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Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala 3 de lo Criminal de la Corte de Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija, y que, además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas.

El juez, un hombre de formidable aspecto físico, se recogió las mangas de la toga, como si se dispusiera a castigar físicamente a los dos jóvenes que permanecían de pie delante del tribunal. Su expresión era fría y majestuosa. Sin embargo, Amerigo Bonasera tenía la sensación de que en todo aquello había algo de falso, aunque no podía precisar el qué.

—Actuaron ustedes como unos completos degenerados —dijo el juez, severamente.

Eso, eso, pensó Amerigo Bonasera. Animales. Animales. Los dos jóvenes, con el cabello bien cortado y peinado, y el rostro claro y limpio, eran la viva imagen de la contrición. Al oír las palabras del juez, bajaron humildemente la cabeza.

—Actuaron ustedes como bestias salvajes —prosiguió el juez—; y menos mal que no agredieron sexualmente a aquella pobre chica, pues ello les hubiera costado una pena de veinte años.

El representante de la justicia hizo una pausa. Sus ojos, enmarcados por unas cejas sumamente pobladas, miraron disimuladamente al pálido Amerigo Bonasera, para luego detenerse en un montón de documentos relacionados con el caso que tenía delante. Frunció el ceño, como si lo que iba a decir a continuación estuviera en desacuerdo con su punto de vista.

—Pero teniendo en cuenta su edad, su limpio historial, la buena reputación de sus familias… y porque la ley, en su majestad, no busca venganzas de tipo alguno, les condeno a tres años de prisión. La sentencia queda en suspenso.

Gracias a que llevaba cuarenta años en contacto más o menos directo con el dolor, pues era propietario de una funeraria, el rostro de Amerigo Bonasera no dejó traslucir en absoluto la decepción y el inmenso odio que le embargaban. Su joven y bella hija estaba todavía en el hospital, reponiéndose de su mandíbula rota ¿y aquellos dos bestias iban a quedar en libertad? ¡Todo había sido una farsa! Miró a los felices padres, que en ese momento rodeaban a sus queridos hijos, y pensó que eran plenamente dichosos; no cabía la menor duda, sus sonrisas así lo indicaban.

Por la garganta de Bonasera subió una hiel negra y amarga, que le llegó a los labios a través de los dientes fuertemente apretados. Se limpió la boca con el blanco pañuelo que llevaba en el bolsillo. En aquel preciso instante los dos jóvenes pasaron junto a él, sonrientes y confiados, sin dignarse a dirigirle una mirada. Bonasera no dijo nada; se limitó a apretar el pañuelo contra sus labios.

Los padres de los bestias iban detrás. Tanto ellos como ellas tenían más o menos su edad; pero vestían de forma más americana. Le miraron a hurtadillas. La vergüenza se reflejaba en sus caras, aunque en sus ojos brillaba una luz triunfante. Entonces Bonasera perdió el control.

—¡Os prometo que lloraréis como yo he llorado! —gritó amargamente—. ¡Os haré llorar como vuestros hijos me hacen llorar a mí! —había llevado el pañuelo hasta sus ojos.

Los abogados defensores, con la mano en el brazo de sus defendidos, indicaron a éstos que siguieran pasillo adelante, pues los dos jóvenes habían retrocedido unos pasos, como si quisieran proteger a sus padres, aunque ya un gigantesco alguacil corría para cerrar el paso a Bonasera. Pese a todo, no era necesario.

Durante los años que llevaba en América, Amerigo Bonasera había confiado en la ley, y no había tenido problemas. En ese momento, a pesar de que en su cerebro hervía el odio, a pesar de sus inmensos deseos de comprar un arma y matar a los dos jóvenes, Bonasera se volvió hacia su mujer, que todavía no se había dado cuenta de la farsa que se había desarrollado ante sus ojos.

—Nos han puesto en ridículo —le dijo.

Guardó silencio y luego, con voz firme, sin temor alguno al precio que pudieran exigirle, añadió:

—Si queremos justicia, deberemos arrodillarnos ante Don Corleone.

En la llamativamente decorada suite de un hotel de Los Ángeles, Johnny Fontane estaba tan borracho como pudiera estarlo cualquier marido celoso. Tendido sobre una cama de color rojo, bebía whisky directamente de la botella que tenía en la mano, y luego, para eliminar el mal sabor, sorbía un poco un vaso lleno de agua y cubitos de hielo. Eran las cuatro de la madrugada; su mente ebria elaboraba fantásticos planes para asesinar a su infiel mujer tan pronto como ésta volviera a casa. Si es que volvía. Era demasiado tarde para llamar a su primera esposa y preguntarle por los niños; tampoco serviría de nada telefonear a alguno de sus amigos, ahora que su carrera estaba prácticamente destrozada. Hubo un tiempo en que muchos se hubieran sentido halagados de recibir su llamada; ahora ya no. No pudo contener una leve sonrisa al pensar cómo, tiempo atrás, los problemas de Johnny Fontane habían quitado el sueño a algunas de las más rutilantes estrellas de América.

Finalmente, mientras sorbía el enésimo trago, oyó que abrían la puerta. Siguió bebiendo hasta que su mujer se plantó ante él. Le pareció hermosísima, con su cara angelical, sus espirituales ojos color violeta y su cuerpo, frágil pero perfectamente formado. En la pantalla, su belleza destacaba todavía más. Cien millones de hombres de todo el mundo estaban enamorados del rostro de Margot Ashton, y pagaban por verlo en la pantalla.

—¿Dónde diablos has estado? —preguntó Johnny Fontane.

—Por ahí… —fue la respuesta.

Evidentemente, Margot había juzgado erróneamente la borrachera de su marido. Vio que derribaba la mesita de cóctel y sintió que sus dedos le atenazaban la garganta. Johnny estaba furioso, pero al ver tan de cerca el mágico rostro de su mujer, con aquellos fascinantes ojos violeta, su ira desapareció y volvió a sentirse inerme. Entonces ella cometió el error de sonreír burlonamente. Él cerró los puños y su brazo derecho tomó impulso.

—¡En la cara no, Johnny! ¡Estoy haciendo una película! —gritó Margot.

La golpeó en el estómago. Ella cayó al suelo, y Johnny se le echó encima. Podía oler su aliento fragante, mientras ella luchaba por respirar. Golpeó a su esposa en los brazos y en los bronceados muslos. La golpeó como años atrás lo había hecho con los chicos del barrio. Era un castigo doloroso, pero que no provocaría ninguna desfiguración duradera, ni la pérdida de dientes, o la deformación de la nariz.

Sin embargo, sus puñetazos no tenían fuerza suficiente. No podía pegarle, algo se lo impedía. Y ella se mofó abiertamente. Tendida en el suelo, con el vestido subido hasta los muslos, Margot gritó, riendo:

—¡Vamos, Johnny, sigue golpeando si ello te divierte!

Johnny Fontane se levantó. La odiaba, pero nada podía contra su mágica belleza. Con una ágil pirueta de bailarina, Margot se levantó. Quedó frente a su marido y se puso a bailar a su alrededor, al tiempo que cantaba: «Johnny no me hace daño, Johnny no me hace daño».

—¡Pobre hombre! —añadió con voz triste—. Se entretiene dándome azotes, como si yo fuera una niña. Siempre serás un chiquillo romántico y estúpido; incluso haciendo el amor eres infantil. Te imaginas que ha de ser algo tan suave y aletargado como las canciones que cantabas.

Meneó la cabeza y añadió:

—Pobre Johnny. Adiós, Johnny.

Luego se dirigió a su dormitorio y él oyó que cerraba la puerta con llave.

Johnny estaba sentado en el suelo, con el rostro entre las manos. La humillación y el desespero lo abrumaban. Poco después, sin embargo, la dureza que le había ayudado a sobrevivir en la jungla de Hollywood le hizo buscar el teléfono y pedir un automóvil que le trasladara al aeropuerto. Había una persona que podía salvarlo. Regresaría a Nueva York y acudiría al hombre que tenía el poder y la sabiduría que él necesitaba, al hombre que le apreciaba sinceramente, al único hombre en quien todavía confiaba. Su padrino Corleone.

El panadero Nazorine, un hombre regordete y tosco como sus enormes panes italianos, cubierto por una capa de harina, miró ceñudamente a su mujer, a su hija casadera, Katherine, y a su ayudante en la tahona, Enzo. Este último llevaba el uniforme de prisionero de guerra, con una inscripción en letras verdes sobre la manga, y el mero pensamiento de que la escena que iba a seguir podía hacerle llegar tarde a la oficina del gobernador de la Isla, donde tenía que presentarse periódicamente, le aterrorizaba. Era uno de los miles de prisioneros del Ejército italiano que tenían permiso para trabajar en América, y vivía bajo el constante temor de que dicho permiso le fuera revocado. Por ello, la pequeña comedia de Nazorine era, para él, un asunto muy serio.

—¡Has deshonrado a mi familia! ¿Querías darle a mi hija un regalito para celebrar el final de la guerra? ¿Sabes que van a enviarte a tu polvorienta aldea de Sicilia de una patada en el trasero?

Enzo, muchacho de corta estatura pero fuerte constitución, se puso la diestra en el corazón.

—Patrón —dijo casi llorando—, juro por la Santísima Virgen que nunca he abusado de su bondad. Amo sinceramente a su hija, y con todo respeto le pido su mano. Sé que no tengo derecho, pero si me mandan a Italia, ya nunca podré regresar a América. Nunca podré casarme con Katherine.

—Basta ya de esta locura —intervino Filomena, la esposa de Nazorine—. Sabes perfectamente lo que tienes que hacer. Nuestros primos de Long Island ocultarán a Enzo.

Katherine estaba llorando. No tenía buen tipo ni su cara era muy agraciada. Además, la sombra de un bigote afeaba su rostro. Nunca encontraría a otro hombre tan elegante como Enzo, nunca otro hombre sabría quererla con tanto amor y respeto.

—Me iré a vivir a Italia. Si haces algo contra Enzo, me marcharé de casa —gritó repentinamente.

Nazorine la miró pensativo. La jovencita era dura de pelar. La había visto apretar las nalgas contra los muslos de Enzo cuando éste, para sacar los panes del horno, tenía que pasar por detrás de ella. Si no tomaba las medidas apropiadas, el duro y caliente «pan» del granuja de su ayudante no tardaría en estar dentro del «horno» de Katherine, pensó Nazorine lascivamente. Enzo debía permanecer en América y convertirse en un ciudadano estadounidense, resolvió el panadero. Pero el asunto era difícil; tanto, que sólo un hombre podía solucionarlo: Don Corleone, el Padrino.

Todas estas personas y muchas más recibieron invitaciones para la boda de la señorita Constanzia Corleone, que debía celebrarse el último sábado del mes de agosto de 1945. El padre de la novia, Don Vito Corleone, nunca se había olvidado de sus antiguos amigos y vecinos, a pesar de que ahora vivía en una enorme y suntuosa casa de Long Island. La recepción se celebraría allí y la fiesta duraría todo el día. Era indudable que sería todo un acontecimiento. La guerra con Japón acababa de terminar, de modo que nadie estaría angustiado por la suerte de un hijo o familiar en el campo de batalla. El momento era propicio.

Así, durante toda la mañana del día señalado, la casa se llenó de amigos que deseaban honrar a Don Corleone. Todos traían unos paquetitos envueltos en papel color crema, que contenían dinero en efectivo. Nada de cheques ni objetos de regalo: billetes de banco y una tarjeta con el nombre de quien ofrecía el presente. La cantidad de dinero establecía el grado de respeto por el Padrino. Un respeto bien ganado.

Don Vito Corleone era un hombre a quien todos acudían en demanda de ayuda, y nadie salía defraudado. Nunca hacía promesas vagas ni se excusaba alegando que sus manos estaban atadas por fuerzas más poderosas que él mismo. No era necesario que uno fuera amigo suyo, como tampoco tenía importancia que uno no tuviera medios de devolverle el favor. Sólo existía una condición: que uno, uno mismo, proclamara su amistad hacia él. Y luego, por pobre que fuera el suplicante, Don Corleone asumía sus problemas y no se concedía descanso hasta haberlos solucionado. ¿Su premio? La amistad, el respetuoso título de «Don», a veces el más íntimo de «Padrino», y tal vez, sólo en prueba de agradecimiento y nunca con ánimo de lucro, algún que otro regalo, como una botella de vino casero o una canasta de taralles hechas especialmente para ser saboreadas en la mesa de Don Corleone el día de Navidad. Así pues, sólo se trataba de pruebas de amistad, una forma de reconocer que se estaba en deuda con él y que Don Vito, en cualquier momento, tenía el derecho de pedir, en pago, cualquier pequeño servicio que precisara.

En el gran día de la boda de su hija, Don Vito Corleone estaba de pie ante la puerta principal de su casa de Long Beach para recibir a los invitados, todos gente conocida, personas de confianza. Muchos debían su éxito al Don, y en una ocasión tan solemne se sentían con el derecho de llamarle «Padrino». Ese día incluso el personal de servicio estaba formado por amigos suyos. El encargado del bar era un viejo camarada cuyo regalo había consistido en la aportación de todos los licores para la fiesta, además de sus servicios como experto barman. Los camareros eran amigos de los hijos de Don Corleone. La comida dispuesta sobre las mesas del jardín había sido preparada por la esposa del Don y sus amigas, mientras que las amigas de la novia se habían encargado de la alegre decoración del jardín.

Don Corleone recibía a todos —ricos y pobres, poderosos y humildes— con iguales muestras de afecto. Era su carácter. Los invitados se maravillaban en voz alta de lo bien que le sentaba el esmoquin; tanto, decían, que cualquiera hubiera podido confundirlo con el novio.

En la puerta, de pie junto a él, se hallaban dos de sus tres hijos. El mayor, de nombre Santino pero al que todo el mundo llamaba Sonny —menos su padre— recibía la admiración de los italianos más jóvenes, aunque los maduros lo miraban con recelo. Sonny Corleone era alto, teniendo en cuenta que pertenecía a la primera generación americana de una familia oriunda de Italia. Medía un metro ochenta y su abundante cabellera ondulada le hacía parecer aún más alto. Su cara semejaba la de un Cupido gigantesco; sus facciones eran correctas, pero sus labios eran gruesos y sensuales, y su barbilla, con un hoyuelo en el centro, resultaba casi obscena. De aspecto fuerte como un toro, se decía que su esposa odiaba tanto el lecho matrimonial como en otros tiempos habían odiado la hoguera los infieles. Las malas lenguas habían llegado a afirmar que, de joven, cuando visitaba las casas de mala nota, las rameras más curtidas le pedían tarifa doble.

Durante la fiesta nupcial, algunas señoras jóvenes uniformemente entraditas en carnes miraban a Sonny Corleone con ojos lánguidos. Sin embargo, aquel día concretamente estaban perdiendo el tiempo. A pesar de la presencia de su esposa y de sus tres hijos de corta edad, Sonny Corleone tenía la vista puesta en Lucy Mancini, la dama de honor de su hermana. La muchacha, que conocía los planes de Sonny, estaba sentada junto a una de las mesas del jardín. Llevaba el traje de gala, con una tiara de flores encima de su lustroso pelo negro. Había flirteado con Sonny en el curso de la última semana, durante los ensayos de la ceremonia, y aquella mañana, ante el altar, había rozado su mano. Una joven soltera no podía hacer más.

A Lucy no le importaba que Sonny no fuera un gran hombre como su padre, ni tuviera probabilidades de serlo. Sonny Corleone era fuerte, tenía valor, se mostraba siempre generoso, y era del dominio público que tenía un corazón muy grande, noble y a menudo tierno. Por desgracia carecía de la humildad de su padre, y su genio, pronto y vivo, le hacía caer a menudo en errores de apreciación. Si bien se le consideraba un excelente colaborador en los negocios de su padre, muchos dudaban de que éste lo nombrara su heredero.

El segundo vástago de don Corleone, Frederico, conocido como Fred o Fredo, era el hijo con el que sueñan todos los padres italianos. Cumplidor, leal, siempre al servicio de su padre… Tenía treinta años y seguía viviendo con sus progenitores. Era más bajo y corpulento que su hermano, pero se le parecía: la misma cabeza de Cupido, el mismo pelo ondulado, idénticos labios gruesos. Pese a ello, los labios de Fred no eran sensuales, sino graníticos. Aunque de carácter más bien terco, nunca discutía con su padre ni le causaba disgusto alguno por causa de las mujeres. A despecho de tales virtudes, no poseía el magnetismo personal ni la fuerza animal tan necesaria para los conductores de hombres. Así pues, tampoco se le consideraba un heredero probable de los negocios familiares.

El tercero, Michael, no se encontraba junto a su padre y hermanos. Había ido a sentarse en el más apartado rincón del jardín, aunque ni allí logró escapar a las atenciones de los amigos de la familia.

Michael Corleone era el menor de los hijos del Don y el único que no se había dejado guiar por el gran hombre. No tenía la cara de Cupido de sus hermanos, y su negro pelo era más bien liso. Su piel, apenas morena, hubiera sido la envidia de cualquier muchacha. Poseía una belleza delicada, casi femenina, hasta el punto que el Don había tenido sus dudas acerca de la masculinidad del menor de sus hijos. Afortunadamente, tales inquietudes se disiparon en cuanto Michael cumplió diecisiete años.

Michael se había sentado en la mesa más apartada del jardín, como si quisiera dar a entender su voluntaria separación de la familia. A su lado estaba la muchacha de la que todos habían oído hablar, pero a quien nadie hasta entonces había visto. Michael se había portado bien, naturalmente, y la había presentado a todos los invitados y a su familia. La verdad era que la chica no había causado gran sensación, ni mucho menos. Les había parecido demasiado delgada, demasiado fina, y su rostro excesivamente inteligente para una mujer. Por no mencionar sus maneras, muy desinhibidas para una muchacha soltera, y su nombre, que sonaba tan extraño a los oídos de todos los presentes. Se llamaba Kay Adams, y si hubiera dicho al resto de invitados que su familia residía en América desde hacía más de doscientos años y que su nombre era de lo más corriente, ellos se hubieran encogido de hombros.

Todos se dieron cuenta de que el Don apenas prestaba atención a su tercer hijo. Michael había sido su favorito antes de la guerra y, por lo tanto, el presunto heredero de los negocios familiares cuando llegara el momento. Había heredado la fuerza reposada y la inteligencia de su padre, y tenía un modo de actuar innato que le granjeaba el respeto de todos. Pero cuando, al estallar la Segunda Guerra Mundial, Michael Corleone se alistó voluntario en la Marina, contrarió abiertamente los deseos de su padre.

Don Corleone no tenía el deseo ni la intención de dejar que su hijo menor muriera al servicio de un país que él consideraba extraño. Se hicieron arreglos secretos y algunos médicos fueron sobornados. Preparar todo aquello costó mucho dinero, pero Michael tenía veintiún años y nada podía hacerse contra su voluntad. Al final se alistó. Luchó en el Pacífico, llegó a capitán y recibió varias condecoraciones. En 1944, la revista Life publicó un reportaje gráfico de sus numerosas hazañas.

Cuando un amigo mostró la revista a Don Corleone (su familia no se había atrevido), después de lanzar un gruñido de desdén, éste dijo: «Realiza estas proezas por cuenta de extraños».

Michael se licenció a principios de 1945 a causa de una herida, sin tener la menor sospecha de que su padre había hecho todos los preparativos para que se le diera de baja. Permaneció en casa durante unas semanas, pero luego, sin consultar a nadie, se matriculó en el Dartmouth College de Hanover, en New Hampshire. No había vuelto al hogar paterno desde entonces, y en esta ocasión lo hacía para asistir a la boda de su hermana y para mostrar a la familia su futura esposa, aquella descolorida muchacha americana.

Michael Corleone se había retirado hasta aquel rincón del jardín para contar a Kay Adams chismes y anécdotas relacionados con algunos de los invitados. Le divertía ver que Kay encontraba pintorescas a todas aquellas personas y, como siempre, le encantaba el interés que la muchacha mostraba por todo cuanto no conocía. Finalmente, la atención de Kay se concentró en un grupito de hombres que se hallaban reunidos alrededor de un barril de vino casero. Los componentes del pequeño grupo eran Amerigo Bonasera, el panadero Nazorine, Anthony Coppola y Luca Brasi. Con su agudeza habitual, ella comentó que ninguno de los cuatro parecía excesivamente feliz.

—No, no lo son —contestó Michael, riendo—. Están esperando ver a mi padre en privado. Todos tienen favores que pedirle.

En efecto, los cuatro hombres no perdían de vista al Don.

Mientras Don Corleone recibía efusivamente a los invitados que llegaban, un Chevrolet negro se detuvo en la entrada de la alameda. Sus dos ocupantes sacaron del bolsillo unas libretas y, sin disimulo alguno, fueron anotando los números de matrícula de los coches allí aparcados.

—Deben de ser policías —dijo Sonny, volviéndose hacia su padre.

—La calle no es mía. Que hagan lo que quieran —respondió Don Corleone, encogiéndose de hombros.

Los toscos rasgos de Sonny enrojecieron de ira.

—Estos piojosos no respetan nada —vociferó.

Bajó los escalones de la casa y se dirigió hacia donde habían aparcado el Chevrolet negro. Furioso, se enfrentó al conductor y éste, sin parpadear siquiera, se limitó a mostrarle una tarjeta de identificación de color verde. Sonny retrocedió sin decir palabra y escupió sobre el maletero del vehículo. Supuso que el conductor saldría del automóvil para pedirle explicaciones, pero no sucedió nada.

—Son del FBI —informó a su padre cuando llegó a la puerta de la casa—. Anotan el número de matrícula de los coches de nuestros invitados. ¡Los muy cerdos!

Don Corleone sabía perfectamente quiénes eran. Había advertido a sus amigos más íntimos que no acudieran a la fiesta en sus propios automóviles. Aunque desaprobaba el comportamiento de su hijo mayor, el berrinche no había resultado del todo inútil; con toda seguridad había servido para convencer a los agentes federales de que no esperaban su presencia. Por ello, Don Corleone no se enfadó. Hacía muchos años que había aprendido que es preciso soportar algunos insultos, y también sabía que en este mundo siempre llega el momento en que el más humilde de los hombres, si mantiene los ojos bien abiertos, puede vengarse de los más poderosos. Era esto lo que evitaba que el Don perdiera la humildad que siempre le había caracterizado y que tanto admiraban sus amigos.

En el jardín de la parte posterior de la casa, la orquestina empezó a tocar. Ya habían llegado todos los invitados. Don Corleone se olvidó de los intrusos y, acompañado de sus dos hijos mayores, se dirigió al lugar donde se celebraba la fiesta.

En el enorme jardín había centenares de personas. Algunas bailaban sobre la improvisada pista de madera engalanada con flores; otras permanecían sentadas junto a las largas mesas cubiertas de sabrosos manjares y vino tinto. La joven desposada, Connie Corleone, estaba en una mesa algo más elevada que las demás en compañía del novio, de las damas de honor y de algunos servidores. Todo estaba preparado al viejo estilo italiano. No era del gusto de Connie, pero había consentido para no disgustar a su padre, considerando que ya le había contrariado bastante al escoger al que ahora era su marido.

El novio, Carlo Rizzi, era hijo de padre siciliano y madre del norte de Italia, de la que había heredado el cabello rubio y los ojos azules. Sus padres vivían en Nevada, pero Carlo había abandonado aquel estado debido a un pequeño problema con la ley. En Nueva York conoció a Sonny Corleone y, a través de éste, a Connie. Don Corleone, naturalmente, envió algunos amigos suyos a Nevada para averiguar qué clase de problema había tenido Carlo con la policía: resultó ser una simple imprudencia juvenil con una pistola; nada grave, por lo que sin muchas dificultades se pudo conseguir que quedara sin registrar para que el historial de Carlo fuera inmaculado.

Además, los enviados del Don habían aprovechado la ocasión para obtener información detallada del juego en Nevada, y fue tanto el interés de Corleone por el asunto que empezó a considerar la posibilidad de efectuar una importante inversión en Las Vegas. Parte de la grandeza del Don radicaba en que sabía sacar partido de todo.

Connie Corleone no era una belleza. Delgada y nerviosa, tenía todas las probabilidades de convertirse en una vieja gruñona. Pero ese día, con su blanco vestido de novia y su aire virginal, parecía casi hermosa. Bajo la mesa de madera, su mano descansaba sobre uno de los fuertes muslos de Carlo, mientras sus gruesos labios de Cupido enviaban un beso al que ya era su marido. Encontraba a Carlo increíblemente guapo.

Muy joven todavía, Carlo Rizzi había trabajado de bracero en Nevada, y como recuerdo de aquellos años poseía unos brazos tremendamente musculosos y unos hombros que amenazaban con romper el esmoquin. Contempló los amorosos ojos de su esposa y le sirvió vino. Se mostraba afectadamente cortés con ella, como si estuviera representando una comedia. Sin embargo, los ojos se le iban con frecuencia hacia la bolsa de seda que la novia llevaba en el hombro derecho, y que ya estaba llena de sobres de dinero. ¿Cuánto habría? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? Carlo Rizzi sonrió. Era sólo el principio. Después de todo, ahora formaba parte de la familia. Tendrían que mantenerlo.

Entre los invitados, un apuesto joven cuya cabeza semejaba la de un hurón, tenía también los ojos fijos en la bolsa de seda. Por puro hábito, Paulie Gatto se preguntaba cómo podría hacerse con la abultada bolsa. La idea le divertía, aunque sabía que era una locura, un sueño inocente como el de los niños cuando abaten tanques con pistolas de juguete. Miró a su jefe, Peter Clemenza, gordo y de mediana edad, que bailaba alegres tarantellas con las jovencitas. Clemenza, inmensamente alto, tremendamente pesado, danzaba con una maestría y un abandono tales que, a pesar de que su prominente estómago chocaba lascivamente una y otra vez con los senos de sus jóvenes compañeras de baile, todo el mundo le aplaudía. Cuando terminaba un baile, algunas mujeres de más edad le tomaban del brazo para ser su siguiente pareja. Los hombres más jóvenes se habían retirado respetuosamente de la pista y aplaudían para acompañar la música de las mandolinas. Al final, completamente rendido, Clemenza se sentó. Entonces Paulie Gatto le sirvió un vaso de vino tinto bien frío y, con su pañuelo de seda, le secó la sudorosa frente. Clemenza jadeaba como un cachalote. Apuró el vaso y, en lugar de dar las gracias a Paulie, le dijo con aspereza:

—El papel de jurado de concursos de baile no te va. Dedícate a tu trabajo. Date una vuelta por ahí fuera para comprobar que todo está en orden.

Sin hacer comentario alguno, Paulie desapareció entre la gente justo cuando los músicos se tomaban un pequeño respiro. Entonces, un joven llamado Nino Valenti tomó una mandolina, apoyó el pie izquierdo sobre una silla y comenzó a cantar una obscena canción siciliana. El rostro de Nino Valenti era de facciones muy correctas, pero en él empezaban a verse las huellas del alcohol. Permaneció con los ojos entornados mientras su lengua acariciaba las groseras palabras de la canción. Las mujeres chillaban jubilosamente y los hombres coreaban la última palabra de cada estrofa.

Don Corleone, especialmente reacio a tales demostraciones, y a pesar de que su corpulenta esposa gritaba gozosamente con las demás mujeres, desapareció disimuladamente en el interior de la casa. Sonny Corleone se apresuró a dirigirse a la mesa de los novios y se sentó al lado de Lucy Mancini, la dama de honor. No había peligro. Su esposa estaba en la cocina, dando los últimos toques al pastel de bodas. Sonny murmuró unas palabras al oído de la joven, que se levantó. Al cabo de unos minutos, él siguió a la muchacha, aunque para disimular, de vez en cuando, mientras pasaba entre la muchedumbre, se detenía a intercambiar unas pocas palabras con algún que otro invitado.

Todos los ojos le seguían. La dama de honor, completamente americanizada por tres años de escuela superior, era una espigada muchacha que tenía ya cierta «reputación». Durante los ensayos de la boda había coqueteado con Sonny Corleone de forma desenfadada, como sin darle importancia, al considerar que no había nada malo en bromear un poco con el hermano de la novia. En ese instante, levantándose un poco el vestido para evitar que rozara la hierba, Lucy Mancini se dirigía al interior de la casa, sonriendo con falsa inocencia. Una vez dentro, emprendió el camino del cuarto de baño, donde permaneció breves momentos. Cuando salió, Sonny Corleone, que la esperaba en el rellano del piso superior, le indicó que subiera.

Desde detrás de la ventana cerrada del despacho de Don Corleone, Thomas Hagen contemplaba la fiesta que se celebraba en el jardín. A su espalda, las paredes estaban cubiertas por estanterías atestadas de libros de Derecho. Hagen era el abogado del Don, además de su consigliere, y como tal su posición dentro de la familia era de capital importancia, pese a no pertenecer a ella. En aquella habitación, él y el Don habían resuelto muchos problemas, algunos verdaderamente espinosos. Por ello, cuando vio que el Padrino abandonaba la fiesta y entraba en la casa, comprendió que, a pesar de la boda, tendrían un poco de trabajo. Seguramente el Don venía a verlo. Luego vio que Sonny hablaba al oído de Lucy Mancini y fue testigo de la pequeña comedia que se había desarrollado a continuación. Dudó sobre la conveniencia de informar al Don de ello, pero decidió que era mejor no hacerlo. Regresó a su mesa de trabajo, abrió un cajón y sacó una lista de las personas que habían obtenido permiso para hablar con el Don en privado. Cuando el Don entró en la estancia, Hagen le entregó la lista. Don Corleone asintió con un gesto.

—Deja a Bonasera para el final —indicó.

Hagen salió al jardín, donde los que habían solicitado entrevista estaban reunidos alrededor del barril de vino, y señaló al panadero, el gordo Nazorine.

Don Corleone recibió al hombretón con un abrazo. De niños habían jugado juntos, allá en Italia, y su amistad nunca se había roto. Cada año, por Pascua, Don Corleone recibía unas tortas grandes como ruedas de camión, hechas de queso y trigo, con la corteza de color dorado. En Navidad y en ocasión de fiestas familiares, toda clase de pasteles confeccionados en el horno de Nazorine proclamaban el respeto que éste sentía por el Don. Y desde hacía largos años, malos y buenos, Nazorine pagaba religiosamente su tributo a la unión de panaderos organizada por el Don. Nunca había pedido un favor, a excepción de los cupones para adquirir azúcar durante la guerra. Ahora había llegado el momento de hacer valer sus derechos de amigo leal, y Don Corleone se sentiría muy complacido de poder ayudarle.

Don Vito dio al panadero un cigarro Di Nobili y un vaso de dorado Strega, y apoyó la mano en el hombro de Nazorine, como animándole a hablar: una prueba evidente de la humanidad del Don. Por amarga experiencia sabía cuánto valor se necesitaba para pedir un favor a un amigo.

El panadero contó la historia de su hija y Enzo, un buen muchacho italiano, oriundo de Sicilia, que había sido capturado por las tropas americanas, enviado a Estados Unidos como prisionero de guerra, y puesto en libertad bajo palabra para sustituir en algunos trabajos a los que luchaban en el frente. Entre el honrado Enzo y la pura Katherine había nacido un gran amor, pero ahora que la guerra había terminado, el pobre muchacho sería repatriado a Italia y ella seguramente moriría de pena. Sólo el Padrino Corleone podía ayudar a los jóvenes enamorados. Era su última esperanza.

El Don y Nazorine paseaban de un lado a otro de la habitación, la mano del Don siempre sobre los hombros del panadero. Don Corleone comprendía perfectamente —sus gestos afirmativos así lo indicaban— el problema. Cuando el panadero hubo terminado, Don Corleone sonrió amistosamente.

—Deja de preocuparte, amigo mío —dijo.

Luego le explicó cuidadosamente lo que había que hacer. Hablaría con el miembro de la Cámara de Representantes del distrito, quien se ocuparía de que Enzo se convirtiera en ciudadano americano. Con toda seguridad, el Congreso no se opondría, pues los congresistas suelen ayudarse mutuamente. Don Corleone añadió que el asunto costaría dinero, unos dos mil dólares, más o menos, y que él personalmente se haría cargo de todo. ¿Tenía el amigo Nazorine algún inconveniente?

El panadero negó vigorosamente con la cabeza. Nunca se hubiera atrevido a esperar semejante favor a cambio de nada. Y es que Nazorine sabía que un acta especial del Congreso no era cosa fácil de obtener.

El panadero casi lloraba de agradecimiento. Don Corleone lo acompañó hasta la puerta, asegurándole que recibiría la visita de las personas encargadas de los detalles y de rellenar los documentos necesarios. Antes de adentrarse en el jardín, el panadero lo abrazó con emoción.

—Nazorine hará un buen negocio —observó Hagen, sonriendo—. Obtendrá un yerno y un ayudante barato y perpetuo, todo por dos mil dólares.

Luego, tras una pequeña pausa, añadió:

—¿A quién tengo que encargar el asunto?

—No a nuestro paesano —respondió Don Corleone, tras unos instantes de reflexión—. Encárgaselo al judío del distrito vecino. Ahora que la guerra ha terminado, supongo que se nos presentarán otros muchos casos parecidos. Deberíamos tener más gente en Washington, para que pudieran absorber el trabajo que nos espera, y eso sin alterar los precios.

Hagen anotó en su libreta: «No el congresista Luteco, sino Fischer».

El hombre que Hagen acompañó en segundo lugar estaba atormentado por un problema muy simple. Se llamaba Anthony Coppola, y era hijo de un hombre con el que Don Corleone había trabajado en su juventud, en el tendido de una vía ferroviaria. Necesitaba quinientos dólares para abrir una pizzería y pagar el depósito de los muebles y enseres, incluido el horno especial, y por razones que no hacen al caso no querían concederle el crédito. El Don sacó de uno de sus bolsillos un fajo de billetes y contó, pero el dinero no alcanzaba.

—Préstame cien dólares. Te los devolveré el lunes, cuando vaya al banco —dijo a Tom Hagen, sonriendo. Coppola se apresuró a asegurar que con cuatrocientos ya se arreglaría, pero Don Corleone le dio un golpecito amistoso en el hombro.

—Esta boda me ha dejado un poco corto de dinero —le confesó humildemente, como disculpándose.

Don Corleone tomó el dinero que le entregaba Hagen, lo añadió al que había sacado de su bolsillo, y se lo tendió todo a Anthony Coppola.

Hagen no podía disimular su admiración. El Don siempre insistía en que, si un hombre es verdaderamente generoso, hace los favores de un modo personal. Seguro que Anthony Coppola se sentía halagado al ver que un hombre como el Don pedía prestado para él. Naturalmente, Anthony Coppola sabía que el Don era millonario, pero ¿cuántos millonarios habrían hecho por un pobre amigo lo que Corleone acababa de hacer?

En cuanto Coppola hubo salido, el Don interrogó con la mirada a Hagen.

—No está en la lista, pero Luca Brasi desea verle —anunció—. Comprende que no puede ser en público, pero quiere felicitarle a usted personalmente.

Por primera vez, el Don parecía disgustado.

—¿Es necesario? —preguntó.

—Usted le conoce mejor que yo —alegó Hagen—. Está muy contento por haber sido invitado a la boda. Creo que no lo esperaba. Supongo que querrá darle las gracias.

Don Corleone asintió e indicó con un ademán que Luca Brasi podía ser llevado a su presencia.

En el jardín, Kay Adams quedó impresionada por la furia violácea impresa en el rostro de Luca Brasi. Michael había llevado a Kay a la fiesta para que la muchacha, poco a poco, fuera comprendiendo qué clase de hombre era su padre. Sin embargo, Kay sólo parecía considerar al Don como un hombre de negocios poco escrupuloso. Michael decidió contarle parte de la verdad, aunque de modo indirecto. Le explicó que Luca Brasi era uno de los hombres más temidos de los bajos fondos del Este. Según se contaba, su mayor talento consistía en realizar personalmente los asesinatos que se le encomendaban. Al no tener cómplices, era casi imposible que la ley lo descubriera.

—No sé hasta qué punto es cierto todo esto. Lo que sí sé es que es una especie de amigo de mi padre —dijo Michael, sonriendo levemente.

Por vez primera, Kay empezó a comprender.

—¿Insinúas que un hombre así trabaja para tu padre? —preguntó, insegura.

Al diablo con todo, pensó Michael. Kay podía y debía saberlo.

—Hace casi quince años, algunos individuos trataron de hacerse con el negocio de importación de aceite de mi padre. Trataron de matarlo y casi lo lograron. Luca Brasi se encargó de ellos. Resultado: mató a seis hombres en dos semanas, con lo cual terminó la famosa guerra del aceite de oliva —explicó Michael, quien al final sonrió como si hubiese explicado un chiste.

—¿Quieres decir que tu padre fue tiroteado por una banda de gángsters? —preguntó Kay, con voz estremecida.

—Hace quince años. Desde entonces todo ha sido una balsa de aceite —respondió él, temiendo haber ido demasiado lejos.

—Sólo quieres asustarme —dijo Kay—. Lo que ocurre es que no quieres que me case contigo —bromeó la muchacha, dándole un amistoso codazo en las costillas—. Te crees muy listo ¿eh?

—Sólo pretendo que lo medites bien —contestó Michael, devolviéndole la sonrisa.

—¿De verdad mató a seis hombres? —interrogó Kay.

—Eso dijeron los periódicos —contestó Mike—. Nadie pudo probarlo. Pero se cuenta otra historia de Luca Brasi, una historia de la que nadie habla. Debe de ser tan terrible, que ni siquiera mi padre la menciona jamás. Tom Hagen la sabe, pero nunca ha querido contármela. En cierta ocasión, bromeando, le dije: «¿Cuándo seré lo bastante mayor para que me expliquéis esa historia relacionada con Luca?». Tom me contestó: «Cuando tengas cien años».

Realmente, Luca Brasi era un hombre capaz de asustar al mismo diablo. De corta estatura y cuadrado, su sola presencia llevaba la intranquilidad a cualquier ambiente. Sus ojos eran color marrón pero fríos como el hielo. Su boca, más que cruel, parecía sin vida; delgada, como de goma y de color morado.

Tenía fama de ser un hombre terriblemente violento y era legendaria su devoción por Don Corleone. De hecho, en sí mismo era una de las bases sobre las que se asentaba el poder del Don. No había muchos como él. No temía a la policía, ni a la sociedad, ni a Dios, ni al infierno; no temía ni amaba a nadie. Pero había elegido, había escogido temer y amar a Don Corleone.

Una vez en presencia del Don, el terrible Brasi se convirtió en manso cordero. Dio la enhorabuena a Don Corleone y expresó su esperanza de que el primer vástago fuera un niño. Luego entregó al Don un paquete lleno de dinero como obsequio para los recién casados. Había logrado su objetivo.

Hagen se dio perfecta cuenta del cambio operado en Don Corleone, quien recibió a Brasi tal como un rey saludaría a un súbdito que le hubiese prestado un gran servicio, es decir, guardando las distancias pero con respeto y consideración. Todos los gestos, todas las palabras de Don Corleone indicaban a Luca Brasi con toda claridad que se le valoraba en gran medida. El Don no mostró sorpresa ni por un momento ante el hecho de que el regalo le fuera entregado personalmente. Lo comprendía.

La suma que había en el sobre superaba, casi con toda seguridad, la de los demás sobres. Brasi había pasado muchas horas decidiendo cuál sería la suma más adecuada, teniendo en cuenta, claro está, lo que probablemente darían los demás. Quería ser el más generoso, para demostrar el alcance de su respeto, y ésa era la razón por la que había querido entregar en persona su sobre al Don, torpeza que el Don supo disculpar. Hagen vio que el rostro de Luca Brasi mudaba su expresión, por lo general siniestra, por otra casi alegre y amable. Antes de salir de la estancia, el hombre besó la mano del Don mientras Hagen, prudente, le dedicaba una amistosa sonrisa que Brasi agradeció con una mueca cortés de sus finos y amoratados labios.

Cuando la puerta se cerró detrás de Luca Brasi, Don Corleone lanzó un suspiro de alivio. Aquél era el único hombre del mundo capaz de ponerle nervioso; era una fuerza de la naturaleza, una fuerza que nadie podía controlar del todo. Al tratar con él, era preciso poner el mismo cuidado que al manejar dinamita. El Don se encogió de hombros. También era posible hacer estallar dinamita sin peligro alguno, si llegaba el caso. Miró interrogativamente a Hagen.

—¿Es Bonasera el único que queda? —preguntó.

Hagen asintió. Don Corleone pareció meditar durante unos instantes.

—Antes de hacerlo entrar, di a Santino que venga —indicó finalmente—. Debo enseñarle algunas cosas.

En el jardín, Hagen buscó ansiosamente a Sonny Corleone. Dijo a Bonasera que tuviera paciencia, y se dirigió hacia donde estaban Michael Corleone y Kay Adams.

—¿Has visto a Sonny por aquí? —preguntó.

Michael negó con la cabeza. ¡Vaya!, pensó Hagen, si Sonny se pasaba toda la fiesta dale que te pego en una habitación con la dama de honor, habría lío grande. Su esposa, los familiares de la chica… un desastre. Preocupado, apresuró el paso hacia el lugar por el que hacía media hora había desaparecido Sonny.

Al ver que Hagen se dirigía a la casa, Kay Adams preguntó a Michael Corleone:

—¿Quién es? Me has dicho que es tu hermano, pero su apellido es diferente y, además, no parece italiano.

—Tom vive con nosotros desde que tenía doce años —respondió Michael—. Sus padres murieron, y él vagabundeaba por las calles con una infección en los ojos. Sonny lo trajo a casa una noche, y se quedó. No tenía adónde ir. Vivió con nosotros hasta que se casó.

Kay Adams estaba maravillada.

—¡Qué romántico! Tu padre debe ser una persona de gran corazón. No todo el mundo se dedica a adoptar niños, teniendo tantos hijos propios.

Michael consideró que no valía la pena explicarle que los inmigrantes italianos consideraban que cuatro hijos eran pocos.

—Tom no fue adoptado. Simplemente vivió con nosotros —se limitó a decir.

—Ya. ¿Y por qué no lo adoptasteis? —preguntó ella con curiosidad.

Michael se rió.

—Porque mi padre dijo que no teníamos derecho a cambiar el apellido de Tom. Siempre consideró que sería una falta de respeto hacia sus padres.

Vieron cómo Hagen y Sonny se dirigían al despacho del Don, y Kay señaló a Amerigo Bonasera.

—¿Por qué molestan a tu padre con asuntos de negocios en un día como éste? —preguntó.

Michael volvió a reír.

—Porque saben que un siciliano no puede negar nada el día de la boda de su hija —contestó—. Y ningún siciliano es capaz de dejar escapar una oportunidad como ésta.

Lucy Mancini se levantó un poco la falda y subió las escaleras. El abotargado rostro de Cupido de Sonny Corleone, más obsceno todavía a causa del alcohol, la atemorizaba, pero su juego con él durante toda la semana había sido emprendido y mantenido con el único propósito de terminar en una cama. Los dos flirteos que había sostenido en su época de estudiante no le habían hecho sentir nada, y sólo habían durado una semana.

Durante el verano, mientras preparaban la boda de su mejor amiga, Connie Corleone, Lucy oyó lo que se murmuraba de Sonny. Una tarde de domingo, en la cocina de los Corleone, Sandra, la esposa de Sonny, habló muy claramente. Sandra era una mujer tosca y afable que había nacido en Italia, pero que fue llevada a América siendo aún muy niña. Era de complexión fuerte y poseía unos pechos muy desarrollados. En cinco años de matrimonio había dado a luz tres veces. Sandra y las otras mujeres se pusieron a bromear con Connie acerca de los tormentos que se sufren en el lecho nupcial.

—¡Dios mío! —había exclamado Sandra—. Cuando dormí por primera vez con Sonny por poco me muero del susto. Después del primer año, mis partes ya estaban como los macarrones después de hervir una hora. Cuando supe que hacía la misma faena a otras muchachas, fui a la iglesia y encendí un cirio.

Todas se habían reído. En cambio Lucy sintió un hormigueo entre las piernas.

En ese momento, mientras subía a encontrarse con Sonny, sentía que su cuerpo se estremecía de lujuria. En el rellano, Sonny la tomó de la mano y la condujo hasta una habitación vacía. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Lucy se dio cuenta de que las piernas le flaqueaban. Notó la boca de Sonny en la suya; sus labios sabían a tabaco y alcohol…

Permanecieron en el lecho, tendidos uno al lado del otro, muy juntos, recuperando las fuerzas.

Oyeron unos golpes en la puerta. Tal vez llamaban desde hacía rato, pero ellos no se habían dado cuenta. Sonny se puso rápidamente los pantalones y bloqueó la puerta con el pie con objeto de que, quien fuera, no pudiese abrirla. Lucy se compuso apresuradamente el vestido con los ojos llameantes. De todos modos, pensó, no se darán cuenta de nada. Luego oyeron la voz de Tom Hagen, muy baja.

—Sonny ¿estás ahí?

—Sí, Tom. ¿Qué ocurre? —dijo Sonny, tras un suspiro de alivio.

—El Don quiere que vayas a su despacho, enseguida —explicó Hagen, todavía en voz baja.

Oyeron que se alejaba. Sonny esperó unos momentos, dio a Lucy un fuerte beso en los labios, y luego se encaminó al despacho de su padre.

Lucy se peinó. Terminó de arreglarse el vestido y se colocó las ligas. Tenía el cuerpo magullado y los labios más sensibles y pulposos que nunca. Salió de la habitación y se dirigió directamente al jardín. Se sentó en la mesa nupcial, junto a Connie, que exclamó con petulancia:

—Pero Lucy ¿dónde estabas? Tienes aspecto de haber bebido. No te muevas de mi lado.

La novia llenó de vino el vaso de Lucy y sonrió maliciosamente. A Lucy no le importaba; temblando, levantó el vaso hasta su boca y bebió al tiempo que sus ojos buscaban afanosamente, a través del cristal del vaso, a Sonny Corleone. Nadie más le preocupaba.

—Sólo unas horas más y sabrás lo que es bueno —murmuró maliciosamente al oído de Connie.

La novia soltó una risita de circunstancias mientras Lucy, con fingida modestia, unía las manos sobre la mesa. Se sentía alevosamente triunfante, como si hubiese robado a la novia un valioso tesoro.

Amerigo Bonasera siguió a Hagen hasta el despacho, donde encontró a Don Corleone sentado detrás de una mesa imponente. Sonny Corleone estaba de pie junto a la ventana, mirando al jardín. Por vez primera en el curso de aquella tarde, el Don se conducía con frialdad. No abrazó ni dio la mano al visitante. El pálido empresario de pompas fúnebres debía su invitación al hecho de que su esposa y la del Don eran amigas íntimas. En cuanto a Amerigo Bonasera, el Don estaba muy resentido con él.

Bonasera empezó su petición hábilmente y dando muchos rodeos.

—Debe usted excusar a mi hija, la ahijada de su esposa, por no haber venido hoy. Todavía está en el hospital.

Miró a Sonny Corleone y a Tom Hagen, como indicando que no quería hablar delante de ellos. Pero el Don no quiso darse por enterado.

—Todos sabemos la desgracia que ha padecido tu hija —dijo Don Corleone—. Si puedo ayudarla de algún modo, no tienes más que hablar. Después de todo, mi esposa es su madrina. Nunca he olvidado ese honor.

Eso era una reprimenda. El empresario de pompas fúnebres nunca había llamado «Padrino» a Don Corleone.

—¿Puedo hablar con usted a solas? —preguntó Bonasera, ruborizado.

—Tengo absoluta confianza en estos dos hombres —dijo Don Corleone, negando con la cabeza—. Ambos constituyen mi brazo derecho. No puedo insultarlos enviándolos fuera de esta habitación.

Bonasera cerró los ojos durante un segundo y luego empezó a hablar. Su voz era apenas audible, la misma que empleaba para consolar a los familiares de los muertos.

—He dado a mi hija una educación americana. Creo en América. Este país ha hecho mi fortuna. He concedido a la chica absoluta libertad, pero le he enseñado siempre que no debía hacer nada que pudiera avergonzar a su familia. Se hizo amiga de un muchacho no italiano. Iba al cine con él, regresaba a casa muy tarde… Pero el muchacho nunca vino a saludarnos, como padres de ella que somos. Lo acepté todo sin protestar; la falta es mía. Hace dos meses, él y otro chico se la llevaron a dar un paseo en coche. Los dos hicieron beber whisky a mi hija y luego trataron de abusar de ella. Mi hija resistió, supo guardar su honra. Entonces le pegaron como si fuera una bestia. Cuando acudí al hospital, tenía los ojos morados, la nariz rota, la mandíbula destrozada. La pobre no cesaba de llorar. «¿Por qué lo han hecho, papá? ¿Por qué tenían que hacerme esto?» No pude contenerme; yo también me eché a llorar.

Bonasera no pudo decir nada más. Estaba sollozando, a pesar de que su voz no había traicionado la emoción que sentía.

Don Corleone, como a pesar de sí mismo, hizo un gesto de simpatía, y Bonasera continuó, con la voz ahora rota por el sufrimiento:

—¿Por qué lloré en el hospital? Ella era la luz de mi vida, era una hija muy cariñosa y muy hermosa. Confiaba en la gente, pero ahora nunca más confiará en nadie. Ya nunca volverá a ser hermosa.

Estaba temblando y su rostro, por lo general pálido, había adquirido un intenso color grana.

—Acudí a la policía —prosiguió—, como todo buen americano, y los dos muchachos fueron arrestados. Las pruebas eran abrumadoras. Se confesaron culpables y el juez los condenó a tres años de cárcel, pero suspendió la sentencia. Salieron en libertad el mismo día. Yo estaba de pie en la sala del tribunal, y comprendí que había hecho el ridículo. Al pasar, esos dos me sonrieron con sorna. En ese preciso instante le dije a mi esposa: «Debemos acudir a Don Corleone, si queremos que se haga justicia».

El Don tenía la cabeza inclinada en señal de respeto por la pena de Bonasera. Sin embargo, cuando habló, las palabras sonaron frías, con la frialdad de la dignidad ofendida.

—¿Por qué acudiste a la policía? ¿Por qué no viniste a mí desde el primer momento?

—¿Qué quiere de mí? —dijo Amerigo Bonasera con voz apenas perceptible—. Pídame lo que quiera, pero atienda a mi ruego.

Pese a sus palabras, su tono tenía cierto deje de insolencia.

—¿Y qué es lo que me pides? —dijo Don Corleone, con voz grave.

Bonasera miró a Hagen y a Sonny Corleone y negó con la cabeza. El Don, sentado todavía en la mesa de Hagen, se inclinó hacia el empresario de pompas fúnebres. Bonasera dudaba. Luego acercó los labios a la velluda oreja del Don, hasta rozarla. Don Corleone escuchó tal como lo hace un cura en el confesionario: con la mirada ausente, impasible, remoto. Estuvieron así durante mucho rato. Al cabo Bonasera se enderezó, se separó del Don, que le miraba gravemente, y con la faz encendida sostuvo aquella mirada.

—Eso no puedo hacerlo —respondió el Don finalmente—. No hay nada que hacer.

—Pagaré todo lo que me pida —dijo Bonasera en voz alta y clara.

Al oír estas palabras, Hagen hizo un movimiento nervioso con la cabeza. Sonny Corleone, con los brazos cruzados, sonrió sardónicamente y se alejó de la ventana para acercarse a los otros tres.

Don Corleone se levantó con el rostro tan impasible como siempre.

—Tú y yo hace muchos años que nos conocemos —dijo con una voz helada como la muerte—. A pesar de ello, hasta hoy nunca me habías pedido consejo ni ayuda. Ni siquiera soy capaz de recordar cuándo fue la última vez que me invitaste a tu casa para tomar café, a pesar de que mi esposa es la madrina de tu única hija. Seamos francos: has rechazado mi amistad porque no querías deberme nada.

—No quería verme envuelto en líos —murmuró Bonasera.

El Don levantó la mano en señal de disconformidad.

—No. No hables. Creías que América era un paraíso. Tenías un buen negocio y vivías muy bien. Pensabas que el mundo era un edén del que podías tomar todo lo bueno. Nunca te has preocupado de rodearte de buenos y verdaderos amigos. Después de todo ya tenías a la policía y los tribunales para protegerte. Nada malo podía ocurrir; ni a ti ni a los tuyos. Para nada necesitaban a Don Corleone. Muy bien. Has herido mis sentimientos, y no soy de los que dan su amistad a quienes no saben apreciarla, a quienes no me tienen en consideración.

El Don hizo una pequeña pausa, y antes de continuar dirigió a Bonasera una sonrisa a la vez cortés e irónica.

—Ahora acudes a mi diciendo: «Don Corleone; quiero que haga justicia». Y no sabes pedir con respeto. No me ofreces tu amistad. Vienes a mi casa el día de la boda de mi hija, me pides que mate a alguien y dices —aquí el Don se puso a imitar la voz y los gestos de Bonasera—: «Pagaré todo lo que me pida». No, no. No te guardo rencor, pero ¿puedes decirme qué te he hecho para que me trates con esta absoluta falta de respeto?

—América se ha portado bien conmigo. Quería ser un buen ciudadano y que mi hija fuera americana —dijo Bonasera, con la voz ahogada por la angustia y el temor.

El Don aplaudió.

—Has hablado bien, pero que muy bien. Así pues, de nada puedes quejarte. El juez ha dictado sentencia. América ha dictado sentencia. Cuando vayas al hospital, lleva a tu hija un ramo de flores y una caja de bombones, eso la consolará. ¡Alégrate, hombre! Después de todo, no ha sido nada grave; los muchachos eran jóvenes y alegres, y uno de ellos es hijo de un político muy influyente. No, mi querido Amerigo, siempre has sido honrado. A pesar de que hayas despreciado mi amistad, debo admitir que para mí la palabra de Amerigo Bonasera vale más que la de cualquier otro hombre. En fin, dame tu palabra de que vas a olvidarte de todo, como harían los americanos. Perdona y olvida. La vida está llena de desgracias.

La cruel y desdeñosa ironía de estas palabras, la ira contenida del Don, hicieron temblar al pobre empresario de pompas fúnebres, quien, a pesar de todo, aún encontró fuerzas para decir con arrogancia:

—Sólo le pido que haga justicia.

—El tribunal ya hizo justicia —adujo Don Corleone, con sequedad.

—No —replicó Bonasera, con un gesto de obstinación—. Hizo justicia a los jóvenes, pero no a mí.

Con una ligera inclinación, el Don dio a entender que había sabido apreciar la sutil diferencia.

—¿Cuál es tu justicia? —preguntó seguidamente.

—Ojo por ojo —respondió Bonasera.

—Has pedido más. Tu hija está viva —señaló el Don.

—Que sufran como sufre ella —convino Bonasera.

El Don aguardó a que el otro siguiera hablando. Bonasera hizo acopio de valor.

—¿Cuánto quiere? —dijo en tono desesperado.

Don Corleone le volvió la espalda, queriendo indicar que la entrevista había terminado. Pero Bonasera no se movió.

Finalmente, como un hombre de buen corazón que no puede enfadarse con un amigo descarriado, Don Corleone se volvió hacia el empresario de pompas fúnebres, que estaba tan pálido como uno de sus cadáveres. No cabía duda; Don Corleone era amable y paciente.

—Ante todo ¿por qué temes mostrarme lealtad? —dijo—. Acudes a los tribunales y tienes que esperar meses. Te gastas el dinero en abogados que saben perfectamente que sólo conseguirás ponerte en ridículo. Aceptas la sentencia de un juez que se vende como la peor de las rameras. Años atrás, cuando necesitabas dinero, ibas a los bancos, pagabas unos intereses ruinosos y aguardabas, sombrero en mano, como un pordiosero, mientras ellos metían sus narices en tus asuntos para asegurarse de que podrías devolverles el dinero.

Después de hacer una pequeña pausa, la voz del Don se endureció.

—En cambio, si hubieses acudido a mí, mi bolsa hubiera sido tuya. Si hubieses acudido a mí en demanda de justicia, aquellos cerdos que dañaron a tu hija estarían llorando amargamente desde hace tiempo. Si por desgracia, por circunstancias de la vida, un hombre honrado como tú se hubiese creado algún enemigo, éste se hubiera convertido automáticamente en enemigo mío —el Don apuntó con el dedo a Bonasera—. Y créeme, te hubiese temido.

Bonasera inclinó la cabeza.

—Quiero su amistad. La acepto —murmuró.

Don Corleone apoyó la mano sobre el hombro de Bonasera.

—Bien, tendrás justicia —aseguró—. Algún día, un día que tal vez nunca llegue, te llamaré para pedirte algún pequeño servicio. Hasta entonces, considera esta justicia como un regalo de mi esposa, la madrina de tu hija.

Cuando la puerta se cerró detrás del agradecido empresario de pompas fúnebres, Don Corleone se volvió a Hagen.

—Encarga este asunto a Clemenza y dile que se asegure de emplear gente preparada, gente que no se emborrache con el olor de la sangre —ordenó—. Después de todo, y aunque este ayuda de cámara de cadáveres desee lo contrario, no somos asesinos.

Notó que su hijo mayor, desde la ventana, estaba contemplando la fiesta que se desarrollaba en el jardín. Don Corleone pensó que era un caso perdido. Si se negaba a aprender, Santino nunca podría hacerse cargo de los negocios familiares, nunca podría llegar a ser un Don. Tenía que encontrar a algún otro, y pronto. Después de todo, él, Don Corleone, no era inmortal.

En el jardín se alzó un fuerte y alegre grito, tan fuerte que los tres hombres se sobresaltaron. Sonny Corleone se acercó a la ventana. Lo que vio le hizo correr hacia la puerta, con una complacida sonrisa en los labios.

—Es Johnny, que ha venido a la boda. ¿No os lo había dicho?

Hagen se acercó a la ventana.

—Realmente, es su ahijado —dijo a Don Corleone—. ¿Le hago pasar?

—No —respondió el Don—. Deja que todos le saluden. Cuando haya terminado, que entre a verme. ¿Has visto? —le dijo a Hagen—. Es un buen ahijado.

Por un momento, Hagen se sintió celoso.

—Hace dos años que no había venido por aquí —replicó con sequedad—. Probablemente tiene algún problema y querrá que usted le ayude.

—¿Y a quién va acudir, sino a su padrino? —preguntó Don Corleone.

La primera persona que vio a Johnny Fontane entrar en el jardín fue Connie Corleone. Olvidando su dignidad de novia, gritó: «¡¡Johnnyyyy!!», y acto seguido se echó en sus brazos. Johnny la abrazó, le dio un beso en la boca y la mantuvo abrazada mientras los demás acudían a saludarlo. Eran todos viejos amigos, gente que había crecido en el West Side. Momentos después, Connie le presentó a su marido. Johnny, divertido, advirtió que el rubio y joven marido parecía un poco disgustado por haber perdido protagonismo y le estrechó la mano con gran cordialidad. Ambos brindaron con un vaso de buen vino.

—¿Por qué no nos cantas una canción, Johnny? —dijo alguien desde el estrado de los músicos.

Entonces vio a Nino Valenti que le sonreía amistosamente. Johnny Fontane subió de un salto al estrado y abrazó a Nino. Habían sido inseparables, cantaban y salían juntos con chicas, hasta que Johnny empezó a hacerse famoso y a cantar por la radio. Cuando se marchó a Hollywood para participar en diversas películas, telefoneó a Nino y le prometió que le conseguiría un contrato para una sala de fiestas. Pero luego se olvidó de hacerlo. Ahora, al ver a Nino, con su alegre y burlona sonrisa de alcoholizado, el viejo afecto se reavivó.

Nino comenzó a rasguear la mandolina. Johnny Fontane apoyó la mano sobre el hombro de su amigo.

—Ésta va dedicada a la novia —dijo, y siguiendo el compás con el pie, cantó una obscena canción siciliana de amor.

Mientras Johnny cantaba, Nino movía expresivamente el cuerpo. La novia sonreía con orgullo y todos los invitados expresaban ruidosamente su aprobación. A la mitad de la canción, todos seguían el compás con el pie y al final de cada estrofa coreaban las últimas palabras, todas con doble sentido. Cuando terminaron, los aplausos fueron tan fuertes, que Johnny, después de carraspear, se dispuso a cantar otra canción.

Todos estaban orgullosos de él. Era uno de ellos y había llegado a convertirse en un cantante famoso, en un astro cinematográfico que se acostaba con las mujeres más deseadas del mundo. Sin embargo, había hecho un viaje de casi cinco mil kilómetros para asistir a la boda, con lo que demostraba el respeto que sentía por su padrino. Todavía amaba a los viejos amigos como Nino Valenti. Muchos de los invitados habían visto a Johnny y a Nino cantar juntos cuando no eran más que dos muchachos, cuando nadie imaginaba que Johnny Fontane llegaría a tener en sus manos el corazón de cincuenta millones de mujeres.

Acabada aquella segunda canción, Johnny saltó al suelo para subir al estrado a la novia, que quedó de pie entre él y Nino. Ambos hombres se miraron ferozmente, como si fueran a pegarse, y Nino empezó a rasguear las cuerdas de la mandolina con rabia. Era una vieja costumbre, una batalla burlona, en la que uno de los dos cantaba una estrofa que molestaba a su rival, y luego, el otro cantaba otra más hiriente y burlona todavía. Al final, acababan cantando los dos a coro. Con exquisita cortesía, Johnny dejó que la voz de Nino ahogara la suya, y que la novia se fuera con él; en pocas palabras: se dejó vencer. Cuando al final los tres se abrazaron, los aplausos fueron atronadores. Los invitados pedían con insistencia otra canción.

Sólo Don Corleone, de pie en un rincón, parecía como fuera de lugar. Con voz alegre, cuidando de no ofender a sus invitados, gritó:

—Mi ahijado ha recorrido cinco mil kilómetros para honrarnos a todos; ¿es que nadie piensa darle un vaso de vino?

Al instante, Johnny Fontane se encontró con una docena de vasos para escoger. Bebió un sorbo de cada uno y corrió a abrazar a su padrino. Al hacerlo, murmuró algo al oído del Don, quien le acompañó al interior de la casa sin perder tiempo.

Tom Hagen tendió la mano a Johnny cuando éste entró en el despacho. Johnny se la estrechó y se limitó a murmurar un saludo frío, totalmente desacorde con su cordialidad habitual. Hagen, naturalmente, se sintió un poco molesto, pero no dio demasiada importancia al asunto. Era uno de los inconvenientes de ser el hombre de confianza del Don.

—Cuando recibí la invitación comprendí que mi padrino ya no estaba enfadado —dijo Johnny Fontane al Don—. Le llamé cinco veces después de mi divorcio, pero Tom siempre me dijo que estaba usted fuera, o que se hallaba muy ocupado. Supuse que se sentía disgustado conmigo.

Don Corleone estaba llenando los vasos con Strega.

—Todo olvidado. ¿Puedo hacer algo por ti? Me cuesta creer que me necesites. Eres un hombre famoso y muy rico ¿no es cierto?

Johnny vació el vaso de un sorbo e hizo ademán de que el Don volviera a llenárselo.

—No soy rico, Padrino —dijo en tono que quería ser despreocupado—. Voy de baja. Tenía usted razón. Nunca debería haber dejado a mi esposa y a los niños por aquella vagabunda con la que me casé después. No me extraña que se disgustara conmigo.

—Estaba preocupado por ti, ni más ni menos. Después de todo, eres mi ahijado ¿no? —dijo el Don, encogiéndose de hombros.

Johnny andaba de un lado a otro de la estancia.

—Estaba loco por esa zorra con cara de ángel, la más rutilante estrella de Hollywood. ¿Sabe usted qué hace después de terminar una película? Si el maquillador ha realizado un buen trabajo, se acuesta con él. Si el cámara le ha sacado unos buenos primeros planos, se lo lleva al camerino y le permite disfrutar de su cuerpo. La muy zorra se sirve de su cuerpo como yo utilizo la calderilla: para dar propinas. Es una mala mujer engendrada por el mismísimo diablo.

—¿Cómo está tu familia? —le interrumpió Don Corleone con aspereza.

—Creo que me porté bien —contestó Johnny, titubeando—. Después del divorcio, a Ginny y a los niños les di más de lo que dictaminó el juez. Voy a verlos una vez por semana. Los echo mucho de menos, tanto que a veces creo que voy a volverme loco —hizo una pausa para servirse otro vaso—. Ahora, mi segunda esposa se ríe de mí porque no comprende mis celos. Me llama pobre diablo anticuado y se burla de mi forma de cantar. Antes de salir hacia aquí, le di una buena paliza; eso sí, sin tocarle la cara, pues está en pleno rodaje. Le pegué duro, en los brazos y en las piernas, pero ella continuó riéndose de mí.

Hizo una breve pausa para encender un cigarrillo y añadió:

—Mire, Padrino: en estos momentos, para mí la vida carece de valor.

—Éstos son problemas que yo no puedo solucionar —se limitó a decir Don Corleone—. Y ahora, dime ¿qué ocurre con tu voz?

La segura y simpática expresión de Johnny Fontane sufrió una repentina mutación.

—Padrino; no puedo cantar. Se ve que me ha pasado algo en la voz. Los médicos no saben qué puede ser.

Hagen y el Don lo miraron con expresión de sorpresa, ya que Johnny se había expresado con palabras entrecortadas, y siempre había sido un muchacho duro.

—Mis dos películas dieron mucho dinero —continuó—. Era una estrella muy cotizada. En cambio ahora me echan a la calle. El jefe de los estudios siempre me ha odiado, y ahora ha podido vengarse.

—¿Y por qué te odia? —preguntó Don Corleone en tono severo, de pie frente a su ahijado.

—Como usted ya sabe, yo cantaba para las organizaciones liberales, a pesar de que usted me aconsejó que no lo hiciera. Bien, pues a Jack Woltz no le gustaba y me llamaba comunista, pero no logró hacerme desistir. Luego le robé una chica que él se reservaba. Fue sólo cosa de una noche, y en mi descargo puedo asegurar que fue ella la que vino detrás de mí. ¿Qué podía hacer yo? Después, la muy zorra de mi segunda esposa se dedica a vivir su vida sin tenerme en cuenta para nada. Además, Ginny y los niños no quieren saber nada de mí, a menos que me arrodille ante ellos. Y ahora, para colmo de males, no puedo cantar. Dígame, padrino ¿qué diablos voy a hacer?

La cara de Don Corleone era una máscara de extrema frialdad.

—Puedes empezar por portarte como un hombre —dijo bruscamente, y de repente, enrojeció de ira—: ¡Como un hombre! —gritó.

Cogió a Johnny Fontane por los cabellos, con gesto airado, aunque no exento de afecto.

—¡Dios santo! —añadió el Don—. ¿Es posible que después de estar tanto tiempo a mi lado no hayas llegado a ser mejor de lo que eres? Ahora resulta que no eres sino un finocchio, un petimetre de Hollywood que llora e implora piedad, que solloza como una mujer. Dime ¿qué supones que puedo hacer yo?

La mímica del Don era tan extraordinaria, tan inesperada, que Hagen y Johnny se echaron a reír. Don Corleone estaba complacido. Durante un breve instante pensó en lo mucho que amaba a su ahijado y se preguntó cómo hubieran reaccionado sus tres hijos ante la reprimenda. Santino habría estado malhumorado durante varias semanas. Fredo se habría sentido intimidado. Michael le habría dirigido una fría sonrisa antes de salir inmediatamente de la casa para no aparecer durante varios meses. En cambio Johnny, el bueno de Johnny, sonreía y recuperaba fuerzas, pues comprendía el verdadero propósito de su padrino.

—Te lías con la chica de tu jefe —prosiguió Don Corleone—, un hombre mucho más poderoso que tú, y luego te quejas de que no te ayude. Dejas a tus hijos para casarte con una puta, y lloras porque no te reciben con los brazos abiertos. A la puta no te atreves a pegarle en la cara porque está haciendo una película, y te extraña que se ría de ti. ¡Vamos, hombre! Te has portado como un idiota, eso es evidente. Por lo tanto, todo lo que te ha ocurrido es completamente lógico.

Don Corleone hizo una pausa.

—¿Estás dispuesto a seguir mi consejo, esta vez? —preguntó en tono comprensivo.

—No puedo volver a casarme con Ginny, por lo menos no de la forma que ella quiere —dijo Johnny—. Tengo que jugar, tengo que beber, tengo que salir con los muchachos. Muchas mujeres hermosas corren detrás de mí, y nunca he sabido resistirme a sus encantos. Luego, al llegar a casa, no me atrevería a mirar a Ginny a la cara. Como entonces… ¡Dios, no quiero volver a pasar todo aquello!

Don Corleone se exasperaba en contadísimas ocasiones, pero ésta fue una de ellas.

—Yo no te he dicho que volvieras a casarte —le explicó a Johnny—. Haz lo que te parezca. Me parece bien que quieras ser un verdadero padre para tus hijos; un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un auténtico hombre. Entonces, lo primero es conseguir que su madre te acepte. ¿Quién dice que no puedes verlos cada día? ¿Quién dice que no puedes vivir en la misma casa? ¿Quién dice que no puedes vivir como mejor te parezca?

Johnny Fontane se echó a reír.

—Pero, padrino, ¡dése cuenta de que no todas las mujeres son como las antiguas esposas italianas! Ginny no lo aceptaría.

—Porque te has portado como un finocchio —dijo el Don en tono burlón—. A una le has dado más de lo que dijo el juez. A otra no le has pegado en la cara, porque estaba haciendo una película. Dejas que las mujeres dicten tus actos y te olvidas de que no tienes por qué hacerlo. Ellas se creen ángeles del cielo, están convencidas de que los hombres, todos los hombres, irán al infierno por los siglos de los siglos. Además —prosiguió el Don con voz repentinamente seria—, no olvides que te he estado observando durante todos estos años. Has sido un buen ahijado; me has demostrado siempre un profundo respeto. Pero ¿qué me dices de tus viejos amigos? Durante una temporada concedes tu amistad a unos, después, a otros. Aquel muchacho italiano tan gracioso que también hacía películas tuvo mala suerte, pero tú nunca te preocupaste por él porque ya eras famoso. ¿Y qué me dices de tu viejo camarada de la infancia, el que formaba dúo contigo en tus primeros tiempos de cantante? Me refiero a Nino. Los desengaños y las decepciones le han llevado a la bebida, pero nunca se queja. Trabaja como un condenado conduciendo un camión de grava, y canta los fines de semana por unos pocos dólares. Nunca se ha quejado de ti. ¿No hubieras podido ayudarle un poco? ¿Por qué no? Canta bien.

—Padrino, Nino no tiene bastante talento —respondió Johnny, con voz cansada—. Canta bien, pero le falta algo.

Don Corleone abrió los ojos, que tenía casi cerrados.

—Tú tampoco tienes suficiente talento, y lo sabes —replicó—.

¿Qué? ¿Te apetece un empleo de conductor de camión?

Al ver que Johnny no contestaba, el Don prosiguió:

—La amistad lo es todo. La amistad vale más que el talento. Vale más que el Gobierno. La amistad vale casi tanto como la familia. Nunca lo olvides. Si te hubieses preocupado de rodearte de buenos amigos, ahora no tendrías que venir a pedirme ayuda. Pero, dime ¿por qué no puedes cantar? En el jardín has cantado bien, tan bien como Nino.

Hagen y Johnny sonrieron ante la delicada alusión. Ahora le tocaba a Johnny hablar con condescendiente paciencia.

—Mi voz es débil. Canto una o dos canciones, y luego ya no puedo cantar en varias horas o incluso días. Ni siquiera resisto los ensayos o la repetición de escenas en las que debo cantar. Mi voz es débil, está enferma.

—Eso es cosa de mujeres. ¡Que tu voz está enferma…! Ahora cuéntame tus problemas con ese pezzonovante de Hollywood, ese pez gordo que no te deja trabajar —dijo el Don, que había entrado ya decididamente en el terreno de los negocios importantes.

—Es más fuerte que uno de sus pezzonovanti —afirmó Johnny—. Es el dueño del estudio y consejero del presidente de Estados Unidos en asuntos de propaganda cinematográfica para la guerra. Hace un mes adquirió los derechos de la novela más vendida del año, cuyo protagonista es un personaje muy parecido a mí. Ni siquiera tendría que actuar, sino limitarme a ser yo mismo. Tampoco tendría que cantar. Incluso podría ganar un Oscar. Todo el mundo sabe que ese papel me va como anillo al dedo. Volvería a ser grande, esta vez como actor. Pero ese cerdo de Jack Woltz no quiere saber nada de mí. Me ofrecí a hacer el papel por un precio simbólico, y ni así quiso dármelo. Al parecer ha dicho que si yo le besara el trasero en el estudio, delante de todo el mundo, tal vez reconsideraría el asunto.

Don Corleone interrumpió la perorata con un gesto. Entre personas razonables, los problemas de negocios siempre podían solucionarse. Puso la mano en el hombro de su ahijado.

—Estás desanimado, piensas que nadie se preocupa de ti y has adelgazado mucho. Bebes con exceso ¿no? Además, estoy seguro que duermes poco y tomas pastillas —mientras hablaba movía la cabeza en un reiterado movimiento de desaprobación—. Ahora quiero que sigas mis órdenes —prosiguió el Don—. Quiero que permanezcas en mi casa durante un mes. Quiero que comas bien, que descanses, que duermas. Quiero que seas mi compañero; me gusta tu compañía, y quizás incluso aprendas algo del mundo en el que se mueve tu padrino. Además, incluso es posible que lo que aprendas te sirva para moverte mejor en el gran Hollywood. Pero nada de cantar, y mucho menos de alcohol o de mujeres. Después podrás regresar a Hollywood, y ese pezzonovante te dará el papel que tanto deseas. ¿Hecho?

Johnny Fontane no podía creer que el Don tuviera tanto poder. Pero su padrino era un hombre que nunca había fallado: si decía que una cosa podía hacerse, se hacía. No obstante, se atrevió a plantear una objeción.

—Este tipo es amigo personal de J. Edgar Hoover. Me parece que ni siquiera usted podrá levantarle la voz.

—Es un hombre de negocios —replicó el Don, suavemente—. Le haré una oferta que no podrá rechazar.

—Es demasiado tarde —se lamentó Johnny—. Ya han firmado todos los contratos. Además, empezarán a rodar dentro de una semana. Es absolutamente imposible.

Don Corleone, con suma paciencia, despidió a Johnny.

—Regresa a la fiesta, muchacho. Tus amigos te están esperando. Déjalo todo en mis manos.

Hagen estaba sentado en la mesa del despacho, tomando notas. El Don exhaló un suspiro y preguntó si había alguna cosa más.

—Lo de Sollozzo no puede demorarse más. Tendrá usted que verle esta semana —dijo Hagen, señalando al calendario con la pluma.

—Ahora que la boda ya ha terminado, haré lo que quieras —asintió el Don, encogiéndose de hombros.

Esta respuesta aclaró a Hagen dos puntos. El primero y más importante: que la respuesta a Virgil Sollozzo sería un no. Segundo, que Don Corleone, dado que no quería responder a Sollozzo antes del casamiento de su hija, esperaba que su negativa causara problemas. Teniendo todo ello en cuenta, Hagen preguntó:

—¿Digo a Clemenza que algunos de sus hombres vengan a vivir aquí?

—¿Por qué? —dijo el Don con impaciencia—. No quise responder antes de la boda porque en un día tan importante no podía haber ninguna nube, ni siquiera en la distancia. También quería saber lo que Sollozzo tiene que decirme. Ahora ya lo sé, y lo que quiere proponerme es una infamia.

—Entonces ¿va usted a negarse? —preguntó Hagen.

El Don asintió.

—Creo que sería conveniente discutir el asunto entre toda la Familia, antes de dar una respuesta —manifestó Tom Hagen.

—¿Tú crees? Bien —dijo el Don, sonriendo—, pues lo discutiremos cuando regreses de California. Quiero que vayas allí mañana y arregles el asunto de Johnny. Entrevístate con ese pezzonovante del cine y di a Sollozzo que le veré a tu regreso de California. ¿Algo más?

—Han llamado del hospital —dijo Hagen, con voz grave—. El consigliere Abbandando se está muriendo; no creen que pase de esta noche. Su familia debe presentarse en el hospital para aguardar el momento del fatal desenlace.

Hagen había ocupado el puesto del consigliere durante el último año, desde que el cáncer postró a Genco Abbandando en una cama del hospital. Ahora esperaba que Don Corleone le dijera que la plaza era definitivamente suya, aunque no era probable que le confirmara en el puesto. Una posición tan alta sólo se concedía a un hombre cuyos padres fueran ambos italianos. El mero hecho de haber actuado como consigliere interino ya había provocado algunos problemas. Además, tenía sólo treinta y cinco años; insuficientes, según la opinión general, para haber adquirido la experiencia y la astucia que todo buen consigliere necesitaba.

Pese a todo ello, el Don no hizo referencia al asunto que tanto preocupaba a Hagen.

—¿Cuándo se marchan mi hija y su marido? —se limitó a preguntar.

—Dentro de pocos minutos cortarán el pastel —respondió Hagen después de consultar su reloj—, y luego supongo que no tardarán más de media hora —eso le recordó otra cuestión—. En lo que se refiere a su nuevo yerno ¿tendrá algún cargo importante dentro de la Familia?

La vehemencia de la respuesta del Don le sorprendió.

—Nunca.

El Don golpeó la mesa con la palma de la mano y añadió:

—Nunca. Dale algo para que pueda ganarse bien la vida, pero no quiero que le dejes meter las narices en los negocios de la Familia. Díselo también a los otros. Me refiero a Sonny, Fredo y Clemenza.

Don Corleone hizo una pequeña pausa, antes de seguir hablando:

—Di a mis hijos, a los tres, que deben acompañarme al hospital a ver al pobre Genco. Quiero que le presenten sus respetos por última vez. Pídele a Freddie que saque el coche grande y pregunta a Johnny si quiere venir con nosotros. Hazle saber que se lo pido como un favor personal.

»Quiero que vayas a California esta misma noche —continuó el Don, al ver que Hagen le dirigía una mirada interrogativa—. No tendrás tiempo de ver a Genco, pero no te marches antes de que yo regrese del hospital y hable contigo. ¿Entendido?

—Entendido —asintió Hagen—. ¿A qué hora debe tener Fred el automóvil a punto?

—Cuando se hayan marchado los invitados. Genco me esperará.

—El senador ha llamado por teléfono —dijo Hagen—. Se disculpó por no haber venido personalmente, pero dijo que usted lo comprendería. Supongo que se refería a los dos agentes del FBI que estaban anotando las matrículas de los automóviles de los invitados. De todas formas, mandó un regalo.

El Don asintió. No consideró necesario mencionar que había sido él mismo quien había avisado al senador para que no hiciera acto de presencia.

—¿Un buen regalo?

Hagen hizo un exagerado gesto de aprobación, que resultó extrañamente italiano en sus rasgos germano irlandeses.

—Plata antigua y muy valiosa. Los chicos pueden sacar mil dólares, por lo menos. Según parece, el senador empleó mucho tiempo en decidir qué sería más apropiado. Para esa clase de gente, eso es más importante que el precio.

Don Corleone no disimuló lo mucho que le complacía que un hombre como el senador le hubiese mostrado tanto respeto. El senador, lo mismo que Luca Brasi, era uno de los grandes pilares en que se apoyaba el poder del Don, y también él, con su regalo, había reafirmado su lealtad.

Cuando Johnny Fontane apareció en el jardín, Kay Adams lo reconoció de inmediato. Estaba realmente sorprendida.

—No me habías dicho que tu familia conocía a Johnny Fontane. Ahora estoy segura de que me casaré contigo.

—¿Quieres que te lo presente? —preguntó Michael.

—Ahora no —respondió Kay—. Durante tres años estuve enamorada de él. Cuando venía a Nueva York a cantar en el Capitol, no me perdía ninguna de las galas. ¡Era maravilloso!

—Lo veremos más tarde —dijo Michael.

Cuando Johnny terminó de cantar y se adentró en la casa con Don Corleone, Kay dijo a Michael, mitad en broma, mitad en serio:

—No me digas que una estrella del cine como Johnny Fontane tiene que pedir favores a tu padre.

—Es el ahijado de mi padre. De no ser por él, tal vez no hubiese alcanzado la fama.

Kay Adams empezaba a interesarse.

—Debe de ser una historia apasionante —observó.

Michael hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Lo es, sí, pero no puedo contártela.

—Vamos ¿es que no confías en mí? —insistió Kay.

Michael le contó la historia llanamente, sin darle importancia alguna. Se la relató sin adornos y se limitó a explicarle que ocho años atrás su padre había sido un hombre más impetuoso y que, dado que el asunto concernía a su ahijado, el Don lo había considerado un asunto personal.

Michael narró la historia en pocos minutos. Ocho años atrás, Johnny Fontane había conseguido un éxito extraordinario como cantante de una orquesta de baile. Se había convertido en uno de los cantantes más solicitados por las emisoras de radio. Desgraciadamente, el director de la orquesta, un hombre muy conocido en el mundillo artístico, había hecho firmar a Johnny un contrato por cinco años, algo por otra parte bastante corriente. Les Halley, el director, podía prestar a Johnny a otras orquestas, clubes, etc., y él se embolsaba la mayor parte del dinero.

Don Corleone se encargó personalmente de las negociaciones. Ofreció a Les Halley veinte mil dólares para que anulara el contrato que Johnny Fontane tenía con él. Cuando Halley ofreció quedarse sólo el cincuenta por ciento de las ganancias de Johnny, Don Corleone estuvo a punto de echarse a reír y bajó su oferta de veinte mil a diez mil. El director de orquesta, que evidentemente no conocía otro mundo que el de las variedades, confundió completamente el significado de la segunda oferta. No quiso aceptarla.

Al día siguiente, Don Corleone fue a ver de nuevo a Les Halley, esta vez con sus dos mejores amigos: Genco Abbandando, su consigliere, y Luca Brasi. Sin ningún otro testigo, Don Corleone persuadió al director de orquesta de la conveniencia de firmar un documento por el que renunciaba a todos sus derechos en relación con Johnny Fontane, contra pago de un cheque garantizado por valor de diez mil dólares. Don Corleone convenció a Halley poniéndole una pistola en la frente y asegurándole que, al cabo de un minuto justo, en el documento estaría estampada su firma, o bien sus sesos. Les Halley firmó. Don Corleone guardó su pistola y entregó el cheque al director de orquesta.

El resto era historia. Johnny Fontane se convirtió en el cantante-actor más cotizado del país. Hizo algunas películas musicales, que dieron a ganar verdaderas fortunas a los estudios. Sus discos produjeron millones de dólares. Después se divorció de su primera esposa, a la que había conocido cuando ambos eran todavía niños, y dejó a sus dos hijos, para casarse con la estrella rubia más seductora de Hollywood. No tardó en comprobar que era una verdadera arpía, y entonces se aficionó a la bebida, al juego y a las mujeres. Perdió la voz. Sus discos dejaron de venderse. El estudio no le renovó el contrato. Debido a todo ello, acudía ahora a su padrino.

—¿Seguro que no estás celoso de tu padre? —dijo Kay, meditativamente—. Por lo que me has contado de él, siempre ha ayudado a los demás. Debe de ser un hombre de muy buen corazón —sonrió astutamente y añadió—: Aunque sus métodos no parecen ser muy ortodoxos.

—Supongo que eso es lo que parece —suspiró Michael—, pero deja que te lo explique de otro modo. Habrás oído hablar de que los exploradores del Ártico esconden cajas de víveres a lo largo de la ruta hacia el Polo Norte. ¿Sabes por qué lo hacen? Para tener comida en el caso de que la necesiten. Pues bien, mi padre hace lo mismo con los favores. Llegará un día en que todos y cada uno de los que han recibido su ayuda tendrán que hacer algo por él. ¡Y pobres de ellos si no lo hacen!

Anochecía casi cuando hizo su aparición el pastel de bodas. Realizado por Nazorine, estaba bellamente decorado con bolitas de crema, tan deliciosas que la novia no pudo resistir la tentación de comérselas todas, antes de partir con su rubio marido para la luna de miel. El Don se despidió cortésmente de sus invitados, fijándose, mientras lo hacía, en que el sedán negro de los hombres del FBI había desaparecido ya.

Por fin, el único coche visible en la zona de aparcamiento era el largo Cadillac negro con Freddie en el asiento del conductor. El Don se acomodó en la parte delantera, moviéndose con insospechada agilidad, teniendo en cuenta su edad y corpulencia. Sonny, Michael y Johnny Fontane se sentaron detrás.

—¿Tu amiga va a regresar sola a la ciudad? —dijo Don Corleone, dirigiéndose a su hijo Michael.

—Tom dijo que se ocuparía de ella —replicó Michael.

Don Corleone no pudo reprimir un gesto de satisfacción ante la eficiencia de Hagen.

Dado que el racionamiento de la gasolina estaba todavía en vigor, no encontraron mucho tráfico en su camino hacia Manhattan. Durante el trayecto, Don Corleone preguntó al menor de sus hijos qué tal iban sus estudios. Michael dijo que bien. Luego, Sonny, desde el asiento posterior, preguntó a su padre:

—Johnny dice que vas a preocuparte de arreglarle lo de su asunto de Hollywood. ¿Quieres que vaya allá, para ayudar en lo que haga falta?

—Tom se marcha para allá esta noche —respondió el Don, lacónico—. No va a necesitar ayuda alguna. El asunto es muy sencillo.

—Johnny cree que no podrás solucionarlo —dijo Sonny, riendo—. Por ello había pensado que tal vez yo podría ser de utilidad.

—¿Por qué dudas de mí? —preguntó el Don a Johnny, moviendo la cabeza—. ¿No ha cumplido siempre tu padrino su palabra? ¿Es que me he puesto alguna vez en ridículo?

—Padrino —se disculpó Johnny con nerviosismo—, el hombre que está detrás de todo este asunto es un verdadero pezzonovante. No podrá usted comprarlo, ni aun con dinero. Está muy bien relacionado. Y me odia. No alcanzo a comprender cómo podrá usted doblegarlo.

—Escucha bien: el papel será tuyo —se limitó a responder el Don en tono amistoso. Volviéndose a Michael, añadió, haciendo un guiño de complicidad—: No vamos a decepcionar a mi ahijado ¿verdad, Michael?

Michael, que tenía ciega confianza en la palabra de su padre, hizo un gesto de asentimiento.

Mientras se dirigían a la entrada del hospital, Don Corleone se quedó un poco atrás, con su hijo menor. Le apoyó la mano en el hombro, y sin que los otros pudieran oír sus palabras, le dijo:

—Cuando termines los estudios, ven a verme; quiero hablar contigo. Tengo algunos planes que te gustarán.

Michael no contestó.

—Sé cómo eres, hijo —gruñó el Don, exasperado—. No te voy a pedir que hagas nada que no te guste. Esto es algo especial. Ahora, muchacho, ve a lo tuyo. Pero ven a verme cuando hayas terminado tus estudios.

La esposa y las tres hijas de Genco Abbandando, toda su familia, estaban muy juntas en el pasillo del hospital, de pie, vestidas de luto riguroso. Cuando vieron a Don Corleone salir del ascensor, se acercaron a él en un movimiento instintivo, como si buscaran su protección. La madre, majestuosa con su vestido negro; las hijas, robustas y sencillas; pero todas con la aflicción pintada en el rostro. La señora Abbandando besó la mejilla de Don Corleone.

—Es usted un santo —le dijo entre sollozos—. ¿Quién iba a pensar que vendría aquí en el día de la boda de su hija?

—¿No debo un gran respeto al amigo que ha sido mi brazo derecho durante veinte años? —contestó el Don, como quitando importancia a su gesto.

Había comprendido que la que pronto sería viuda no pensaba que su marido moriría aquella misma noche. Genco Abbandando llevaba un año en el hospital, muriendo cada día un poco —tenía cáncer—, y su esposa se había acostumbrado a considerar la fatal dolencia de su esposo como una circunstancia normal. Para ella, sólo se trataba de otra crisis.

—Vaya a ver a mi marido —dijo—, ha preguntado varias veces por usted. ¡Pobrecito! Quería venir a la boda, pero el médico no se lo permitió. Luego dijo que usted vendría a verle aquí al hospital, pero yo no lo creí posible. Está visto que los hombres sienten la amistad más que las mujeres. Pase, pase a su habitación; le hará feliz.

De la habitación de Genco Abbandando salieron una enfermera y un médico. El doctor era joven, de expresión seria, y todo en él indicaba que había nacido para mandar. Dicho de otro modo: tenía el aire del que ha sido inmensamente rico toda su vida.

—Escuche, doctor Kennedy ¿podemos pasar a verle? —preguntó tímidamente una de las hijas.

El doctor Kennedy, con un gesto de exasperación, dirigió una mirada al grupo. ¿Es que no se daban cuenta de que aquel hombre estaba muriéndose y que sufría lo indecible? Hubiese sido mucho mejor que lo dejaran morir en paz.

—Solamente los familiares más próximos —dijo con su voz exquisitamente educada.

El doctor quedó sorprendido al ver que la esposa y las hijas se volvían hacia el hombre bajo y fuerte que estaba con ellas, como si esperaran su decisión.

El hombre corpulento habló con un apenas perceptible acento italiano.

—Estimado doctor Kennedy ¿es cierto que se está muriendo?

—Sí —afirmó el médico.

—Entonces, su trabajo ha terminado ya —dijo Don Corleone—. Nosotros le relevaremos. Consolaremos al moribundo, le cerraremos los ojos, nos ocuparemos de su entierro, lloraremos en su funeral, y después velaremos para que nada falte a su esposa y a sus hijas.

Al oír las anteriores palabras, la señora Abbandando comprendió la situación y se echó a llorar.

El doctor Kennedy se encogió de hombros. Era inútil intentar explicar nada a aquellos campesinos. Pero al mismo tiempo comprendió la desnuda verdad que encerraban las palabras del hombre bajo y gordo: su papel había terminado. Siempre con su perfecta cortesía, el médico dijo:

—Por favor, esperen a que la enfermera les dé permiso para entrar, pues tiene todavía un poco de trabajo con el paciente.

Y se alejó del grupo, con su bata blanca agitándose por el impulso que sus rápidos pasos producían.

La enfermera volvió a entrar en la habitación. Finalmente, salió otra vez y sostuvo la puerta para que entrara el grupo.

—Está delirando a causa del dolor y de la fiebre. Traten de no excitarle. Podrán permanecer en la habitación sólo durante unos pocos minutos, excepto la esposa —dijo, en voz baja.

La enfermera reconoció a Johnny Fontane cuando éste pasó junto a ella, y sus ojos, asombrados, se abrieron desmesuradamente. Johnny le dedicó una de sus simpáticas sonrisas, y la chica le dirigió una mirada invitadora mientras él seguía a los otros al interior de la habitación del enfermo.

Genco Abbandando había disputado una larga lucha con la muerte, y ahora, vencido, yacía exhausto sobre aquella blanca cama. Se había convertido en un esqueleto, y lo que antaño había sido una cabellera espesa y negra era ahora un puñado de pelo lacio y sin vida.

—Genco, amigo mío —dijo Don Corleone en tono alegre—. He venido con mis hijos, pues todos querían venir a presentarte sus respetos. Y, mira, también está Johnny, que ha viajado desde Hollywood.

El moribundo levantó sus ojos hacia el Don en señal de gratitud y permitió que los jóvenes tomaran entre las suyas su huesuda mano. Su esposa e hijas, de pie a ambos lados de la cama, le dieron un beso en la mejilla mientras le sostenían la otra mano.

El Don apretó la mano de su viejo amigo, y, para animarle, le dijo:

—Date prisa en recuperarte, pues quiero ir contigo a hacer un viaje a Italia, a nuestro pueblo. Jugaremos a las bochas delante de la taberna, como hacían nuestros padres.

El moribundo movió la cabeza. Con un gesto indicó a los jóvenes y a su familia que se alejaran de la cama e instó al Don a que se aproximara más. Trataba de hablar. El Don se sentó junto a la cama y acercó el oído a la boca del enfermo. Genco balbuceaba algo sobre sus años de infancia. Luego, sus ojos, negros como el carbón, adquirieron una expresión de astucia. Murmuró algo. El Don se acercó aún más y los otros se asombraron al ver que lloraba. La cavernosa voz se hizo más fuerte, llenando la habitación. Con un esfuerzo sobrehumano, Abbandando levantó la cabeza, y señalando al Don con uno de sus sarmentosos dedos, dijo:

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