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—Padrino, Padrino, sálvame de la muerte, te lo ruego. La carne me está quemando, y siento que los gusanos me están comiendo el cerebro. Cúrame, Padrino, sé que tienes poder para hacerlo; seca las lágrimas de mi esposa. De niños, en Corleone, jugábamos juntos. ¿Vas a dejarme morir ahora? ¿No te das cuenta de que temo ir al infierno por todos los pecados que he cometido?

El Don permaneció en silencio.

—Es el día de la boda de tu hija. No puedes negarme nada —prosiguió Abbandando.

El Don habló con suavidad y en tono grave, cortando el blasfemo delirio del enfermo:

—Amigo mío, no tengo tal poder. Si lo tuviera, sería más misericordioso que Dios, no lo dudes. Pero no temas a la muerte ni al infierno. Haré que digan una misa por ti todas las noches y todas las mañanas. Tu esposa y tus hijas rezarán por ti. ¿Cómo quieres que Dios te castigue, si seremos tantos abogando por ti?

El esquelético rostro adquirió una expresión socarrona.

—Así, pues ¿está todo arreglado?

Cuando el Don respondió, su voz sonó fría, sin asomo de cordialidad.

—No blasfemes. Resígnate.

Abbandando apoyó la cabeza en la almohada. Sus ojos perdieron el destello de esperanza que hasta entonces habían mantenido. La enfermera entró en la habitación y les hizo salir. El Don se levantó, pero Abbandando le tomó de la mano.

—Padrino —dijo—, quédate junto a mí y ayúdame a encontrarme con la muerte. Quizá si te ve a mi lado, se asustará y me dejará en paz. O tal vez puedas convencerla, moviendo algunos hilos ¿eh? —El moribundo parpadeó, como si estuviera burlándose del Don, que ya no estaba tan serio como instantes antes. Enseguida añadió—: Somos hermanos de sangre, después de todo.

Y luego, como si temiera haber ofendido al Don, le tomó la mano.

—Quédate conmigo, déjame tener mi mano entre las tuyas. Venceremos al enemigo que me está atacando, como hemos vencido a los otros. No me traiciones, Padrino.

Con un gesto, el Don indicó a los demás que salieran. Una vez a solas con Genco Abbandando le tomó la seca mano entre las suyas. Con suavidad, muy amistosamente, consoló a su amigo, en espera de que llegara la muerte. Como si el Don pudiera realmente arrancar la vida de Genco Abbandando de las garras de la más loca y criminal enemiga del hombre.

El día terminó muy bien para Connie Corleone. Carlo Rizzi cumplió con su deber de esposo con destreza y vigor, estimulado por el contenido de la bolsa de la novia, que totalizaba más de veinte mil dólares. La novia, sin embargo, entregó su virginidad más a gusto que su bolsa. Tanta fue su resistencia a desprenderse del dinero, que Carlo tuvo que ponerle un ojo morado.

Lucy Mancini esperaba en su casa a que Sonny Corleone la llamara, convencida de que le pediría una cita. Finalmente, llamó a casa de Sonny, pero cuando oyó a través del hilo una voz de mujer, colgó. Lo que ella no podía saber era que prácticamente todos los invitados se habían dado cuenta de la larga ausencia de ellos dos durante la fiesta, como tampoco podía saber que se murmuraba que Santino Corleone había encontrado otra víctima, que «se había aprovechado» de la dama de honor de su propia hermana.

Amerigo Bonasera tuvo una terrible pesadilla. En sueños vio a Don Corleone ataviado con una visera, polainas y guantes, descargando unos cadáveres acribillados a balazos enfrente de la funeraria, y gritando: «Recuerda, Amerigo, ni una palabra a nadie, y entiérralos enseguida». Tan apremiantes debieron de ser sus gruñidos, que su esposa se despertó.

—¡Eh! ¿Pero qué clase de hombre eres? —se quejó—. Mira que tener pesadillas después de una boda…

Paulie Gatto y Clemenza escoltaron a Kay Adams hasta su hotel de Nueva York. El automóvil era grande y lujoso, y lo conducía Gatto, a cuyo lado se sentó ella, mientras Clemenza lo hacía en el asiento posterior. Los dos hombres le parecieron tremendamente exóticos. Hablaban con la jerga típica de Brooklyn, pero a ella la trataron con exagerada cortesía. Durante el trayecto, la conversación se centró en menudencias, y Kay se sorprendió al observar el respeto y el afecto que parecían sentir por Michael. Pese a que éste le había hecho creer que era completamente ajeno al mundo en el que su padre se movía, Clemenza le aseguró, con su extraño lenguaje y su voz gutural, que «el viejo» estaba convencido de que Michael era el mejor de sus hijos, el que seguramente heredaría los negocios de la familia.

—¿Qué clase de negocios son? —preguntó Kay, con toda naturalidad y con más o menos fingida inocencia.

Paulie Gatto le dirigió una rápida mirada mientras tomaba una curva.

—¿No se lo ha dicho Michael? —respondió Clemenza en tono de sorpresa—. Don Corleone es el mayor importador de aceite de oliva italiano de Estados Unidos. Ahora que la guerra ha terminado, el negocio marchará viento en popa. Necesitará a un muchacho listo como Michael.

En el hotel, Clemenza insistió en acompañarla hasta el mostrador de recepción.

—El patrón dijo que nos aseguráramos que llegara bien —adujo, ante las protestas de la muchacha—, y debo asegurarme de que así sea.

Cuando le hubieron entregado la llave de su habitación, Clemenza la acompañó hasta el ascensor y esperó a que entrara. Ella, sonriente, se despidió con la mano y de nuevo se sorprendió al ver la amistosa sonrisa de Clemenza. Claro que su impresión hubiera sido muy diferente si hubiera podido ver al hombre de Don Corleone acercándose al recepcionista para preguntarle con qué nombre se había registrado.

El empleado del hotel miró fríamente a Clemenza. Este puso un billete en la mano del empleado, quien lo tomó inmediatamente, al tiempo que respondía: «Señora Corleone».

—Una dama muy distinguida ¿eh? —dijo Paulie Gatto, una vez en el automóvil.

—Mike se la está tirando —gruñó Clemenza.

Aunque tal vez se habían casado en secreto, pensó.

—Llámame mañana temprano —dijo a Paulie Gatto—. Hagen tiene un trabajo para nosotros. Parece que es algo delicado.

El domingo por la noche, Tom Hagen se despidió cariñosamente de su esposa y se dirigió al aeropuerto. Con su tarjeta especial de prioridad (regalo de un alto funcionario del Pentágono) no tuvo problema alguno para encontrar plaza en un avión con destino a Los Ángeles.

Para Tom Hagen, el día había sido agotador, pero se sentía satisfecho. Genco Abbandando había muerto a las tres de la mañana, y cuando Don Corleone regresó del hospital, había informado a Hagen de que a partir de aquel momento pasaba a ser el consigliere oficial de la Familia. Por ello, Tom Hagen estaba seguro de que llegaría a ser un hombre muy rico, y, además —¿por qué no decirlo?— también muy poderoso.

El Don había roto una larga tradición. Los consigliere habían sido siempre de sangre cien por cien siciliana. Sólo a un siciliano, a un iniciado en el sistema de la omertà, la ley del silencio, podía confiársele el puesto clave de consigliere. Entre el cabeza de la Familia, Don Corleone, que dictaba lo que debía hacerse, y los ejecutivos, que llevaban a cabo lo ordenado por el Don, había tres abogados. De este modo, los ejecutivos no tenían contacto alguno con el más alto nivel. Para el jefe, el único peligro podía venir únicamente de un consigliere traidor. Aquel domingo por la mañana, Don Corleone dio instrucciones explícitas sobre lo que debía hacerse con los dos jóvenes que habían maltratado a la hija de Amerigo Bonasera. Sin embargo, las órdenes las había dado en privado a Tom Hagen, quien a su vez, más tarde y también sin testigos, dio instrucciones a Clemenza. Este último era quien debía transmitir la orden a Paulie Gatto para que realizara el encargo, cuidara de reclutar a los hombres necesarios y dirigiera la operación. Ni Paulie Gatto ni sus hombres sabrían por qué tenían que realizar aquella tarea, ni quién la había ordenado. Para que un eslabón de la cadena se rompiera, habría sido necesario que alguien traicionara al Don, y esto nunca había ocurrido, aunque nadie aseguraba que no pudiera suceder en un futuro. En tal caso, también estaba previsto el remedio. Haciendo desaparecer el eslabón de la cadena afectado, todo solucionado.

El consigliere era también lo que su nombre indicaba: el consejero del Don, su mano derecha, su cerebro auxiliar, su mejor compañero y su más íntimo amigo. En los viajes importantes, conducía el automóvil del Don; en las conferencias, salía a buscar refrescos, café, bocadillos o cigarros para el Don. Sabía todo o casi todo lo que sabía el Don, conocía todas las células del poder. Era el único hombre que podía destruir al Don. Sin embargo, ningún consigliere había traicionado jamás a un Don; por lo menos ninguna de las poderosas familias sicilianas que se habían establecido en América recordaba que tal cosa hubiese ocurrido. La traición a un Don era un acto sin futuro. Todos los consigliere sabían que si permanecían fieles, tendrían dinero, poder y el respeto de todos. Si alguna desgracia ocurría a un consigliere, su esposa e hijos no carecerían de nada y serían protegidos como si él viviera o estuviera libre. La única condición era que se mantuviera fiel.

En algunos asuntos, el consigliere tenía que actuar por cuenta de su Don de manera más abierta, pero sin comprometerlo en modo alguno. Hagen volaba hacia California para solucionar uno de tales asuntos. Se daba perfecta cuenta de que en su carrera de consigliere influiría considerablemente el éxito o el fracaso de esa misión. En realidad, teniendo en cuenta la envergadura de los negocios de la Familia, el que Johnny Fontane obtuviera o no el papel en la película era una menudencia. Mucho más importante era, en cambio, la entrevista que Hagen había concertado para el viernes siguiente con Virgil Sollozzo. Pero Hagen sabía que, para el Don, ambos asuntos tenían igual importancia, y siendo así, todo buen consigliere dejaba automáticamente de hacer cábalas al respecto.

El ruido de los motores del avión puso nervioso a Tom Hagen, que para tranquilizarse pidió un martini a la azafata. Tanto el Don como Johnny le habían hablado del carácter del productor cinematográfico Jack Woltz. Por lo que Johnny había dicho, Hagen estaba convencido de que no lograría hacer entrar en razón al productor. Por otra parte, tampoco tenía la menor duda de que el Don cumpliría la palabra dada a Johnny. Su papel se reducía al de mero negociador.

Recostado en su butaca, Hagen pasó revista a toda la información que le habían proporcionado. Jack Woltz era uno de los tres productores más importantes de Hollywood, propietario de su propio estudio, que había firmado contrato con docenas de grandes estrellas. Era miembro de la sección cinematográfica del Gabinete Asesor de Información Bélica del presidente de Estados Unidos, lo cual significaba que colaboraba en la realización de películas de propaganda. Había cenado en la Casa Blanca y J. Edgar Hoover había estado en su casa de Hollywood. No obstante, todo aquello era menos importante de lo que parecía. No eran sino relaciones oficiales. Woltz no tenía ningún poder político personal; en primer lugar, porque era un reaccionario de mucho cuidado, y, en segundo lugar, porque era un megalómano que imponía su criterio despótica y dictatorialmente, sin pararse a pensar en que ello le granjeaba la enemistad de cuantos estaban a sus órdenes.

Hagen suspiró. No veía la forma de convencer a Jack Woltz. Abrió su portafolios y trató de trabajar un poco, pero estaba demasiado cansado. Pidió otro martini y se puso a reflexionar sobre su pasado. No se arrepentía de nada. Al contrario, se daba cuenta de que había tenido una suerte extraordinaria. Por lo que fuere, el camino que había escogido diez años atrás era el mejor. El éxito le sonreía, era tan feliz como pudiera serlo cualquier hombre adulto, y encontraba que la vida merecía la pena.

Tom Hagen tenía treinta y cinco años. Era un hombre de figura esbelta y facciones agradables. Se había graduado como abogado, pero su trabajo para la Familia no era en calidad de tal, a pesar de que después de terminar sus estudios llegó a ejercer durante tres años.

A los once años había sido compañero de juegos de Sonny Corleone. La madre de Hagen se había quedado ciega y murió cuando su hijo contaba precisamente esa edad. El padre, un bebedor empedernido, estaba completamente alcoholizado; era carpintero y, aunque en su vida jamás había hecho nada reprobable, la bebida acabó por arruinar a su familia y fue la causa de su propia muerte. Al quedarse huérfano, Tom se pasaba los días vagando por las calles, y por la noche dormía en cualquier rincón. Su hermana menor había sido puesta en manos de una buena familia por una institución benéfica. Pero en los años veinte, tales organizaciones no se preocupaban demasiado de los niños de doce años que eran tan desagradecidos como para huir de la caridad. Hagen sufrió una infección en la vista. Los vecinos decían que la había heredado de su madre y que la infección era contagiosa. Todos se apartaron de él. Sonny Corleone, un muchacho de once años, enérgico y de buen corazón, llevó a su amigo a casa y pidió a su padre que le dejara vivir con ellos. La primera comida que Tom Hagen hizo en casa de los Corleone fueron unos spaghetti con salsa de tomate. Hagen nunca había logrado olvidar el sabor de aquel primer plato. Después le dieron una buena cama de metal donde dormir. Fue como un sueño.

Del modo más natural, sin una sola palabra y sin que el asunto fuera discutido en modo alguno, Don Corleone había permitido que el muchacho se quedase a vivir en su casa. El mismo Don Corleone llevó al chico a un especialista, quien logró curarle completamente la infección ocular. Lo envió a la escuela y, después, a la universidad. En todo ello, el Don no actuó como un padre, sino como un guardián. Aunque no le demostraba afecto alguno, lo trataba con más cortesía que a sus propios hijos y nunca le imponía su voluntad. Fue el muchacho quien decidió por sí mismo cursar Derecho. Una vez había oído decir a Don Corleone que un abogado, con su cartera de mano, podía robar más que un centenar de hombres con metralletas. Mientras, y contra la voluntad de su padre, Sonny y Freddie insistieron en entrar en los negocios familiares una vez terminada la enseñanza media. Sólo Michael había querido continuar estudiando, y se había alistado en la Marina al día siguiente del ataque japonés a Pearl Harbor.

Con el título de abogado en el bolsillo, Hagen se casó con una muchacha italiana de Nueva Jersey que, cosa rara por aquel entonces, había ido a la universidad. Después de la boda, que por supuesto se celebró en casa de los Corleone, el Don se ofreció a ayudar a Hagen en cuanto estuviera en su mano: conseguirle clientes para su bufete, amueblar su oficina, etc.

—Me gustaría trabajar para usted —había declarado Tom.

El Don se mostró tan sorprendido como complacido.

—¿Sabes quién soy? —preguntó.

Hagen asintió. Por supuesto, ignoraba cuál era realmente el poder del Don, y seguiría ignorándolo durante los años que precedieron a su nombramiento de consigliere interino, debido a la enfermedad de Genco Abbandando. Pese a ello, aseguró que sí lo sabía, mirando directamente a los ojos del Don. «Trabajaré para usted, del mismo modo que lo hacen sus hijos», había dicho Hagen, y el tono de sus palabras traslucía su inamovible intención de ser leal y de aceptar totalmente la voluntad del Don. Con la comprensión que por aquel entonces ya empezaba a ser considerada como un distintivo de su genio, Don Corleone mostró por vez primera un afecto paternal hacia el joven. Le dio un fuerte abrazo y desde entonces lo trató como a un verdadero hijo, aunque de vez en cuando le recordaba que no olvidara a sus padres. Era una especie de recordatorio para Hagen, aunque tal vez lo era más todavía para el propio Don Corleone.

No obstante, no era probable que Hagen los olvidara. Su madre había estado casi loca, además de haber sido una mujer muy descuidada. Tom no recordaba de ella una sola muestra de afecto. En cuanto a su padre, siempre lo había odiado. La ceguera de su madre, poco antes de su muerte, había terminado de desmoralizar al muchacho, y su propia infección ocular le parecía un funesto preámbulo. Cuando su padre murió, la joven mente de Tom Hagen sufrió una curiosa transformación. Había vagabundeado por las calles como un animal en espera de la muerte hasta el día en que Sonny lo encontró durmiendo en un rincón y se lo llevó a casa. Lo que había sucedido después fue un milagro. Sin embargo, durante años Tom Hagen había tenido horribles pesadillas en las que tanto él como sus hijos perdían la vista. Algunas mañanas, al despertar, lo primero que recordaba era el rostro de Don Corleone, y entonces se sentía seguro.

Pese a todo ello, el Don había insistido en que durante tres años compaginara el ejercicio de la abogacía con el trabajo en los negocios de la Familia. Con el tiempo esta experiencia le fue muy valiosa y le sirvió para despejar cualquier duda que pudiera albergar en relación con el tipo de negocios a que se dedicaba el Don. Luego había pasado dos años trabajando en una importante firma de criminalistas en la que Don Corleone tenía cierta influencia, y donde pronto se hizo evidente que el joven Hagen estaba muy bien dotado para esta rama de la abogacía. Después pasó a dedicarse en exclusiva a los negocios de la Familia, y Don Corleone nunca había tenido, en los seis años que siguieron, nada que reprocharle.

Cuando ocupó el cargo de consigliere interino, las otras poderosas familias sicilianas empezaron a referirse a la familia Corleone calificándola de «la banda irlandesa». Hagen encontró el mote muy divertido, pero también se dio cuenta de que nunca podría aspirar a suceder al Don en los negocios familiares. A pesar de todo, estaba satisfecho. En realidad, nunca había aspirado a suceder al Don, pues tal ambición hubiera sido una gran «falta de respeto» para con su benefactor y para con la verdadera familia de éste.

Era todavía de noche cuando el avión aterrizó en Los Ángeles. Hagen se dirigió a su hotel, se duchó y afeitó, y luego se puso a contemplar el amanecer sobre la ciudad. Ordenó que le subieran el desayuno y los periódicos y se tomó un descanso, pues la entrevista con Jack Woltz estaba fijada para las diez de la mañana. Había sido sorprendentemente fácil concertar la cita.

El día anterior, Hagen había telefoneado al hombre más poderoso del sindicato de trabajadores del cine, un individuo llamado Billy Goff. Siguiendo instrucciones de Don Corleone, Hagen le había pedido que le concertara una entrevista con Jack Woltz, y que de paso le insinuara que si Hagen no salía satisfecho de la entrevista, podía producirse una huelga en su estudio. Una hora más tarde, Hagen recibió una llamada de Goff: la entrevista se celebraría a las diez de la mañana. Woltz había captado muy bien la indirecta sobre la posible huelga, pero en opinión de Goff, no se había impresionado demasiado.

—Claro que para lo de la huelga —puntualizó Goff—, tendría que hablar yo personalmente con el Don.

—No se preocupe. Si se diera el caso, sería el Don quien hablaría con usted.

Al decir estas palabras, Hagen evitó hacer promesas. No se sorprendió en absoluto ante el hecho de que Goff se mostrara tan bien dispuesto a acatar los deseos del Don. El imperio familiar, técnicamente hablando, se limitaba al área de Nueva York, pero Don Corleone había empezado a conseguir su poder ayudando a los líderes de los sindicatos. Muchos de ellos le debían todavía grandes favores.

Hagen consideraba un mal síntoma el hecho de que la cita fuera a las diez de la mañana. Significaba que sería la primera de las que Woltz concedería durante el día, y ello suponía, lógicamente, que el productor cinematográfico no pensaba invitarlo a almorzar. Seguro que Goff no había amenazado lo suficiente a Jack Woltz, probablemente debido a que figuraba en la nómina secreta del productor. A veces, se decía Hagen, el hecho de que el Don nunca diera la cara iba en detrimento de los negocios familiares, ya que su nombre nada significaba para la mayoría de la gente.

Su análisis se demostró acertado. Woltz le tuvo esperando durante más de media hora. Hagen no lo tomó a mal. La sala de espera era lujosa y confortable, y en el sofá color ciruela que había frente al lugar donde estaba sentado esperaba la niña más bonita que recordaba haber visto en su vida. No tendría más de once o doce años, e iba vestida con la elegancia que otorga la sencillez, aunque con un estilo demasiado adulto, como una mujer hecha y derecha. Sus cabellos eran como el oro y sus ojos azules como el mar. En cuanto a su boca, recordaba una fresca y roja frambuesa. Iba acompañada de una mujer —su madre, sin duda—, cuya arrogante mirada hizo que Hagen sintiera deseos de pegarle un puñetazo en pleno rostro. La niña angelical y la madre monstruosa, pensó Hagen, devolviendo a la madre una fría mirada.

Finalmente, una mujer de mediana edad exquisitamente vestida se acercó a Hagen para rogarle que la acompañara. Pasaron por un pasillo flanqueado de puertas —sin duda correspondientes a otras tantas oficinas—, y finalmente llegaron al despacho donde trabajaban los colaboradores directos del productor. Hagen quedó impresionado ante la belleza de las oficinas… y de las muchachas que en ellas trabajaban. Sonrió. Eran chicas que querían entrar en el mundo del cine y que de momento se conformaban con trabajos de oficina, aunque la mayoría tendría que seguir con el trabajo administrativo durante toda su vida, a menos que, desengañadas, regresaran a sus respectivas ciudades de origen. Jack Woltz era un hombre alto y corpulento, cuya barriga quedaba casi disimulada gracias a un traje de corte perfecto. Hagen conocía su historia. A los diez años de edad, trabajó en el East Side repartiendo barrilitos de cerveza con una carretilla de mano. A los veinte, ayudó a su padre a meter en cintura a los trabajadores de la industria de la confección. A los treinta, abandonó Nueva York para trasladarse al Oeste, donde pronto se interesó en la naciente industria del cine. A los cuarenta y ocho años se convirtió en el más poderoso de los magnates del séptimo arte, conservando, eso sí, su rudo lenguaje de siempre. En asuntos de amor era como un lobo, y eso lo sabían muy bien gran cantidad de aspirantes a estrellas. A los cincuenta, sin embargo, sufrió una completa transformación: tomó lecciones de oratoria, aprendió a vestir bien gracias a un ayuda de cámara inglés, y otro sirviente suyo, también inglés, le enseñó a comportarse correctamente en sociedad. Cuando murió su primera esposa, se casó con una bella actriz mundialmente famosa que estaba ya cansada de actuar ante las cámaras. En ese momento, a sus sesenta años, se dedicaba a coleccionar obras de afamados artistas, era miembro del Gabinete Asesor de la Presidencia, y había donado grandes sumas a una fundación que llevaba su nombre para promocionar el arte en las películas. Su hija se había casado con un lord inglés, y su hijo, con una princesa italiana. Su más reciente pasión, como muy bien habían cuidado de airear todos los columnistas del país, eran sus cuadras de purasangres. El último año había invertido en ellas más de diez millones de dólares. Su nombre apareció en los titulares de muchos periódicos cuando compró el famoso caballo inglés Jartum por el increíble precio de seiscientos mil dólares, sobre todo tras el anuncio de que el invencible caballo no volvería a correr, ya que sería destinado exclusivamente a adornar los establos de Woltz.

Recibió a Hagen con ademanes corteses, y en su bronceado y perfectamente rasurado rostro apareció una levísima sonrisa. A pesar de todo su dinero, a pesar de los cuidados de los más reputados técnicos, aparentaba la edad que realmente tenía, y unas profundas arrugas surcaban su rostro. No obstante, sus movimientos poseían una enorme vitalidad, y tenía, al igual que Don Corleone, el aire del hombre que manda de un modo absoluto en el mundo donde se desenvuelve.

Hagen fue directo al grano y le informó de que era el emisario de un amigo de Johnny Fontane. Le dijo que este amigo, un hombre muy poderoso, agradecería infinitamente al señor Woltz que le concediera un pequeño favor. El pequeño favor consistía en la inclusión de Johnny Fontane en la nueva película bélica que el estudio comenzaría a rodar al cabo de una semana.

El arrugado rostro de Woltz permaneció impasible, fríamente cortés. Luego, habló con un deje de condescendencia apenas perceptible.

—¿Cómo me demostraría su agradecimiento el amigo de Johnny Fontane?

Hagen fingió no haber reparado en la condescendencia de Woltz.

—Parece que en el horizonte hay algunos nubarrones en forma de conflictos laborales. Mi amigo puede garantizarle la desaparición de tales nubarrones. Por ejemplo, usted tiene un contrato con una estrella que hace ganar a sus estudios grandes cantidades de dinero, pero que acaba de pasarse de la marihuana a la heroína. Mi amigo le garantizaría que esa gran estrella no volvería a conseguir más heroína. Y si en el transcurso de los años se le presentara a usted algún otro pequeño obstáculo, quedaría resuelto con una simple llamada telefónica.

Jack Woltz escuchó las palabras de Hagen como lo hubiera hecho con las baladronadas de un niño. Luego, con voz cortante y en un tono deliberadamente barriobajero, preguntó:

—Intentan presionarme ¿eh?

—En absoluto —replicó Hagen con frialdad—. Me limito a pedirle un favor para un amigo. Sólo trato de explicarle que usted no perdería nada con ello.

De repente, en el rostro de Woltz se dibujó una expresión de profunda ira. Apretó los labios y sus espesas cejas teñidas de negro formaron una gruesa línea sobre sus ojos centelleantes. Se inclinó sobre la mesa, acercándose a Hagen.

—Muy bien, hijo de puta. Dejemos las cosas claras, tanto para usted como para su jefe, sea quien sea: Johnny Fontane no tendrá el papel. No me preocupa que la Mafia quiera imponerme su voluntad. Y ahora —añadió, apoyándose de nuevo en el respaldo—, quisiera darle un consejo, amigo: J. Edgar Hoover ¿ha oído hablar de él, verdad?, es amigo mío. Si le explico que me están presionando, los amigos de usted nunca sabrán de dónde habrá partido el golpe.

Hagen escuchó con paciencia. Había esperado otra actitud de un hombre de la categoría de Woltz. ¿Era posible que un individuo capaz de reaccionar de manera tan estúpida hubiera llegado a ser el propietario de una empresa valorada en centenares de millones de dólares? Era algo que debía meditar profundamente, pues el Don buscaba nuevas actividades para invertir dinero, y si los mejores cerebros de la industria cinematográfica eran tan brutos, el cine podía ser el negocio ideal. Las palabras de Woltz no habían afectado a Hagen en absoluto. Éste había aprendido del mismo Don el arte de la negociación. «Nunca te enfades —le había repetido miles de veces—. No profieras amenaza alguna. Razona con la gente». El arte del razonamiento consistía en desoír todos los insultos, todas las amenazas; algo así como poner la otra mejilla. Hagen había visto al Don sentado en una mesa de negociaciones durante ocho horas, tragando insultos, tratando de persuadir a un hombre testarudo para que cambiara su punto de vista sobre determinado asunto. Al final de las ocho horas, Don Corleone había levantado las manos en señal de desesperanza, y dirigiéndose a los otros hombres de la mesa, había dicho: «Es totalmente imposible razonar con este individuo», y acto seguido levantarse para salir de la habitación. El individuo testarudo había palidecido de terror. Alguien corrió a convencer al Don para que regresara a la mesa de negociaciones. El acuerdo se había realizado, pero dos meses más tarde, el individuo testarudo había aparecido mortalmente herido en su barbería favorita.

Así, pues, Hagen, con voz completamente serena, volvió a tomar la palabra:

—Mire mi tarjeta. Soy abogado. ¿Cree usted que pondría en peligro mi carrera? ¿He proferido alguna amenaza? Déjeme decirle que estoy preparado para aceptar cualquier condición que usted imponga para que Johnny Fontane haga la película. Creo que ofrezco mucho, teniendo en cuenta la pequeñez del favor que pido. Un favor que redundaría, creo yo, en su propio beneficio. Según me ha contado Johnny, usted mismo admite que él sería el intérprete ideal de esa película. Y permítame asegurarle que de no ser así, no le pediríamos el favor. De hecho, si le preocupa la inversión monetaria, mi cliente estaría dispuesto a financiar la película. Pero, por favor, que queden las cosas claras. Si usted se niega, entenderemos que lo hace conscientemente y por su voluntad. Nadie puede ni quiere presionarle. Sabemos de su amistad con el señor Hoover, y puedo asegurarle que mi jefe le respeta a usted mucho por eso.

Woltz había estado jugueteando con una larga pluma roja. A la sola mención de la palabra dinero se despertó su interés.

—El presupuesto de la película es de cinco millones —dijo, muy serio.

Hagen emitió un ligero silbido, para demostrar que estaba impresionado.

—Mi jefe tiene amigos que apoyarán su opinión —comentó luego sin darle importancia.

Por vez primera Woltz pareció tomar en serio el asunto y leyó atentamente la tarjeta de visita de Hagen.

—Nunca había oído hablar de usted —dijo—, aunque conozco a la mayoría de los grandes abogados de Nueva York.

—Trabajo para un solo cliente —contestó Hagen con sequedad, y se levantó, dispuesto a marcharse—. No quiero robarle más tiempo.

Tendió la mano a Woltz, que la estrechó. Hagen se dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ella se detuvo y se volvió para mirar al productor.

—Comprendo que tiene usted que tratar con mucha gente que intenta parecer más importante de lo que en realidad es —dijo—. En mi caso ocurre lo contrario. ¿Por qué no pregunta sobre mí a nuestro mutuo amigo? Si cambia de opinión sobre el asunto, llámeme a mi hotel.

Después de una corta pausa, Hagen añadió:

—Esto le parecerá un sacrilegio, pero la verdad es que mi cliente puede hacer por usted muchas cosas que no están al alcance del señor Hoover.

Vio que Woltz entornaba los ojos. El productor comenzaba a comprender. Entonces, Hagen aprovechó para concluir, en el tono de voz más amable que pudo:

—Por ejemplo, soy un gran admirador de sus películas. Espero y deseo que pueda continuar usted su excelente trabajo. Nuestro país lo necesita.

Durante la tarde de aquel mismo día, Hagen recibió una llamada telefónica de la secretaria del productor, diciéndole que antes de una hora un coche pasaría a recogerlo para llevarlo a cenar a la finca campestre del señor Woltz. La chica le dijo que el viaje duraría unos tres cuartos de hora, pero que el vehículo tenía bar y que podría tomar un aperitivo durante el trayecto. Hagen sabía que Woltz había hecho el viaje en su avión particular, y se preguntaba por qué no le había invitado. La voz de la secretaria interrumpió sus elucubraciones.

—El señor Woltz ha sugerido que lleve usted un traje de etiqueta. Mañana por la mañana él mismo le llevará al aeropuerto.

—De acuerdo —dijo Hagen.

Ya tenía otra cosa en qué pensar. ¿Cómo sabía Woltz su intención de regresar a Nueva York en avión a la mañana siguiente? Lo más probable, decidió Hagen después de meditar unos minutos, era que el productor hubiera contratado un detective para que le investigara. En consecuencia, era muy posible que Woltz ya supiera que representaba al Don, lo cual significaba que ya había averiguado algo sobre Don Corleone y que estaba dispuesto a considerar seriamente el asunto. Algo podría hacerse, después de todo, pensó Hagen. Y quizá Woltz era más listo de lo que había aparentado por la mañana.

La casa de campo de Jack Woltz parecía un lujoso escenario de película. Era una enorme mansión que recordaba las de las antiguas plantaciones, rodeada de verdes campos y circundada por un camino en herradura sembrado de tierra negra, por establos y por pastos para una manada de caballos. Las cercas y los jardines estaban tan bien cuidados como el rostro de una estrella de la pantalla.

Woltz saludó a Hagen en un porche acristalado, en cuyo interior se disfrutaba de un ambiente perfectamente climatizado. El productor iba vestido con sencillez. Llevaba una camisa de seda azul con el cuello abierto, unos pantalones color mostaza y unas sandalias de cuero. Enmarcada en el lujoso y multicolor ambiente, su arrugada cara destacaba notablemente. Ofreció a Hagen un martini y se sirvió otro, de una bandeja en la que había otros vasos llenos de diversas bebidas. Parecía más amistoso que por la mañana.

—Como todavía tenemos un poco de tiempo antes de cenar —dijo, apoyando la mano en el hombro de Hagen—, vamos a echar una mirada a mis caballos.

Mientras se dirigían a los establos, prosiguió:

—Me he enterado de quién es usted, Tom; debería haberme dicho que su jefe es Corleone. Pensé que era usted un picapleitos de tres al cuarto que Johnny enviaba para asustarme. Y yo no me asusto, aunque por supuesto tampoco deseo tener enemigos. Bueno, hablemos de otras cosas y dejemos los negocios para después de la cena.

Sorprendentemente, Woltz demostró ser un anfitrión muy amable y considerado. Explicó sus nuevos métodos, con los cuales convertiría su cuadra en la mejor del país. Hagen comprobó que los establos estaban construidos a prueba de incendios, desinfectados hasta el máximo, y protegidos por un equipo de guardas privados. Finalmente, Woltz lo acompañó hasta un establo especial, en cuya puerta estaba clavada una enorme placa de bronce. En la placa se leía la palabra JARTUM.

El caballo que ocupaba el establo era, incluso a los ojos inexpertos de Hagen, un animal hermosísimo. La piel de Jartum era de un negro intenso, a excepción de una mancha blanca que tenía en la ancha frente. Sus grandes ojos color marrón brillaban como manzanas doradas, y su negra piel parecía de seda.

—Es el mejor caballo de carreras del mundo —dijo Woltz, con orgullo infantil—. Lo compré el año pasado en Inglaterra por seiscientos mil dólares. Apuesto cualquier cosa a que ni siquiera los zares rusos llegaron a pagar tanto por un solo caballo. Pero no voy a hacerlo correr; sólo quiero que constituya un adorno para mis establos. Voy a tener la mejor cuadra americana de todos los tiempos.

Mientras acariciaba la negra crin del noble animal, murmuró para sí:

—Jartum, Jartum.

Su voz sonaba amorosa, y el animal pareció reconocerla. Luego, Woltz dijo a Hagen:

—Soy un buen jinete, como debe usted saber; y eso que empecé a montar a los cincuenta años —soltó una carcajada y añadió—: Tal vez alguna de mis antepasadas, allá en Rusia, fue raptada por un cosaco, y yo llevo su sangre.

Regresaron a la mansión para cenar. La mesa estuvo servida por tres camareros que trabajaban a las órdenes de un mayordomo. Los cubiertos eran de oro y plata, pero la comida, en opinión de Hagen, fue mediocre. Era evidente que Woltz vivía solo y que el productor no era hombre que se preocupara demasiado de la comida. Hagen esperó a que ambos hubieran encendido sus respectivos habanos.

—¿Tendrá o no tendrá Johnny el papel? —preguntó Hagen entonces.

—Imposible —dijo Woltz—. No podría dar el papel a Johnny aunque quisiera. Los contratos ya están firmados y empezaremos el rodaje la próxima semana. No existe posibilidad alguna de cambiar las cosas.

—Señor Woltz —dijo Hagen con cierta impaciencia—, la gran ventaja de tratar con el jefe supremo es que una excusa como ésta no es válida. Usted puede hacer todo lo que quiera. ¿Acaso no cree que mi cliente cumpla las promesas?

—Creo que voy a tener problemas laborales —dijo Woltz, ásperamente—. Goff me lo advirtió, el muy cerdo, y por el tono de sus palabras, nadie hubiera imaginado que le estoy pagando cien mil dólares anuales, bajo mano. También creo que pueden ustedes lograr que mi supuesta estrella masculina deje la heroína. Pero todo esto me tiene sin cuidado, pues puedo financiar mis propias películas. Odio profundamente a ese cerdo de Fontane. Diga a su jefe que no puedo hacerle el favor que me pide, pero que estoy dispuesto a complacerle en cualquier otra cosa. En todo lo que pida.

Hagen se preguntó para qué diablos le había hecho ir a su finca. El productor estaba tramando algo.

—No creo que entienda usted la situación —dijo Hagen fríamente—. El señor Corleone es el padrino de Johnny Fontane. Como usted seguramente sabe, se trata de una relación religiosa, sagrada y muy íntima.

Woltz inclinó respetuosamente la cabeza ante la referencia que Hagen acababa de hacer a la religión.

—Los italianos dicen que la vida es tan dura que el hombre debe tener dos padres que velen por él —prosiguió Hagen—, por eso todos tienen un padrino. Dado que el padre de Johnny murió, el señor Corleone se siente obligado a velar por su ahijado. Además, quisiera que tuviera usted en cuenta que el señor Corleone es un hombre muy sensible. Nunca pide un segundo favor a quien ya le ha negado uno.

Woltz se encogió de hombros.

—Lo siento. La respuesta sigue siendo no. Pero ya que está usted aquí ¿cuánto me costaría arreglar lo del problema laboral? El pago sería inmediato y en efectivo.

Eso esclareció una de las preguntas que Hagen se había planteado. Ya sabía por qué Woltz le dedicaba tanto tiempo, pese a haber decidido negar el papel a Johnny. Hagen comprendió que no podría cambiar nada, al menos en el curso de aquella entrevista. Woltz se sentía seguro, y no temía en absoluto el poder de Don Corleone. Desde luego, con sus relaciones con destacados políticos, su amistad con el jefe del FBI, su enorme fortuna personal y su inmenso poder en la industria cinematográfica, ni siquiera Don Corleone podía amenazarlo. Cualquier hombre inteligente, y Hagen lo era, hubiera pensado que Woltz había sabido valorar correctamente su posición. Nada podría hacer el Don si el productor estaba dispuesto a afrontar las pérdidas causadas por la huelga. Sin embargo, había algo más, algo con lo que Woltz no contaba. El Don había prometido a su ahijado que obtendría el papel de protagonista en la película, y que Hagen supiera, Don Corleone nunca había faltado a su palabra.

—Está usted tratando de hacerme cómplice de una extorsión —replicó Hagen sin alterarse—. Yo creo que usted finge no entenderme, aunque me parece haber hablado muy claro. El señor Corleone sólo le promete abogar en favor de usted, en lo que se refiere a este problema laboral, en prueba de amistad por haber obrado usted en favor de su cliente. Un amistoso intercambio de influencias, sólo eso. Pero ya veo que no me toma en serio. Creo que está usted cometiendo un error.

Como si hubiese estado esperando estas palabras de Hagen, Woltz dio rienda suelta a su ira.

—Comprendo perfectamente. Es el estilo de la Mafia. En apariencia todo va como la seda, pero lo que hacen en realidad es amenazar. Voy a ser muy claro. Johnny Fontane no tendrá el papel, aunque reconozco que es el más indicado para interpretarlo y se convertiría en una estrella de primera magnitud. Pero nunca lo será, porque le odio y pienso destruir su carrera. Y voy a decirle por qué. Arruinó a una de mis más prometedoras protegidas. Durante cinco años tuve a la muchacha con los mejores profesores de arte dramático, de canto y de baile. Invertí en ella centenares de miles de dólares para convertirla en una gran estrella. Y seré todavía más franco, sólo para que se dé usted cuenta de que no soy un hombre sin corazón, de que no todo fue cuestión de dinero. Esa muchacha era bella, la más bella de cuantas he poseído, y he poseído a muchas en todos los lugares del mundo. Era capaz de acabar con las energías de cualquier hombre en menos tiempo del que se tarda en contarlo. Y entonces llegó Johnny, con su voz meliflua y su encanto barato, y ella huyó de mi lado. Estoy seguro de que sólo quiso ponerme en ridículo, algo que un hombre de mi posición no puede permitirse. Por eso tengo que acabar con Johnny.

Por vez primera, Woltz consiguió asombrar a Hagen. Éste encontraba absurdo que un hombre adulto dejara que tales trivialidades interfirieran en los negocios, menos aun cuando se trataba de negocios de tanta importancia. En el mundo de Hagen, en el mundo de Corleone, la belleza física y el poder sexual de las mujeres no contaban para nada en los asuntos de tipo financiero, aunque, por supuesto, todo cambiaría si ello afectaba al honor familiar. Hagen decidió hacer un último intento.

—Tiene usted toda la razón, señor Woltz. Pero ¿tan fuerte es el agravio? Pienso que no se hace usted cargo de la importancia que tiene este pequeño favor para mi cliente. Cuando Johnny fue bautizado, el señor Corleone lo sostuvo en sus brazos. Cuando el padre de Johnny murió, el señor Corleone asumió para con el muchacho todas las responsabilidades paternales. De hecho, muchas personas, mucha gente que desea mostrarle su gratitud por los favores recibidos le llaman Padrino. El señor Corleone nunca deja a sus amigos en la estacada.

Bruscamente, Woltz se puso de pie.

—Ya he oído bastante —dijo—. No admito órdenes de asesinos. Si descuelgo el teléfono, tenga la seguridad de que pasará la noche en la cárcel. Y si ese jefecillo de la Mafia trata de hacerme alguna mala faena, se dará cuenta de que no soy un director de orquesta. Sí, ya he oído esa historia. Escuche: sepa que su señor Corleone no sabrá siquiera de dónde le habrá caído el golpe. Si es preciso, utilizaré mi influencia en la Casa Blanca.

Tanta estupidez era inconcebible. Hagen se preguntaba cómo demonios habría llegado aquel hombre a ser un pezzonovante, consejero del presidente, propietario del mayor estudio cinematográfico del mundo. Evidentemente, el Don tendría que intervenir en el negocio del cine. Aquel individuo, Woltz, no había comprendido nada.

—Gracias por la cena y por esta agradable velada —dijo Hagen—. ¿Le importaría hacerme conducir hasta el aeropuerto? No creo conveniente pasar la noche aquí. El señor Corleone es un hombre que insiste en enterarse pronto de las malas noticias.

Las últimas palabras de Hagen fueron acompañadas de una fría sonrisa.

Mientras esperaba en la iluminada columnata de la mansión a que llegara el automóvil que debía llevarlo al aeropuerto, Hagen vio a dos mujeres que se disponían a entrar en una lujosa limusina estacionada en la vía de acceso al garaje. Eran la hermosa muchachita rubia y su madre, a quienes Hagen había visto por la mañana en la oficina de Woltz. Pero en ese momento la exquisitamente dibujada boca de la niña era una masa rosácea. Sus ojos azules ya no brillaban, y Hagen notó que las piernas parecían negarse a sostenerla. Su madre la ayudaba a entrar en el automóvil, mientras le murmuraba algo al oído. La madre volvió la cabeza y dirigió una mirada a Hagen. Éste vio en sus ojos un destello triunfal. Ahora comprendía Hagen por qué el productor no le había invitado a hacer el viaje desde Los Ángeles en avión. La muchachita y su madre habían sido las compañeras de viaje de Woltz. Así, el productor había tenido tiempo de estar con la chica. ¿Y Johnny deseaba vivir en aquel ambiente? Que les aprovechara, tanto a él como a Woltz.

Paulie Gatto odiaba los trabajos apresurados, especialmente cuando debía recurrir a la violencia. Y lo de esa noche, aunque no era nada complicado, podía resultar peligroso si alguien cometía algún error. En ese instante, mientras se tomaba la cerveza, dirigía frecuentes miradas a los dos jóvenes, que estaban charlando animadamente con las dos chicas de detrás de la barra.

Paulie Gatto sabía todo cuanto había que saber de aquel par de inútiles. Se llamaban Jerry Wagner y Kevin Moonan. Tenían unos veinte años, iban bien vestidos, eran altos y tenían los ojos castaños. Ambos debían volver a la universidad —fuera de la ciudad— al cabo de un par de semanas, ambos eran hijos de hombres bastante influyentes, y esto, junto con su buen expediente académico, les había bastado para librarse de pasar por la oficina de reclutamiento. También habían sido juzgados por asalto a la hija de Amerigo Bonasera. «¡Los muy miserables!», pensó Paulie Gatto. Dando esquinazo al ejército y bebiendo alcohol en un bar después de medianoche, lo cual violaba la libertad condicional que les había sido concedida. Eran escoria. Paulie Gatto también se había librado del uniforme militar gracias a que su médico había certificado que Paulie Gatto, varón de raza blanca, de veintiséis años de edad y soltero, se había sometido a un tratamiento médico a base de corrientes eléctricas como consecuencia de una enfermedad mental. Todo falso, naturalmente, pero Paulie Gatto estaba convencido de que se había ganado la dispensa de servir en el ejército. Lo había arreglado Clemenza cuando ya Gatto «había hecho suficientes méritos» en el negocio de la Familia.

Fue también Clemenza quien le dijo que ese trabajo tenía que llevarse a cabo antes de que los muchachos regresaran a la universidad. Gatto se preguntaba por qué ese trabajo debía hacerse precisamente dentro de la ciudad de Nueva York. Clemenza siempre se sacaba órdenes de la manga, en lugar de limitarse a transmitir los encargos recibidos. Si los dos muchachos se llevaban a las camareras fuera de la ciudad, perdería otra noche.

Paulie oyó que una de las chicas decía, riendo:

—¿Estás loco, Jerry? ¿Crees que voy a subir a tu coche? No quiero terminar en el hospital, como aquella pobre chica.

Gatto había adivinado en su voz una mezcla de rencor y satisfacción.

Como ya había oído bastante, Paulie Gatto terminó su cerveza y salió a la oscuridad de la calle. Perfecto. Era más de medianoche. Sólo se veía luz en otro bar, los demás establecimientos estaban cerrados. Clemenza se había ocupado del coche patrulla del distrito, y no daría señales de vida hasta que recibieran una llamada por radio, y aun entonces se acercarían a poca velocidad.

Se apoyó en el Chevrolet de cuatro puertas. En el asiento posterior iban dos hombres que, a pesar de su corpulencia, apenas resultaban visibles.

—Ocupaos de ellos cuando salgan —dijo Paulie.

Pensaba que todo se había hecho con demasiada rapidez. Clemenza le había entregado fotografías policiales de los dos muchachos, así como datos sobre los lugares que solían frecuentar en las noches que dedicaban a la caza de alguna camarera. Paulie había reclutado a dos de los hombres más fuertes de la Familia y les había dado las instrucciones pertinentes. Nada de golpes en la cabeza —en la cara, sí—, pues no interesaba que ocurriera algo irreparable. Por lo demás, tenían plena libertad de acción. Otra cosa les había advertido: si los muchachos salían del hospital antes de un mes, ellos tendrían que volver a su oficio de camioneros.

Los dos hombres de Paulie Gatto se apearon del coche. Ambos eran antiguos boxeadores que no habían llegado muy lejos en su carrera, y a los que Sonny Corleone había prestado algún dinero, el suficiente para llevar una vida sin estrecheces. Por supuesto, estaban ansiosos por demostrar su gratitud, máxime cuando, con un poco de suerte, podían entrar en la nómina de la Familia.

Cuando Jerry Wagner y Kevin Moonan salieron del bar, no podían imaginar que estaban perdidos. Las camareras habían herido su vanidad de adolescentes, y Paulie Gatto lo sabía. Apoyado en el guardabarros de su automóvil, éste les llamó, acompañando sus palabras con una risa burlona:

—¡Eh, Casanova! ¡Vaya éxito que habéis tenido con esas dos fulanas!

Los dos jóvenes se volvieron hacia él. Al verlo, sonrieron complacidos, pensando que aquel desconocido pagaría las consecuencias de la humillación infligida por las chicas del bar. Con su cara de hurón, su corta estatura y su escasa corpulencia, sería para ellos la ocasión ideal. Se abalanzaron sobre él, pero antes de que llegaran a ponerle las manos encima, sintieron que alguien les agarraba los brazos por detrás. Mientras, Paulie Gatto se había colocado en la mano derecha un puño americano. Se encontraba en forma, pues acudía al gimnasio tres veces por semana. Estrelló el puño contra la nariz del golfo llamado Wagner. El hombre que lo agarraba lo levantó de modo que sus pies no tocaran el suelo, y entonces Paulie le golpeó fuertemente en la mandíbula. Wagner perdió el conocimiento, y el hombre lo dejó caer. Había sido cuestión de segundos.

Seguidamente, ambos dedicaron su atención a Kevin Moonan, que trató de gritar.

El hombre de Paulie lo tenía inmovilizado con un solo brazo; con el otro le atenazaba la garganta, impidiéndole emitir sonido alguno. Paulie Gatto entró rápidamente en el automóvil y puso el motor en marcha. Los dos corpulentos hombres golpearon a Moonan con fuerza. Se recrearon en la paliza, como si dispusieran de mucho tiempo. No lanzaban sus golpes a tontas y a locas, sino que lo hacían despacio y aplicando en cada puñetazo todo el peso de sus cuerpos. Gatto echó una mirada al rostro de Moonan, totalmente irreconocible, al tiempo que los dos hombres lo dejaban tendido en el suelo, dispuestos a dedicar su atención a Wagner. Éste, que intentaba ponerse en pie, empezó a gritar. Alguien salió del bar y los dos hombres tuvieron que darse prisa. Hicieron arrodillar a Wagner, y uno de ellos le torció el brazo, para luego darle algunas patadas en la espalda. Debido al ruido de los golpes y a los gritos de agonía de Wagner, la gente se asomó a las ventanas, lo cual obligó a sus castigadores a acelerar su trabajo. Mientras uno lo levantaba en vilo, aprisionándole la cabeza con las manos, el otro disparó su puño contra el inmóvil rostro de la víctima. Del bar había salido más gente, pero nadie trató de intervenir.

—¡Ya basta! —gritó Paulie Gatto.

Los dos ex boxeadores entraron rápidamente en el vehículo y Paulie Gatto arrancó a toda velocidad. Seguro que alguien daría detalles acerca del automóvil, e incluso era más que probable que alguno hubiera anotado el número de la matrícula, pero eso poco importaba. Había otros cien mil coches como aquél en Nueva York, y en cuanto a la placa, había sido robada de un vehículo de California.