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Capítulo 45: Sus veintinueve formas de reír

De sus veintinueve formas de reír, a Delilah la que más le gustaba era ésa. La misma que combinaba con los trece colores que reflejaban sus ojos oscuros cuando estaba bajo el sol.

El sacerdote alzó los brazos para colgar la sábana en lo más alto de la cuerda para secar la ropa, donde Delilah no alcanzaba. Seguidamente, le pasó la cesta vacía a su amiga.

—Gracias, Massimo.

—No hay de qué agradecer. ¿Desde cuándo te volviste tan pequeña?

La muchacha entornó los ojos.

—No me he vuelto más pequeña. Al contrario, alguien aquí no para de crecer.

—Y creo que tú te detuviste a los once años —Massimo estiró el brazo para agarrar un camisón de dormir de una de las niñas, bastante diminuto—. Todavía te debe quedar éste, ¿verdad?

El rostro de ella se tornó de un fuerte tono carmesí antes de arrancarle la prenda de las manos.

—Dame eso, imbécil.

Él soltó una pequeña carcajada mientras levantaba una mano para tomar la de Delilah.

Casi sin pensarlo, se llevó la mano de la joven a los labios y le dio un tierno beso en el dorso.

—Dios bendiga tus torpes manos.

La sonrisa de ella desapareció. No obstante, su mano seguía dentro de la de Massimo.

De pronto, una vertiginosa ráfaga de viento hizo volar su cofia, provocando que su cabello se soltara. Cuando ella quiso atajar la prenda en el aire, voló más lejos.

Finalmente, se movió para romper el tacto de su amigo y comenzó a correr tras la cofia en medio del laberinto de sábanas y hábitos.

Sus gritos, en los que insultaba al viento, hicieron reír a Spaghetti, quien estaba conteniendo las ganas de ir tras ella y…

En el momento en el que la novicia recogió la cofia del césped, un carruaje elegante apareció en el horizonte, en la parte más lejana del sendero. Sus corceles eran costosos, robustos y con un pelaje increíblemente cuidado. Cada detalle de la carroza era moderno y elegante.

Ambos se detuvieron para contemplar el vehículo al tiempo que se aproximaba y sintieron, casi al mismo tiempo, que sus corazones se detenían.

Reconocían aquel carruaje con cabina cerrada. Aquel en el cual Delilah había visto llegar a su abuela Alda y en el cual se había marchado para volver luego de casi un año.

El miedo recorrió la espalda de la joven en forma de escalofrío. Lo único que pudo hacer fue quedarse paralizada mientras los caballos se avecinaban despacio hasta estar delante del hogar.

Cuando se abrió la cortina que cerraba el compartimiento interno, no fue la señora Alda quien apareció dentro.

Para sorpresa de Massimo, era un joven bastante apuesto, con un traje elegante, larga melena dorada y un bastón que parecía usar por placer en lugar de por necesidad. A simple vista aparentaba tener la misma edad que Delilah, o tal vez un año más.

Tan pronto como la novicia lo reconoció, una sonrisa se dibujó en su cara. Se apresuró a correr hacia él antes de darle un cálido abrazo que habría estado mal visto ante los ojos de las demás monjas.

—¡Delilah! —el caballero se alejó para mirarle el rostro. Con cierto asombro contempló su cabello suelto, medio despeinado por el viento, y su discreta vestimenta—. ¡Estoy tan contento de que estés bien! Me ha costado mucho averigüar dónde estabas y saber cómo llegar hasta aquí.

—¡Oh, Giacomo! Jamás creí verte en este lugar. ¿A qué se debe tu visita?

Los dos conversaban sin dejar de sostenerse los brazos cariñosamente.

—Traigo noticias.

—¿Quieres pasar? —Delilah señaló al hogar.

—Me encantaría.

—¿Vienes, Massimo? Él es mi primo Giacomo.

—Primo segundo —aclaró el muchacho—. Hijo del primo paterno de la madre de Delilah.

Sí, sonaba como un lejano parentesco, pensó el sacerdote antes de extender la mano hacia él con austeridad.

—Es un gusto conocerte, soy Massimo.

—De igual manera, padre. Mi nombre es Giacomo Francomagaro.

—¿Cómo está tu hermana? —cuestionó Delilah al tiempo que guiaba al muchacho hacia la mansión—. Me he alegrado infinitamente al verte, pensé que sería mi abuela.

Antes de que el muchacho pudiese llegar a la puerta, se detuvo. Se quitó el sombrero de copa y comenzó a jugar con el ala, haciéndola girar en sus manos de forma nerviosa.

—Caterina ha estado bastante triste. De eso quería hablarte.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—La abuela Alda falleció.

La muchacha parpadeó un par de veces.

—Bueno, no podría decir que me alegro porque eso sería un pecado.

—¿Qué traes ahí? —Giacomo apuntó a sus manos.

—Oh, es mi cofia —explicó la novicia al tiempo que volvía a ajustarla sobre su cabello.

—¿Eres una monja?

—Oh, no, no. Aún no. Soy una novicia. Todavía no he hecho mis votos permanentes.

Luego de una pausa, su primo agregó:

—Eso es un alivio.

—¿Por qué? —las voces de Massimo y Delilah se unieron en un solo sonido.

—Porque he venido desde tan lejos a proponerte que regreses a casa. A tu casa. Ya no hay nadie que pueda molestarte. El abuelo está en cama y apenas se mueve. Además, es tu casa.

—¿De qué estás hablando? ¡Jamás regresaría a ese lugar!

—Escúchame antes de decir que no —Giacomo le sujetó ambas manos—. Hay una gran cantidad de familiares que actualmente están peleando por quedarse con el palacio una vez que tu abuelo muera. Sin embargo, eres la heredera más directa. Son tus abuelos, Delilah. Esa casa te pertenece. Es tu lugar. Y ellos deberían saber que estás ahí, que no permitirás que te arrebaten lo que es tuyo. Tienes que pensarlo, por favor.

El estupor hizo que la muchacha diera un paso involuntario hacia atrás.

—En primer lugar, Giacomo, no quiero luchar contra un montón de gente que creerá que sólo he aparecido por amor a una mansión y a unas joyas —declaró solemnemente—. En segundo lugar, es un caso perdido contra personas que tienen dinero y poder. ¿Quién soy yo? La hija huérfana de una mujer con una terrible reputación. Y en tercer lugar, no quiero volver nunca más al sitio donde mi madre sufrió tanto.

—Esta vez será diferente, volverás con más poder. Contarías con mi apoyo.

—No hay discusión al respecto, Giacomo —murmuró la joven antes de invitarlo a entrar al hogar, indicándole el camino con una mano.

—Así que te gusta traer hombrecitos a este lugar —fue el recibimiento que le dio Gaudenzia en el salón principal.

—Es mi primo. Es mi familia, Gaudenzia. No metas tu enorme nariz en mis asuntos.

La mujer abrió ampliamente los ojos al tiempo que dos risas disimuladas sonaban a la vez, la de Massimo y la de Giacomo.

—¿Y así quieres unirte a la vida religiosa? —protestó la monja—. ¿Insultando y ofendiendo a los mayores? Eres una hija del diablo. ¡Hija del diablo!

Gaudenzia continuó dando alaridos de enojo al retirarse por el pasillo.

—¿Te gustaría un té, Giacomo? —invitó Delilah.

—Por favor, si no es molestia.

—¿Y a ti, Massimo?

—Te acompaño a prepararlo —se ofreció su mejor amigo.

El padre y la novicia se dirigieron a la cocina, donde Fátima se encontraba cocinando el almuerzo.

—¡He olvidado la albahaca! —mascullaba la hermana para sí misma, limpiándose las manos contra el delantal—. Ya regreso, iré al huerto. ¿Podrían verificar que no se queme la salsa, por favor?

—Con gusto, Fátima —respondió Delilah al tiempo que comenzaba a buscar las hierbas para preparar el té—. No es tan difícil hacer un té, de todas formas —se quejó mientras colocaba agua en la tetera—. Podía hacerlo sola, no soy tan inútil, Spaghetti.

Él comenzó a colocar las tazas sobre una bandeja de hierro.

Hizo silencio, vacilando durante un instante. Sabía que no debía decírselo, pero quería hacerlo.

—Tu primo ha venido a proponerte matrimonio.

A ella no se le ocurrió hacer otra cosa que reír.

—¿Qué tonterías estás diciendo?

—No es una tontería, estoy seguro.

—¿Cómo puedes estar seguro? —esta vez, su tono era más serio, preocupado.

Massimo levantó la mirada hacia su rostro.

—Soy hombre.

Ése fue su único argumento.

Delilah hizo rodar sus ojos.

—Eres un sacerdote —lo acusó, como si eso no implicara ser hombre.

—Estuvo a punto de hincar su rodilla en el suelo —insistió él antes de hacer una pausa que casi se convierte en un suspiro—. De todas formas, ¿aceptarás?

—Pareciera que a veces no te llegara suficiente luz al cerebro —le insultó la muchacha—. Soy una novicia. Tal vez pronto estaré haciendo mis votos permanentes.

Massimo alzó un saco de azúcar para situarlo sobre la mesa y llenar un tarro. Una vez que terminó, dio un paso más cerca de su amiga.

—No lo hagas, por favor.

Esa petición la dejó helada.

—¿El qué? ¿Volverme monja? —tragó saliva antes de continuar—. ¿O casarme?

Había una furia frustrada en el interior de Massimo. Por una vez, quería perder los estribos. No quería ser un cura. No quería comportarse de forma apacible.

Sin embargo, lo único que logró hacer fue exhalar pesadamente.

—Ninguna de las dos.