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Capítulo 51: En la Sombra de la Guerra

Año 430 a.C., Atenas.

La guerra del Peloponeso había sumido a la región en un caos que se extendía como un incendio voraz, consumiendo ciudades y vidas por igual. Atenas, aunque todavía un bastión de cultura y poder, no estaba inmune a las cicatrices que la guerra infligía. Las calles, una vez bulliciosas y llenas de comercio, ahora estaban teñidas con la sombra de la desesperación y el miedo. Las familias, privadas de sus seres queridos enviados al frente, se aferraban a cualquier semblanza de esperanza y normalidad.

Adrian, desde su posición elevada en su mansión sobre una colina, observaba la ciudad con ojos desprovistos de emoción. La guerra, con su muerte y destrucción, no era más que otro capítulo en la larga historia de la humanidad que había observado pasar. Sin embargo, la guerra también traía oportunidades, y Adrian, en su eternidad, había aprendido a explotarlas a su favor.

Las noches en Atenas estaban llenas de susurros y lamentos, las sombras en los callejones ocultaban tratos oscuros y desesperados. Adrian, con su presencia imponente y su aura de poder, se movía entre estas sombras, un depredador en medio de la desesperación humana.

Una noche, mientras caminaba por las calles oscuras, una mujer joven, de ojos hundidos y mejillas pálidas, se acercó a él. Su nombre era Elara, y en sus ojos, Adrian vio la desesperación pura y la determinación feroz que solo la perspectiva de perderlo todo podía forjar.

"Señor", comenzó Elara, su voz temblorosa pero firme, "he oído hablar de usted, de los tratos que ofrece. Mi familia está muriendo, la guerra ha llevado a mi padre y mis hermanos, y mi madre y mis hermanas se desvanecen día a día. Ofrezco mi servicio, mi vida, a cambio de su protección para ellas".

Adrian la observó, su expresión inmutable, y asintió lentamente. "Tu vida a cambio de las suyas. Serás mía, en todos los sentidos, y a cambio, tu familia será cuidada", respondió con una voz que no contenía ni un ápice de simpatía.

Elara, con lágrimas deslizándose por sus mejillas, asintió, sellando un pacto nacido de la desesperación.

La mansión de Adrian se convirtió en su prisión y su santuario. Mientras sus días estaban llenos de tareas y obligaciones, sus noches eran propiedad de Adrian, quien la usaba para saciar sus deseos y su sed sin fin. Elara, por su parte, se sometía, cada noche un recordatorio del pacto que había hecho, cada amanecer una promesa de que su sacrificio permitía que su familia viera un día más.

En la ciudad, la familia de Elara recibía regularmente suministros de alimentos y oro, entregados por mensajeros anónimos. La madre de Elara, aunque aliviada por la ayuda, no podía evitar preguntarse a qué precio venía, mientras miraba hacia la colina, hacia la mansión donde su hija había desaparecido.

Adrian, mientras tanto, continuaba su existencia, su vida un ciclo constante de indulgencia y observación. Aunque la guerra rugía en la distancia, y las vidas de aquellos en la ciudad se desmoronaban y reformaban en respuesta a ella, él permanecía constante, un espectador eterno de la tragedia y la perseverancia humanas.