadas, y, además, se rumoreaba que ansiaban asentarse allí para rodear cada vez más el Nuevo Mundo, aunque seguíamos sin conocer con exactitud sus verdaderos planes. De suceder, las casas de las Novias estarían cada vez más desprotegidas.
El rey confiaba en mí. Lo había hecho desde el principio, pese a que la razón de que me hubiera dejado en manos del viejo Roix se debiese a su deseo de que desistiera de mi empeño y volviera a Asum. Tiempo después, en una de nuestras charlas confidenciales, me confesó que le había prometido a mi padre protegerme, pero que, tras cuatro años observando mi perseverancia e integridad, había asumido que era igual de testarudo que mi progenitor y que no podía negarle a mi espíritu combativo lo que con tanta firmeza le demandaba.
—Eres un soldado, Redka, un Hijo de la Tierra. Si los dioses así lo han querido, tu padre, esté donde esté, tendrá que aceptar tu destino.
A partir de ese instante, no solo me convertí en un comandante, sino que Dowen me consideró merecedor de su respeto y de cierto espacio en su círculo íntimo. Quizá como un modo de ocupar el vacío que había dejado mi padre. Tal vez, porque los hombres poderosos como él necesitan una figura estable con la que contar en un mundo
sumido en una paz inestable, en permanente riesgo de romperse. Y yo también había llegado a considerarlo un amigo. O eso creía.
Por numerosos motivos, una parte de mí sentía el deber de confesar la traición que había cometido y que se me juzgara por ella. Siempre me había considerado un hombre íntegro y fiel y, de haber sido la situación diferente, habría aceptado el precio por mi deslealtad con la cabeza alta, aunque eso hubiera significado que acabara rodando por el mismo suelo que ahora pisaba.
No obstante, el que pensaba así era el soldado, no el hombre. El hombre haría todo lo posible por protegerla a ella y eso empezaba por evitar que llegara a ser juzgada por sus actos. El hombre le había afirmado al rey una y otra vez, jurando incluso sobre la bandera de Cathalian, que no había tenido relación con la huida del prisionero ni con la fuga de las dos mujeres.
¿Y qué vale un hombre sin su palabra? Nada. Yo ya no valía absolutamente nada.
—¡Redka, espera!
Sonrah me abordó antes de salir del establo en busca de los nuevos soldados. Me cogió del brazo y me ocultó bajo un sotechado buscando cierta intimidad. Su actitud me tensó al instante.
—¿Qué sucede?
—Tu nombre ha salido a relucir nuevamente en el consejo.
Asentí y me pregunté cómo se habría enterado él tan rápido del
contenido de una reunión a puerta cerrada que habría terminado poco antes de su llegada. Asumí que todos guardábamos secretos, incluso a los nuestros. Apreté los dientes ante la información que me
confiaba, porque significaba que el recelo hacia mí era aún mayor de lo que yo pensaba. A Dowen la vida de las dos Novias no le importaba nada, pero sí quién pudiera haber ayudado al Hijo Prohibido y traicionado su confianza. El orgullo siempre ha sido un mal compañero de los hombres; más aún, de los que no saben qué significa perder.
—Te están vigilando, Redka.
—¿Intentas preguntarme algo?
Sonrah chasqueó la lengua, ofendido por mi reacción.
—Confío en ti, es lo único que me importa. Daría mi vida por ti,
¡maldita sea!
Me escupió las palabras contra el hombro y me apretó el brazo un
instante entre los dedos.
—No liberé a ese Hijo Prohibido —susurré. Él negó con rabia.
—Sé que no lo hiciste, tienes a cien soldados que testificaron que
no te encontrabas en Torre de Cuervo.
—¿Entonces? ¿De qué se me inculpa? Tampoco estaba con mi
mujer. Me pasé la tarde con asuntos de Estado por orden del mismo Dowen, hasta que dieron la señal de alarma y os convoqué, Sonrah. Tú estabas allí.
—Lo sé. No hay dudas de que respondiste como el comandante que eres, pero las paredes hablan.
—¿Y qué dicen?
—Que no controlabas a Ziara.
Ahí estaba, la neblina que había sobrevolado nuestra relación
desde el comienzo. Siempre había sabido que no nos comportábamos exactamente como se esperaba de nosotros, aunque habíamos creído ser lo bastante discretos como para que en
la corte no pudieran recelar al respecto. Nadie compartía nuestro lecho como para saber qué ocurría dentro de él. Mientras la mantuviera sana y salva, no había espacio para las habladurías. O tal vez sí.
—No me casé con una yegua.
Para mi asombro, Sonrah se rio.
—Un poco terca sí que era. —Sonreímos y su expresión de
nostalgia me golpeó en el pecho; no era el único que la echaba de menos—. Soy el primero que no los comprende, Redka, pero eso no significa que no haya límites. Existen para todos, lo sabes bien, el mundo ha sido forjado así. Hay quien dice que ella... —Sus palabras se quedaron en el aire y me observó con reparo.
—Vamos, Sonrah. Pocas cosas pueden asustarme a estas alturas de la vida.
Suspiró y se acercó más a mí para compartir esas teorías acerca de Ziara para las que yo había estado ciego. Tan ciego como para no darme cuenta de que, quizá, dejarla estar en el punto de mira de todo un palacio por esa actitud diferente que a mí me seducía solo era una manera de ponerla en peligro.
—Confraternizaba más con el servicio que con la corte. Pasaba mucho tiempo sola. Dicen que era frecuente cruzarse con ella deambulando por los pasillos o riéndose ante las páginas de un libro. Por no hablar de su aspecto descuidado. En Asum, rara vez se la veía haciendo lo que las demás esposas. Ni siquiera se relacionaba con las otras Novias. Amina le contó a Prío que no parecía deseosa de darte descendencia. Por no hablar de su poco decoro para montar un caballo.
—¡Fuiste tú quien la enseñaste a cabalgar!
—Lo sé, y fue una delicia, pero nosotros entendemos las cosas de un modo distinto, Redka.
Compartimos una larga mirada hasta que la aparté.
—Es posible, pero eso no la hace una traidora. Como mucho, un blanco fácil al que culpar.
—No lo niego, pero lo que llama la atención suele ser peligroso en estos tiempos.
«O especial».
Borré esas palabras de mi cabeza y le dediqué a Sonrah un gesto de agradecimiento.
—Y no debes olvidar lo que nuestros antepasados temían —añadió con una sonrisa ladina.
Lo contemplé con asombro, porque no me esperaba aquel comentario por su parte.
—Dime que no te refieres a esos cuentos de viejas. ¡Por los dioses, Sonrah!, las brujas desaparecieron con la traición de Giarielle.
—No pronuncies aquí su nombre o podríamos tener problemas — susurró entre dientes; luego suspiró con un cansancio evidente—. Mira, Redka, no sé qué habrá de verdad en esas acusaciones, pero Ziara despertaba miradas y recuerdos.
Hacía años que no escuchaba los cuentos de Giarielle. Aquella bruja de pelo rojo y fuego en las entrañas que había hechizado al rey Danan. Giarielle había muerto a manos del fuego que habían generado sus celos de amante despechada. Se había llevado por delante a Danan y a su esposa, la reina Niria, dejando el trono para su vástago, Rakwen, el rey piadoso, el abuelo del mismísimo Dowen. Después de años de hostilidades con las pocas que quedaban en el
reino, aquel acto atroz había supuesto el motivo de que las brujas hubieran sido condenadas y su linaje se hubiera perdido en el tiempo para convertirse en historietas con las que entretener a los críos frente a una hoguera. Tras la muerte de Giarielle, se había firmado un decreto por el que se permitía arrestar y condenar a cualquiera que usara su magia en territorio humano e incluso a quienes se relacionaran con ellas. De la noche a la mañana, las pocas brujas que aún habitaban Cathalian huyeron, quién sabe adónde, desaparecieron y su historia se convirtió en leyenda.
Recordé el cabello de Ziara. Su tacto suave entre mis dedos. Su aroma, cuando cabalgábamos sobre Thyanne en aquellos trayectos que me resultaban eternos por tenerla tan cerca y no poder tocarla. El brillo cobrizo que el sol despertaba en su cabello cuando lo rozaba. Indomable. Solo era eso, un espíritu libre que no encontraba su sitio.
Quedaban pocos como ella. El color rojo había sido motivo de deshonra y había despertado miedos en el pasado, siempre atado a aquella bruja que casi acabó con un reino, pero sus rasgos no eran más que el desafortunado resultado de los restos de un linaje perdido hacía demasiado tiempo. Ninguna dama deseaba heredar el tono de su cabello y las pocas que lo hacían se lo coloreaban igual que si fueran tejidos, pero la autenticidad que ese tono le otorgaba a Ziara encajaba con su espíritu curioso y aventurero.
Recordé la conversación con Sonrah y Nasliam tras la ensoñación en la que la vi por primera vez y sonreí.
—Me juego diez monedas a que me ha tocado la Novia más insolente de todo Cathalian.
Reparé en que había ganado esa maldita apuesta al salir de la Casa Verde tras desposarnos, cuando rechazó mi ayuda para subir al caballo con esa mirada desafiante y terca que solo podía darnos disgustos, pero no me importó porque enseguida me di cuenta de que, en realidad, había ganado mucho más que un puñado de monedas.
Sin embargo, todo eso ya no importaba. Se había ido y mis problemas se habían transformado en otros mucho mayores que debía sortear si no quería ocupar el vacío que el Hijo de la Luna había dejado en Torre de Cuervo.
Cuando regresé a Patio de Batallas, ya era de noche. Estaba tan exhausto que rehuí la invitación de mis hombres de unirme alrededor de la hoguera con una botella de licor y me dirigí a mi camastro. Aquel lugar no se parecía nada a los aposentos que había compartido con Ziara, pero prefería mil veces el suelo terroso y el colchón roído si no la tenía a mi lado.
Me tumbé y cerré los ojos. Pese a la larga jornada de entrenamientos, el cansancio se debía más a los enredos de mi mente. Daba igual lo que hiciera, que me centrara en el manejo de la espada o que descargase mi frustración instruyendo a los pobres soldados que habían dejado bajo mi tutela, porque, cuando el silencio llegaba y me encontraba solo, ella lo llenaba todo.
Su mirada curiosa, la suavidad de sus labios, su sonrisa dulce y traviesa.
Sabía que solo me hacía daño, pero me esforcé por recordar cada momento, cada instante compartido que se había quedado dentro
de mí. Me recreé en lo bonito que habíamos vivido y también en el dolor que me había causado su huida.
Cuando abrí los ojos, me hallaba en un pasillo. Giré sobre mí mismo y noté el corazón sacudiéndose en mi pecho. Aquello no tenía sentido. ¿Me habría quedado dormido y estaría soñando? Rocé el muro de piedra y clavé la uña con fuerza hasta hacerme daño. Una gota rojiza brotó bajo la piel y la toqué con la yema. Densa y cálida como solo lo era la sangre real.
No comprendía cómo había sucedido, pero estaba en los camastros de Patio de Batallas y, un instante después, me encontraba en el acceso al salón privado de licores de Dowen. Me recorrió la espalda un escalofrío al ser consciente de que aquello solo podía deberse a un embrujo provocado por la magia.
Cogí aire profundamente para mantenerme alerta, aunque me notaba confuso, ido, presa de una somnolencia que no me dejaba pensar con la claridad con la que lo haría un soldado.
Oí el tintineo de las jarras al otro lado de la pared y recordé dónde estaba.
A aquella zona solo tenían acceso los elegidos por el rey. Estaba compuesta por una sala común y diversas alcobas para uso y disfrute de sus invitados. En ella la moralidad se dejaba al otro lado de la puerta y los hombres más poderosos del reino bebían, probaban sustancias prohibidas que abotargaban los sentidos y disfrutaban de placeres carnales sin necesidad de ocultar sus tendencias naturales. Allí era fácil ver a seres mágicos doblegados por los instintos humanos, y no se trataba solo de deseo, sino de una crueldad tan honda que se me asemejaba a la peor de las torturas.
Yo había acudido con asiduidad en mis primeros años como comandante. No me gustaba rememorarlo, pero había saciado mis necesidades sin cuestionarme el modo. Tras arduas batallas en las que siempre perdíamos hombres, el ansia por olvidar ese dolor, esa desazón y vacío constantes en mi interior, me conducía a beber más de lo debido y a perderme en algún cuerpo caliente del que al día siguiente no recordaba el rostro. Jamás me había relacionado con razas mágicas, pero era habitual ver a hombres que odiaban la magia por encima de todas las cosas retozar con seres no humanos.
Aquella hipocresía me había llevado a aborrecer aquel lugar, así que pronto había dejado de asistir. Y, de repente, estaba en el pasillo de alcobas que sus asiduos usaban para dar rienda suelta a sus instintos más animales.
Percibí el sudor deslizándose por mi nuca hasta mojarme la camisa. Me temblaban las manos, notaba un sabor agrio en la boca y una sensación extraña cuando me movía, como si mi cuerpo lo hiciera por un mandato externo que no me correspondiese. Me apoyé sobre la pared con la intención de retomar el control. Me agarré a las piedras con firmeza, pero mis pies tenían otra intención y se deslizaron por el pasillo hasta quedar frente a una puerta. No pude contener el impulso de mirar qué escondía. Pese a que sabía que aquello era del todo inapropiado, mis dedos agarraron el pomo y lo giraron con sigilo.
Al otro lado, distinguí una silueta sinuosa y amarillenta bailar sobre el cuerpo enjuto de un hombre. Ella era un ejemplar de Pirsel, una esclava castigada a regalar su cuerpo por orden de su majestad. Él, un juez que ya oficiaba en tiempos del rey Ceogar, el padre de
Dowen. Una tercera figura apareció y besó al hombre con fervor. Era un joven descamisado de manos mágicas y tez brillante.
Contuve la ira que la situación me provocaba y caminé hasta la siguiente puerta.
Allí no tuve necesidad de cometer ningún acto cuestionable, porque estaba entreabierta. Enseguida reconocí la figura sudorosa y robusta que se colocaba los ropajes. El duque de Rankok observaba con gesto soberbio a una joven de expresión tímida e ingenuidad palpable cuyo cuerpo aún temblaba sobre una cama. Tenía marcas moradas en los muslos. Seguramente se trataba de una Novia del Nuevo Mundo que había enviudado demasiado pronto.
Se escapaba a mi entendimiento que, después de tanta protección, una vez fuera se las dejara en manos de su infortunio. La mayoría acababa calentando lechos para poder sobrevivir.
Otra realidad iba tomando forma delante de mis ojos, una que había coexistido siempre con la mía, pero a la que, hasta que Ziara no apareció en ella, no le había dado más importancia. De pronto, me fijaba en los detalles y en las consecuencias de un tratado que, cada vez más, sentía que carecía de lógica alguna.
Los detestaba a todos. Despreciaba su forma déspota de usar un poder otorgado por hombres que creían en ellos para su salvación. Los odiaba por disfrutar de placeres indignos sin culpa ni remordimientos, cuando fuera de esa fortaleza personas inocentes morían de hambre o a manos de los enemigos. Los aborrecía con saña por usar la magia para su propio interés dentro de esas paredes y castigar a otros por hacer lo mismo fuera de ellas. Confraternizar con el enemigo estaba castigado con la muerte y allí
podías observar a uno de los nobles más ricos de Cathalian saciar sus necesidades con dos Hijos de la Magia con total impunidad.
—Siento lo de su esposa, duque —susurró la joven con voz trémula.
Él se rio.
—Yo no. ¡Era una maldita desagradecida! Aunque regresara mañana, jamás tocaría un cuerpo manoseado por uno de esos engendros de la Luna.
La muchacha se levantó y comenzó a vestirse entre las penumbras. Una joven como podría haber llegado a ser Feila o la propia Ziara. Una víctima más de un mundo inmensamente podrido que debía cumplir los deseos de hombres déspotas, como lo era el duque de Rankok, si no quería sufrir un destino peor. La observé y me embargó la necesidad de protegerla. Ziara me había enseñado eso. También me había descubierto una parte de mí que me resultaba despreciable y que necesitaba reparar. Yo sabía que muchas Novias eran tratadas como pertenencias, como simple mercancía que usar, y no había hecho nada. Lo había asumido como parte de un mundo que había sido forjado así y que los dioses aceptaban y consentían. Ziara me había hecho ver que no todo valía para proteger un reino. No, si sus súbditos sufrían para que otros consiguieran lo que consideraban suyo o por simple venganza. No, si chicas inocentes pasaban de ser propiedad de su esposo a, si este fallecía, encontrar como único futuro el dejarse manosear por hombres como el duque de Rankok.
—¿Cree que ella volverá? ¿Piensa que está viva? —preguntó la muchacha con la esperanza en su mirada.
Parecía tener cierta confianza con el duque. No quise pensar en cuántas veces habría tenido que compartir lecho con él.
—No importa lo que yo piense. Antes o después, la magia actuará y todos nos enfrentaremos a las consecuencias. El culpable será sentenciado por el concilio. ¡Yo solo espero que Feila se pudra en el infierno!
Ni siquiera me había parado a analizar lo que suponía el abandono de Ziara. Habíamos oído casos en los que la magia actuaba sobre la persona responsable, pero no sabíamos discernir la verdad de los rumores o de las leyendas alimentadas para atemorizarnos. Además, en nuestro caso, ambos cargábamos con parte de responsabilidad.
Noté una presión en el pecho y el presentimiento de que ya lo estaba viviendo en mi piel me azotó con firmeza. La fuerza que me había llevado a ese lugar me empujó por el pasillo hasta resguardarme en un saliente. Me notaba cansado, mareado, fuera de mí. Estiré las manos y las observé. Estaban sucias por los entrenamientos, pero las seguía reconociendo como mías.
Oí unos pasos que se acercaban a mi escondite.
Apreté los puños.
Sentí una presión extraña en las sienes.
También, que las paredes se tambaleaban bajo un peso
desconocido.
Me asomé entre las sombras y los vi de nuevo.
—¿Todos? —preguntó la chica. Frente a ella, el duque de Rankok
aún estaba colocándose dentro de los pantalones los faldones de la camisa.
—La esposa del comandante de Ziatak también desapareció, así que supongo que él y yo compartiremos destino.
El tono de su voz se endureció y salí con sigilo de mi escondite. Su cuerpo grueso y blandengue me tapaba, así que la muchacha no podía verme. Caminé en silencio, guiado por esa fuerza invisible cuyo origen ignoraba.
—Mi instinto no suele fallarme y algo me dice que esa zorra de pelo rojizo tiene algo que ver en todo esto. Lástima que el comandante no supiera domesticarla como merecía. Yo habría hecho sumiso a ese potro salvaje en dos días.
Cerré los ojos cuando la rabia se apoderó de mí e intenté controlarla.
Sin embargo, mis esfuerzos fueron en vano. Mis manos no eran mías.
Mi cuerpo se movía por las órdenes de otros. No vi nada.
Todo se volvió negro.
Solo sentí una ira desmedida.
Una fuerza que me resultaba ajena se erigió en mi interior. Puro instinto.
El hombre y el soldado fundiéndose en uno.
Cuando los abrí, la daga ya se había clavado en su carne.