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Cap. 2 Destino inevitable

La luz del sol del atardecer se filtraba a través de los árboles del bosque. Hacía mucho calor, y Ainelen lo detestaba.

Corre.

Corre.

Las hierbas y las hojas estaban por todas partes. El pasto era lo suficientemente largo, produciéndole un sentimiento de frescura en sus expuestas rodillas al chocar con ellas.

Corre.

Corre.

Qué raro. Deberían de haber lucido verde, pero por alguna extraña razón, parecía que todo lo que sus ojos veían era rojo.

Rojo.

Algo no estaba bien, entonces se detuvo.

Cuando giró su cabeza hacia uno y otro lado se dio cuenta de que estaba perdida. Eso era inusual, porque había venido antes aquí...

... ¿o no? Tal vez Ainelen había pecado de imprudente y se había internado muy profundo.

¿Y ahora qué iba a hacer? Si se hacía de noche vendrían los monstruos. Y si eso pasaba, no quería pensar lo que le harían.

—Papi, por favor. Ven a salvarme —las palabras se le escurrieron de la boca. Pero no era ella, no era Ainelen quien lo había dicho. Este cuerpo no le pertenecía, no era su afligimiento, por lo menos no en la actualidad. Otra parte de su mente pensó: «¿Por qué estoy aquí?».

Una escena conocida para ella, distante eso sí. La niña volteó la mirada hacia su derecha. De un roble viejo colgaba un columpio blanco puro, dando la impresión de que tenía un leve brillo. Estaba vivo. Y sentada en él, había una mujer.

Atraída por la extraña, Ainelen se acercó tímidamente.

Ella poseía un cabello tan largo que lograba descansar sobre las plantas; blanco, sedoso, radiante de energía. Su rostro estaba difuminado y era imposible distinguir los otros rasgos con exactitud. Aun así, le pareció que los ojos de la mujer emitían un profundo color violeta. Iba cubierta de un hermoso vestido negro que le dejaba expuesto un hombro.

Ainelen se detuvo a contemplarla. La extraña peliblanca comenzó a balancearse de un lado a otro, impulsándose sobre el columpio con gracia. Reía. Era una risa de felicidad auténtica, le pareció. ¿O se equivocaba?

Estuvo un rato anonadada viendo la jugarreta de la mujer. Entonces se detuvo. La hermosa extraña se levantó del columpio y caminó hacia la niña. Parte de su rostro se aclaró un poco, pues pudo verla sonriéndole con sus labios brillantes y carnosos. La mujer abrió la boca para decirle algo a Ainelen, pero en ese instante todo se retorció.

La visión la traicionó. Literalmente, la imagen del bosque y de la mujer se dividió en miles. No, tal vez millones de líneas y todo quedó en negro.

*********************

—¡Ouch!

Algo le provocó dolor. Cuando Ainelen abrió los ojos se descubrió tirada en el suelo. ¿Cómo había llegado ahí?

—Ah, me caí.

Todavía yacía envuelta en las frazadas y sábanas, por lo que no había impactado tan violentamente. Pero todo era un caos. Al parecer había botado el velador junto con la lámpara.

Dio un largo bostezo. Cuando miró hacia el grueso de la única y gran habitación de la casa, vio a la abuela y el abuelo roncando plácidamente. La única cama que ya no tenía nada y que lucía ordenada era la de mamá.

«Bueno, es un alivio», pensó.

Cuando se puso de pie e intentó ordenar su desastre, un pinchazo en el hombro izquierdo la hizo encogerse.

—Pero qué... —su frase quedó a medias cuando oyó a la abuela revolverse. No se despertó, solo había dicho una tontería media dormida.

Ainelen se recompuso y se sentó sobre su cama. Al parecer era nada más que un calambre.

Recogió la lampara sin hacer ruido y la dejó sobre el colchón. Posterior a levantar y dejar en su posición el velador, puso las cosas sobre este en orden. Un poco accidentado, pero así comenzaba su día.

Hacía bastante frio, como toda mañana, sin embargo, estaba obligada a bañarse. Sería muy poco decoroso andar por allí sin una buena higiene, ¿cierto? A menos que su intención fuese oler a cerdo.

Ainelen hizo cada una de sus actividades con cuidado, y posterior a eso, salió rauda hacia el trabajo.

—Llegas tarde —fue lo primero que le dijo mamá cuando estuvo dentro de la sastrería. La chica hizo una mueca de vergüenza, sonrojándose, aunque esbozó una leve sonrisa.

De los veinte puestos donde las costureras trabajaban, había tres sin ocupantes. Eso significaba que Ainelen no era la última en llegar esta vez. Buen progreso. Se sentó con satisfacción y puso manos a la obra.

Si bien el trabajo exigía estar constantemente ojeando la costura, pasando la aguja de lado a lado, avanzando, regresando y volviendo a avanzar, ya estaba acostumbrada. Era la rutina de siempre.

En la mañana terminó un par de trabajos, lo que la hizo sentir feliz. Eso hasta que se percató de que su madre en ese mismo tiempo había terminado seis. Bueno, Ayelén en realidad era de las costureras más veloces y reconocidas de la fábrica, así que tal vez no era una buena idea compararse con ella.

—¿Herta no vino hoy? —preguntó de pronto Ainelen. Su madre, sin detenerse mientras cosía un suéter, respondió:

—¿No has escuchado todavía?

—¿Todavía...?

Ayelén cerró los ojos y dio un largo suspiro.

—La marca de la bruja la atacó.

Eso no podía ser. Herta todavía era una mujer joven y saludable. Se suponía que la enfermedad atacaba a personas de cuarenta en adelante.

—¿Estás segura, mamá?, ¿No hay un error?

—La maldición puede caerle a cualquiera, niñita. Lo de Herta es terrible.

Ainelen se quedó mirando hacia el suelo.

No era cercana a Herta, pero saber que una persona conocida fuera a enfermarse, la puso mal. ¿Y si el día de mañana la marca de la bruja le cayera a ella?

«No pienses en eso. Las cosas estarán bien». Trató de mentalizarse.

El día avanzó sin incidentes y luego de la pausa para comer, vino la jornada de la tarde. Cuando fue momento de terminar, su madre le dijo que pasarían a visitar a la desafortunada colega.

Salieron del trabajo y fueron hasta la zona oriental de Alcardia. Ayelén sabía la ubicación exacta del hogar de Herta. Sin embargo, cuando llegaron, solo pudieron asomarse por la entrada, ya que sacerdotes de la iglesia de Oularis impidieron que se acercasen a la mujer. ¿La enfermedad era contagiosa? Ainelen era bastante ignorante en el tema, a pesar de haber crecido escuchándolo. Lo cierto era que no entendía el funcionamiento de la enfermedad. ¿Qué era lo que hacía a una persona tener la marca?

Mamá persuadió a los religiosos para que la dejaran hablar con Herta, aunque fue a una distancia todavía considerable y por muy poco tiempo. Durante un instante, la sábana que separaba la habitación y que servía como aislamiento para la afectada, se deslizó hacia un lado y Ainelen la pudo ver:

Venas... venas azules recorrían el cuello de Herta. Desde lejos le pareció que brillaban, como si una energía palpitante habitara en ellas.

Ainelen abrió sus ojos de de par en par.

Los casos de los que había oído antes, todos ellos terminaron en la muerte del infectado. Herta se veía demacrada, con su rostro hundido y los ojos amarillentos. Incluso su piel había adquirido una tonalidad grisácea. Era antinatural.

«Pero si apenas anteayer ella estaba normal...».

Ganas de vomitar. No. No podía hacer eso. Debía contenerse. Ainelen hizo un esfuerzo enorme por mantenerse estoica.

El momento se hizo bastante largo hasta que mamá terminó de saludarla. Ya camino a casa, la joven se sintió un poco más calmada.

—Primera vez que te toca ver a un marcado. Debió ser duro para ti —dijo Ayelén mientras caminaba a su lado. Sonaba extremadamente calmada, casi como si no tuviera emoción. Bueno, mamá actuaba así.

—No. Quien debe estarla pasando mal es Herta. Y su familia, por supuesto.

—Tienes razón.

Mientras caminaban el sol llegó al horizonte, ocultándose tras la muralla que rodeaba Alcardia. El olor a jardín inundó las narices de Ainelen para sacarla de su delirio.

Aprovechando que mamá adquiría pan y otros comestibles, se fue a sentar a uno de los bancos para descansar un poco. Le dolían las rodillas y las articulaciones de las piernas. Tal vez ya estaba haciéndose vieja, pensó con gracia. En todo caso, su ociosidad no duró mucho, ya que su progenitora se dio cuenta de su pereza y le frunció el ceño. Ainelen corrió de vuelta donde ella.

—Pesado —gruñó la chica a poco de llegar a su destino. En un brazo cargaba un saco con pan recién horneado y café malta, mientras que, en el otro, transportaba un balde de agua que habían pasado a recoger en el pozo del mercado central.

—Deja de quejarte —la reprendió Ayelén, quien sostenía dos baldes de agua y en su espalda llevaba atado un saco lleno de verduras. ¿Pero cuánta fuerza tenía esa mujer?

Sumado al cansancio, Ainelen estaba sudando y sintiendo mucho calor. Eso, todavía sin contar el dolor de sus piernas. Ese era un trato muy injusto.

—Ailin se va a casar —comentó de la nada.

—Ya era hora. ¿Y tú qué piensas hacer, Ainelen? Crees que te daré cobijo toda la eternidad, ¿no es así?

La hija entrecerró sus ojos, luego en un gesto involuntario agachó la cabeza.

—Debes buscarte un esposo, te será muy útil —continuó diciendo mamá, al notar su silencio—. Tienes todas las de ganar. Si un hombre no quiere aceptarte como su mujer, lo podrás demandar y estará obligado a contraer matrimonio.

No era eso. Ainelen no tenía miedo de buscar pareja, sino que simplemente no quería tener una. Al menos todavía no. Si hace unos años la trataban como a una niña y la consentían, ¿por qué todo había cambiado tan bruscamente?, ¿era este el significado de ser adulto?

No quería crecer. Quería mantenerse así, como siempre: ayudando a mamá en el trabajo, jugando con Erica y Ailin, dejándose amar por la abuela y el abuelo.

«Pero Ailin ya se va a casar», pensó. Mente traidora. «Y Erica... no creo que quiera hacerlo, pero, ¿y si lo hace? ¿qué pasará conmigo? ¿seré la única solitaria?». Ainelen quería estar soltera, pero no quería ser la única soltera. Eso se vería mal, ¿sabes? La apuntarían con el dedo. Que la hija tonta de la costurera; que la chica hereje y rara, que la hija egoísta, etc.

Qué difícil era todo.

Mamá se detuvo de manera abrupta, entonces le dirigió la mirada.

—Cuando yo era una adolescente como tú... —hizo una pausa. Ainelen se sorprendió un poco. Ayelén no debería estar hablando de eso, porque era... un tabú— Cuando fue mi turno de casarme, también fue difícil. Maldecía día a día tener que cambiar de vida, de no ver más a mis padres y amigos. Pero con el tiempo te acostumbras, comprendes el deber que cumples en la sociedad. Traer un hijo al mundo es necesario.

Ainelen no lo comprendía. Las palabras sonaban, pero no calaban en su mente. Eran insignificantes.

—¿No puedo estar por mi cuenta? Ya que me dices que no quieres que sea una carga para ti.

—Hija, no tienes otra opción. Todos los pueblerinos en algún punto, casi siempre en la juventud, nos unimos con alguien del sexo opuesto. Ni siquiera puedes adquirir una casa propia sin estar casado.

Bobadas. Todo era una ridiculez. La vida de Ainelen le pertenecía a la misma Ainelen. ¿Por qué las reglas de un pueblo egoísta la someterían? Se descubrió muy molesta.

—En Stroos y Rigardia es lo mismo —dijo mamá con voz piadosa—. Es nuestro destino como pueblo maldito.

No poder salir de la provincia. Ainelen nunca había querido irse de Alcardia, sin embargo, ahora ese deseo comenzaba a florecer como una rosa dentro de ella.

«Si la maldición de la bruja no estuviera, tal vez eso sería posible». Al final no había un escape.

—A menos que quieras vivir como un religioso o un legionario.

La joven levantó la cabeza de sopetón. Cierto, ellos eran una excepción, junto con los miembros del Consejo Provincial. Si tan solo pudiera acceder ahí, pero para eso necesitaba ser elegida y contar con alta educación. Eran criados desde pequeños para eso, así que imposible. Para ser religioso un caso similar.

Elegidos.

¿Y qué pasaba con La Legión? Ellos siempre necesitaban personal. ¿Acaso se quejarían de tener a una chica torpe e inexperta? Eso sí, como encargados de la seguridad de la provincia en todas sus ramas, el peligro era el pan que servían en la mesa cada día. Sobre todo, si se aplicaba a la Fuerza de Exploración. Aun así, todavía quedaba la Guardia, quienes tenían un trabajo relativamente tranquilo.

—Mamá, ¿qué se necesita para entrar a La Legión?

Cuando las palabras fueron pronunciadas por Ainelen, la progenitora durante un instante fugaz, un parpadeo, puso una cara del terror. Luego frunció el ceño, como si fuera a desatar el juicio de Uolaris sobre su propia hija.

—No estarás pensando en...

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