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Tercera parte 03 - LOS ALCALDES (04)

Tercera parte 03 - LOS ALCALDES (04)

Wienis frunció el ceño.

—¿Te da miedo el nombre? Es el

mismo Salvor Hardin que, en su anterior

visita, nos hizo morder el polvo. ¿No

habrás olvidado ese insulto mortal a la

casa real? Y de un villano. La hez del

arroyo.

—No. Supongo que no. No, no lo

haré. Nos vengaremos…, pero…, pero…

estoy un poco asustado.

El regente se levantó.

—¿Asustado? ¿De qué? ¿De qué,

joven…? —Se interrumpió.

—Sería…, uh…, una blasfemia,

¿sabes?, atacar la Fundación. Quiero

decir que… —Hizo una pausa.

—Sigue.

Leopold dijo confusamente:

—Quiero decir que, si realmente

hubiera un Espíritu Galáctico, uh…,

puede ser que no le gustara. ¿No lo crees?

—No, no lo creo —fue la firme

respuesta. Wienis volvió a sentarse y sus

labios se contrajeron en una extraña

sonrisa—. De modo que te preocupas

mucho por el Espíritu Galáctico, ¿no?

Esto es lo que pasa por dejarte suelto.

Apuesto a que has estado hablando con

Verisof.

—Me ha explicado muchas cosas…

—¿Del Espíritu Galáctico?

—Sí.

—Ay, cachorro sin destetar, él cree en

esas tonterías muchísimo menos que yo,

y yo no creo nada en ellas. ¿Cuántas

veces te han dicho que todas sus charlas

son absurdas?

—Bueno, ya lo sé. Pero Verisof

dice…

—Maldito sea Verisof. Son tonterías.

Hubo un corto y rebelde silencio, y

después Leopold dijo:

—Todo el mundo piensa igual. Me

refiero a todo eso del profeta Hari Seldon

y de cómo estableció la Fundación para

que llevara a cabo sus mandamientos y

algún día volviéramos al Paraíso

Terrenal; y cómo cualquiera que

desobedezca sus mandamientos será

destruido por toda la eternidad. Ellos lo

creen. He presidido los festivales, y estoy

seguro de ello.

—Sí, ellos lo creen; pero nosotros no.

Y puedes estar agradecido de que sea así,

pues según sus tonterías, tú eres rey por

derecho divino… y tú mismo eres

semidivino. Muy manejable. Elimina

todas las posibilidades de revueltas y

asegura absoluta obediencia a todo. Y

ésta es la razón, Leopold, de que debas

tomar parte activa en ordenar la guerra

contra la Fundación. Yo sólo soy el

regente, y completamente humano. Tú

eres el rey, y más que un semidiós… para

ellos.

—Pero supongamos que no lo sea en

realidad —dijo el rey, reflexionando.

—No, no en realidad —fue la irónica

respuesta—, pero lo eres para todos

menos para los habitantes de la

Fundación. ¿Lo entiendes? Para todos

menos para los habitantes de la

Fundación. Una vez hayan sido

eliminados ya no habrá nadie que niegue

tu origen divino. ¡Piénsalo!

—¿Y después de eso seremos capaces

de manejar las cajas de energía de los

templos y las naves que vuelan sin

hombres y el alimento sagrado que cura

el cáncer y todo lo demás? Verisof dijo

que sólo los bendecidos por el Espíritu

Galáctico podían…

—Sí. ¡Verisof lo dijo! Verisof,

después de Salvor Hardin, es tu mayor

enemigo. Quédate conmigo, Leopold, y

no te preocupes por ellos. Juntos

reconstruiremos un imperio, no sólo el

reino de Anacreonte, sino uno que

abarque a todos los millones de soles de

la Galaxia. ¿Es eso mejor que un

«Paraíso Terrenal»?

—Sssí.

—¿Puede Verisof prometer algo más?

—No.

—Muy bien. —Su voz se hizo

perentoria—. Supongo que debemos

considerar el asunto arreglado. —No

recibió contestación—. Vete. Bajaré más

tarde. Y una cosa más, Leopold.

El muchacho se volvió en el umbral.

Wienis sonreía con todo menos con

los ojos.

—Ten cuidado con esas cacerías de

Nyak, muchacho. Desde el desgraciado

accidente de tu padre, he tenido extraños

presentimientos acerca de ti, a veces. En

la confusión, con los fusiles de aguja

hendiendo el aire con sus dardos, uno

nunca sabe lo que puede pasar. Espero

que tendrás cuidado. Y harás todo lo que

te he dicho sobre la Fundación, ¿verdad?

Los ojos de Leopold se desorbitaron y

evitó la mirada de su tío.

—Sí…, desde luego.

—¡Perfecto! —Contempló la salida

de su sobrino, inexpresivamente, y volvió

a su mesa.

Los pensamientos de Leopold al salir

eran sombríos y no desprovistos de

temor. Quizá fuera mejor vencer a la

Fundación y obtener la energía de que

hablaba Wienis. Pero después, cuando la

guerra hubiera terminado y él estuviera

seguro en el trono… Se dio súbitamente

exacta cuenta del hecho de que Wienis y

sus dos arrogantes hijos estaban en aquel

momento en la línea sucesoria al trono.

Pero él era rey. Y los reyes pueden

ordenar ejecuciones.

Incluso de tíos y primos.

Junto al mismo Sermak, Lewis Bort era

el más activo en reagrupar a aquellos

elementos disidentes que se habían

fusionado en el ahora vociferante partido

activista. Pero no había formado parte de

la delegación que visitó a Salvor Hardin

hacía casi un año. Esto no se debía a una

falta de reconocimiento a sus servicios;

todo lo contrario. Se hallaba ausente

porque en aquella época estaba en la

capital de Anacreonte.

La visitó como ciudadano privado.

No vio a ningún oficial y no hizo nada

importante. Se limitó a observar los

rincones oscuros del afanoso planeta y

asomó su nariz por los garitos indignos.

Llegó a casa hacia el término de un

corto día invernal que empezó con nubes

y estaba acabando con nieve, y al cabo de

una hora se encontraba sentado a la mesa

octogonal de la casa de Sermak.

Sus primeras palabras no estaban

calculadas para mejorar la atmósfera de

una reunión ya considerablemente

deprimida por el oscuro atardecer lleno

de nieve.

—Me temo —dijo— que nuestra

posición sea, usando la fraseología

melodramática, una «causa perdida».

—¿Lo cree usted así? —preguntó

Sermak, tristemente.

—Es imposible pensar de otro modo,

Sermak. No hay motivo para otra

opinión.

—Armamentos… —empezó Dokor

Walto, en tono algo entrometido, pero

Bort le interrumpió enseguida.

—Olvídelo. Ésa es una vieja historia.

—Sus ojos recorrieron el círculo—. Me

refiero a la gente. Admito que mi idea

original era tratar de fomentar una

rebelión palaciega para instalar como rey

a alguien más favorable a la Fundación.

Era una buena idea. Todavía lo es. El

único inconveniente es que es imposible.

El gran Salvor Hardin lo previó.

Sermak dijo con acritud:

—Si nos diera los detalles, Bort…

—¡Detalles! ¡No hay detalles! No es

tan sencillo como todo eso. Es toda la

maldita situación de Anacreonte. Es esa

religión que ha establecido la Fundación.

¡Da resultado!

—¿Y qué?

—Hay que ver cómo funciona para

darse cuenta. Lo único que aquí sabemos

es que tenemos una gran escuela

dedicada a educar sacerdotes, y que

ocasionalmente se hace una exhibición

especial en algún rincón olvidado de la

ciudad para beneficio de los peregrinos…

y nada más. Todo este asunto apenas nos

afecta de manera general. Pero en

Anacreonte…

Lem Tarki alisó su barba puntiaguda

con un dedo y se aclaró la garganta.

—¿Qué clase de religión es? Hardin

siempre ha dicho que sólo eran tonterías

para que aceptaran nuestra ciencia sin

hacer preguntas. Recuerde, Sermak, que

aquel día nos dijo…

—Las explicaciones de Hardin —

recordó Sermak— no suelen tener mucha

relación con la verdad. Pero ¿qué clase de

religión es, Bort?

Bort reflexionó.

—Éticamente, es perfecta. Apenas

difiere de las diversas filosofías del viejo

imperio. Alto valor moral y todo eso.

Desde este punto de vista no tiene nada

que envidiar. La religión es una de las

grandes influencias civilizadoras de la

historia en este aspecto. Rellena…

—Ya sabemos eso —interrumpió

Sermak, con impaciencia—. Vaya al

grano.

—Allá voy. —Bort estaba un poco

desconcertado, pero no lo demostró—. La

religión, que la Fundación ha alentado y

animado, tengámoslo presente, se basa en

una línea estrictamente autoritaria. El

sacerdocio tiene control absoluto de los

instrumentos científicos que hemos

proporcionado a Anacreonte, pero sólo

han aprendido a manejar dichos

instrumentos empíricamente. Creen por

completo en esta religión y en el…, uh…,

valor espiritual de la energía que

manejan. Por ejemplo, hace dos meses

algún loco manipuló la planta de energía

del templo de Thessalekia…, uno de los

mayores. Naturalmente, voló cinco

manzanas de casas. Fue considerado

como una venganza divina por todo el

mundo, incluyendo a los sacerdotes.

—Lo recuerdo. Los periódicos dieron

una versión resumida del suceso en aquel

momento. No veo a dónde quiere ir usted

a parar.

—Entonces, escuche —dijo Bort,

ásperamente—. El clero forma una

jerarquía en cuyo vértice está el rey, que

está considerado como una especie de

dios menor. Es un monarca absoluto por

derecho divino, y el pueblo lo cree,

profundamente, y los sacerdotes también.

No se puede derrocar a un rey así.

¿Comprende ahora a lo que me refería?

—Espere —dijo Walto—. ¿Qué

quería decir al afirmar que Hardin ha

hecho todo esto? ¿Qué tiene que ver en este asunto?

Bort miró amargamente a su

interlocutor.

—La Fundación ha alentado

asiduamente esta ilusión. Hemos puesto

todo nuestro respaldo científico detrás del

engaño. No hay festival que el rey no

presida rodeado por una aureola

radiactiva que ilumina fuertemente todo

su cuerpo y se eleva como una corona

sobre su cabeza. Cualquiera que lo toque

se quema gravemente. Puede moverse de

un sitio a otro por el aire en momentos

cruciales, supuestamente por inspiración

del espíritu divino. Llena el templo con

una nacarada luz interna sólo con hacer

un gesto. Estos sencillos trucos que

realizamos en beneficio suyo son

interminables; pero incluso los sacerdotes

creen en ellos, a pesar de llevarlos a cabo

personalmente.

—¡Malo!

—dijo

Sermak,

mordiéndose el labio.

—Lloraría… como la fuente del

Parque del Ayuntamiento —dijo Bort,

excitado—, al pensar en la oportunidad

que hemos ahogado. Imaginemos la

situación hace treinta años, cuando

Hardin

salvó

la

Fundación

de

Anacreonte… En aquel tiempo, los

habitantes de Anacreonte no se daban

cuenta de que el imperio estaba

desintegrándose. Habían solucionado más

o menos sus propios asuntos desde la

revuelta zeoniana, pero incluso después

de que se cortaran las comunicaciones y

el pirata del abuelo de Leopold se erigiera

en rey, siguieron sin darse cuenta de que

el imperio estaba destrozado.

»Si el emperador hubiera tenido

suficiente nervio para intentarlo, habría

podido recuperarlo con dos cruceros y la

ayuda de la revuelta interna que

ciertamente hubiera surgido. Y nosotros,

nosotros hubiéramos podido hacer lo

mismo; pero no, Hardin estableció la

adoración al monarca. Personalmente, no

lo entiendo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por

qué?

—¿Qué hace Verisof? —preguntó

Jaim Orsy, súbitamente—. Hubo un día

en que fue un activista distinguido. ¿Qué

está haciendo allí? ¿Está ciego, también?

—No lo sé —dijo concisamente Bort

—. Es su supremo sacerdote. Por lo que

sé, no hace nada aparte de aconsejar al

clero sobre los detalles técnicos. ¡Un

títere, maldito sea, un títere!

Hubo un silencio en la estancia y

todos los ojos se volvieron a Sermak. El

dirigente del nuevo partido se mordía

furiosamente una uña, y entonces dijo en

alta voz:

—Nada bueno. ¡Es asqueroso! —

Miró a su alrededor, y añadió con más

energía—: ¿Es que Hardin puede ser tan

tonto?

—Así parece —gruñó Bort.

—¡Imposible! Aquí hay algún error.

Se requeriría una estupidez colosal para

cortar nuestro propio cuello tan

cuidadosamente y sin esperanzas. Es más

de la que Hardin podría tener, aunque

fuera un tonto, lo cual dudo. Por un lado,

establecer una religión que descarta toda

posibilidad de problemas internos. Por

otro, suministra a Anacreonte todas las

armas de la guerra. No lo comprendo.

—La cuestión es un poco oscura, lo

admito —dijo Bort—, pero los hechos

están ahí. ¿Qué otra cosa podemos

pensar?

Walto dijo, espasmódicamente:

—Alta traición. Está a su servicio.

Pero Sermak movió la cabeza con

impaciencia.

—Tampoco estoy de acuerdo con

esto. Todo el asunto es absurdo e

incomprensible… Dígame, Bort, ¿ha oído

algo acerca del crucero de batalla que la

Fundación va a poner a punto para la

flota de Anacreonte?

—¿Un crucero de batalla?

—Un viejo crucero imperial…

—No, no he oído nada. Pero eso no

significa gran cosa. Los terrenos de la

flota

son

santuarios

religiosos

completamente inviolables por parte del

público en general. Nadie sabe nada de la

flota.

—Bueno, es lo que dicen los rumores.

Miembros del partido han elevado el

asunto al Consejo. Hardin no lo ha

negado nunca, ya lo sabe. Su portavoz

denunció rumores sin fundamentos y

nada más. Puede ser significativo.

—Es sólo una pieza entre muchas —

dijo Bort—. De ser cierto, está

completamente loco. Pero no sería peor

que el resto.

—Supongo —dijo Orsy— que Hardin

no oculta ningún arma secreta. Esto

podría…

—Sí —dijo Sermak—, una enorme

caja de sorpresas de la que saldría un

muñeco en el momento psicológico y

asustaría al viejo Wienis. La Fundación

podría borrar su propia existencia y

ahorrarse la lenta agonía si tiene que

depender de algún arma secreta.

—Bueno —dijo Orsy, cambiando

apresuradamente de tema—, la cuestión

se reduce a esto: ¿de cuánto tiempo

disponemos? ¿Eh, Bort?

—Muy bien. Ésta es la cuestión. Pero

no me miren a mí; yo no lo sé. La prensa

anacreontiana nunca menciona a la

Fundación. Ahora mismo, está llena de

noticias sobre las próximas celebraciones

y nada más. Leopold alcanzará la

mayoría de edad dentro de una semana,

ya lo saben.

—En ese caso disponemos de meses.

—Walto sonrió por primera vez en toda

la noche—. Esto nos da tiempo…

—¿Cómo que nos da tiempo? —

estalló Bort, impacientemente—. Les

digo que el rey es un dios. ¿Suponen que

tiene que llevar a cabo una campaña de

propaganda para que su pueblo adquiera

un espíritu bélico? ¿Suponen que tiene

que acusarnos de agresión y presionar

todos los recursos del sentimentalismo

barato? Cuando llegue el momento de

atacar, Leopold dará la orden y el pueblo

luchará. Sólo eso. Ése es el inconveniente

del sistema: no se discute con un dios.

Por lo que sé, podría dar la orden mañana

mismo.

Todos trataron de hablar a la vez y

Sermak dio una palmada en la mesa

pidiendo silencio, cuando se abrió la

puerta principal y entró Levi Norast.

Subió las escaleras de dos en dos, con el

abrigo puesto y derramando nieve.

—¡Miren esto! —gritó, lanzando un

frío periódico cubierto de copos de nieve

sobre la mesa—. Los visores tampoco

hablan de otra cosa.

El periódico no estaba doblado, y

cinco cabezas se inclinaron sobre él.

Sermak dijo, con voz ronca:

—¡Gran Espacio, va a Anacreonte!

¡Va a Anacreonte!

—Es una traición —chilló Tarki, con

súbita excitación—. Que me maten si

Walto no tiene razón. Nos ha vendido y

ahora va a recoger su paga.

Sermak se había puesto en pie.

—Ahora no tenemos alternativa.

Mañana solicitaré al Consejo que Hardin

sea acusado de alta traición. Y si esto

falla…

5

La nieve había cesado, pero había

formado una gruesa alfombra por las

calles y los pesados vehículos terrestres

avanzaban a través de las calles desiertas

con penoso esfuerzo. La lúgubre luz gris

del incipiente amanecer no sólo era fría

en el sentido poético, sino también de una

forma muy literal… e incluso en el

entonces turbulento estado de la política

de la Fundación, nadie, ni activistas ni

pro-Hardin

hallaron

su

espíritu

suficientemente ardiente para empezar

tan temprano la actividad callejera.

A Yohan Lee no le gustaba aquello y

sus gruñidos se hicieron audibles.

—Caerá mal, Hardin. Dirán que se

escurre.

—Que lo digan si quieren. Yo he de ir

a Anacreonte y quiero hacerlo sin

problemas. Ya es suficiente, Lee.

Hardin se recostó en el mullido

asiento y tembló ligeramente. No hacía

frío dentro del coche acondicionado, pero

había algo frígido en un mundo cubierto

de nieve, incluso a través del cristal, que

le molestó.

Dijo, reflexionando:

—Algún día, cuando estemos en

condiciones, hemos de climatizar

Términus. Se podría hacer.