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Capítulo 46: Todopoderoso

—¿Por qué, Massimo?

Aquella pregunta le hizo al sacerdote apretar los labios y bajar la mirada al suelo.

—Porque no puedo más, Delilah —admitió en voz queda antes de hablar un poco más fuerte, regresando los ojos al rostro de la joven novicia—. No puedo evitar sentir este fuego que arde en mi pecho cada vez que estás cerca. Y me está quemando, me está volviendo loco.

De un momento a otro, algo se derrumbó dentro de Delilah.

Se había esforzado mucho durante todos esos meses para olvidarse de la idea de amarlo. Todo para que de pronto esas palabras quebrasen todo lo que había construído. Y sintió esa misma llama de la que Massimo hablaba en su interior.

—¿Qué estás diciendo?

Él se puso más cerca de su cuerpo, hasta juntar la frente con la de ella.

—Que te amo, Delilah. Lo he hecho siempre. Creí que podría apagar esto que siento por dentro, tal vez con el tiempo, tal vez teniéndote lejos. Pero no lo he logrado, a pesar de lo mucho que recé a Dios para que me ayudara.

Delilah cerró los ojos mientras su respiración se volvía débil e intermitente.

—Pero si lo que estás diciendo es un pecado, Massimo. ¡Es una locura! Eres un…

—¡Ya lo sé! ¡Sé lo que soy, sé que está mal, que no es correcto, que he pecado en mi pensamiento tantas veces que una confesión no sería suficiente…!  —suavemente colocó una mano sobre la mejilla de Delilah—. Es por eso que últimamente he dudado de mí mismo. He pensado que quizás no debería…

En un veloz movimiento, la muchacha puso ambas manos sobre la boca de su amigo, impidiéndole continuar su discurso.

—No, no lo digas. Ni siquiera te atrevas.

Él cogió una de sus manos delicadamente, retirándola de su incipiente barba y sin soltarla.

—Está claro que no puedo seguir siendo esto, por más que quiera.

—Ésta es tu vocación, Massimo. Y no seré yo quien te haga renunciar a tus sueños. No lo permitiré.

—Por más que esté convencido de tomar este camino, lo que siento por ti es tan fuerte que no logro apaciguarlo. Tal vez no estoy hecho para esto. Quizás deba servir a Dios de otra forma, quizás me quedó demasiado grande esta profesión.

—Eso no es verdad. He visto lo feliz que eres haciendo esto. Desde el momento en el que das la misa cada domingo, hasta cuando enseñas religión a las niñas. He visto el empeño que pones en ayudar en las misiones y cómo estás convencido de que la ciencia y Dios llevan hacia la misma verdad. Si hay alguien que puede ejercer esta profesión con verdadera vocación, eres tú.

Cuando el muchacho aproximó los labios a los suyos, Delilah sintió que sus piernas temblaban. No la estaba besando, pero sus labios le rozaban y su respiración entrecortada se colaba en el interior de su boca.

—No estoy convencido de eso —susurró contra su boca, todavía tocándole los labios con los suyos—. Renunciaría a todo para… casarme contigo.

El corazón de la joven se aceleró tanto que sentía su pecho vibrar con fuerza.

Si aquello era una propuesta…

Aturdida, puso distancia entre ambos, alejándose hacia un rincón de la cocina.

—¿Estás diciéndome que renunciarías a tu fe… por mí?

—Tener fe no es sólo ser un sacerdote. Renunciaría a dedicar mi vida a Dios, para dedicarla a estar contigo.

—¿Qué clase de persona sería si me pusiera por encima de Dios en tu vida? Jamás podría aceptar tal cosa.

—¿Qué clase de persona sería yo? Las decisiones que tome no pueden afectarte. Soy yo quien tengo este compromiso permanente con la religión, no tú.

Ella se llevó una mano al pecho, como si sintiera dolor. Porque realmente lo sentía. Era como si no pudiera respirar.

—Si eres capaz de romper tu compromiso con Dios, que es Todopoderoso, ¿qué podré esperar para mí, una simple mortal? ¿También perderás tu fe en mí?

Massimo dio un paso adelante, dispuesto a abrazarla. Ella se apartó aún más, haciéndole un gesto de advertencia con la mano para que no se acercara.

—¿Qué estás diciendo, Delilah? Si acaso renunciara a ser un sacerdote, no sería por ti. Lo haría porque soy libre de elegir. Y quiero tener la libertad de amarte. ¿Entiendes la diferencia?

Luego de un largo silencio, ella respondió:

—Tú eres libre, pero yo no.

—¿A qué te refieres?

—Hice una promesa a Dios. Y pienso cumplirla —explicó con determinación—. Cuando tuvimos el brote de viruela, prometí a Dios que si las niñas salían de esa situación, me convertiría en monja.

Él respiró profundo.

—Escúchame bien, Delilah. Si quieres convertirte en una monja, respetaré tu decisión y dejaré de insistir. Pero si lo estás haciendo por obligación o culpa, me opondré totalmente. No significa nada llevar una vida religiosa cuando no se hace por voluntad propia.

Eso fue todo lo que necesitó escuchar Delilah para aproximarse corriendo hacia Massimo y rodearlo entre sus brazos con fuerza, acurrucándose en su pecho.

Tan pronto como él la sintió contra su torso, correspondió a su abrazo. La sostuvo como si en cualquier momento pudiese desaparecer.

—Dime que nuestro amor no es pecado, Massimo —le suplicó, como si fuera lo único que necesitaba escuchar para ceder ante los impulsos físicos que sentía hacia su mejor amigo.

—¡La salsa! —clamó una voz externa, provocando que se separaran de un salto.

Fátima corrió hacia la chimenea, humedeció un paño con agua y lo usó para sujetar los mangos de la olla caliente, retirándola del fuego.

—¡Lo siento tanto! —se disculpó Delilah—. Sabes que mi mente es tan torpe como mis manos y pies. Olvidé que debía ver la salsa, Fátima. Lo arreglaré, lo prometo. Prepararé una nueva.

Un largo suspiro de enojo se escapó de los labios de la joven monja.

—Está bien, Delilah, no hace falta —sacudió la mano con un gesto de indiferencia—. Creo que hay un joven en el salón esperando por ti. No dejes esperando a tus invitados.

—Lo lamento, Fátima —la novicia agachó la mirada con vergüenza.

Apresuradamente, retiró el agua del fuego para servir el té. Fue Massimo quien sostuvo la bandeja y la trasladó al salón mientras ella le seguía de cerca.

—Gracias por este exquisito té, Delilah —expresó Giacomo—. De todas formas, se ha hecho algo tarde. Comprenderás que he viajado un largo camino y no quiero que caiga la noche mientras estoy viajando. Quería preguntarte si sería un problema que yo y mi cochero pasemos la noche aquí.

El sacerdote se aclaró la garganta.

—Hay lugar en la casa parroquial. Ahí solemos dormir los monjes, monaguillos y yo. Seguro que tendremos una cama de sobra. ¿Le gustaría ir a dejar sus cosas, o asearse?

—Muchas gracias por su hospitalidad, padre.

—Acompáñeme, señor…

—Francomagaro.

—Francomagaro —repitió Massimo al tiempo que finalizaba su propia taza de té.

—Te veré más tarde, Delilah —se despidió su primo—. Por favor piensa en lo que te he propuesto. No me iré de aquí sin que regreses conmigo.

La muchacha quería discutir, pero estaba tan abrumada que únicamente logró asentir con la cabeza mientras los dos jóvenes se retiraban juntos hacia el exterior del hogar.

—Hasta luego, Giacomo.

En el mismo instante en el que se quedó sola, se dirigió a toda prisa hacia el salón de rezos. Antes de arrodillarse sobre el reclinatorio, acomodó su hábito y se santiguó.

—Dios —exhaló pesadamente antes de continuar—, puede parecer ésta una petición muy atrevida de mi parte. Sin embargo, no quiero seguir adelante sin haberlo hecho. Quiero pedirle la libertad. La libertad de Massimo. Y quiero que si no es tu voluntad que él sea libre…, si no es tu voluntad que se aparte de tu camino, me envíes una señal. No quiero alejar a Massimo de su destino si es que éste es el camino religioso. Por favor, se lo pido, señor.

*****

—Espero no te importe compartir el dormitorio con uno de nuestros monjes —le indicó Massimo a Giacomo mientras le enseñaba el aposento en el que dormiría.

—Es lo que menos importa en este momento —replicó el joven gallardo. Parecía extremadamente nervioso, preocupado. De pronto, se llevó la mano al bolsillo del abrigo para mostrarle al sacerdote una pequeña caja de terciopelo—. Padre, si ella acepta, tal vez le haría mucha ilusión que sea usted quien nos case. Seguramente se sentirá más cómoda con alguien que conoce.

Massimo, paralizado observando el costosísimo anillo dentro de aquella diminuta caja, guardó silencio durante un largo momento.

—Lo siento —finalmente respondió—. En poco tiempo partiré a una misión y no creo que regrese a esta parroquia.

—Vaya —Giacomo guardó aquel anillo nuevamente dentro de su traje—. No hay ningún problema —sostuvo la mirada con el cura un breve instante—. ¿Cree que ella acepte? Estoy tan asustado de que me rechace.

El sacerdote esperaba que lo rechazara, en su egoísta interior.

—Conociéndola, seguramente aceptará —le calmó. Su contestación había sido sincera.

—Gracias, padre —el muchacho rubio recogió su bastón y sombrero—. Vamos, debo hacerlo antes de que sea demasiado tarde.