Clei se despertó con un acceso de tos, el humo de la chimenea de Abraxus y Asmodeus llenando la habitación. Se levantó rápidamente, abriendo las ventanas para dejar entrar el aire fresco. Los "hermanos" parecían completamente ajenos al hecho de que estaban asfixiando al príncipe.
—¡Abraxus, Asmodeus! —exclamó Clei, su voz ronca por la tos—. ¿Podrían moderar un poco el fuego? No quiero empezar el día con los pulmones llenos de humo.
Los dos se miraron entre sí, como si no entendieran por qué Clei estaba tan molesto. Pero finalmente, Abraxus se encogió de hombros y Asmodeus rodó los ojos, ajustando la chimenea para que el humo se dispersara.
—¿Qué te pasa, Clei? —preguntó Abraxus, con una sonrisa traviesa—. ¿No te gusta el aroma a azufre por la mañana?
Clei se frotó los ojos, sintiendo la fatiga acumulada. El amor y la incertidumbre seguían pesando sobre él, y ahora tenía que lidiar con los "hermanos" y su peculiar sentido del humor.
—Solo quiero un desayuno tranquilo —respondió Clei, tosiendo nuevamente—. Sin humo ni bromas demoníacas, ¿de acuerdo?
Asmodeus se encogió de hombros, mientras Abraxus asentía con una sonrisa.
—Como quieras, príncipe —dijo Asmodeus—. Pero no prometo nada.
Clei se sentó a la mesa, pensando en las decisiones que debía tomar. El festival de las estrellas se acercaba, y su corazón estaba dividido entre el amor y la desconfianza. Pero al menos, por ahora, podría disfrutar de un desayuno sin asfixiarse.
Y así, con los "hermanos" a su lado y el aroma a azufre flotando en el aire, Clei se preparó para enfrentar otro día en el delicado equilibrio entre los reinos.