Cada vez que caía el atardecer, Ainelen se quedaba alucinando al mirar el vasto cielo. El azul que tanto adoraba se desvanecía tornándose en una mezcla de violeta y carmesí intenso y violento. No era que lo odiaba, pero sentía que la paz que normalmente representaba era reemplazada por la tristeza y el agonizar.
La ponía un tanto inquieta.
Pero lo anterior no se comparaba a aquella gigantesca línea de luz que cruzaba sobre Alcardia y todo el bosque. Desde la mitad del cielo, hasta perderse en el horizonte del oeste, la magnífica grieta blanquecina se extendía como cuando quebrabas un vidrio en un movimiento torpe. Los colores eran divididos por una fragmentación similar a las ramas de los árboles, despojados de su follaje en pleno invierno.
Siempre había estado allí. Desde que Ainelen era una niña, hasta ahora que ya estaba más crecida. Sin embargo, jamás había podido acostumbrarse a su presencia. ¿Era normal que el cielo estuviera resquebrajado?, ¿Sería así en todo el mundo?
—Parece que mañana lloverá —dijo una voz femenina a su lado.
Ainelen se volvió hacia la muchacha que había dicho eso. Le sonrió.
—¿Apuestas?
Erica bufó y cerró sus ojos, devolviéndole la sonrisa.
—No, gracias. La última vez que lo hice terminé haciendo todo tu día de trabajo.
Ainelen rio divertida al tiempo que sus hombros dieron un leve temblorcito.
Desde el este se dejaba ver un manto de nubes negras. Tal vez era cierto que llovería, pero últimamente ya se habían aparecido otras nubes similares e incluso más abundantes y no había caído una sola gota de agua. A parte de eso, ella tenía el presentimiento de que sería de esa manera.
—Ailin, ¿tú qué crees?
La última chica, que desde hace un rato había permanecido con la boca cerrada, clavó sus ojos curiosos en Ainelen.
—¿Eh...? Yo creo que... ¿de qué estaban hablando? —Ailin gimió avergonzada.
—Hablábamos de que si mañana lloverá o no. Erica dice que sí, yo que no.
Durante un momento, Ailin se quedó silente. ¿Era idea de Ainelen o ella se veía un poco más deprimida de lo normal? No podía saberlo con exactitud, pues la luz del día ya se había ido casi por completo. Además, Ailin estaba caminando detrás de ellas y estaba parada a unos metros de distancia. ¿Qué le ocurría?
—Creo que no lo hará. Nelen suele acertar —respondió la chica finalmente.
Ainelen pestañeó dos veces y luego abrió los ojos un poco más de lo normal.
—¿Pasa algo malo? —preguntó a Ailin. Esta negó con la cabeza y se acercó dando pequeños saltitos.
Ainelen y Erica se miraron la una a la otra y se encogieron de hombros.
Continuaron atravesando el camino cerca de la puerta suroccidental de Alcardia. En sus manos cada una levantaba un balde lleno de agua fresca, recién sacada del pozo comunitario.
Mientras avanzaban hacia el mercado central, en la zanja, los niños de todos los días jugaban lanzándose la pelota de un lado a otro. Si a uno de los dos grupos se le caía, habría penitencia. Pero ya era muy tarde. Ainelen apenas podía ver con claridad.
De pronto un niño gritó histéricamente hacia ellas. El sonido seco del balón impactando a un lado de Ainelen fue lo único que fue capaz de oír. Erica cayó de espaldas. La habían derribado.
Uno de los niños llegó corriendo muy cansado, sin embargo, se detuvo nada más al darse cuenta de lo ocurrido.
Erica gruñó con una mano sobándose la mejilla. Su balde de agua se había volteado derramando todo el líquido sobre el pastizal.
—¡Pequeñas ratas! —exclamó iracunda.
El niño pequeño, que debía estar en sus siete u ocho años, por su silueta, dio unos pasos hacia atrás. Erica se levantó apoyando una rodilla, luego emprendió rumbo hacia su supuesto atacante.
El pequeño rompió en llanto y cayó de rodillas.
—¡Perdón señorita!
—¡Nada de eso me devolverá el agua que llevaba!, ¡También me dolió, idiota! —Erica se detuvo en frente del niño. El resto del grupo al oírla se dispersó gritando y chillando hacia las casas de los alrededores.
Durante un momento, Erica pareció esperar algún tipo de respuesta, pero era evidente de que no habría una. El niño sollozaba sin detenerse.
Ainelen dio un paso adelante y se interpuso entre ambos. Deslizó una mano suave en el brazo de su amiga y luego fue hasta donde el pequeño. Se arrodilló junto a él.
—Calma. Todo estará bien —hizo su mejor esfuerzo por poner una voz que inspirara tranquilidad. Y, de hecho, el niño paró de lloriquear.
—¿Cómo que todo, Nelen?
—Erica, llévate mi balde.
La enfadada chica abrió la boca un poco consternada.
—Pero...
—No te preocupes —dijo Ainelen con un tono risueño—, la verdad era que solo vine a buscar agua por precaución. En casa aún nos queda bastante. Así que no hay problema.
Erica no dijo nada más.
—Vamos. No estés triste. Esto suele pasar, pero deberías tener más cuidado para la próxima.
El niño asintió limpiándose los ojos. Se puso de pie lentamente y colocó una mano delante de la otra, enseñando los nudillos. Luego de hacer el saludo de redención se dio la vuelta y se marchó corriendo en la oscuridad creciente. En los alrededores comenzaron a divisarse las antorchas que eran puestas por pueblerinos, como era usual.
—Tu madre te va a regañar —dijo Erica, suspirando.
—Bueno, en ese caso aún tengo el pozo del mercado. Estamos muy cerca.
—Supremo Oularis... —Erica fue a recoger su balde.
—Te dije que te pasaría el mío.
—No lo aceptaré, Nelen. Aunque tendrán que acompañarme a buscar más agua.
—Ya veo.
Erica recogió su balde, que estaba tirado varios metros más allá, y regresó. Al parecer su ropa no se había mojado.
—Chicas —interrumpió Ailin—. No creo que pueda acompañarlas. Debo irme a casa temprano.
—¿Trabajo extra? —preguntó Ainelen.
—Sí.
—Bueno, será para la próxima.
Ailin se estaba frotando las muñecas, cabizbaja. Se veía muy inquieta. Ella ocultaba algo, definitivamente. No obstante, antes de que Ainelen le preguntara lo que sucedía, la tímida amiga habló:
—En realidad sí que pasa algo.
—¿De qué se trata? —preguntó Erica con voz exhausta. Se tronó el cuello.
—Me casaré con Rodiel. Tengo que preparar la boda.
Ainelen se irguió estupefacta. Fue como si una flecha le atravesara el corazón. Sintió un súbito frío en sus entrañas.
—¡¿Eh?!
Ailin asintió a Ainelen.
—¡¿Al que estabas cortejando?! —gritó Erica.
—¡No lo digas tan fuerte!
—Perdón —susurró Erica. Entonces se acercó hasta abrazar a Ailin desde un costado—. ¿Y tan rápido?
—Supongo que sí. Había otras chicas que lo querían como esposo ¿sabes?, así que decidí adelantarme —Ailin terminó la frase con la voz casi inaudible, titubeante.
Casarse. Ese era el destino inevitable de todo pueblerino ordinario. No había un escape para eso, ¿verdad?
—Entonces, ¿no estaremos más juntas? —preguntó Ainelen intentando ocultar la tristeza en su voz. Por la cara que puso la joven, al parecer no lo consiguió.
—Podrán... ir a verme. No es como que los casados no pudiésemos tener amigos.
—No será lo mismo —contrargumentó Erica—. Una vez cada cuanto tiempo, me pregunto.
Ailin guardó silencio. Al cabo de un momento giró la cabeza hacia un lado, como si no soportara la presión de las miradas de ambas amigas.
El frío de la noche entrante creció más de lo que venía haciéndolo. La piel de Ainelen se puso como la de las aves. Su casaca de lino y el vestido de seda que llevaba, junto con la omnipresente faja a la cintura, se hicieron insuficientes para mantenerla acalorada.
Tenía la amargura atorada en su garganta. Sentía que debía decir algo, hacer algo para impedir que su compañera siguiera las tradiciones de Alcardia. Pero no había nada que hacer, en verdad. Todos eventualmente se casaban y formaban familia. Ellas ya estaban en la edad, así que la más normal de ellas tres era Ailin.
—Bueno, iré a casa. Las veo más adelante.
Ainelen se quedó estática viendo a la muchacha bajita marcharse, su trenza balanceándose con gracia sobre su vestido. Ailin se alejó con lentitud, todavía llevando aquel pesado balde de agua.
Ella se iba. Tan lento, pero sin posibilidad de detenerla. Al final Ainelen no podía decidir por otros.
Tras un instante que fue más corto de lo esperado, Ailin desapareció en medio de la penumbra.
La noche cayó totalmente sobre el pueblo y la grieta radiante perdió su luz, hundiéndose en el cielo nocturno. Poco después de ir al pozo central a llenar el balde de Erica, las amigas se despidieron y cada una emprendió rumbo a su propio hogar.
Ainelen caminaba lentamente, pasando entre gente que cerraba sus tiendas después de un largo día de trabajo. Durante el camino muchas personas la saludaban con alegría y ella les devolvía el gesto todavía con más emoción.
Era doloroso. Ella no estaba feliz, pero no podía traspasar esa mala vibra a otros. Deseaba contarle a alguien más sobre lo ocurrido y pedirle su consejo. Tal vez mamá pudiera ayudarla.