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Capítulo 50: Ecos de un Pasado Lejano

Año 460 a.C., Atenas.

Adrian, el inmortal que había vagado por la tierra durante más de mil años, se encontraba en una Atenas que era un hervidero de actividad y cambio. La ciudad, que había sido su hogar durante casi un siglo, estaba en el apogeo de su poder y esplendor, liderada por el influyente estadista Pericles, aunque él mismo aún no había alcanzado el pico de su influencia.

Durante los 80 años que Adrian había residido en Atenas, la ciudad había experimentado una transformación monumental. La democracia, aunque todavía en sus etapas iniciales y lejos de ser perfecta, había echado raíces en la sociedad ateniense. La ciudad había florecido en todos los aspectos, desde la arquitectura hasta las artes y la filosofía. El Partenón, un templo dedicado a la diosa Atenea, estaba en las primeras etapas de construcción, destinado a convertirse en uno de los monumentos más icónicos de la antigüedad.

Adrian, en su existencia solitaria y eterna, había sido testigo de estos cambios desde las sombras. Su mansión, ubicada en un área aislada de la ciudad, estaba llena de riquezas acumuladas a lo largo de los años. Oro, joyas, y artefactos de valor incalculable llenaban sus habitaciones, testimonio de su larga vida y de las eras que había atravesado.

Aunque su vida estaba marcada por la indulgencia y la decadencia, las mujeres que visitaban su mansión, atraídas por su enigmática presencia y riqueza, a menudo compartían historias de la ciudad y del mundo exterior. Hablaban de las tensiones políticas, de las guerras con Persia, de las intrigas y conspiraciones que se cocían en las sombras de la próspera Atenas.

Adrian, aunque físicamente presente, a menudo se encontraba perdido en sus propios pensamientos mientras escuchaba. Sus pensamientos vagaban por los siglos, recordando rostros y nombres que habían sido olvidados por el tiempo. Aunque las historias de guerra y conflicto eran comunes a lo largo de los siglos, cada era traía consigo sus propias luchas y desafíos.

En el exterior, Adrian mantenía una fachada de indiferencia y control, pero en la privacidad de su dominio, las preguntas sobre su existencia y el valor de su inmortalidad a veces lo asaltaban. Aunque había aceptado su naturaleza y se había entregado a los placeres y deseos que venían con ella, los ecos de su humanidad perdida a veces resonaban en las cámaras vacías de su ser.

Las mujeres, aunque inicialmente atraídas por su misterio y riqueza, a menudo se encontraban desconcertadas por su distante frialdad. Adrian, a pesar de sus interacciones físicas, rara vez permitía que alguien se acercara emocionalmente. Las mujeres venían y se iban, sus nombres y rostros se desvanecían en la neblina de su memoria eterna, mientras él permanecía, inmutable.

En el año 460 a.C., mientras Atenas se embarcaba en un período que sería recordado por generaciones, Adrian, el vampiro que había caminado por la tierra durante milenios, se encontraba en una encrucijada. La ciudad a su alrededor estaba viva con posibilidad y cambio, y sin embargo, él permanecía estático, un espectador en el teatro de la existencia humana.

Mientras los ciudadanos de Atenas debatían en la ágora y los filósofos cuestionaban la naturaleza de la existencia, Adrian se encontraba en la oscuridad de su mansión, contemplando la eternidad que se extendía ante él.